Galia
55 a. C.
Al grito de «soltad amarras» del piloto se elevaron los vítores de alegría y aplausos, mientras las vela se tendía acogiendo en su panza los vientos propicios que habían de devolver al ejército a la Galia. La Primera Cohorte de la Décima Legión había sido la primera en tocar tierra y la última en salir al mar, junto con César, que para regresar había querido la compañía de los más valientes de los valientes. Ninguno de ellos había de recordar aquella travesía, porque todos ellos se durmieron como troncos en cuanto pusieron el pie en la galera.
La imagen que les quedó impresa, en cambio, fue la de la llegada a Puerto Icio. La jornada era límpida, el mar calmo y a lo lejos se divisaban cúmulos blancos e inmóviles en el cielo terso. Tres legiones y el contingente de caballería que no habían conseguido llegar a Britania estaban esperando el regreso de la expedición. Los yelmos resplandecientes y las corazas lustradas brillaban a lo largo de todo el amarradero. Las trompetas resonaron al unísono cuando la gran galera de César atracó en el puerto. Los soldados acogieron a las dos legiones que descendían de las naves presentando armas y honores, aunque muchos de ellos, sucios y harapientos, parecían más náufragos que combatientes victoriosos. Sin demasiadas ceremonias, llevando aún el uniforme de batalla del día anterior, el procónsul descendió siguiendo al águila de la Décima, detrás de la cual se habían colocado todas las demás enseñas. Aclamaciones e himnos acompañaron el trayecto hasta el campamento fortificado y el camino pareció casi una marcha triunfal, hasta el punto de que los cordones de legionarios abrían el camino para mantener alejada a la multitud de curiosos. Algunos britanos encadenados seguían a la caballería, que hacía de escolta de honor detrás de las enseñas y de los tribunos. La legión marchaba en formación a paso militar, seguida por las acémilas con el equipaje, el exiguo botín y todos los pertrechos.
La Décima y la Séptima se acomodarían provisionalmente fuera de la ciudad, a la espera del destino para el cuartel de invierno. Avanzada la tarde, los tribunos establecieron con los prefectos de campo el lugar para el campamento y los hombres comenzaron a descargar de los mulos el material para montar las tiendas. La caballería había vuelto a partir de inmediato, pero nadie pensó en ella.
En cuanto su tienda estuvo alzada, Lucio entró en ella para quitarse finalmente la cota de malla y la piel de oso, ya agrisada por la sal y el polvo. Solo deseaba lavarse, comer y dormir tranquilo al menos algunas horas. Pero su deseo quedó frustrado en cuanto Emilio abrió la entrada de la tienda.
—Me he reunido con el legado Labieno[25] —dijo el centurión—, y las noticias son pésimas.
El aquilífero lo miró, con el cinturón aún en la mano.
—¿No podemos dejarlas para mañana?
Emilio rio sin alegría.
—Mañana a esta hora estaremos en tierras de los morinos para apaciguar una revuelta. Se han alzado de nuevo en guerra contra nosotros.
—¿Qué ha sucedido?
—Dos onerarias de la Séptima han perdido el rumbo esta noche y han sido empujadas hacia el sur. Cuando finalmente han tocado tierra, nuestros soldados han sido asaltados por guerreros morinos.
Lucio inspiró profundamente antes de hablar:
—¿No habíamos resuelto el problema de los morinos el año pasado? Habían huido a los pantanos, si mal no recuerdo.
—Quizá les haya atraído la posibilidad de vengarse y conseguir fácilmente un buen botín. Los nuestros eran pocos, unos trescientos en total, incluidos los atrebates de Comio.
—Nuestros jinetes amigos, ¿eh?
—Sí, estaban embarcados en una de las naves. Fue precisamente nuestro buen Grannus quien consiguió huir y dar la noticia en Puerto Icio.
—¿Por eso nuestra caballería ha partido al galope, hoy por la tarde?
—Claro. Mañana los alcanzaremos y estableceremos allí nuestro cuartel de invierno.
Emilio se inclinó y con la daga comenzó a trazar un mapa sobre la tierra.
—La disposición del ejército para el invierno es bastante extraña…
Lucio se acercó, iluminando el terreno con la lámpara de aceite. El primípilo trazaba nerviosamente signos sobre el polvo.
