Gwynith
El último rayo del frío sol otoñal se deslizaba fuera de la empalizada del recinto de los prisioneros cuando un guardia entró, se acercó a ella y, sin demasiados cumplidos, la agarró por el brazo para conducirla a la entrada, donde vio al soldado cubierto por la piel de oso. Al lado estaba un centurión que estudiaba un papiro. Los dos hablaron un poco entre sí hasta que el oficial hizo una seña al guardia, quien la empujó hacia el soldado con la piel. La mujer no se sintió en absoluto tranquila ante su presencia. Aquel hombre le parecía el menos malo de todos los que había visto hasta entonces, pero seguía siendo un romano, y ella, después de lo que había pasado, solo tenía un deseo: huir o morir.
Lucio recorrió las filas de los alojamientos de los soldados manteniéndola a su lado, sujetándola del brazo. No había sido un trámite rápido, pero al final, engrasando los engranajes adecuados, la había rescatado de Tito Labieno y ahora podía hacer lo que quisiera.
Quinto se quedó boquiabierto al verlos pasar. Tiberio los siguió con la mirada y, en cuanto la pareja traspuso el umbral del alojamiento de Lucio, sonrió.
—Tráeme la cena a mi alojamiento, Quinto —dijo el aquilífero antes de desaparecer en el interior de la estancia, bañada por la luz anaranjada de una lámpara de aceite.
La mujer miró a su alrededor con cautela, lanzando ojeadas espantadas a su nuevo verdugo. La voz de Quinto pidiendo permiso para entrar con la cena la sacudió. El hombre con la piel de oso fue al encuentro del recién llegado, ayudándolo a disponer sobre la pequeña mesa algunas escudillas, una horma de pan y un ánfora. Un joven soldado con una amplia sonrisa estampada en el rostro entró al alojamiento, sosteniendo un pequeño caldero de bronce del que emanaba un rico aroma de comida.
—Muchacho, ¿quieres que te asigne al servicio de guardia para las próximas noches?
El muchacho se puso firme.
—Yo… No, señor.
—Bien, entonces ya puedes ir quitándote esa estúpida expresión de la cara.
—Sí, señor.
—Recuerda que me corresponde a mí decidir si puedes convertirte en un immunis[29].
—¿Se necesita algo más? —preguntó Quinto.
—No, gracias. Podéis marcharos —respondió Lucio. Se volvió y vio que en la mesa faltaba un tazón. La mujer se había acurrucado en el suelo y comía ávidamente de la escudilla con las manos—. Buen provecho —le dijo, vertiendo un poco de vino, sin quitarle los ojos de encima—. ¿Quieres?
Le mostró la jarra, pero no obtuvo respuesta. Se acercó y le ofreció un trozo de la hogaza, que ella cogió con los dedos untados por la salsa del estofado.
—Puedes sentarte a la mesa —dijo él, señalando una sillita de campamento cerca de la puerta. Tampoco esta vez obtuvo más respuesta que una mirada de reojo, llena de desconfianza.
Consumieron en silencio la cena, intercambiando de vez en cuando miradas furtivas; luego Lucio se volvió hacia el brasero que estaba a sus espaldas y avivó el fuego. La estancia empezó a caldearse un tanto: era un pequeño lujo reservado a los oficiales de la legión. Bebió otra jarra de vino, observándola atentamente. Estaba sucia, apestaba y había comido la cena con la vehemencia de un jabalí. Necesitaba un buen baño, pensó. Sintiéndose observada, la mujer se acurrucó, apretándose cada vez más en el rincón, como si quisiera hacerse más pequeña de lo que ya era. Solo entonces Lucio reparó en que aún llevaba la piel de oso y la malla de hierro. Se las quitó bajo la mirada de ella y al final se desató las botas, masajeándose los pies doloridos.
—Mi nombre es Lucio —le dijo, separando las sílabas y señalándose a sí mismo con el pulgar—. ¿Me entiendes? Lucio.
