Traición
A la mañana siguiente el sol resplandecía en un cielo terso y cristalino. El mar era una alfombra centelleante, como si la tormenta de la noche anterior nunca se hubiera producido. Poco después del avistamiento de las naves, unos negros nubarrones se habían amontonado desde occidente y en pocos instantes una tempestad de inaudita violencia había hecho desaparecer la pequeña flota de nuestra vista, entre el brillo cegador de los relámpagos. Y, por si eso no bastase, la tempestad había arremetido también sobre la rada, haciendo estrellarse varias naves contra los escollos y volcando otras. Solo unos pocos sobrevivientes de la tripulación habían conseguido ganar la orilla, socorridos inmediatamente por los legionarios. Otros, ante la imposibilidad de maniobrar, habían abandonado las naves a su destino descolgándose sobre las chalupas. No todos, por desgracia, tuvieron la suerte de tocar tierra. Aquella noche, las legiones romanas se convirtieron en prisioneras de su propia conquista.
Finalmente, el viento había amainado, pero no sin dejar tras de sí el rastro indeleble de su furia. La playa estaba sembrada de detritos, que los soldados estaban agrupando en pilas. Desde el campamento no se conseguía valorar cuántas naves habían sido destruidas, pero se veían muy pocas aún amarradas. Después de celebrar consejo con el procónsul, Apula convocó en su tienda a todos los centuriones y portaestandartes de la Primera Cohorte.
—No hay más naves —empezó el tribuno, con los codos apoyados en el escritorio, mientras se masajeaba las sienes con los dedos—, ni siquiera en el continente. —Levantó la mirada y sus ojos revelaron el profundo cansancio que lo abrumaba—. De momento no es posible reunir una flota que acuda en nuestra ayuda. Además estamos sin caballería, no existe la posibilidad de que recibamos refuerzos, y nuestras provisiones alcanzarán para un par de días. Por añadidura, es absolutamente indispensable establecer un cuartel de invierno aquí, de espaldas al mar. Debemos retirar las tiendas lo antes posible. En consecuencia, el ejército se dividirá en tres partes: dos se turnarán la búsqueda de comida y el servicio de guardia en el campamento y en la bahía, la tercera estará compuesta por carpinteros y mandada por el prefecto de campo. Montaremos un astillero improvisado en la playa para reparar las naves supervivientes.
—¿De cuántos días propicios a la navegación disponemos aún? —preguntó Emilio.
—Creo que de unos veinte antes de que el equinoccio haga imposible los transportes marítimos, pero por ahora la mayor incógnita son las naves. Es preciso ver cuántas son aún utilizables y cuántas pueden repararse.
—Se podrían evacuar las fuerzas en varios viajes —sugirió el centurión.
—El procónsul lo ha excluido. Sería demasiado arriesgado dejar aquí una pequeña guarnición aislada. Las dos legiones dejarán esta isla simultáneamente, nada ni nadie quedará en tierra.
El tribuno se puso en pie e impartió las órdenes para la jornada: siete cohortes de la Décima irían en busca de provisiones, escoltadas por los jinetes de Comio. A estas se le añadiría también la Primera Cohorte.
Al salir del campamento, los legionarios observaron de reojo las tiendas de los huéspedes, que se alzaban a poca distancia de la empalizada defensiva. Los britanos estaban allí mirándolos desfilar y los soldados sabían en lo más profundo de su corazón que los acontecimientos de las últimas horas habían atenuado la sensación de absoluta supremacía militar que habían suscitado en los bárbaros. Estos habían visto lo que había ocurrido en la bahía y sabían que los romanos habían perdido todo contacto con el continente.
—¿Qué piensas de la situación? —dijo Máximo, que marchaba al lado de Lucio.
—Si el talante de los britanos se parece al de los galos —respondió Lucio—, no tardarán en organizar una sublevación. También ellos han asistido a la tempestad y ven perfectamente que no tenemos trigo ni naves.
—No sé qué ventaja pueden obtener atacándonos —señaló el optio, dubitativo—, después de habernos entregado rehenes de un cierto valor. Deberían saber que estamos a punto de zarpar para la Galia.
