Milla romana
Los días que siguieron estuvieron marcados por las continuas tempestades y ningún contacto con el enemigo. La lluvia torrencial y el viento habían obligado a suspender las actividades de exploración y búsqueda de comida. Ya no había rastro de los britanos responsables de la emboscada, pero tampoco de los mercaderes y de los habitantes de la zona; era como si en torno al campamento se hubiera creado el vacío, aumentando la sensación de aislamiento. La comida empezaba a escasear, como también el tiempo disponible para el viaje de regreso. El plenilunio precedería en pocos días al equinoccio de otoño, haciendo imposible la navegación. El destino parecía querer confinar en aquel frío escollo a César y sus legiones. Empapados, sucios, cansados y ateridos, los soldados continuaban cumpliendo con su deber.
Afortunadamente su trabajo comenzaba a dar frutos. Las onerarias, reparadas lo mejor posible, estaban alineadas al final de la playa y vigiladas de cerca por los guardias. En cuanto a las naves no dañadas, permanecían fondeadas en alta mar para evitar otros accidentes. El día en que regresaron las dos naves de guerra de la Galia hubo fiesta en el campamento, desafiando a la intemperie. Por la tarde, Lucio y sus compañeros bebieron el vino que el aquilífero había encargado, diluido con agua caliente y un poco de miel pagada a buen precio.
Al decimoctavo día del desembarco en suelo británico, la obra de reparación de las naves podía considerarse terminada. Solo doce embarcaciones se habían perdido totalmente; las otras habían sido restauradas y estaban a punto de ser devueltas al mar. Los legionarios harían el viaje de regreso bastante apretados, pero habría sitio para todos.
En cuanto el tribuno Publio Apula dio la orden de levantar el campamento, los soldados fueron presa de una euforia que no se veía desde hacía tiempo. Todos querían marcharse lo antes posible…, así que todos quedaron desconcertados cuando, una vez terminaron de desmantelar, se levantó un fuerte viento de mar. Esforzándose por ignorarlo, continuaron su trabajo incluso después del ocaso, cuando comenzó a llover, hasta que tuvieron alineado todo el material, listo para ser transportado hasta la playa.
—¡Volved a montar el campamento!
La contraorden tuvo el efecto de un latigazo. La furia de los legionarios se desencadenó, las maldiciones contra Britania se prodigaron y los soldados pidieron embarcarse incluso con mar gruesa. Fueron una vez más los optiones y los centuriones los que apaciguaron los ánimos y restablecieron el orden.
El alba del decimonoveno día los acogió finalmente con un débil sol, pero sin un soplo de viento. Inmediatamente después de la reunión se dio la orden de retirar las tiendas: se intentaría zarpar como fuera. Pero el grito de alarma de un centinela, mediada la obra, hizo entender a todos que aquel día habrían de trabajar con la espada.
Emilio corrió a la torre y trepó por la escalerita con la velocidad de un relámpago, mientras las trompetas difundían la alarma. Inmediatamente los hombres, nerviosos, quitaron las protecciones de piel de los escudos y ocuparon sus puestos en la empalizada. Los arqueros y los honderos flanquearon a los servidores de las máquinas de lanzamiento, que habían sido distribuidas sobre las explanadas. A lo lejos se veía la desordenada multitud de los enemigos, que avanzaba cubriendo un amplio frente, decidida a impedir que los romanos zarparan.
Los soldados aún estaban amontonando los pila y las jabalinas en la empalizada cuando las trompetas tocaron a reunión. Lucio, incrédulo, echó un vistazo a su alrededor, encontrando las miradas estupefactas de los legionarios. Emilio descendió por la escalerita de la torre precisamente mientras Apula llegaba aullando al sector de la Primera Cohorte.
—¡Reunión, reunión! ¡Listos para salir!
Los hombres se precipitaron al final de las explanadas y bajo las torres, obedeciendo la orden, y formaron velozmente.