La mujer no respondió más que con la habitual mirada atenta e inquietante que lo arrebataba cada vez más. Le llevó una manta pesada y le señaló la cama:
—Toma, cógela, esa es la mía y no tengo ningún interés en verla infestada de piojos. Por esta noche te acomodarás allí y mañana veremos qué hacer.
La mujer inclinó la cabeza, respondiendo a los gestos y las palabras del aquilífero como un perro que se somete a su amo. Después de cierta vacilación, cogió la manta.
—Ahora puedes ponerte allí —le dijo señalándole la cama, pero ella no se movió de su rincón.
«Claro, yo te hablo, pero tú no entiendes ni una palabra», farfulló para sus adentros, mientras se acercaba al umbral para echar un vistazo fuera. Vio que algunos soldados de guardia estaban parloteando con Quinto y Tiberio, mientras que Valerio y Máximo cenaban en torno al fuego. Lucio cerró la puerta, cogió su manta y se acomodó como pudo sobre las tablas de madera, cerca de las brasas ardientes, añorando su cama vacía a pocos pasos de distancia. Se envolvió en la áspera lana junto con las armas, que había tenido el cuidado de no dejar abandonadas sobre la mesita, e intentó cerrar los ojos sin pensar en ella, sin mirarla, sin decir una palabra, pero al mismo tiempo complacido por su presencia. A lo lejos, en el campamento, un centinela anunció el cambio de la segunda guardia.
Lucio se durmió, exhausto.
Estaba aún oscuro cuando el clamor de las trompetas interrumpió aquel incómodo sueño. Lucio se restregó los ojos y miró de inmediato hacia la cama, que encontró tal y como la había dejado. Ella lo estaba observando, aún acurrucada en el rincón.
—Buenos días. ¿Has dormido bien? —preguntó mascullando las palabras mientras se desperezaba.
No recibió ninguna respuesta, como si los únicos signos de vida provinieran del exterior de su alojamiento, donde el campamento comenzaba a despertarse como todos los días a aquella hora, a pesar de una fastidiosa lluvia otoñal. Quinto golpeó la puerta y trajo una bacinilla de agua, pero aquella mañana Lucio apenas la tocó lo suficiente para enjuagarse el rostro.
La presencia de una mujer en su alojamiento lo incomodaba más que una horda de germanos. Aunque hacía varios días que no se rasuraba la barba decidió que aún podía esperar y, después de mirar una vez más a la cautiva, pensó que tampoco era necesario arreglarse demasiado o cambiarse de túnica. Colocó el cingulum sobre la malla de hierro y se puso la pesada capa de lana con capucha que los soldados llamaban paenula. Abrió la puerta y se detuvo un instante, vacilando en el umbral; luego se dirigió hacia ella, aún acurrucada en el rincón, como si aquel fuera todo su mundo.
—Si por casualidad entiendes mi lengua —dijo mirándola fijamente a los ojos—, quiero que sepas que te haré traer agua para lavarte y te procuraré una túnica y una capa. Mientras permanezcas aquí, estarás bajo mi protección. No tienes nada que temer, pero no armes jaleo o me veré obligado a mantenerte atada.
Ella continuó mirándolo sin cambiar de expresión, sin una mueca, sin darle la más mínima satisfacción. Sacudiendo la cabeza, el aquilífero salió y cerró la puerta.
Con los pies en el fango, se unió a sus compañeros. Quinto le ofreció una hogaza, que Lucio mordió bajo la fastidiosa llovizna. Entre un mordisco y otro dio a su ayudante las disposiciones para la jornada, casi todas relacionadas con la criatura del interior de la barraca, que debía ser provista de comida y agua caliente. Luego se dirigió al principium[30] para el informe matutino.
