VI

Vientos del norte

Un débil sol iluminaba el campamento mientras el primípilo y el aquilífero alcanzaban con paso seguro la tienda del procónsul Cayo Julio César, junto a los demás centuriones de los Primeros Órdenes. Contrariamente a lo habitual, la reunión general había sido aplazada para dar un poco de tregua a los soldados, un lujo vedado a quienes recibían doble paga. Apenas llegados al lugar de la asamblea los dos oficiales se dieron cuenta de hasta qué punto los últimos dos días habían sido duros para todos. Las consecuencias de tanta fatiga y de la extrema tensión, aliviadas por poquísimas horas de sueño, eran visibles en los ojos hundidos y aureolados de rojo. Después de unos instantes el prefecto de campo reclamó su atención, anunciando al comandante supremo. La esbelta figura del procónsul, rasurado y atildado, salió de la tienda, envuelta en ese halo de invencibilidad que desde siempre hacía sentir inferiores a quienes estaban frente a él.

Escuchó con mucha atención al prefecto mientras leía los informes de los centuriones sobre el estado de las dos legiones: número de los presentes en el campamento, de los soldados y de los oficiales heridos, fallecidos y dispersos. César pidió información sobre la situación de los heridos y dijo a Voluseno que más tarde conversaría con el médico del campamento. Tajante y preciso, dio las disposiciones para la jornada después de haber comunicado que los britanos habían aceptado los términos de rendición impuestos y estaban a punto de enviar a los rehenes solicitados.

—Hoy acabaremos los trabajos en la playa y en el campamento, la Séptima erigirá torres en las esquinas y en las puertas del fuerte, y la Décima irá a la playa. Dos cohortes de cada legión se turnarán para la vigilancia de las puertas y de la costa. De todos modos, recordad dar un poco de reposo a los soldados en cuanto hayan comprobado que el equipo está en perfectas condiciones. Desde mañana, una legión irá a buscar provisiones en los campos de alrededor, con la protección de los jinetes de Comio. Aún no he tenido noticia de las dieciocho naves que transportan a la caballería, pero es probable que estén en arribo. Por el momento cualquier operación de exploración será confiada a los jinetes atrebates.

Se detuvo un instante para mirar a las tropas, antes de ceder la palabra al prefecto de campo, que resumió de manera técnica la situación e impartió las órdenes a los distintos tribunos.

—Señores, no me queda más que concluir dándoos la consigna para la jornada, que es «Saturno».

—No —intervino el procónsul—. ¡El santo y seña, hasta la primera guardia nocturna, será «aquilífero»!

Durante un momento, las miradas de César y Lucio se encontraron y el aquilífero leyó en ella una gratitud que valía más que mil palabras. Los centuriones tomaron nota y se despidieron del comandante, saludándolo con la fórmula de rigor:

—¡Siempre a tus órdenes!

Concluida la reunión, todos se encaminaron a sus alojamientos, listos para transmitir las órdenes. Lucio y Emilio llegaron a la tienda del primípilo, donde Máximo los estaba esperando.

Optio, dentro de una hora la Décima debe estar en orden de batalla. Vamos a la playa —gruñó cansadamente Emilio, antes de dejarse caer como un peso muerto sobre el camastro—. A propósito —añadió, dirigiéndose a Lucio—, aún no hemos hablado de lo que sucedió ayer. No sé qué habría pasado si no te hubieras tirado.

—Lo hice porque ya no soportaba más tus berridos —replicó el aquilífero, con una sonrisa amistosa.

—Salvaste una situación desesperada, Lucio.

El aquilífero lo negó con un gesto:

—Hace tres años, en el primer combate contra los germanos de Ariovisto, un centurión de la Segunda Cohorte que estaba perdiendo terreno arrancó de las manos del signifer[18] el estandarte y lo lanzó entre los enemigos. Todo el manípulo, herido en el orgullo, fue al asalto y los puso en fuga en pocos instantes.

El rostro del centurión se iluminó con una sonrisa melancólica.