—¡Desde luego que hay una ventaja! Una cosa es dejarnos partir, otra es echarnos a patadas o destruirnos. Piénsalo un momento. La noticia volaría de boca en boca, se difundiría por toda la Galia, y llegaría a Roma en un santiamén. La fama de los britanos subiría a las estrellas en todo el continente y ya nadie osaría venir a esta tierra empuñando las armas.
Máximo lo miró, repentinamente preocupado.
—Además —añadió Lucio—, una derrota aquí podría desencadenar una revuelta en toda la Galia, poniendo en peligro al resto del ejército de César.
Emilio, que caminaba delante de ellos pero tenía orejas por todas partes, aflojó el paso e intervino en la conversación:
—Estamos en condiciones de resistir cualquier ataque, incluso en una situación de notable inferioridad numérica.
—Pero nunca nos quedamos en el campamento, siempre salimos en tres grupos, y las cohortes de infantería encargadas de buscar provisiones son demasiado lentas y no tienen la cobertura de la caballería.
Continuaron la marcha hablando de la situación y al final concluyeron que, se mirara por donde se mirase, se encontraban en un buen apuro, aunque por el momento la zona parecía a todos los efectos pacificada y el campamento era resistente y estaba bien fortificado. Por no mencionar que ellos tenían a César, y los britanos no.
Por la tarde, cuando volvieron al campamento con el trigo que habían conseguido reunir, los hombres se enteraron con alivio de que solo doce onerarias se habían perdido. Equivalían al transporte de unos mil quinientos legionarios, pero aunque con estrecheces, era posible acomodar esa fuerza en las setenta naves restantes, que se podían reparar con la madera y el bronce obtenidos de las que no habían resistido. Las naves de guerra, que no habían sufrido daños graves, estaban en perfectas condiciones para navegar. En cuanto el viento fuera favorable, dos de ellas zarparían hacia Puerto Icio para abastecer al ejército de todo lo necesario y encontrar en la Galia, si aún las había, algunas naves de transporte disponibles. Una nave correo proporcionaría los víveres.
Al anochecer del quinto día de permanencia en Britania la situación aún no era comprometida. Había que resistir y salir al mar a toda costa antes del equinoccio. En los días sucesivos todos trabajaron sin descanso, en una aparente tranquilidad. El sendero que conducía a la playa había sido reabierto, en la bahía las naves eran reparadas como mejor se podía y por el momento en los campos aún se encontraba comida, además de la que adquirían a los mercaderes. En el breve radio de acción de las patrullas no se veían hombres armados, lo cual era tranquilizador.
En la tarde del noveno día, el grupo a las órdenes de Emilio volvió al campamento después de la expedición en busca de trigo. Quinto, el sanita, había sido dispensado de otros servicios, con la tarea de preparar algo que llevarse a la boca. Estaba tan concentrado en torno al fuego que pegó un salto cuando a sus espaldas resonó la voz del centurión.
—¿Entonces, Quinto Planco? ¿Hemos preparado algo bueno para estos valientes guerreros tan hambrientos?
—Centurio, uno de estos días me matarás del susto —exclamó el sanita, entre las carcajadas de los otros.
—¡Pobre de ti, amanuense! —dijo Emilio, desatándose el yelmo, con una cara exageradamente feroz—. Si no has preparado una cena digna de nosotros, juro que te arranco la cabeza a mordiscos y luego te pongo de servicio en las letrinas, noche y día.
—Bien, ¿al valiente guerrero le apetecería una satura de farro y cebollas con trozos de faisán asado?
Quinto tendió al primípilo el cucharón de madera, humeante y aromático. El centurión, incrédulo, se apresuró a sumergirlo en la olla.
—¡Dispensado de por vida de los servicios! —proclamó Emilio, masticando con gusto.
—Espera un momento, Quinto —dijo el aquilífero—. ¿Has vaciado el arcón para procurarte esta comida? ¿Cuánto ha costado todo esto?
—Aquí viene lo bueno. ¡No ha costado nada!
—¿Cómo que nada? ¿Ahora el ejército nos alimenta con sabrosos faisanes?