—Por tanto, tres legiones han sido desplazadas a las tierras de los belgas[26], a poca distancia entre sí y dispuestas en las proximidades de la desembocadura del río Secuana[27], bastante al sur de Puerto Icio. —Trazó dos cruces a lo largo de la costa, al norte de Puerto Icio—. Estos somos nosotros: la Décima y la Séptima, y estaremos en las tierras de los morinos con la orden de someterlos a sangre y fuego. —Dibujó luego una cruz al sur—. Una legión está volviendo del país de los menapios[28], donde ha apaciguado una revuelta, y se establecerá aquí.
Lucio hizo un par de cálculos.
—Falta una legión.
—Cierto, la Novena. Ellos vigilarán Puerto Icio.
El aquilífero examinó el rudimentario mapa y observó de inmediato que todo el ejército estaba emplazado ante el oceanus, en las inmediaciones de grandes ríos o directamente sobre el mar.
Miró al centurión.
—Quieres decir que habrá una nueva invasión de Britania, ¡y aún más grande! Y a juzgar por estos planes, César ni siquiera se toma la molestia de disimular sus intenciones.
Emilio se levantó y volvió a meter la daga en la funda, después de haberla limpiado en la túnica. También él miró largamente el dibujo.
—Pienso que al procónsul no le ha agradado el comportamiento de los britanos. Sí, ya veo que tendremos que volver a aquellas tierras.
También el aquilífero se levantó.
—De todos modos, no creo que partamos muy pronto. No tenemos naves disponibles para semejante número de soldados y ahora estamos fuera de temporada. El solsticio no está lejos…, así que, centurio, ¡disfrutemos del invierno!
Al día siguiente, la Décima salió a marchas forzadas hacia el norte, manteniendo el oceanus a la izquierda hasta las tierras de los morinos. Allí encontraron a las dos centurias de la Séptima que habían sostenido el ataque de los bárbaros. La intervención de la caballería había puesto de inmediato en fuga a los galos y ahora le correspondía a la legión establecer una fortificación invernal e imponer la pax romana. En cuanto hallaron una ensenada que podía servir de puerto provisional, los oficiales comenzaron a delinear los confines del campamento donde pasarían el invierno. Se eligió una posición estratégica cerca de un gran bosque de encinas, que proporcionaría una buena cantidad de madera. Como siempre, después de la marcha, los hombres se desprendieron de armas y corazas, que sustituyeron por palas y cestos de mimbre para cavar el foso del campamento, siguiendo atentamente las instrucciones del prefecto. Lucio y Emilio dejaron que se ocupara Máximo y fueron a informarse sobre el enfrentamiento del día anterior. Encontraron al centurión Quinto Lucanio, uno de los hombres de la Séptima que habían contenido el asalto.
—¿Siempre trabajando, centurión?
—Aquilifer, veo que nuestros destinos están ligados —dijo, sorbiendo agua de un ánfora—, salvo en la jornada de ayer.
—¿Estabas en una de las dos naves que han perdido el rumbo?
—Tercera Cohorte, Séptima Legión; sí, estaba en una de esas naves —dijo Quinto Lucanio, apretando una mano herida con una mueca de dolor.
—¿Qué ocurrió exactamente?
—Al alba nos percatamos de que estábamos solos y que no había manera de cambiar de rumbo. El viento nos empujó hacia el norte, a una ensenada detrás de aquellas colinas de allí. Cuando enfilamos hacia la orilla las naves quedaron varadas y nos vimos obligados a abandonarlas. Tardamos bastante en desembarcar, porque solo teníamos tres chalupas y debíamos llevar a tierra también el equipaje y los caballos de los galos.
Emilio hizo un gesto de rabia.
—¡Esos bastardos…! Además de los caballos, se han traído también esclavos de Britania.
—Sí, pero aquí se perdió casi todo. Una ola inclinó la nave y la mayor parte de la carga acabó en el mar, junto con los caballos y los esclavos. —Hizo otra mueca de dolor. Debía de haber recibido un feo golpe en los nudillos, porque tenía la mano muy hinchada. Lucio le vertió encima agua fresca, mientras el centurión proseguía—: Algunos galos se arrojaron al mar para recuperar los caballos; ya sabéis que son capaces de hacer lo que sea por un animal hermoso. La corriente y las olas se llevaron a algunos, pero cinco o seis consiguieron alcanzar la orilla.
—Y entre ellos estaba Grannus —dijo Lucio.
—Sí, por desgracia ese energúmeno no se ha ahogado —añadió Lucanio—. Deberíais haber visto cómo vociferaba, porque quería volver a coger el botín de la oneraria. Solo que luego llegaron los morinos y él partió al galope, con aquellos que habían conseguido salvar las monturas.
—¿Y Comio? —preguntó Emilio.
—Comio no estaba con nosotros, solo teníamos una decena de caballos con sus respectivos jinetes.
