Soltad amarras
El rumor de las tablas del embarcadero que crujían bajo nuestros pasos era música para los oídos de Breno. A él le brillaban los ojos, a mí se me revolvía el estómago. De vuelta de la visita al promontorio, estábamos subiendo a bordo de la nave amarrada, disponiéndonos para la partida.
A nuestra llegada, la tripulación, que en ausencia del amo había holgazaneado, volvió al trabajo. Breno dio unas palmadas para llamar su atención y luego comenzó a impartir órdenes a sus sirvientes, que se apresuraron a ir a sus puestos. Enseguida comencé a advertir la oscilación de la embarcación, así que me senté en uno de los cojines, mientras se cargaban los últimos sacos bajo la mirada vigilante del amo.
—Pareces un centurión, Breno.
El mercader se volvió hacia mí con una sonrisa.
—Malditos sean, debería azotarlos hasta desollarlos. Mira aquí, esto ya tendría que estar a bordo.
Uno de sus sirvientes le ofreció una copa de vino, quizá para calmarlo un poco, e inmediatamente me dio una también a mí. Levanté el vaso hacia Breno, que hizo lo mismo, antes de bebérselo en dos sorbos.
—Tendremos una buena navegación, Romano, no podíamos desear un viento mejor.
—Esta me parece verdaderamente una promesa de marinero. ¿Cómo estás tan seguro, si aquí el tiempo cambia continuamente?
Breno sonrió con aire astuto.
—También tú debes fiarte de alguien, Romano. Llevo toda la vida viajando por el océano, conozco las mareas y sé interpretar el vuelo de las gaviotas. Basándome en la estación del año consigo prever si un viento puede ser o no favorable. ¿Crees que me apetece perder mi nave y toda su carga? Llegarás a destino sano y salvo, ¡tienes mi palabra!
Bebí un sorbo con la mirada perdida, sin contradecirlo. Breno se sentó a mi lado.
—¿En qué estás pensando, Romano?
—En lo que acabas de mencionar, la palabra de honor. Me he pasado la vida jurando sobre mi honor y por el honor estoy aquí. —Suspiré—. No porque sea el único que ha querido cumplir su juramento, sino porque soy el único superviviente.
—Quizá los dioses te estén agradecidos por algo que has hecho y te concedan una larga vida.
Pedí que me llenaran nuevamente el vaso.
—Si pienso en lo que estoy haciendo, más bien parece que se han olvidado de mí.
—¿Hablas de este viaje a Britania?
Lo bebí todo de un trago.
—No, pensaba en la decisión de proseguir contigo, por mar.
En ese momento la nave se movió. Los marineros soltaron los cabos y empujaron con los remos para apartarse del muelle. El barco se dirigió mar adentro y Breno me increpó con algunas palabras de un dialecto incomprensible. Confié en que fueran palabras de buen augurio.
El viaje había empezado.