XIII

Solsticio

55 a. C.

—¡Gwynith!

Lucio abrió la puerta de su alojamiento y entró golpeando los pies para sacudir la nieve de las botas. Ella estaba inclinada sobre el fuego afanándose con la leña y se volvió de inmediato, se levantó y le sonrió con la mirada, como solo ella sabía hacer.

—Vamos, ya casi ha oscurecido —dijo, tendiéndole la mano. Ella sacudió la cabeza, retrocediendo un paso—. ¡Venga! No tengas miedo, no te sucederá nada.

—Te espero aquí.

—No. No puedes pasarte la vida encerrada aquí dentro y esta es la ocasión adecuada para salir. ¡Vamos!

Le cogió el chal y se lo echó sobre los hombros.

—Ahora ponte la capa, fuera hace frío.

Se lo acomodó como si estuviera cuidando de una niña que no hacía nada por colaborar, aunque le costaba oponerse a su voluntad.

El soldado se volvió y abrió nuevamente la puerta, esta vez para salir. Una ráfaga de frío y algunos copos de nieve entraron, como para amenazar la tibieza que invadía el alojamiento. La mirada de la mujer se ensombreció, pareció vacilar, luego se animó y lo siguió.

Lucio le acomodó la capucha sobre la cabeza.

—No van a comerte, no te preocupes —le dijo, conduciéndola de la mano hasta una explanada entre las barracas de la Primera Cohorte.

Bajo la nieve que caía lentamente a grandes copos, los legionarios, envueltos en sus pesadas capas, estaban apilando una ingente cantidad de leña. Gwynith vio una figura gigantesca que se abrió paso entre los hombres y alcanzó a Lucio, quien le estrechó la mano. El rostro del hombre estaba oculto por la capucha, de la que solo salía el aliento que se condensaba en el aire gélido. No entendía de qué estaban hablando los dos, pero fuera lo que fuese, la vibración de aquella voz poderosa la hacía siniestra. Por lo demás, todo el latín que le había enseñado Lucio acababa en los objetos del interior de la estancia donde vivía desde hacía ya un mes.

—Gwynith, este es Valerio —le dijo Lucio, hablándole en celta. El hombre se quitó la capucha, mostrando el rostro a la pálida luz de la nieve. Su sonrisa acentuó la horrenda cicatriz de la mandíbula, que llegaba a tocar el labio inferior.

—Te dejo aquí con él, enseguida vuelvo.

Ella le aferró la capa, pidiéndole con los ojos que no la abandonara allí, junto a aquel hombre.

—No te preocupes —le dijo Lucio, sonriendo amablemente—, en este momento te encuentras en el sitio más seguro del mundo.

Un instante después el aquilífero desapareció por entre la soldadesca, dejándola inmóvil como una estatua, con la cabeza gacha y la mirada fija en el suelo.

El toque de extraños instrumentos musicales de viento se elevó en la oscuridad y los hombres dejaron de apilar leña, guardando silencio. No entendía qué estaba a punto de suceder, pero debía de ser algo importante, porque los soldados se habían vuelto todos en la misma dirección y habían entonado un canto, como un lamento dirigido al cielo. El hombre que estaba a su lado, Valerio, se inclinó para susurrarle algunas palabras. Ella levantó la vista y vio que le estaba señalando algo. Miró tímidamente en aquella dirección y vislumbró a lo lejos un águila de plata, elevándose sobre las cabezas de los legionarios. Un hombre que no llevaba la capucha sino un yelmo centelleante subió a una tarima de madera y su figura se recortó, alta, en medio de todos los demás. Lo seguía otro hombre, que sostenía la enseña y llevaba una piel de oso. De inmediato reconoció a Lucio.

El primer hombre, el del yelmo centelleante y la capa color púrpura, extrajo la espada y la apuntó hacia el águila pronunciando algunas palabras. Luego fue el turno de Lucio, que alzó el símbolo al cielo y aulló, a su vez, mirando hacia lo alto. Gwynith se sintió arrollada por el alarido coral y terrible de todos los soldados. En un instante cien antorchas prendieron fuego a la gran pila de leña, mientras miles de voces entonaban un canto tan cadencioso y lento que le producía escalofríos, semejante a un lamento o quizás a una plegaria. Era como si algo poderoso subiera de la tierra al cielo. El rito continuó entre fórmulas mágicas y otros cantos, luego un aplauso estruendoso y liberador acompañó el fuego ardiente, altas y candentes llamas que iluminaban los rostros con una luz amarillenta.