—Continúa —dijo Lucio, mientras le vendaba la mano como mejor podía.
—Al principio los morinos eran pocos. Un mensajero pidió hablar con el comandante y, dado que el más viejo era yo, escuché lo que tenía que decirme. Me pidió todas las armas y la carga, si quería seguir vivo.
—¿Qué le respondiste?
—Que viniera a cogerlas, si quería. Luego le apunté con el gladio a la garganta y lo tomé prisionero. Los de su escolta se opusieron y mis hombres los liquidaron. Llegué rápidamente a una altura, dispuse a los hombres en círculo y organicé la defensa. Después de cuatro horas de asalto fuimos salvados por la caballería. No habríamos resistido mucho más.
Emilio puso una mano sobre el hombro del centurión.
—Este hombre se convertirá pronto en primípilo, Lucio. —Luego, dirigiéndose de nuevo a Quinto, añadió—: ¿Hemos sufrido muchas bajas?
—No, entre los nuestros no muchas. Varios heridos, pero solo ocho caídos. Hablo de la Séptima, porque de los pilotos y de los galos no sé nada. En la prisa por alcanzar una posición defendible los dejamos a todos atrás, marineros, equipaje, un par de mercaderes y los esclavos. Pero esos probablemente se habrán ahogado, no podían nadar con cadenas.
—Si lo pensáis bien —dijo Lucio—, todos nuestros problemas en esta expedición han sido causados por los vientos y la flota. Los enemigos no están en condiciones de combatirnos, pero nosotros no estamos en condiciones de afrontar el mar.
Emilio asintió.
—Cuando estábamos en Britania, oí que algunos tribunos hablaban del proyecto de un nuevo tipo de oneraria. Parece que es una nave mucho más ancha y baja que las usadas ahora para las mercancías, a fin de proporcionar a la nave mayor estabilidad y favorecer las operaciones de embarque y desembarco.
—Pero siempre estaremos a merced del mar y de los vientos.
—No, Lucio, el bajo calado tiene muchas ventajas. Para empezar, las naves podrían llegar prácticamente hasta pocos pies de la playa y quizás incluso desembarcar a los hombres directamente sobre la rompiente. Luego sería más fácil vararlas, y gracias a los mamparos más bajos podrían estar provistas de una fila de remos, maniobrados por los soldados de a bordo, sin por eso renunciar a la vela.
—Por tanto, se reducirían los problemas debidos al viento y a las corrientes —intervino Quinto.
—Parece una buena idea, veremos si es realizable —concluyó Lucio.
—Creo que lo sabremos muy pronto —dijo Emilio—, porque será el ejército el que va a construirlas. Veréis, este invierno no tendremos modo de aburrirnos.
Las previsiones de Emilio se revelaron exactas. En los días sucesivos el cuartel de invierno tomó rápidamente forma. Más de diez mil hombres se dedicaron a la construcción del gran campamento, rodeado de valla, terraplén, empalizada y torres. Las tiendas fueron sustituidas por alojamientos en madera y el principium que custodiaba las enseñas, en el centro del campamento, fue erigido en piedra. El granero, finalmente bien abastecido, se construyó en un plano elevado respecto del terreno, con el propósito de proteger las reservas de comida de la humedad y de la lluvia.
Entre tanto, fuera del campamento iban llegando todos los personajes que siempre seguían a las legiones: familiares, concubinas, mercaderes, sirvientes y traficantes de todo tipo, y naturalmente también prostitutas. En torno a algunos campamentos permanentes de la Galia Narbonense y de la Provincia habían surgido ciudades enteras, con barracas y tiendas izadas por los mercaderes junto a los carros. A menudo el ejército alargaba el perímetro de la empalizada defensiva hasta abrazar a estos grupos de casuchas, llamadas canabae, para protegerlas de eventuales ataques. Si faltaba el tiempo para ello, eran arrasadas para que no dieran refugio a los enemigos. De todos modos, en nuestro caso no era oportuno que lo hiciéramos, porque sabíamos que no estaríamos allí más de un invierno.
César acababa de dejar la Galia y, como era su costumbre, se había dirigido a Italia, donde permanecería hasta la primavera. Antes de partir había dado disposiciones muy precisas a los comandantes de legión, ordenando la construcción del mayor número posible de naves del nuevo tipo. Después de la botadura y las pruebas de navegación, las nuevas naves debían permanecer varadas cerca de los cuarteles de invierno, hasta nueva orden. Naturalmente había que poner a cubierto y, si era necesario, también acomodar los navíos de la vieja flota, anclados en Puerto Icio. El mensaje era claro: con la llegada de la primavera las legiones volverían a Britania, a bordo de la mayor flota militar de todos los tiempos. Abundaba la madera disponible, pero las jarcias y el bronce aún debían llegar de Hispania. Entonces los comandantes decidieron amontonar la mayor cantidad posible de leña y comenzar a reparar, entre tanto, las dos naves varadas unos diez días antes.