—¡Legionarios de la Primera Cohorte, escuchadme bien! —gritó el tribuno Apula en cuanto estuvieron alineados—. Los britanos creen que pueden bloquearnos y aislarnos de nuestras naves —dijo con voz fuerte y clara—. Nosotros, en cambio, saldremos del campamento y los cogeremos por sorpresa. La posición es demasiado favorable para que no sepamos aprovecharla. El terreno nos ofrece un declive y nuestras espaldas están cubiertas por el campamento mismo. —El tribuno se detuvo para mirar a los hombres durante un momento—. El terreno lo elegimos nosotros, el momento también. ¡Porque somos los legionarios de la Décima!
—¡Sí!
Una multitud con una sola palabra.
—¡Y los legionarios de la Décima no combaten a la defensiva!
—¡No!
—¡Los legionarios de la Décima van al asalto!
No fue un grito, sino un estruendo de síes el que siguió a sus palabras.
—Cuando oigáis tocar a carga, avanzaréis, os enfrentaréis a ellos y los pondréis en fuga. Cuando huyan, los seguiréis a la carrera. Matad a todos los que podáis, pero no os alejéis más de una milla. —Miró a los centuriones para asegurarse de que habían entendido bien sus palabras y cuando estos asintieron continuó—: Arrasad esa milla que recorráis, no perdonéis a nadie. Nada de prisioneros, ninguna piedad. Ya hemos tenido demasiada. Destruidlo todo y tomad lo que os parezca; si hay sitio en las naves podréis llevarlo con vosotros.
Poco después, por orden del tribuno, la columna se puso en movimiento y los soldados, alineados y cubiertos, marcharon al paso cantando el himno de muerte de la Décima. Fueron los primeros en salir del campamento, alcanzando su posición en la alineación, y se dispusieron en tres filas mientras Apula iba a impartir las órdenes a la Segunda Cohorte. Emilio entonces se apartó de la formación, dio algunos pasos hacia delante y se volvió hacia su cohorte, observándola. Le bastaron unas pocas indicaciones para corregir la posición de algunos legionarios o para comprobar su equipo.
—Debumbete scuta[21]; descansad, pero mantened la posición.
Se volvió para mirar al enemigo que avanzaba y luego se dirigió de nuevo a sus hombres, después de haberse asegurado de que el tribuno Apula se había alejado lo suficiente para no oír sus palabras.
—¡Ningún soldado de esta centuria se detendrá durante el avance para saquear! No quiero perder soldados o llegar a destino con la mitad de la fuerza por culpa de algún idiota a la caza de collares o brazaletes. En esta formación todos seguirán al águila hasta que yo lo diga, y esto ocurrirá a una milla de aquí. —Examinó los rostros de la primera fila con mirada severa—. Entonces, y solo entonces, cuando ya estemos de regreso, podréis rastrear y coger lo que queráis. —Captó una expresión de desilusión en varios rostros y advirtió—: Os juro que cualquiera que se quede atrás para saquear tendrá ocasión de arrepentirse amargamente.
El clamor y los gritos del enemigo estaban cada vez más cerca, pero el centurión seguía dando la espalda a los bárbaros y proseguía con las últimas indicaciones. Lucio se volvió para buscar a Tiberio, que estaba en la tercera fila, y cuando encontró su mirada le hizo señas de que tuviera siempre a la vista la enseña. Esta vez no había conseguido mantenerlo alejado del campo de batalla. Las órdenes eran alinear a todos los hombres aptos y, así, solo Quinto había quedado fuera del campo de batalla, para custodiar el tesoro transferido a la nave de guerra de César. Antes de volver a observar al enemigo, el aquilífero cruzó la mirada con Máximo, situado en la segunda fila y cubierto con el yelmo. Podía ser la última vez que se veían. Ante el inconfundible silbido de los centenares de flechas lanzadas contra los bárbaros se volvieron definitivamente hacia el frente de batalla. Las máquinas de tiro, los arqueros y los honderos habían comenzado a disparar sobre la línea enemiga con una trayectoria arqueada. Los dardos partían uno tras otro con una velocidad impresionante y en la multitud que avanzaba era prácticamente imposible fallar el blanco. El tiro se hacía cada vez más tenso a medida que los britanos avanzaban pisoteando y tropezando con sus compañeros heridos. Emilio dio la orden de coger los escudos y embrazar el primero de los dos pila a disposición de cada hombre. Solo entonces entró en la formación, se volvió hacia el enemigo y dio la orden de atacar.