Pensó que se trataba de una celebración ritual, porque después de eso parecieron más relajados. Los soldados volvieron a hablar entre sí y muchos se detuvieron a charlar con el coloso que estaba a su lado, prescindiendo de ella. Oyó en la lejanía otro alarido y luego más aplausos, y vio que los legionarios traían jabalíes y ciervos para asar en la hoguera. Una mano se apoyó en su hombro, paralizándola. Reconoció la voz de Lucio y poco faltó para que se echara en sus brazos. El aquilífero se puso a hablar con el gigante y con los demás hombres. Luego, con naturalidad, le ciñó los hombros. Era la primera vez que lo hacía. Un hombre encapuchado se acercó a ellos con varias copas, seguido por un soldado con un perol humeante. Lucio cogió el cucharón para llenar una copa que le pasó a Gwynith, luego llenó otra y se la dio al coloso, y la tercera se la quedó para sí. Brindaron juntos:

Gustaticium —le explicó sonriendo—. Es vino con agua de nieve y miel que se bebe antes de comer, bien caliente. —Los tres se encaminaron hacia un cobertizo de telones de cuero, bajo el cual estaban sentados algunos soldados, cada uno con su vaso humeante—. ¿Tienes hambre? —le preguntó.

Ella asintió con una sonrisa. Se sentaron y comenzaron a llegar las primeras bandejas de carne, ya cortada en bocados. Lucio la miró a los ojos, su rostro rebosaba felicidad.

—Estamos festejando el solsticio de invierno, Gwynith.

—¿Solsticio?

—Mira, esta es la noche más larga del año y la tradición exige que los soldados enciendan un fuego y lo mantengan vivo mientras duren las tinieblas, a fin de ayudar a la luz a resurgir.

—¿Y tú qué has gritado al cielo?

—He invocado a Júpiter, el dios de la luz y del cielo, el dios supremo, el más generoso y poderoso de todos. Le he pedido que siga los fuegos que hemos encendido para él, le he dicho que la Décima le abriría camino en la oscuridad.

—¿Tú tienes tanto poder?

Lucio reflexionó un momento, antes de responder.

—Tengo la tarea de llevar el águila, que es la mensajera de Júpiter y el símbolo de la legión.

—Eres un hombre importante.

—Muy importante —dijo en celta una voz a sus espaldas.

Los dos se volvieron y Gwynith vio al hombre del yelmo centelleante que poco antes había apuntado la espada al águila, mirándola con una media sonrisa, con las manos firmemente apoyadas en las espaldas de Lucio. La mujer reconoció al soldado que la había hecho atar de nuevo a la salida de la gruta y se le desvaneció la sonrisa.

—Sin él no daríamos un paso. Nos guía en la vida y se ocupará de nosotros también después de nuestra muerte.

—Gwynith, te presento al primípilo de la Décima, Cayo Emilio Rufo. Es un hombre muy sabio y capaz, pero muy a menudo tiende a exagerar.

—No digo más que la verdad. Él es el responsable de nuestras sepulturas.

El primer pensamiento de Gwynith fue que aquel hombre más bajo que los demás debía de ser de una pasta particular. Notó que tenía la tez muy clara y los musculosos antebrazos cubiertos por un vello leonado, que destacaba la piel pecosa pero no enrojecida por el frío. De no haber sido por la estatura, lo habría tomado por un britano. Se acomodó frente a ella y se quitó el yelmo, mirando, molesto, las gotas de agua que brillaban sobre la superficie lustrada. Lo apoyó sobre la mesa, cogió una copa de vino y un bocado de carne y se dirigió a ella, en su celta rudimentario:

—Creo que no he entendido bien tu nombre.

—Se llama Gwynith —intervino Lucio.

—¿No me entiende? ¿No habla el dialecto belga, o lo habla solo contigo? —preguntó el centurión, masticando el jabalí asado.