Una hora más tarde el aquilífero atravesaba la Puerta Decumana al lado de Valerio, escoltando a los lignatores[31], junto a los hombres de la Primera Centuria capitaneados por Máximo y a un pelotón de caballería. Todos los días varios grupos eran enviados a abatir los árboles necesarios para la construcción de las nuevas naves de transporte. Emilio controlaba que los troncos fueran talados y transportados al astillero, donde algunos miles de soldados convertidos en carpinteros trabajaban febrilmente en el nuevo proyecto bajo la dirección de expertos fabri navales[32]. A pesar de que los hombres aún estaban esperando el bronce de Hispania, ya habían montado una fragua para fundir el metal y forjar clavos y clavijas. Con el saqueo de los alrededores se habían procurado una gran cantidad de armas, yelmos, corazas y objetos de metal que podían ser fundidos. Algunos forjadores de la región habían sido contratados por el ejército como maestros en la elaboración del hierro y acompañaban a los artesanos romanos expertos en las piezas de bronce de las naves. Por otra parte, aprovechando los vapores que se liberaban en la elaboración de los metales, los soldados doblaban la madera para los mamparos de las naves, y con el permiso de Labieno en los turnos de descanso habían empezado a construir un edificio contiguo, adonde se conduciría el calor del horno a fin de calentar el agua de los baños que se erigirían en breve. Pronto, incluso bajo la nieve, los hombres podrían disfrutar de un cálido baño al final de su turno de trabajo. El invierno ya no se presentaba tan mal.
Lucio paseaba por el borde del boscaje, observando a los hombres ocupados en abatir y limpiar sumariamente los grandes troncos. Elegían los más rectos que, una vez llegados al astillero, se transformarían en largas vigas para el casco de las onerarias, o en mástiles. También las ramas eran amontonadas ordenadamente: las más grandes serían transportadas al astillero y empleadas en las partes internas, los remos y las armas de tiro, o para alimentar los fuegos que ardían perennemente en el horno; las más pequeñas, en cambio, eran llevadas al campamento para hacer flechas, pila y otros objetos. Todos los descartes o los pedazos demasiado nudosos terminarían en las fogatas que calentaban a los legionarios.
A lo largo de aquella jornada otoñal el aspecto de la boscosa colina cambió por completo. Centenares de árboles fueron abatidos y el sotobosque quedó limpio de ramas. La caballería se ejercitó en el tiro con arco, cazando animales que intentaban escapar del bosque. Muy pronto, junto a las ramas, se subieron a los carros también algunos ciervos y dos jabalíes. Era casi un pecado tener que levantar las tiendas de aquel lugar en primavera y partir hacia Britania. Ese pensamiento había rozado varias veces la mente del aquilífero, que se esforzaba por expulsarlo. Había tiempo, el invierno no estaba más que en sus inicios: la llovizna que volvía a caer difusa y monótona lo confirmaba.
—¡Santo y seña! —pidió el centinela envuelto en la pesada capa, en la puerta principal del campo.
—Honor et gloria —respondió Lucio, con un hatillo bajo el brazo.
La puerta todavía estaba abierta, aunque ya había tocado la primera hora de la guardia[33]. A pesar de la lluvia, numerosos soldados aún estaban haciendo compras o bebiendo una jarra de cerveza después de la dura jornada de trabajo, y los que estaban de guardia tardaban en cerrar los batientes. La lluvia que seguía cayendo incesante había elevado la temperatura y ya no hacía tanto frío como en los días precedentes, pero oscurecía muy pronto y esto permitía que los hombres disfrutaran de un largo período de descanso durante la noche.
—Ave, aquilifer —respondió el legionario de guardia. Había identificado desde lejos a su portaestandarte, pero de todas formas había tenido que pedir la consigna, que cambiaba muy a menudo durante los turnos de guardia. De este modo se tenía la certeza de que quien debía entrar o salir del campamento había recibido la autorización de un superior.
Lucio se encaminó por la calle principal hacia su alojamiento, dejando a sus espaldas el confuso vocerío de los legionarios en la posada que había surgido hacía pocos días entre las canabae. El interior del campamento era mucho más tranquilo. Los hombres estaban atareados en despachar las últimas ocupaciones de la jornada y algunos jinetes estaban conduciendo los caballos a los establos. Legionarios castigados descargaban los carros de leña y llevaban los bueyes a los recintos. Un herrero acababa de elaborar a golpe de martinete las últimas puntas de pila, mientras los demás ya estaban comiendo en sus barracas.