—Si no recuerdo mal, el primer miles que alcanzó el estandarte, batiéndose como una furia, se llamaba Lucio Petrosidio…

—También recuerdo que su centurión se llamaba Cayo Emilio Rufo… —dijo Lucio—. Y, como decía, solo me lancé al agua un momento antes de que me tiraras tú —concluyó, con un guiño. Luego ambos estallaron en una fragorosa carcajada.

—No es necesario que vengas a la playa, Lucio —continuó Emilio—. Coge un guardia de la Primera Cohorte y quédate aquí con las insignias. ¡Duerme bien!

Lucio sacudió lentamente la cabeza, con una sonrisa cansada. Aquel hombre le leía el pensamiento.

Después de la reunión, cuando la última cohorte de la Décima salió por la Puerta Decumana en dirección a la playa, Lucio pasó por el taller del campamento para pedir un nuevo escudo. Luego volvió a la tienda de las insignias y, después de lustrar el yelmo, la coraza y las armas, trató de dormir un rato.

Sería poco después del mediodía cuando Tiberio le comunicó que algunos mercaderes habían llegado al campamento. Inmediatamente, Lucio, seguido por sus dos ayudantes, se dirigió a la Puerta Pretoria, donde un numeroso grupo de legionarios de la Séptima ya estaba negociando con los comerciantes. Cuando los soldados se percataron de la presencia del aquilífero lo acogieron con una ovación digna de la fama que había conquistado. Abriéndose paso entre la multitud alcanzó el carro más cercano.

—¿Qué tienes para vender, mercader?

El hombre de tupida barba, envuelto en una capa de preciosa lana verde, le respondió en una lengua del todo incomprensible.

—Tiberio, ve a buscarme un intérprete —dijo Lucio a su asistente. Acto seguido subió al carro, cuya carga estaba cubierta por un revestimiento de cuero, señal de que era una tierra donde las lluvias abundaban—. ¿Tienes… carne? ¿Algo de… comer? ¿Me entiendes? —dijo, señalando la vaca atada detrás de otro carro.

El hombre respondió con palabras y gestos, pero los dos siguieron sin entenderse, entre las carcajadas divertidas de los soldados que asistían a la escena. Lucio se volvió para ver el contenido del carro. El mercader comprendió rápidamente la intención del aquilífero y le hizo señas de que se pusiera cómodo, apartando la cobertura del carro. En la penumbra Lucio vislumbró varias jaulitas con gallinas y conejos, algunos sacos de semillas y… al fondo, el brillo de dos ojos que lo miraban. Por instinto llevó de inmediato la mano a la daga y examinó con sospecha al mercader.

—¿Qué hay ahí detrás?

El hombre dijo algo en su lengua y sus palabras fueron acompañadas por el silbido metálico de las espadas que los soldados extrajeron de las fundas. El mercader gesticuló hacia los militares, intentando calmarlos, mientras Lucio levantaba de un tirón la tela.

Al fondo del carro estaban acurrucadas dos mujeres, ambas con las manos y los tobillos atados. Una tenía largos cabellos rizados y castaños, que le escondían el rostro casi por entero. No se atrevía a mirar a su alrededor y se limitaba a centrar la vista en las manos roñosas, sujetas con una cuerda. La segunda tenía una cabellera salvaje color fuego. En su rostro sucio y oscuro destacaban dos ojos brillantes como esmeraldas, que volvía en todas direcciones sin mover la cabeza, en una mezcla de miedo y dignidad. Observó largamente a Lucio, con las mandíbulas apretadas y los músculos del cuello tensos, respirando agitadamente. Un escalofrío recorrió la mente del aquilífero, que en aquella mirada volvió a ver los ojos del bárbaro que el día anterior se había enfrentado a él entre las olas.

Los soldados rieron y envainaron las espadas. Inmediatamente se agolparon en torno al carro para ver mejor la preciosa mercancía. Lucio apartó a duras penas la mirada de aquellos ojos y enfundó su arma antes de sentarse nuevamente junto al mercader mientras llegaban las primeras ofertas por las esclavas.