—Entiendo algunas cosas de ese dialecto —dijo ella.

—Veo que la estancia en el campamento ha vuelto a ponerte en forma. Cuando la legión se detiene a invernar, transforma en oro todo lo que la rodea —añadió el centurión con una sonrisa maliciosa.

Lucio sonrió a su vez, luego levantó la copa y gritó:

—¡A la salud de la Décima, entonces! —Se volvió a Emilio, alzando nuevamente el vaso—: ¡Y a la del mejor centurio prior que jamás haya tenido una legión!

Los vítores de aprobación se elevaron mientras todos los hombres de alrededor se unían al brindis. En la atmósfera festiva nadie captó la mirada cortante que los dos intercambiaron por unos instantes, una mirada con la cual Lucio trazaba una frontera infranqueable para el centurión. Emilio no compartía la elección de Lucio, pero supo que ante aquella mujer su autoridad debía detenerse.

Valerio se levantó como una torre entre los demás y elevó, a su vez, la copa de vino humeante, en silencio. No era un comandante, pero además de las cicatrices ostentaba una autoridad y un respeto que había conquistado en innumerables campos de batalla. Cuando comenzó a hablar, los legionarios ya estaban pendientes de sus labios.

—Es un honor pertenecer a la Primera Cohorte de la Décima —empezó, sin necesidad de levantar la voz—, pero de lo que estoy más orgulloso es de combatir al lado de este hombre. —Apoyó la mano sobre el hombro de Lucio—: ¡Brindemos entonces a la salud de quien por enésima vez se ha lanzado solo contra los bárbaros, para salvar el honor de todos nosotros!

Siguió un estruendo ensordecedor y en pocos instantes el aquilífero se encontró levantado del suelo y lanzado hacia el cielo por decenas de brazos, mientras Gwynith contemplaba la escena apretando su copa. Podía parecer una fiesta como las que se celebraban en su tierra, pero no era así. El destino la había puesto en el centro de una organización desconocida para sus gentes, una máquina creada expresamente para la guerra, que vivía y producía guerra. También en los días invernales, bajo el manto de nieve, esos hombres trabajaban incansablemente para construir las naves y no se detenían para la siembra o la cosecha del trigo, no tenían familias que alimentar o casas que proteger. Su trabajo era llevar la guerra donde el comandante hubiera decidido y lo hacían bien hasta el final, porque cuanto hacían y construían, del campamento a los caminos, de las armas a las naves, tenía el único objetivo de hacer aún más eficaz su actuación. Dondequiera que se hubieran detenido, desde ese lugar hasta los confines del mundo conocido, erigían en pocas horas un campamento fortificado para desmantelarlo aún más rápidamente a la mañana siguiente, dejando solo una huella cuadrada sobre el terreno. Si se hubieran detenido durante algunos días, una nube de mercaderes sedientos de oro se habría precipitado para abastecerlos de todo lo necesario, haciendo florecer el comercio de toda clase de bienes, incluso superfluos, en toda la región. Se estremeció. De golpe se había dado cuenta de que aquello que tenía ante los ojos no era más que una de las innumerables articulaciones de una fiera inmensa, cuyas proporciones no eran siquiera imaginables para una mujer britana.

Miró a Lucio festejado por todos los demás y el escalofrío continuó. Era un hombre gentil, quizás el único al que había conocido en su vida, aparte de su padre. Y era un hombre amado y respetado por todos. Era admirado, tenía valor y llevaba el símbolo de los dioses para interceder ante ellos en nombre de todos los demás guerreros. ¿Cómo habría podido resistirse una mujer a todo ello?

—¿No comes? —le preguntó, de nuevo a su lado.

—Veo que para todos estos hombres eres alguien importante.

Lucio se sentó y le ofreció una bandeja llena de carne ya cortada.

—De ello debo dar gracias a Marte y a la Fortuna, que sin duda me favorecen, de lo contrario no estaría aquí —le dijo, mirándola como si ella misma fuera un don de los dioses.

Por primera vez le pidió que le hablara de ella, que le contara cómo había terminado encadenada en el carro de aquel mercader.