Una nube de miles de pila se alzó de toda la línea de la formación en el mismo instante, dibujando una parábola que parecía no tener fin. Las lanzas permanecieron inmóviles, suspendidas en el cielo durante unos instantes; luego las pesadas y aguzadas puntas volvieron hacia el suelo, atravesando todo lo que encontraban en su trayectoria y penetrando los escudos. Los hombres que caían obstaculizaban a los que llegaban atrás. Muchos se vieron obligados a desembarazarse del escudo, porque la punta de metal del pilum, después de haber traspasado la madera, se había doblado, convirtiendo el arma defensiva en una pesada carga. La primera fila de la Décima se agachó y dejó que la segunda línea lanzara sus pila. Los britanos respondieron con sus lanzas, pero el tiro, discontinuo y poco coordinado, fue desviado por los pesados escudos de la legión.
—Pila iacete![22]
La primera línea, otra vez de pie, arrojó una segunda oleada de pila sobre los enemigos, los cuales, exhaustos por la carrera por el terreno descubierto, aún no se habían recuperado. A tan breve distancia fueron diezmados en gran número.
—Gladium stringete! Impetus![23]
Con un grito de guerra Emilio saltó hacia delante, junto con toda la línea de la Primera Cohorte. Los soldados desenvainaron el gladio y lanzaron el alarido de la Décima, recorriendo en formación el breve espacio que los separaba de los enemigos, que ya habían perdido el impulso de la carrera. Antes del choque, Lucio vio los ojos desencajados de un bárbaro y leyó en ellos el horror que le inspiraban aquellos miles de escudos rojos que avanzaban. Luego, el choque, el clamor de centenares de armas y corazas que se estrellaban entre sí. Los alaridos de los hombres, la confusión, el estruendo de miles de individuos deseosos de matar, el olor de miles de cuerpos en la contienda: la batalla.
En el primer contacto hubo una breve resistencia, aunque la mayor parte de los enemigos estaba sin escudo y carecía de coordinación. Algunos britanos combatían como leones, pero luego, en cuanto les faltaba el aliento, de la línea de los escudos romanos asomaba una espada que les golpeaba el rostro o el costado. En poco tiempo la confusión se adueñó de la línea enemiga y cuando los guerreros de las primeras filas se dieron cuenta de que estaban atrapados por sus mismos compañeros que, presionando desde atrás, los empujaban contra los escudos de la legión, el desorden se convirtió en pánico.
El combate se transformó entonces en una especie de furiosa carnicería. Los legionarios golpeaban la espalda de los britanos puestos en fuga. Pronto el terreno se volvió blando y viscoso bajo sus botas: estaban avanzando sobre una alfombra de bárbaros caídos, las espadas se manchaban de sangre y los brazos empezaban a acusar el peso de la fatiga. Varios romanos tropezaban con sus mismas víctimas, agonizantes, corriendo el riesgo de desalinear la primera fila. Inmediatamente eran sostenidos por los hombres de la segunda fila que, sujetándolos por el cinturón, los mantenían alineados.
—¡Golpead! ¡Golpead en el vientre! —aullaba Emilio.
Lucio sentía que la hoja de su gladio se abría paso en el costado de su víctima y, en medio de la confusión, percibía su grito. Entonces giraba velozmente la espada para abrir la herida y la retiraba, antes de buscar otro blanco. El hombre caía y el aquilífero trataba de evitar pisarlo, para no perder el equilibrio, consciente de que la segunda fila que avanzaba detrás de él terminaría el trabajo. Era la mecánica de un ejército experimentado, con poca emoción y mucha técnica. Para vencer no era preciso ser altos y valientes. Solo era necesario estar adiestrados.