Desde la muchedumbre lo llamó la voz de Quinto:

Aquilifer, veo que esto va para largo. Coge un par de jaulas de conejos para nosotros, hace dos días que solo comemos pan seco y aceite.

A Lucio le bastaron aquellas palabras para sentir el aroma del famoso «conejo a la Quinto». Señaló un par de jaulas con los animales más gordos, que el mercader pasó al ayudante a cambio de una moneda de plata.

El relincho de un caballo, acompañado por un cierto trasiego, reclamó la atención de la pequeña multitud. Un jinete atrebate del séquito de Comio se había abierto paso entre los hombres y desde lo alto de su corcel apuntaba su gruesa espada a la garganta el mercader, vociferando palabras incomprensibles. Gruñía y despotricaba bajo los largos bigotes oscuros mientras empujaba la hoja contra la garganta del britano, que parecía aterrorizado. Después de observar durante algunos instantes la escena, Lucio procuró calmar al jinete, acercando la mano a su espada. El atrebate notó el gesto y lanzó una mirada de desafío al aquilífero.

—Deja la espada —dijo Lucio con voz sosegada, sosteniéndole la mirada.

El bárbaro profirió algunas palabras apretando los dientes, con un tono inequívocamente amenazador. Se interrumpió cuando notó bajo el mentón la punta aguzada de un pilum, que lo obligó a levantar la cabeza.

—Galo, si un romano te dice que bajes la espada, eso significa que debes bajarla —dijo el legionario que sostenía la jabalina, levantando las cejas.

El jinete se quedó inmovilizado, pero no retiró la espada. Era evidente que se trataba de una cuestión de orgullo, pero cuando otras varias puntas de lanza le pincharon la espalda desnuda se convenció de que debía bajar el arma.

—¿Qué sucede aquí?

La poderosa voz provenía de la Puerta Pretoria.

Lucio se volvió; los soldados permanecieron con la mirada y las armas apuntadas al jinete. Comio, montado en su semental negro, se acercaba a ellos mirando con desdén a los legionarios. Luego se dirigió a Lucio.

—He hecho una pregunta, exijo una respuesta.

—Ningún problema, solo un malentendido.

Comio observó nuevamente a los soldados con desprecio.

—Bajad inmediatamente las armas —ordenó.

Nadie lo miró, nadie obedeció. Bajaron las armas solo por orden explícita de Lucio, quien de esta forma impidió que la situación degenerase. El ruido de unas sandalias claveteadas aproximándose a paso de marcha anunció la llegada de la guardia, lo cual enfrió inmediatamente los ánimos.

—Veo demasiada gente aquí que no hace lo que debería. ¡Todos a sus tareas! —aulló decidido un centurión, que irrumpió por la puerta con el efecto de un zorro en un gallinero.

Los soldados desaparecieron en un santiamén para retomar sus ocupaciones, unos de guardia en la puerta y otros en la construcción de las torres. Quinto permaneció como una estatua de sal, con las jaulas de los conejos en las manos, mientras Lucio observaba la escena desde el carro. Los mercaderes aprovecharon la ocasión para marcharse a toda velocidad, mientras el jinete galo que había amenazado al mercader empezó a susurrar algo a Comio sin apartar los ojos del aquilífero.

El centurión se acercó al soberano de los atrebates abriéndose paso entre los jinetes de su séquito y le dirigió un saludo marcial.

—¿Puede serte útil?

—Para serme útil habrías tenido que llegar antes, soldado.

—Soy un centurión y mi nombre es Quinto Lucanio[19] —precisó el oficial—. Soy el responsable de la guardia. En este momento tengo cuatrocientos soldados a mi mando y mis órdenes son proteger el campamento y mantener el orden, jinete. ¿Las tuyas cuáles son?

—No me llames «jinete», centurión. Yo soy el rey de los atrebates y hablo directamente con Cayo Julio César. Tengo el deber de custodiar la zona exterior al campamento y a mis jinetes debéis que estéis a salvo de sorpresas desagradables. Por tanto, exijo respeto de todos o me dirigiré al procónsul en persona.