—Es una historia muy larga… Traté de huir de mi país cuando los cantiacos tomaron el poder, pero fui hecha esclava junto con mi prima Ailidh y revendida por los hombres de Cingetórix. El mercader nos había comprado para revendernos a vosotros.

—¿Cingetórix?

—Sí, un jefe de los cantiacos que apoya a Casivelauno y quiere conquistar otras tierras al norte, donde se encontraba mi ciudad.

Lucio la miró y luego se quedó con la mirada fija en el contenido humeante de su copa de vino.

—Sí, he oído hablar de ese Casivelauno, cuando estaba en Britania. Había un joven que… —Se interrumpió al ver que los ojos verdes se volvían brillantes—. Lo lamento por tu prima, Gwynith —le dijo, cambiando de conversación.

Una lágrima surcó el rostro de la joven, que inclinó la cabeza con un sollozo.

—Ellos…

—No digas nada, lo sé todo. Fuimos nosotros quienes la encontramos. —Le acarició la cabeza antes de continuar—: Valerio y Emilio la hicieron enterrar al margen del bosque.

Gwynith se secó la mejilla con el índice y miró al gigante de rostro desfigurado que estaba bromeando con algunos soldados.

—Es un buen hombre —dijo Lucio—, su corazón es proporcional al resto.

Ella asintió, suspiró y apretó los labios.

—Si tú lo dices —dijo con un hilo de voz—, será que es cierto.

—Aprenderás a conocerlo, ya verás. Sin él a estas horas mi cuerpo estaría sepultado en el Cancio. Fue el primero en arrojarse al agua para salvarme cuando desembarcamos en Britania.

—¿Al agua?

—También la mía es una larga historia, uno de estos días te la contaré —le dijo con una sonrisa. Bebió otro sorbo de vino humeante antes de cambiar de conversación, para alejar los recuerdos desagradables que resurgían en la mente de la mujer—. Ven, que quiero enseñarte una cosa.

Se levantaron de la mesa y con la copa de vino en la mano salieron de la tienda de cuero, acercándose a la gran hoguera de la que emanaba un calor irreal en medio del paisaje nevado.

—Ahora verás la cantidad de gente poco común que hay aquí, Gwynith. Mira, ¿ves a aquel? —Lucio le señaló a un hombre rubio muy alto y de largos bigotes, que cantaba a voz en cuello abrazado a un legionario—. Es un germano y forma parte de nuestra caballería junto a los otros que ves allí, hartándose de jabalí y bebiendo vino. —La cogió del brazo y señaló a un hombre muy gordo y enjoyado, que hablaba con unos jóvenes tribunos—. Ese de ahí es el venerado Epagatus, un griego que procura mujeres y comezones a los soldados; todos lo conocen y, tarde o temprano, todos se convierten en clientes suyos. Huelga decir que es riquísimo. Creo que incluso tiene un pequeño ejército a su servicio, para proteger su preciosísima mercancía, que sin duda en este momento está dispersa por todo el campamento. El que está a su lado es Hiddibal, que viene de Persia y hace de intermediario con el ejército. Él procura a la legión excelentes arqueros y compra esclavos y oro de los soldados; también él dispone de una guardia personal compuesta de esclavos. Allí al fondo están los eduos, un pueblo amigo de Roma desde hace tiempo, y también ellos forman parte de la caballería auxiliar. Allí, en cambio, están los guerreros nubios y los honderos de las Baleares. —Lucio observó a Gwynith, que miraba a su alrededor, extrañada—. ¿Alguna vez habías visto tanta gente distinta reunida en un solo lugar? Esta es nuestra casa, nuestra ciudad, nuestra familia, para algunos la vida misma. Combatimos por Roma, que muchos no han visto jamás.

La mirada de la muchacha se perdió entre las llamas: su casa no estaba allí. Ni siquiera sabía dónde se encontraba, solo sabía que un mar y muchas millas de camino la separaban de su tierra. Lucio intuyó que aquella conversación la había conmovido y procuró tranquilizarla:

—Si tu gente se convirtiera en nuestra aliada, no dudaría en hacerte regresar con ellos.

El corazón le dio un vuelco y en lo más profundo de sí misma suplicó a los dioses de Roma, que no conocía, que aplastaran a quienes la habían hecho cautiva.