La poderosa voz de Emilio acudió en ayuda de los cansados hombres de la primera fila:
—Mutatio![24]
Los hombres de la segunda fila entraron en acción, cada uno tirando hacia atrás al camarada que estaba delante de él. La primera fila pasó a ser la tercera, para recuperar el aliento. Ni siquiera fue menester que la segunda línea agotase sus energías, porque poco después la masa enemiga cedió y se dispersó, huyendo en todas direcciones. Máximo Voreno, el optio que se encontraba en primera fila, ordenó que avanzaran a la carrera manteniendo la formación. Los hombres saltaron hacia delante persiguiendo a los britanos, como una manada de lobos atacando un rebaño. Atravesaron a la carrera un tramo salpicado de flechas, escudos, yelmos, heridos y muertos para luego remontar la ladera de una colina, arrollando a los guerreros exhaustos que no eran capaces de mantener el ritmo.
En la cima del cerro, Máximo ordenó que la centuria se detuviera para realinear las filas y esperar la llegada de la Segunda Cohorte, que había permanecido atrás. Se situó delante de los hombres con el rostro congestionado, sudando profusamente por debajo del yelmo. Brazo, espada y escudo brillaban, pintados de rojo bermellón. El optio comprobó que las filas estuvieran intactas y buscó posibles agujeros en las líneas, sin encontrarlos. Poco después también Emilio, jadeante, lo alcanzó y tomó el mando. Algunos legionarios se arrodillaron en el suelo sin aliento, mientras que otros, con la mano en el estómago, se apoyaban ya agotados en el escudo. Lucio buscó con la mirada a su joven ayudante y lo encontró, sonriente y sucio de sangre, con el escudo roto en varios puntos; finalmente había librado su primera y anhelada batalla, y parecía haber salido ileso. En aquel momento, a su izquierda vieron desfilar al galope a unos quince jinetes galos de Comio, lanzados a la persecución de los britanos.
El centurión miró en todas direcciones. Los bárbaros ya estaban reducidos a fugitivos aislados y, abandonadas las armas, corrían en desbandada en un intento de huir de las espadas de la legión. Era inútil continuar la persecución. A los pies del collado, cerca de un curso de agua que bordeaba un bosque de encinas, había una granja con varias cabañas circulares con techos de paja y un conjunto de recintos para el ganado. Emilio la señaló con la punta de la espada:
—¡Adelante, a paso rápido!
Cuando los soldados llegaron a la granja, el primípilo dio la orden de prenderle fuego. Los hombres, exhaustos y enfurecidos, se abandonaron al saqueo con una rabia inaudita, aunque la presa se reveló bastante miserable. Dos cuerpos sin vida fueron arrastrados fuera de las viviendas desiertas y arrojados a los pies del centurión. Alguien había llegado antes, matando a quienes se habían encontrado en el lugar y arrasando con todo. Habían quedado los animales de corral y una serie de jaulas llenas de conejos y pollos, en una caseta aún incólume.
Volviendo la mirada hacia el camino que se adentraba en el bosque, Lucio reconoció el carro del mercader con el que había hablado el primer día, en el campamento. Se acercó a Valerio y una decena de soldados. El carro estaba descubierto y volcado de costado; el cadáver del mercader yacía a poca distancia. El cajón estaba vacío; entre la hierba estaban esparcidos sacos de semillas rasgados, algunos utensilios de herrero y las cadenas que Lucio había visto en las muñecas de las dos esclavas. Las cadenas estaban rotas, pero no había ni rastro de las dos mujeres.
—¿Debemos prenderle fuego? —preguntó Valerio.
—No importa. Volvamos con los demás, aquí no hay nada.
