Massilia
—¿Era bella?
—Sí, Breno. Era bellísima.
Levanté la mirada apenas por encima de la línea del horizonte, allí donde el ojo percibía que cielo y mar, tan diversos entre sí, finalmente se unían, marcando el fin del mundo.
—Lo primero que impresionaba de ella eran los ojos, que resplandecían como esmeraldas, tan encantadores y profundos que apartaban la atención del resto de aquel rostro de piel blanca y contornos perfectos que confluían en un mentón afilado. Tenía los labios torneados y una naricita sutil, apenas esbozada, y también pecas que recordaban el color de su densa cabellera rizada, que brillaba al sol con los colores del cobre recién lustrado. Era delgada y no tenía la estatura imponente de su gente. Tenía el pecho pequeño, la cintura breve y las piernas ahusadas. A primera vista parecía casi frágil, y esta era precisamente su belleza, porque a despecho de su apariencia estaba esculpida en mármol. Gwynith era una flor brotada en una roca, y precisamente de la roca había absorbido la fuerza de vivir, de luchar, de caer y levantarse cada vez. Si sentías la energía de su mirada o la vitalidad de su sonrisa, te parecía que todo cambiaba a tu alrededor. Bastaba verla caminar, observar su porte o incluso solo mirarla mientras se arreglaba el pelo para quedar arrobado. Otras veces su fuerza se transformaba en calor, gentileza y generosidad, y entonces no podías dejar de sentir afecto. Y llegado el caso, toda su ternura se convertía en rabia. ¡Si supieras cuántas veces la oí maldecir en celta, mientras lanzaba lo primero que tenía a mano!
Sonreí, y quizá me habría ruborizado si aún hubiese tenido edad para ello. Sonrió también mi compañero al ver que me brillaban los ojos.
—En esos momentos, hasta los legionarios completamente armados se mantenían a una prudente distancia.
—¿Una esclava podía comportarse así?
—Nunca fue una esclava. ¡Nunca! —repliqué con vehemencia, sacudiendo la cabeza. Me levanté y llegué como pude a la barandilla.
—¿Estás mareado, Romano? Quizá para ti el viaje sea demasiado largo. Puedo hacer atracar la embarcación, si quieres, no necesito un gran puerto. Por lo demás, ya hace dos días que estamos en el mar…
Sacudí la cabeza.
—No, Breno, deja que el viento sople en las velas. El mar no es el problema. Tengo miedo de lo que vaya a encontrar, amigo mío.
—Aún faltan algunos días. Cuando atraquemos decidirás qué hacer. Nadie te obliga a ir.
—Al contrario, Breno, debo ir, de otro modo nada habrá tenido sentido.
—Está bien, está bien —asintió el mercader—. Ya hablaremos cuando sea el momento. No sé qué llevas en la cabeza, pero siento que estás lleno de misterios y si quieres hablar de ellos, aquí me tienes. ¿Sabes? Hace años que aplazo mis decisiones, imagínate si no puedes aplazar algunos días también las tuyas.
Comenzamos a pasear en silencio por el puente de la nave para estirar un poco las piernas y decidí satisfacer la curiosidad que me había suscitado.
—¿Y cuál es la decisión que estás postergando desde hace años?
El mercader me miró y suspiró, encogiéndose de hombros.
—La decisión de dejar de navegar y de quedarme tranquilo en tierra firme. Soy viejo, querido amigo, y mis huesos exigen un poco de reposo.
—¿Por qué aún no lo has hecho?
—No sé si mi hijo está en condiciones de continuar solo y, además, el dinero nunca es suficiente.
—¿Qué piensas hacer? ¿Quieres volver a Novalo?
—¡Oh, no, ni se me ocurre! En todos estos años he ahorrado una modesta cantidad de dinero, y podría trasladarme al sur.
—¿Qué entiendes exactamente por «el sur»?
—Tengo una pequeña propiedad cerca de Massilia.
Me detuve mientras él continuaba el paseo con las manos detrás de la espalda y la cabeza gacha. Traté de contener una carcajada, que, en cambio, llegó como un río en crecida.
—¿Qué te resulta tan divertido?
Tosí, me sequé los ojos y finalmente recuperé la palabra.
—El mercader véneto Breno, que durante toda la vida no ha hecho más que oponerse a Roma, tiene una propiedad en la Galia Narbonense —dije entre carcajadas—, en plena Provincia romana.
—Debes saber, ignorante romano, que Massilia es una ciudad autónoma; se trata solo de una cuestión de conveniencia.
Alcancé la barandilla y me apoyé.
—Ahora descubriremos que aspiras a la ciudadanía romana, Breno. Te lo agradezco, viejo mercader, hacía años que no me reía así. Las he oído de todos los colores, sobre esa ciudad. No existe nada ni nadie más corrupto que un mercader de Massilia.
Breno sacudió la cabeza y también se echó a reír.
—Pero ¿por qué te habré cogido a bordo?
—Por el dinero, maldito avaro —respondí entre carcajadas.
—¿Por dinero, dices? Escúchame bien, ¿tienes la más remota idea de cuánto me estás costando en vino? ¡Se diría que quieres recuperar tus últimos veinte años de privaciones!
—A propósito de vino —hice un gesto a uno de los hombres de la tripulación—, me he reído tanto que tengo la garganta seca.
—Claro, mójala; total, paga Breno. Esto es Falerno, no esa porquería que beben los legionarios.
Cogí la jarra que el sirviente me dio y miré al mercader.
—¿Vas a dejarme beber solo?
Me miró dubitativo, luego cogió su copa, se echó con un gesto de rabia la capa detrás de los hombros y contempló el vino purpúreo en su vaso:
—Estas ánforas no llegarán a Novalo.
Bebió y chasqueó los labios extasiado por el sabor de aquel néctar, luego me miró, cambiando de expresión.
—Cuenta: ¿qué te dicen esas voces del pasado?