—¿Devolverías la libertad a tu esclava?

—¿Tú, una esclava? —Lucio estalló en una sonora carcajada mientras la abrazaba—. Una esclava a la que visto con las telas más cálidas y alimento con nuestra misma comida. Una esclava que pasa las frías jornadas invernales en un alojamiento caliente y por la tarde bebe el mejor vino del campamento.

—¿Por qué lo haces, entonces? ¿Qué ganas con ello?

Lucio deslizó la mano por su hombro, deteniéndose en un mechón de pelo rojo que había escapado de la capucha, y buscó con la mirada las dos esmeraldas luminosas que lo escrutaban hasta en el alma. Tragó saliva en silencio, como si buscara la respuesta entre aquellos mechones cobrizos. Luego le cogió la mano y le susurró algo en latín, antes de apoyar los nudillos gélidos de ella en sus labios calientes.

—No… no entiendo tu lengua —dijo la joven, mientras el corazón le latía cada vez con más fuerza.

—Mejor así —respondió él con una sonrisa, y quiso soltarle la mano. Pero Gwynith se la estrechó, llevó las manos enlazadas al corazón y delicadamente acercó el rostro a la capucha que protegía a Lucio de la nieve.

El soldado se estremeció cuando ella, con un hilo de voz, le susurró al oído una frase incomprensible, de sonido dulcísimo. Permanecieron juntos, con las manos unidas, y la cálida respiración de ambos acarició sus rostros antes de escapar de las capuchas y evaporarse en el aire frío.

—No entiendo tu lengua —le susurró.

—Mejor así —respondió Gwynith, apoyando la sien en la mejilla de él.

Todo lo demás había desaparecido. Los cantos, las danzas, los miles de soldados y el gran fuego parecían disueltos en el aire. De pronto Lucio se sintió como si el mundo comenzara y acabara en el interior de aquellas dos capuchas tan cercanas, mientras trataba de inhalar todo el perfume de los suaves cabellos rojos. Dejó caer al suelo la copa de vino y el gustaticium humeante enrojeció la nieve. Le ciñó la cintura dulcemente, hundió la mirada en aquellos ojos espléndidos y luego buscó sus labios, tan cálidos y fragantes a vino y miel. Fue un beso largo, incesante, lento, desde hacía demasiado tiempo deseado y esperado. Cuando finalmente se separaron, continuaron besándose con la mirada. Nadie se fijaba en ellos. El vino, la comida, los cantos y las prostitutas de Epagatus los habían ocultado a los ojos de los demás, y en aquel punto de la fiesta era difícil reconocer a un germano de una esclava.

La atmósfera era amigable y Gwynith tuvo ocasión de conocer un poco mejor a los amigos de Lucio, comenzando por Quinto Planco, que le traía el agua para lavarse y la comida en ausencia del aquilífero y que siempre se mostraba amable con ella. Máximo Voreno se presentó como optio de la Primera Cohorte. Ella no entendió ninguna de estas palabras, pero el robusto soldado le pareció simpático y cortés. El joven Tiberio estaba visiblemente borracho y de no haber sido por Valerio, que se lo llevó a la fuerza de la mesa, habría perdido todo su dinero a los dados. Durante aquella larga noche, la mirada de Gwynith se cruzó varias veces con la sonrisa benévola de Valerio, que por momentos parecía el padre de todos. Quizá Lucio tenía razón, quizás aquel hombre, bajo las cicatrices y su piel curtida como el cuero, ocultaba un corazón de oro. Luego estaba el oficial del yelmo centelleante, Emilio, al que todos llamaban primípilo. No, con él no había entendimiento posible. No había conseguido decir nada en su presencia, porque la ponía nerviosa y le infundía temor, pero no podía ignorar que era el jefe, algo que saltaba a la vista.

—¿Tienes frío, Gwynith? —preguntó Lucio—. Hace rato que estamos aquí.

—No —respondió ella, con la mirada cansada pero satisfecha—. Estoy bien, de verdad. Estoy contenta.

—No tienes por qué pasar frío —le dijo, acomodándole el chal ya mojado—. Si quieres, podemos entrar en nuestro alojamiento.