En ese momento, oyeron unos rumores provenientes del bosque. Los legionarios se pusieron de inmediato en posición defensiva junto al carro y Valerio silbó para llamar la atención del resto de la centuria, que permanecía en la granja. El crujido de las matas y el rumor de las ramas que se partían bajo unos pasos pesados se aproximaban a ellos. A lo lejos, un grupo de legionarios capitaneados por Emilio ya estaba corriendo en su apoyo, cuando desde la vegetación salieron, uno tras otro, cinco jinetes galos, con sus corceles al paso. El primero de la fila les hizo señas de que todo estaba en orden.
Un sexto jinete salió del follaje, llevando a alguien atravesado sobre el caballo.
Era la muchacha de pelo color de fuego que Lucio había visto en el carro del mercader. La joven se debatía, tratando de liberarse, pero tenía las manos y los pies atados y era sostenida firmemente por el jinete, que en cuanto vio a Lucio tiró de las riendas de su caballo y se detuvo. Era Grannus. Lucio no había vuelto a verlo desde aquel día en la Puerta Pretoria. El galo silbó algo entre dientes, observándolo; luego escupió al suelo.
—¿Este es el famoso primo del rey Comio? —murmuró Valerio, mientras Emilio y los demás lo alcanzaban.
—Sí, es él. Pero si sigue así no llegará a la Galia —refunfuñó Lucio—. Al menos, vivo.
—Cálmate, no es el momento. Hay otros cinco —dijo el centurión que, en cuanto llegó, intuyó de inmediato sus intenciones. Grannus saludó respetuosamente a Emilio, luego dio una palmada en el hombro y se alejó.
—Voy a ver qué estaban haciendo allí dentro.
El aquilífero entró en el bosque, seguido por Emilio, Valerio y un par de legionarios. Bastaron pocos pasos entre la densa vegetación para encontrar el cuerpo de la otra mujer. Estaba desnuda, el cuerpo pálido manchado de tierra. El rostro, ya inmóvil, estaba contraído en una horrible mueca, que contaba el terror y la desesperada defensa de sus últimos instantes de vida. Un súbito crujido entre las matas los puso en guardia. Lucio y sus compañeros se adentraron en silencio en el boscaje dejando a los dos legionarios cerca del cuerpo de la muchacha. El aquilífero apartó una mata de zarzas, mientras los otros dos permanecían dispuestos a golpear cualquier cosa que se pusiera por delante. Las espadas se detuvieron a un palmo del rostro de un niño en brazos de su madre, que le tapaba la boca. Las miradas aterrorizadas y llorosas de la mujer y del pequeño recayeron en los tres hombres cuyos ojos brillaban excitados y punzantes como navajas bajo los yelmos. La afanosa respiración de la mujer se mezclaba con los sollozos sofocados del crío.
—Vámonos —dijo Emilio.
Valerio envainó el arma y Lucio dejó que la mata volviera a cubrirlos con su exiguo amparo. Los tres se alejaron en silencio, con la conciencia limpia de todos los cadáveres que habían dejado a sus espaldas hasta ese momento.
—¿Habéis visto a alguien, centurio? —dijo uno de los dos legionarios que habían permanecido custodiando el cuerpo de la mujer.
—Una falsa alarma, habrá sido algún animal salvaje —respondió Emilio, imperturbable—. ¿Y en cuanto a ella?
—Nada que hacer —respondió el soldado—. Pero ¿qué necesidad había de dejarla así? ¡Que los dioses los maldigan! Nos hubiéramos podido divertir un poco también nosotros.
Los tres miraron al legionario en silencio. La guerra también era eso.
Un destello de humanidad llegó de aquel que a simple vista parecía tener menos. El robusto Valerio levantó en brazos el cuerpo inanimado.
—Llevémosla junto al carro, alguien la verá. Si la dejamos aquí, los animales la devorarán.
Emilio miró de arriba abajo al legionario que acababa de hablar:
—Tú, ve a cavar una fosa.