—Bien, si debes hablar con el comandante ven por aquí —afirmó el oficial, señalando la entrada—. Si por el contrario debes ir de exploración, aquella es la dirección —continuó, señalando el campo abierto del lado opuesto.

Irritado, Comio dio un tirón a las riendas del caballo y se alejó lentamente del campamento, después de lanzar una mirada malévola tanto a Lucio como al centurión. Sus hombres lo siguieron y el jinete de largos bigotes, al pasar junto al aquilífero, susurró algo y sonrió. Tendió un dedo hacia el mercader, como para hacerle entender que tenían un asunto pendiente. El comandante de la guardia siguió con la mirada a los jinetes que se alejaban.

—Quizá convenga informar, antes de que lo haga él —dijo, dirigiéndose a Lucio.

—Dejémoslo, centurio, creo que es mejor no dar demasiada importancia al asunto.

La cuestión quedó relegada por la llegada de Tiberio en compañía de un morino de nombre Bituito, uno de los mercaderes del continente que se habían sumado a la flota para seguir al ejército a Britania. El aquilífero le pidió que hiciera de intérprete para comprender qué había ocurrido entre el britano y el jinete de Comio.

Los dos comenzaron a hablar, pero no se entendían del todo. Después de un largo discurso, Bituito dijo que el rey Comio había sido hecho prisionero por Casivelauno, soberano del pueblo de los cantiacos[20], en Durovern, ciudad a la que el mercader iba por negocios. Por orden del rey, el hombre había transportado a los prisioneros en su carro y el guerrero los había reconocido.

Debía de haber algo más, pero Lucio pensó que no era oportuno seguir indagando. Lo que le preocupaba en ese momento era en qué comerciaba el britano, si productos locales u otras cosas. Y mientras Bituito pedía informaciones al mercader, Lucio devolvió la mirada a las dos mujeres del carro. Se sentía atrapado por los ojos de la mujer de cabello rojo, que parecía querer comunicarle algo entornando los párpados. Quizá pretendía decirle que no se atreviera a acercarse. O quizá le estaba pidiendo exactamente lo contrario, que la sacara de aquel carro, que la ayudara a huir… En el torbellino de pensamientos que aquellos ojos le procuraban, la voz del intérprete galo lo devolvió a detalles que ya no le interesaban. Preguntó a Bituito quiénes eran las mujeres y esta vez los dos mercaderes rieron juntos, después de haber parloteado entre ellos.

—Son lo que tú desees —dijo el galo—. Este hombre dice que te agradece que lo hayas ayudado y que está dispuesto a cedértelas por unas pocas monedas de oro.

—No acostumbramos a comprar esclavos —rebatió el aquilífero—, y te deseo que nunca descubras en persona el modo en que nos los procuramos.

Dirigió una sonrisa cínica a Bituito y se marchó.

Fue una jornada tranquila. Los hombres de la Décima habían puesto en seco las naves de guerra y los de la Séptima habían erigido las torres del campamento. Al oscurecer, mientras Lucio, Tiberio y Quinto estaban sentados comiendo los conejos que habían comprado por la tarde, el centurión de guardia que había apaciguado la disputa se presentó en la tienda del aquilífero.

—Bienvenido, centurio —dijo Lucio—, siéntate con nosotros y prueba este conejo.

—Nada de conejo, aquilifer; el procónsul nos ha llamado a su tienda. Ya os dije que era mejor que os marcharais de inmediato —replicó, nervioso.

Lucio se levantó, ajustándose el cinturón.

—Quizá no sea nada grave. Veamos qué tiene que decirnos.

—Dos años —farfulló Quinto Lucanio, sacudiendo la cabeza—, hace dos malditos años que espero una promoción y ahora…

Después de que se hubieron identificado, los guardias que vigilaban la tienda del comandante los hicieron entrar. César estaba sentado en su mesa de trabajo, cubierta de papeles y mapas. En un primer momento ni siquiera respondió al saludo, tan absorto estaba en todos aquellos despachos. Cuando levantó la mirada, posándola sobre ellos, los dos captaron el peso de aquellas pupilas. El procónsul los observó durante un momento, con el rostro iluminado por las lámparas de aceite que proyectaban una gigantesca sombra sobre la tela de la tienda a sus espaldas.