—A decir verdad, estos faisanes son un obsequio para… —el astuto sanita se fingió perplejo— ah, sí, para «el hombre con la piel de oso y el que va vestido de rojo».
Mientras hablaba, los legionarios ya se habían sentado en torno al fuego y sin demasiadas ceremonias comenzaron a repartirse la cena.
—¿Un regalo para mí? ¿De parte de quién?
—De su parte —dijo el cocinero, indicando una figura sentada aparte, en la penumbra.
Todos se volvieron hacia el hombre al que había señalado, que se levantó y se acercó al fuego, revelándose como el jefe de los jinetes britanos que habían acudido a pedir protección. No habían vuelto a verlo desde el momento en que se había presentado en la puerta del campamento y, durante aquellos primeros días de permanencia allí, su aspecto había mejorado notablemente. Era muy alto, de porte feroz, joven pero con una expresión ya madura. El largo pelo rojizo estaba cuidado y un par de trenzas le caían sobre los hombros. Llevaba calzones y una capa de lana pesada sobre una túnica a rayas atada a la cintura. Lucio tendió la mano al britano para darle las gracias, y Emilio hizo lo propio antes de invitarlo a sentarse con ellos. La respuesta que obtuvieron les resultó incomprensible. El centurión envió de inmediato a Tiberio a buscar a Bituito, el emprendedor mercader morino, para que hiciera de intérprete. El britano se sentó con ellos y cuando finalmente llegó el galo le ofrecieron un plato también a él. Luego comenzaron la inesperada y suculenta cena, mientras el morino traducía las palabras del joven.
Se necesitó un rato para que Bituito entrara en sintonía con el britano, pero finalmente el galo comenzó a hablar. Lo que dijo confirmaba las pocas informaciones recogidas a la llegada de los jinetes. El joven se llamaba Mandubracio y pertenecía a la tribu de los trinovantes. Era el primogénito del soberano de aquel pueblo y se había visto obligado a huir de sus tierras después del asesinato de su padre, ordenado por el poderoso rival Casivelauno, de la tribu de los cantiacos. Único superviviente de su familia, había conseguido huir de un destino infausto refugiándose en los grandes bosques septentrionales. A la cabeza de sus súbditos, en ese momento, se encontraba el despiadado Cingetórix, rey fantoche impuesto por Casivelauno. Tras conocer la noticia de la llegada de los romanos, Mandubracio había salido del bosque y había tratado de encontrarlos lo antes posible junto con un menguado grupo de seguidores, atravesando las tierras hostiles de los cantiacos. El morino dijo que Mandubracio zarparía esa misma noche hacia la Galia a bordo de una de las dos naves. Con el favor de las tinieblas, él y su pequeño grupo desaparecerían, y Mandubracio disfrutaría de la protección de Roma sin suscitar el descontento de los cantiacos.
—¿Quiénes son esos cantiacos? —preguntó Emilio, dando cuenta de los últimos bocados de su escudilla.
—Son los que os atacaron en la playa —respondió Mandubracio por boca del mercader—, gente a la que combatimos desde hace años.
Máximo se encogió de hombros.
—Ya han probado nuestro hierro y creo que han tenido bastante.
—En esa nave llegarás a la Galia sano y salvo —dijo Lucio, dirigiéndose a Mandubracio—. Allí estarás seguro.
—No existe una tierra donde pueda estar a salvo de mi conciencia. He visto asesinar a mi padre y desaparecer a mi familia. He escapado de mi gente para pedir ayuda a extranjeros que no pueden dármela y, al contrario, me alejan aún más de mi tierra. Me pregunto si he hecho lo correcto o si no habría sido mejor quedarme a luchar y morir.
—Un soldado puede permitirse el lujo de morir —dijo Emilio, en un tono de educado reproche—, tú no. No puedes hacerlo mientras no veas desvanecerse la última posibilidad de ser, un día, rey de tu gente.
Mandubracio estaba confundido y Lucio trató de infundirle un poco de confianza:
—Lo tuyo no es una fuga. Solo que por ahora es mejor dejar creer a tus enemigos que han vencido ellos. Ya llegará el momento de ajustar cuentas y ese día deberás ser fuerte y despiadado.