Protegido por la capucha de su capa empapada Lucio recorrió, impaciente, entre fango y charcos, los últimos pasos que lo separaban de ella. Bajo el brazo llevaba las compras que acababa de hacer a Temístocles, el mercader griego que seguía a la Décima desde hacía varios inviernos. También el ateniense, que conocía de vista a Lucio desde hacía bastante tiempo, se sorprendió cuando el aquilífero le pidió un vestuario femenino compuesto por una túnica pesada, un chal de lana gruesa, una capa y unas sandalias de invierno. Lucio se había contenido: su estatus le habría permitido algo mejor para su esposa, pero ella no lo era. Debía ser, o por lo menos parecer, su esclava.
Golpeó con fuerza los pies sobre las tablas delante de los alojamientos para limpiarse el fango y luego miró bajo las suelas, notando que algunos clavos se habían perdido en la marcha.
—Las haré arreglar mañana, aquilifer —dijo Quinto, que lo estaba esperando fuera del alojamiento con una capa limpia y seca.
—Gracias, Quinto, a veces me pregunto qué haría sin ti.
—Irías a la batalla mucho más sucio —intervino Valerio con una carcajada, asomándose al umbral del contubernium con el torso desnudo, mientras se secaba con un paño.
El rostro de Lucio se iluminó al ver al veterano.
—He aquí el orgullo de nuestra legión. ¿Cuántos árboles has abatido hoy, amigo mío?
—Abatido, ninguno, pero he transportado varios.
Lucio se entretuvo con los amigos de siempre, a los cuales poco después se sumaron Máximo y Tiberio. No quería que pensaran que les escamoteaba el saludo para marcharse cuanto antes a su alojamiento. De vez en cuando alguno echaba un vistazo al hatillo que el portaestandarte llevaba bajo el brazo, pero nadie se atrevía a preguntarle de qué se trataba. Valerio había hecho algunos amigos en la caballería que los había escoltado durante la jornada y de ello había obtenido algún beneficio. Con un gesto repentino exhibió un pernil de jabalí, que pronto acabaría en el fuego. El veterano evitó incomodar a Lucio invitándolo a cenar con ellos y Quinto dijo que en cuanto estuviera preparado les llevaría un poco a él y a la britana.
—¿Has tenido dificultades hoy, Quinto? —preguntó finalmente Lucio, aprovechando la ocasión.
—Todo como me habías pedido, aquilifer.
—¡Vaya, vaya! ¡Ya veo que aquí se come sin invitar al primípilo!
Era Emilio, que acababa de llegar a paso decidido, lavado, recién rasurado y perfumado, vestido solo con la túnica y cubierto por una pesada capa de preciosa factura. Un sirviente galo lo seguía llevando un odre con una mano y un cochinillo en la otra.
—Acaba de llegar nuestro comandante —dijo Valerio, poniéndose en posición de firmes. Resonó un unánime «Ave, primípilo», seguido por un aplauso.
—Estoy buscando unas brasas ardientes para asar mi cena —continuó el centurión, golpeándose la palma de la mano con el bastón de vid.
Valerio no se lo hizo repetir dos veces:
—¡Entonces eres bienvenido!
Señaló la entrada del dormitorio con una amplia sonrisa, que ponía aún más de relieve su cicatriz. El primípilo miró de hito en hito al aquilífero, que además de tener la barba descuidada estaba muy mojado y enfangado de la cabeza a los pies.
—¿Y este quién es? ¿Quizás un bárbaro? —preguntó dirigiéndose a los presentes mientras apartaba con el bastón la capucha que cubría la cabeza de Lucio.
Todos estallaron en una carcajada, incluido Lucio. El centurión le sonrió cínicamente y lo cogió del brazo.
—¿Acaso intentas congraciarte con alguna indígena?