Estaba agotada y desde hacía más de una hora esperaba aquella propuesta, pero en el momento de oírla se sintió confusa y atemorizada. Se habían besado y le había gustado. ¿Qué sucedería cuando regresaran a la barraca? Estaba segura de que deseaba a aquel hombre, el único que la había tratado con humanidad y dulzura. Sentía un gran agradecimiento y admiración por él porque la había respetado y, a su manera, tranquilizado, había sido paciente y no la había obligado a nada… Sin embargo, seguía siendo un hombre, como los que la habían humillado, golpeado y violado. Seguía siendo su amo.

—¿Tu dios, el de la luz y el cielo, no se tomará a mal que justo esta noche te alejes del fuego que has hecho encender en su honor para invocarlo?

—Júpiter es omnipotente, pero también es bueno —respondió Lucio tras unos instantes de vacilación, mientras los soldados entonaban un himno melancólico—. Creo que lo entenderá.

Cuando vio las dos sombras que se deslizaban hacia el barrio de los oficiales, Valerio sonrió y en silencio alzó la copa al cielo por enésima vez aquella noche. Brindó de buen grado por su amigo y por la mujer más misteriosa y enigmática que había conocido en toda su vida.

Envuelto aún por el perfume de su cabello, Lucio cerró finalmente la puerta. Se volvió y la vio sentada al borde de la cama, observándolo. Pero la mirada ya no era la de antes. Había resurgido el miedo. Una vez más se sintió desconcertado por su comportamiento, pero el sentimiento que ella le inspiraba era tan intenso que no habría hecho nada que ella no quisiera. Así que le sonrió, recogió un poco de leña que puso sobre las brasas y soplando reavivó el fuego, que poco después volvió a chisporrotear. La intensa luz de las llamas regaló tonos cálidos y ambarinos al rostro del soldado. Lucio se quitó la capa y se desató el cingulum, luego desplazó cerca del fuego su jergón de piel y se sentó.

—¿No vienes a secarte un poco? —dijo mientras se quitaba las botas.

Ella se acercó, al tiempo que se desprendía del chal y la capa, para acomodarse a su lado. El soldado se recostó en la mullida piel apoyando la cabeza sobre las piernas de ella, que empezó a acariciarle el cabello.

—Pienso que fue el mismo Júpiter quien propició nuestro encuentro —le dijo—. Seguro que no se enfadará por nuestra ausencia.

Gwynith sonrió mientras seguía acariciándolo.

—Ha sido una hermosa velada, ¿verdad? —preguntó Lucio.

—Sí, muy hermosa.

—Ya ves que en cuanto a festejos nadie nos gana.

Le sonrió y cerró los ojos, disfrutando del sutil placer de sus caricias.

—¿Mi señor de la guerra está cansado?

Lucio asintió, rozándole delicadamente una mejilla, aunque en realidad la excitación ya se había adueñado de él.

—Duerme, mi señor, yo velaré tu sueño.

El soldado cerró los ojos. Los dedos de Gwynith le recorrían las mejillas, se detenían en las cejas para luego proseguir por la nuca. Él sintió que el corazón le latía con una fuerza desconocida, pero decidió que por aquella noche era más sabio refrenar sus instintos. No quería a aquella mujer para un momento. La quería para siempre.

Gwynith sintió que el calor le invadía los miembros y se apartó, dejando atrás la rigidez que había mostrado antes, cuando estaba sentada en la cama. Sentía algo que solo sabía definir como una inmensa felicidad, pues el aquilífero había superado también aquella prueba. Entonces, al verlo tan abandonado a sus caricias, sintió un escalofrío: también su cuerpo estaba alborotado. No podía ser más que amor, porque en ese momento no deseaba estar en ninguna otra parte. Un amor poderoso, irresistible como la fascinación de aquel soldado. Un amor apasionado, porque cuanto más lo observaba, inerme entre sus brazos, con los fuertes músculos relajados, más ardiente era su deseo. Le habría bastado con alargar un brazo y comenzar a acariciarle el pecho para luego bajar delicadamente. Sintió que la excitación la atravesaba como una cuchilla y se preguntó si era más bello desearlo o finalmente tenerlo dentro de sí.