—Parece que en las últimas horas mi aquilífero ha enfermado de protagonismo —empezó el general, poniéndose de pie—. Incluso ha llegado a pinchar con las puntas de los pila al mismo Grannus, primo del rey Comio.

Lucio no se atrevió a rebatirlo. Sabía que debía sufrir un severo reproche y estaba dispuesto a afrontarlo estoicamente.

—Aunque los britanos han aceptado la paz, estamos y continuamos en territorio hostil. Treinta millas de mar nos separan de la legión más cercana, lo mismo que impide que quinientos jinetes nos alcancen. —Les dirigió una penetrante mirada—. En este momento, Comio es… un importante aliado, digámoslo así. No hay duda de que me necesita más de cuanto yo lo necesito a él, pero en este preciso instante sus servicios nos son indispensables. —Hizo caer el silencio en la tienda, luego levantó un poco el tono—: Esto significa que no quiero disputas u otros problemas, aquí en el campamento. Quiero, es más, exijo, que Comio y su séquito sean respetados por todos. ¿He sido claro?

Ambos asintieron con un respetuoso silencio.

—¿Tenéis algo que añadir? —dijo César, con los brazos cruzados.

—¡No, señor! —respondieron casi al unísono, con voz apagada.

—Entonces, podéis marcharos.

Los dos saludaron al procónsul y se volvieron para alcanzar la salida, como si el terreno les quemara bajo los pies. Cuando ya estaba en el umbral, el aquilífero oyó que César lo reclamaba. Como golpeado por un rayo, apretó las mandíbulas y tragó saliva. Luego entró solo en el alojamiento del comandante.

—¿Señor?

—Eres un buen soldado, aquilifer. —El caudillo parecía ocupado en ordenar sus papeles—. Sé lo que ha ocurrido hoy en la Puerta Pretoria y aprecio tu silencio —dijo luego, levantando la mirada—, de modo que, si lo consideras oportuno, ahora puedes hablar.

—En mi opinión solo fue un malentendido entre hombres cansados, que no hablaban la misma lengua —respondió Lucio, mirándolo a los ojos con decisión—. Pero evidentemente me equivoco, porque si el comandante supremo en persona me pide explicaciones, eso significa que la situación es más grave de lo que pienso.

Se interrumpió, sin bajar la mirada, a la espera de una respuesta que no llegó.

El procónsul volvió a sentarse, observándolo con atención. Lucio prosiguió:

—Los soldados se han puesto nerviosos a causa del comportamiento arrogante del jinete atrebate y la llegada del rey Comio, y las palabras de este no han hecho más que exasperar los ánimos. El comandante de la guardia ha hecho un trabajo encomiable, y creo que ha salvado la situación.

—Lo tendré en cuenta. —César tomó un rápido apunte—. Ahora vete a descansar.

—Gracias, general. Te deseo una buena noche.

Lucio salió de la tienda como si una caterva de espectros lo persiguiera. Al final todo había salido bien, pero lo más prudente era desaparecer de la aguda vista de aquel hombre durante un tiempo.

De vuelta a su tienda, encontró a Emilio, Valerio y Máximo en torno al fuego, concentrados en saciarse con su cena. Al aquilífero no tuvo más remedio que contar de principio a fin aquella larga tarde. Emilio masculló algo, indignado, contra Comio y los galos en general. Máximo añadió que eran gentuza, siempre dispuestos a armar broncas para luego esfumarse. Tiberio se enfervorizó, con la exaltación de su juventud, mientras que Quinto más que hablar, escuchaba, como siempre. Valerio, aparentemente desinteresado en la conversación, daba buena cuenta del conejo. Nada nuevo, los amigos y compañeros de siempre, que disfrutaban de algunos momentos de reposo en torno al fuego.

La discusión solo cambió de cariz cuando Lucio describió con minuciosidad a la prisionera pelirroja. El tema suscitó el interés de todos, a excepción de Quinto, quien sostenía que, en cualquier caso, las mujeres de su tierra eran más hermosas.