La expedición para la recuperación de las dos naves partió en la primera y fría jornada otoñal. El grupo, capitaneado por el primípilo, formaba parte de una de las dos cohortes que debían ocuparse de recuperar el equipaje y, si era posible, volver a echar a la mar las onerarias. La caballería de escolta había salido de reconocimiento. Cuando Emilio y los suyos llegaron al lugar, vieron a dos jinetes que escoltaban a un prisionero atado. Valerio fue el primero en reconocer al hombre que caminaba delante de las puntas de las lanzas de los dos soldados y pidió confirmación a Emilio:
—Pero ¿ese no es Bituito?
El centurión aguzó la mirada y estalló en carcajadas.
—¡Por Júpiter, es verdad, es el intérprete! Vamos a ver.
En cuanto reconoció a Lucio, el mercader se lanzó suplicante a sus pies, implorando desesperadamente que le perdonara la vida.
—¿Qué ha hecho? —preguntó Emilio a los dos jinetes.
—Lo hemos encontrado robando el equipaje que había quedado en las naves.
—Ah, nos las vemos con alguien que roba al ejército. Bien, habéis hecho un buen trabajo, podéis marcharos. Tomo en consigna al prisionero —dijo el centurión, despidiendo a los dos soldados en tono imperioso. Al principio los jinetes vacilaron, pero ante el primípilo de la Décima obedecieron.
Emilio miró a Bituito.
—Así que eres un ladronzuelo, ¿eh?
—No, no, mi señor, te lo ruego, te lo suplico, pensaba devolver el equipaje al campamento, lo juro; hace años que comercio con las legiones, cómo podría esperar vivir sin vuestra generosidad —dijo entre sollozos, aferrándose a las rodillas del centurión. Emilio le apoyó el bastón de vid bajo el mentón.
—Quiero que traigas aquí todo lo que has cogido de las naves. Entre tanto haré rastrear la zona y si encuentro un solo clavo del ejército antes del atardecer, te haré crucificar aquí mismo.
El mercader lo miró con los ojos llenos de terror.
—Mi señor, hay una gruta cerca de aquí, es allí donde estaba metiendo todo lo que he encontrado. —Tragó saliva—. A la espera de restituíroslo, claro. Te lo suplico, es la verdad. —Dicho esto, el prisionero se dirigió a Lucio—: Aquilífero, por favor, estoy diciendo la verdad. Además, he encontrado algo que seguramente os interesará. Os lo devuelvo todo, pero dejadme marchar.
Emilio decidió creerle. Ordenó a Valerio que reuniera un manípulo de hombres con un carro y poco después se encaminaron hacia el interior, dejando a sus espaldas la bahía y la Primera Cohorte, que había comenzado a trabajar en la nave varada. Muy pronto el terreno se hizo impracticable y la comitiva se adentró en un bosque cada vez más denso, que impedía que el carro los siguiera fácilmente. De repente, el mercader salió del sendero, trepando por la cuesta escarpada. Allí les señaló la entrada de una gruta, bien escondida por la vegetación.
El primípilo se detuvo en la boca de la caverna, desenvainó el gladio y miró a la cara al mercader.
—Nada de bromas o serás el primero en morir.
Ordenó a algunos legionarios que montaran guardia en el acceso a la gruta, luego pinchó la espalda del mercader y le ordenó que entrara. Después de pocos pasos, la luz se atenuó hasta desaparecer, y en las vísceras del monte solo cupo percibir el rumor de los pasos. De pronto, en la oscuridad, Lucio vislumbró el inconfundible brillo de unos ojos que lo observaban.
Con un salto fulminante se lanzó contra aquella sombra, echándola al suelo. Después de un momento de confusión y algunos gritos, Valerio los alcanzó con una antorcha improvisada que acababa de encender y comenzó a escrutar el interior de la gruta. En el resplandor de la llama, Lucio reconoció de inmediato la mirada de la persona que tenía apresada contra el suelo. Una mirada que por un instante lo dejó subyugado.