Aquellas palabras parecieron animarlo. El britano dijo a los romanos que esperaba verlos de nuevo en su tierra en un futuro no lejano, antes de despedirse estrechando la mano de todos, aunque se detuvo más tiempo en Lucio. Los dos hombres se miraron largamente, como si quisieran grabar la imagen de sus rostros en la memoria. Casi parecía que el destino los hubiera reunido aposta en aquel lugar y en aquel momento. Por último Mandubracio desapareció entre las sombras tal como había llegado y a la pálida luz de la luna subió a una nave que lo estaba esperando en la rada, lista para levar anclas.
Al día siguiente, la guardia del campamento correspondía a la Décima. Después de haber resuelto las formalidades y los ritos de cada jornada, la Séptima dejó el campamento en dirección a septentrión, para cosechar el trigo en una de las zonas que aún no habían sido alcanzadas por el ejército. Emilio decidió comprobar que el terraplén y el foso del campamento fueran sólidos, tras los temporales de los últimos días. Lucio se unió al manípulo de soldados reclutados para la misión y juntos salieron por la Puerta Decumana para comenzar la ronda de control.
—El viento ha sido clemente esta noche —comentó Lucio, mirando el mar—. A estas horas Mandubracio ya habrá desembarcado en la Galia.
—Esperemos que el tiempo continúe así y que se apresuren a mandarnos las piezas para la reparación de las naves —replicó el centurión—. Hasta que no zarpemos también nosotros no estaré tranquilo.
—Entre tanto, di algunas órdenes para aliviar nuestra permanencia en estos litorales.
Emilio lo miró con expresión interrogativa.
—Ayer mandé a Quinto a negociar con uno de los pilotos que habían de zarpar durante la noche. A cambio de una pequeña recompensa, con el viaje de vuelta llegará algo solo para nosotros.
Emilio sonrió con un relámpago de ironía en los ojos.
—¡Maldito corruptor! Veamos, ¿qué le has pedido?
—Algunas ánforas de vino, no me interesa la calidad, incluso me conformaré con el de la Galia Narbonense o el de resina. Estoy harto de beber agua y vinagre.
Emilio extendió los brazos y le dio una fuerte palmada en los hombros.
—Hoy es uno de esos días en que me pregunto cómo podría vivir sin ti.
—Sí, cuando se trata de comer llegáis todos como cabras quejumbrosas a mi tienda. Aún no he visto que ninguno de vosotros negocie con un mercader para aviar la cena.
—Venga, Lucio, estos patanes no venden ni siquiera orujo fermentado, y ya sabes que estoy demasiado ocupado pensando en la guerra.
—A propósito de mercaderes, hoy no se les ve por ahí.
El primípilo miró a su alrededor.
—Es extraño, últimamente el comercio había aumentado bastante. Parecía que todos los que disponían de algo que vender, en estas tierras, hacían cola para proponérnoslo.
Emilio exhortó a los hombres a mantener los ojos bien abiertos y se dirigió de nuevo a Lucio.
—Vamos a echar un vistazo a los huéspedes.
Se encaminaron hacia las tiendas de los britanos escoltados por cuatro legionarios de servicio y después de algunos pasos repararon en una nube de polvo que se alzaba a lo lejos, dispersándose en el azul del cielo.
—¿En qué dirección ha ido la Séptima esta mañana? —preguntó Emilio.
—¡Justo por allí!
Todos acudieron al instante hacia la puerta del campamento y Emilio ordenó dar aviso a los guardias de la torre de que estuvieran alerta.
—Está sucediendo algo extraño, Lucio, corre a buscar el águila —aulló—, y advierte también a los demás signiferi. ¡Debemos prepararnos para marchar inmediatamente!