La respiración del soldado se hizo pesada, al igual que su cabeza, apoyada en el hueco de sus piernas.

Se había dormido. Gwynith se inclinó para sostenerle el rostro y le besó la frente con dulzura.

—Te amo, mi señor —le susurró en la lengua de su tierra ya lejana.

Confundido, el aquilífero abrió los ojos al oír el toque de las trompetas. Despuntaba el alba, pero le parecía que acababa de dormirse porque aún sentía las caricias de Gwynith en el rostro. Tenía la boca pastosa y el techo de la estancia era una imagen confusa y desenfocada. Se volvió lentamente y miró a la mujer que dormía acurrucada entre sus brazos, sintiendo en el cuello la caricia de su tibia respiración. Había cogido las mantas de la cama para protegerlo del frío sin que él se diera cuenta de nada. El soldado hundió el rostro en la densa cabellera roja y fragante, y la estrechó, feliz de que no fuera solo un sueño. Gwynith entreabrió los ojos sintiendo la mano de Lucio en su cabello. Alzó la mirada y lo observó sonriendo, con los ojos cansados y enrojecidos. Lo abrazó con fuerza y apoyó el rostro sobre su pecho. Él le besó la cabeza. Los dos cuerpos, tan cálidos, se encontraron y su abrazo se hizo cada vez más estrecho. Se atrajeron, se apretaron, se enlazaron, brazos y piernas en movimiento, la respiración cada vez más agitada, expresando el deseo de estar aún más cerca. Los gemidos sofocados y las miradas de Gwynith traicionaban su deseo de tenerlo de inmediato, en aquel momento, sobre las pieles tendidas en el suelo. Era una pasión que exigía su tributo. Se buscaron los labios, que aún llevaban el recuerdo del primer beso robado junto a la gran hoguera en aquella noche de nieve. Gwynith estaba dispuesta a ser suya. Lo quería porque sentía que lo amaba. Fue consciente de ello cuando, transportada por la pasión, se descubrió buscando con el vientre el cuerpo cálido de él. Se encontraron piel contra piel, acariciándose, persiguiéndose, oliéndose, besándose sin pausa.

—¿Por qué tiemblas? —le susurró él al oído.

—Tiemblo por lo mucho que te deseo…

Sintió las manos de Lucio subiéndole por los muslos, levantándole las ropas y acariciándole sensualmente los glúteos. Ella alzó los brazos y le acarició la nuca, enarcando la espalda cada vez que él se demoraba con la lengua en los pezones.

—Dime que me quieres —le musitó Lucio.

—Te quiero —respondió Gwynith con un hilo de voz—, y quiero ser solo tuya, para siempre.

En un momento de intensa ternura lo miró a los ojos y abrió voluptuosamente las piernas. El hombre le levantó la túnica, acariciándole despacio los muslos cálidos, para luego entrar suavemente en ella.

Ni siquiera los dioses del Olimpo habrían podido describir la sobrecogedora sensación que acompañó a aquellos dos amantes cuando estuvieron finalmente unidos, cuando fueron un solo ser, fundidos en un único cuerpo que latía, que palpitaba con cada movimiento, que vibraba con cada caricia, enardeciéndose para luego separarse un instante después. Una sensación ultraterrena, hecha de estremecimientos, de gemidos y lágrimas, y de los dulces sonidos de la tierra de Gwynith, que ella le susurraba al oído. Permanecieron unidos incluso después del último momento de éxtasis, que primero los había arrastrado hacia lo alto, al cielo estrellado de una noche estival, para luego hacerlos caer sobre la tierra nevada, temblorosos y exhaustos, enlazados en un abrazo que no quería terminar jamás.

Así acabó la noche más larga del invierno del año 698, una noche que había de permanecer para siempre en la mente de Lucio como la más hermosa de toda su vida. Su último pensamiento, antes de hundirse nuevamente en el sueño, fue un agradecimiento a Júpiter, el dios de la luz y del cielo, el dios supremo, omnipotente y bueno. Le dio las gracias por haber conseguido encontrar el camino de la luz, incluso sin su ayuda. Quizá, por aquella noche, Júpiter había cerrado un ojo.