El destino le llevaba de nuevo a la mujer de cabello cobrizo. Los hombres se habían dispersado por la gruta a la luz de la llama y la estaban registrando. Emilio se encontraba inclinado sobre Bituito: en el momento de confusión, por instinto, el primípilo había hundido la espada. El centurión permaneció encorvado con la cabeza entre las manos, en silencio, luego dijo a los hombres que lo sacaran todo fuera. Al fondo de la caverna había sacos y equipajes del ejército.
Lucio ayudó a la mujer a levantarse y pasó al lado de Emilio, apoyándole una mano en el hombro.
—Ven, centurio, salgamos de aquí.
Emilio, inclinado junto al cuerpo del mercader, no respondió. Bituito había dejado de respirar.
Lucio apartó el follaje que obstruía la entrada de la gruta y salió al aire libre, a la deslumbrante luz, que le permitió observar el exhausto y enflaquecido rostro de la mujer. Estaba sucia, con el rostro ennegrecido y los labios cortados, violáceos de frío. Bajo sus gastados harapos su cuerpo se estremecía, y la mirada orgullosa que Lucio recordaba se había perdido en el vacío. No era un espectáculo nuevo para Lucio. Ya había visto a prisioneros, grandes y arrogantes guerreros encerrados en recintos donde se transformaban en andrajosos seres apenas humanos, en pasiva espera de su destino. Había visto a la flor y nata de los pueblos reducidos de aquel modo, pero esta vez sintió el corazón en un puño. Se quitó la capa para echársela a la mujer sobre los hombros, hizo traer agua e intentó dársela con un cucharón. Ella la tragó ávidamente, pero se derramó encima más de la mitad.
—Escúchame… ¿Me entiendes? Ahora te desataré las manos… No me gastarás una mala pasada, ¿verdad?
Lucio sacó la daga y cortó la cuerda, liberando las muñecas despellejadas. La mujer se agarró al cucharón bebiendo el agua de un sorbo.
Emilio salió de la gruta con la mirada ceñuda y rugió una orden tajante a los hombres:
—¡Deprisa con esos equipajes, volvemos a la playa! —Luego se fijó en la mujer y se detuvo a mirarla de arriba abajo—: Hazla subir al carro.
Lucio asintió, envainó la daga y la cogió del brazo, pasando por delante del centurión para alcanzar el vehículo, donde los soldados estaban acabando de cargar los últimos sacos. Emilio lo detuvo con una mirada severa:
—Debes atarla, Lucio.
—Venga, primípilo, ¿no ves en qué condiciones está?
—¡Átala! —repitió el otro apretando los labios—. Mientras nadie la reclame o el comandante no decida su destino, esta mujer es prisionera del ejército.
Lucio ejecutó la orden, recuperó la cuerda recién cortada y la ató de nuevo, con las manos sobre el vientre en vez de en la espalda. La britana permaneció impasible.
—Al ejército nunca le ha interesado esta mujer —dijo Lucio, vuelto hacia el centurión—. Primero la ha dejado encadenada a aquel mercader y luego al galo. —Apretó el nudo sin exagerar—. No tiene ningún valor como prisionera y si debe convertirse en la concubina de algún gordo cuestor o de algún pomposo legado, tanto da que sea la mía.
El centurión cogió el destello de desafío en la mirada del aquilífero y asintió.
—Habla con Labieno, estoy seguro de que te la cederá a un buen precio. Pero hasta ese momento no puedes reivindicar ningún derecho sobre ella.
Lucio condujo a la mujer al carro, entre los refunfuños más o menos explícitos de la tropa. A una orden de Emilio, el vehículo se movió seguido por los soldados. En el camino de regreso el primípilo se acercó a Lucio. Primero le habló de generalidades, el campamento de invierno, las nuevas naves. Luego fue directo al grano:
—¿Qué piensas hacer con esa mujer, Lucio?
—Aún no lo sé, pero sé que la quiero.
—Sabes que estas cosas no están bien vistas —dijo en voz baja al centurión. Señaló el carro con el bastón de vid—. Si se trata de un par de noches se podría hacer la vista gorda. Pero si pasa de eso, muchos se darían cuenta y podría haber problemas.
—¿Por qué te preocupas tanto, centurión?
Antes de responder, Emilio se acercó y bajó la voz.
—Hazme caso, te estás metiendo una leona en casa. Y, por añadidura, es una leona que ya ha escapado de un amo muy peligroso.
—¿Te refieres al galo? ¿A Grannus?
—Sí, a él y a su poderoso primo.
—Venga, primípilo, ¿qué puede sucederme? No se la he robado a nadie, la he encontrado y quiero rescatarla. Eso es todo.
—Así sea. Haz lo que te parezca.