Los dos se separaron en cuanto pasaron la puerta principal. Lucio se dirigió al sector de la Primera Cohorte, mientras que Emilio fue directamente donde el procónsul. No fue necesario avisar a los hombres: en cuanto el aquilífero llegó a su tienda para coger el águila, oyó que los cornicines tocaban la alarma. Inmediatamente después resonaron los toques de las trompetas llamando a la asamblea general. En un instante el campamento se convirtió en un hormiguero de soldados que corrían en todas direcciones. Casi todos los hombres estaban de servicio, pero en poco tiempo cogieron las armas y llegaron a sus unidades. Aquello que desde el exterior podía parecer un caos generalizado no era más que la actividad febril de hombres bien adiestrados, que sabían exactamente dónde se encontraban y lo que era preciso hacer para llegar deprisa, perfectamente armados, hasta las correspondientes insignias. Lucio, casi sin darse cuenta, se encontró con el águila a la cabeza de la Primera Cohorte, listo para dejar el campamento, mientras detrás de él los soldados ocupaban rápidamente su puesto en las respectivas centurias. La Segunda Cohorte, compuesta casi totalmente por hombres de guardia y, por tanto, en orden de combate, se puso detrás de la Primera y los legionarios partieron de inmediato a paso rápido, dispuestos en cuatro columnas. César en persona había dado la orden de partida mientras se estaba aún poniendo el yelmo:
—¡En marcha! ¡Seguid al águila!
El resto de la legión, que se estaba alineando, saldría poco después.
A la cabeza de las columnas, Lucio intentaba marcar el paso a todos. El procónsul marchaba velozmente justo después de las enseñas, comiendo el mismo polvo que sus soldados. Había rechazado el caballo y avanzaba seguro, flanqueado por los tribunos, con los ojos fijos en la nube de polvo que se elevaba más allá de las colinas.
Las columnas seguían el mismo itinerario que habían recorrido el día anterior, bordeando sobre la izquierda, a la debida distancia, una gran silva. Después de casi una hora de la partida llegaron a una colina y no sin esfuerzo remontaron la ladera. Desde la cima algunos de los exploradores de Comio señalaron que el camino estaba libre de sorpresas desagradables. Cuando alcanzaron la cumbre del collado, a Lucio y Emilio les pareció que estaban en la cima del mundo, porque la colina coronaba un inmenso territorio ondulado que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Delante de ellos, a lo lejos, en un claro rodeado de cerros boscosos, la Séptima sufría el asalto de los britanos, en un salvaje remolino de alaridos y polvo.
Desde lo alto era fácil ver que la Séptima no estaba bien alineada, señal de que los hombres habían sido pillados por sorpresa durante la recolección del trigo. Probablemente los bárbaros a caballo habían arrollado a los centinelas, o bien la calma de los días precedentes había hecho bajar la guardia a los centuriones y no se habían tomado las necesarias medidas de seguridad. A la Primera Cohorte de la Décima nunca le habría ocurrido algo similar, al menos si Emilio estaba al mando.
El lugar era perfecto para una emboscada, porque la mancha de vegetación llegaba hasta el margen del campo de trigo, que estaba circundado de colinas. Algunas centurias habían quedado aisladas y rodeadas por los enemigos, que con sus carros de guerra y sus jinetes sembraban la confusión entre las filas romanas. Afortunadamente, los britanos no atacaban de manera coordinada, sino en grupos, zahiriendo repetidamente a los legionarios sin imprimir la adecuada fuerza para romper las líneas. Sus pequeños carros arrastrados por dos caballos se lanzaban veloces hasta pocos pasos de la Séptima, acribillándola de flechas y lanzas para huir inmediatamente después.
—¡En formación de batalla! —gritó el procónsul en cuanto llegó a la cima del collado.
Las trompetas resonaron y las cohortes, una tras otra, se desplegaron ordenadamente, ocupando su posición en la vertiente de la colina que daba al enemigo. La enseña de Lucio se dirigió a la izquierda, hacia el sector de la Primera Cohorte, mientras que César permanecía en el centro de la alineación, observando al enemigo con los brazos cruzados.
—Pero ¿qué le ha dado? Estamos demasiado lejos para disponernos en línea —susurró Máximo a Lucio, sin dejarse oír por los demás.
El aquilífero sacudió la cabeza, sin comprender el motivo de la maniobra. Una vez llegada al extremo izquierdo de la formación, la cohorte se extendió ante una orden de Emilio, como un ave rapaz que extiende las alas antes de levantar el vuelo hacia la presa. Las trompetas tocaron de nuevo y los soldados de aquella larguísima fila comenzaron a batir rítmicamente los pila sobre los escudos, haciendo resonar el grito de guerra de la Décima en el valle que estaba a sus pies.