—Veo que no soy el único que se permite ciertos lujos —respondió Lucio, conteniendo la sonrisa y señalando al sirviente galo, mientras palpaba la cálida lana de la elegante capa.
—Un regalo del legado. Ya sabes cómo es, al menos durante el invierno nos concedemos algunos vicios. —Emilio chasqueó los dedos dirigiéndose al sirviente—: Tú, te llames como te llames: acompaña a este montón de tierra y sudor a mi alojamiento, lávalo, rasúralo y ponle algo limpio.
Los demás estallaron en una alegre risotada y Lucio, a pesar de la impaciencia por volver con ella, se sintió verdaderamente aterido y sucio, y pensó que la idea de su comandante no estaba tan mal. Dio las gracias a Emilio, que ya estaba entrando en el pequeño dormitorio, y se encaminó a buen paso detrás del galo.
Cuando finalmente se encontró delante de su alojamiento se sentía otro. Estaba lavado, rasurado y bajo la capa llevaba una túnica limpia tomada en préstamo al centurión. Debajo del brazo tenía los vestidos que había elegido para ella. Se detuvo un instante delante de la puerta y luego entró con paso decidido.
La encontró durmiendo bajo las mantas de su cama. Durante todo el día había pensado qué decirle y cómo comportarse cuando atravesara la puerta. Había imaginado diversas posibilidades, pero no se le había ocurrido que fuera a encontrarla dormida. Las brasas del hogar se habían consumido. Hacía tiempo que nadie alimentaba el fuego, por tanto, debía de estar durmiendo desde hacía bastante. Añadió algunos trozos de leña y después, para evitar un exceso de humo, encendió una pequeña rama seca en la llama de la lámpara de aceite. Entre tanto no apartó los ojos de aquella cabellera que salía de la manta.
Dejó en un rincón el cinturón con las armas sin hacer demasiado ruido y, con la misma prevención, colgó la malla de hierro y las indumentarias que se había quitado. El fuego se reavivó, la luz y el calor se difundieron por la estancia, y el chisporroteo de la leña resonó entre las paredes de caña enlucida. Lucio desató el hatillo sobre la mesa. Quería ver sus compras y trató de imaginarse el aspecto de la mujer cuando se vistiera con ellas. Extendió la pesada túnica y se detuvo a mirar el chal. Lo había cogido de un solo color, verde oscuro, sin el diseño a rayas que distinguía el vestuario de los celtas, como si quisiera que su aspecto recordara el de una liberta romana y no el de una esclava britana. Desplegó sobre la mesa también el chal y lo acarició, como si ella ya lo llevara sobre los hombros.
Apartó la mirada de la prenda para posarla de nuevo en su cabello y, de golpe, vio que sus ojos brillaban en la oscuridad. Lo estaba observando, envuelta en la manta. Se había despertado y dado vuelta en la cama sin que él se percatara. Sin duda había asistido al pequeño ritual del soldado que ahora, incómodo, no sabía qué hacer ni qué decir. Era distinta de cómo la había dejado por la mañana. El rostro estaba limpio, con la tez pecosa y clara que indicaba su proveniencia de las tierras del norte. Parecía esculpida en marfil, una atracción irresistible para él, como también ese cabello cobrizo, que finalmente veía descender, vaporoso, por su cuello.
Comenzó farfullando algunas palabras entrecortadas, luego tragó:
—Te he traído… unos vestidos —dijo, tomando la túnica y las sandalias de piel. Se acercó a la cama y apoyó las prendas a sus pies, antes de volver a ocuparse del fuego—. No podías ir por ahí con esos harapos —susurró, mientras se afanaba con la leña—. Sé que estáis habituados al frío, pero…
Con el rabillo del ojo la vio levantarse de la cama. No resistió la tentación y volvió la cabeza para poder mirarla. De pie, descalza, se alisaba el vestido, acariciándolo con movimientos femeninos que él no estaba habituado a ver. La mujer alzó la mirada y buscó los ojos de Lucio. El aquilífero asintió con una media sonrisa, bajó la cabeza y con ambas manos tomó el cabello que había quedado metido en el cuello de la túnica, lo levantó y lo hizo caer sobre sus espaldas. Ella permaneció inmóvil delante de aquel hombre cohibido que no sabía qué hacer.