En el campo de batalla lo oyeron todos y volvieron la mirada a la colina. Los legionarios de la Séptima sabían que desde aquella altura, detrás del centelleo de las miles de puntas aguzadas de los pila, César observaba sus movimientos. Aquella visión, junto con las precisas órdenes de los centuriones que reorganizaron las filas y pasaron a la ofensiva, bastó para levantarles el ánimo. Algunas cohortes se lanzaron inmediatamente contra los jinetes ya dispersos, que empezaron a abandonar el combate para ponerse a salvo en los bosques. La acción fue seguida por el estruendo ensordecedor de miles de gritos de exhortación, que se elevaron del pecho de cada soldado de la Décima.
—Debo decir que nunca había vencido una batalla permaneciendo a miles de pasos de distancia —dijo Emilio, mientras asistía al desarrollo de los acontecimientos en el claro—. El procónsul hace verdaderamente honor al arte de la guerra —añadió, admirado.
Los soldados seguían haciendo ruido, cubriendo de insultos a los britanos, cuya retirada ya se había convertido en una fuga salvaje y desordenada.
Desde la posición en la colina, César cerraba a los enemigos la vía hacia el campamento y, al mismo tiempo, protegía una eventual retirada de la Séptima. Haberse dispuesto en la cima de aquel monte había sido una decisión estratégica perfecta. A César le había bastado con valorar durante un momento la situación para obtener el mejor resultado con el mínimo riesgo, y ahora los hombres de la Décima vitoreaban su nombre, que resonaba alto en el cielo.
Dos cohortes fueron enviadas en ayuda de la Séptima, para llevar a término la recogida del trigo y recuperar a los heridos y a los caídos. El resto de la legión permaneció vigilando la cima del collado, listo para intervenir en cualquier dirección, mientras los jinetes de Comio iban y venían entre las dos unidades.
—Es evidente que el único objetivo del procónsul es volver a la Galia lo antes posible —dijo Emilio durante el regreso, mientras los hombres entonaban el himno de la legión—. Hoy ha actuado con gran prudencia, manteniéndose a la defensiva. No quiere arriesgarse a perder ni siquiera un hombre.
—En mi opinión ha actuado de la mejor manera posible —rebatió Lucio—. Sin duda, habríamos empleado más tiempo en buscar el contacto con el enemigo, que a nuestra llegada se habría esfumado.
El centurión asintió y comenzó a canturrear el himno de la Décima siguiendo el ritmo de los soldados, mientras en el cielo, con el sol ya desaparecido detrás del horizonte, se acumulaban inmensas nubes oscuras, que presagiaban lluvia.
Las dos legiones volvían a ponerse a buen recaudo con pocas pérdidas. La jornada habría podido tener un resultado mucho más luctuoso si los bárbaros hubieran tenido un mínimo sentido de organización militar. Cayo Voluseno estaba a la espera delante de la Puerta Decumana, radiante de felicidad. Era el comandante de turno en el astillero de la playa aquella mañana, y a su pesar el procónsul en persona le había encomendado la vigilancia del campamento, prácticamente desierto. Tratando de mantener un aspecto marcial reprimió una sonrisa de alivio y fue al encuentro de la columna.
—¡Ave, César!
Después del saludo al comandante supremo, Voluseno siguió las formalidades de rigor y pasó al procónsul el mando del campamento.
—Los rehenes han escapado, general —añadió luego, en tono de lamento—. Cuando tomamos posición en las torres y en las puertas, nos dimos cuenta de que estaban huyendo hacia occidente. No hemos considerado oportuno enviar un manípulo a perseguirlos.
César asintió.
—Sabia decisión, tribuno. Mejor así. En el fondo, como garantía no valían demasiado, después de lo que ha sucedido.
Un trueno siguió a sus palabras y las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer. El procónsul apretó los dientes y levantó por un instante los ojos al cielo.
—Si quieren guerra, la tendrán.