Alguien llamó a la puerta, sacando a Lucio del azoramiento. Quinto había mantenido su promesa: el sirviente de Emilio traía una bandeja llena de bocados de jabalí, costillitas de cerdo y hogazas, además de una cantimplora de vino. El aquilífero le dio las gracias y lo puso todo sobre la mesa. Llenó dos jarras y ofreció una a la mujer, que empezó a beber a pequeños sorbos.
Lucio le indicó que cogiera el otro taburete y ella obedeció, bajando los ojos. Mientras comían con apetito, él insistió en su intento de trabar conversación, sin obtener otra respuesta que sus miradas sombrías.
—Quizá conozcas la lengua de los belgas. También ellos son celtas y he aprendido algo, en aquellas tierras —dijo, comenzando a farfullar las pocas palabras que recordaba, primero en el latín de los militares y después en la lengua belga. Sus esfuerzos no obtuvieron resultado, pero el aquilífero no se desanimó y después de la cena se puso a reanimar el fuego, tratando de comunicarse con los pocos y míseros jirones de lengua celta que había aprendido—. Fuego —le dijo con una sonrisa—, como tu cabello. ¿Entiendes? —La mirada de ella se volvió atenta, mientras él volvía a pensar en voz alta en su propia lengua—. A lo mejor me has entendido. Sé que me tienes miedo. Crees que te he hecho lavar y vestir a la romana para hacerte más bella, y que me he limpiado para llevarte a la cama y aprovecharme de ti. —Inclinó la cabeza y se volvió de nuevo hacia el fuego—. En el fondo, no sería una mala idea, podría hacerlo… Incluso podría llamar a los legionarios que están aquí fuera para que te sujetaran. Eres mi esclava. —La miró de nuevo—. Lo malo es que nunca tendría el valor de hacerte algo semejante, Cabello de Fuego. Eres demasiado hermosa. ¿Me entiendes? —Repitió las últimas palabras en su celta aproximativo—: Eres hermosa, Cabello de Fuego.
Se acercó a ella y lentamente le rozó el pelo con la mano. Sintió que se ponía tensa. La mujer bajó la mirada y echó la cabeza para atrás, mientras su respiración se agitaba.
—Perdona —le dijo él, apartando la mano—. Nadie te tocará un pelo mientras estés conmigo, te lo prometo.
Quinto había extendido algunas pieles y dos mantas junto al hogar. El aquilífero comprobó que las brasas estuvieran recogidas en el interior de la chimenea y, después de apagar la lámpara de aceite, se recostó sobre aquel camastro improvisado, sin mirarla.
—Buenas noches, Cabello de Fuego —susurró. Luego se envolvió en las mantas e intentó dormir.
—Gwynith.
Lucio abrió los ojos, sin atreverse a moverse. Aquel sonido gutural era la primera palabra que oía de la boca de ella y, a pesar de que era incomprensible, su voz le pareció bellísima. Se volvió y a la débil luz de las últimas brasas la miró.
—Gwynith —repitió ella, golpeándose con el puño sobre el pecho.
—¿Es… tu nombre, entonces? —le preguntó, con la mirada perdida en aquellas dos esmeraldas que brillaban en la oscuridad. Ella asintió, abrió la palma de la mano apoyándola en el pecho y repitió una vez más aquella palabra.
—¿Me entiendes? ¿Entiendes mi lengua? —Lucio se sentó frente a ella.
—Gwynith.
El soldado intentó pronunciar aquel extraño sonido, y sus torpes esfuerzos la hicieron sonreír. Una pequeña sonrisa, pero tuvo un efecto devastador sobre el ánimo del aquilífero.
—Soy Gwynith y entiendo la que llamas «lengua de los belgas».