La noche pasó entre los toques de trompeta del cambio de la guardia y una paz de la que no disfrutaban desde hacía tiempo. Una leve brisa que soplaba del mar aliviaba un tanto la humedad. Por la mañana, la vida de milites continuó como siempre. Después de la reunión, la Séptima partió al completo con las insignias en cabeza, en busca de provisiones en los campos de alrededor, mientras que la Décima se ocupó de la playa y el campamento, acabando de aportar algunas mejoras a la empalizada defensiva y a las torres. En resumen, Britania se estaba mostrando mejor de lo que había parecido al principio, las naves de guerra estaban a buen recaudo y las de transporte se encontraban firmemente ancladas en la rada.

Pero los problemas anidaban como brasas bajo las cenizas.

De los rehenes prometidos, solo una pequeña parte llegó al campamento en una comitiva que fue acomodada en tiendas fuera del recinto defensivo, ya que el espacio en el interior del castrum era limitado: a pesar de que daba abrigo a los efectivos de dos legiones enteras, el prefecto de campo había tratado de tener todo lo necesario dentro de un perímetro restringido y fácilmente defendible. Los britanos llegados al campamento eran parientes de los reyes de las tribus cercanas, y según ellos los rehenes que faltaban estaban en camino. Llegaban también jefes de tribus que querían parlamentar con César en persona, para pedirle protección.

El mercader con el que Lucio había hablado no había vuelto a presentarse, pero se había establecido un pequeño comercio entre los soldados y algunos campesinos del lugar, que llegaban a las puertas del campamento con sus mercancías.

Al cuarto día le correspondió de nuevo a la Décima montar guardia. Por la tarde Emilio y sus compañeros estaban en turno de inspección en las puertas, cuando divisaron a algunos jinetes que se dirigían al castrum. Las bestias estaban notablemente acaloradas y exhaustas, como también los hombres, que parecían agotados por un largo viaje. Algunos iban con el torso desnudo, otros llevaban pieles o mantos de lana de dibujos geométricos, con las espesas cabelleras agitadas al viento. Todos ellos miraban a su alrededor, atónitos, quizás impresionados por el primer impacto con la organización del ejército romano, observando los escudos, el foso, la empalizada y las torres, desde las cuales los arqueros los vigilaban, inmóviles, empuñando el arco y con la flecha armada. Debían de provenir de regiones interiores, porque su aspecto difería del de los britanos que habían visto hasta entonces, de costumbre parecidos a los galos.

El primipilus tomó el mando de la guarnición en la puerta y dio el alto a los jinetes. Uno de ellos, que a primera vista parecía el jefe del grupo, tiró las armas al suelo antes de descender de su cabalgadura.

—Es un buen comienzo —farfulló Emilio antes de volverse hacia Bituito, ya reclutado por el ejército como primer intérprete. Con ello el mercader estaba obligado a pasar sus jornadas en la Puerta Decumana, siguiendo como un perrito al oficial de turno—. Dale la bienvenida y el saludo de rigor de parte del Senado y del ejército de Roma, luego pregúntale quién es y por qué ha venido a vernos.

El mercader se puso al lado del centurión y empezó a hablar con el britano, no sin dificultad por cuanto el bárbaro hablaba un dialecto del norte. El hombre que tenían enfrente se llamaba Mandubracio y pertenecía a la tribu de los trinovantes, que vivía al norte del gran río, y su gente habían sido víctimas de un poderoso jefe de tribu rival y acudían a pedir la protección de Roma.

Emilio mandó a un legionario donde el tribuno Publio Apula, con la solicitud por parte del bárbaro de que César lo recibiera. Después del asentimiento del tribuno, este escoltó en persona al jefe del pequeño manípulo hasta la tienda del comandante supremo. Mientras el jinete, visiblemente fatigado, pasaba a su lado, el aquilífero lo detuvo y le tendió una escudilla de agua, que acababa de traerle un legionario. El jinete lo agradeció con un gesto y bebió, antes de seguir a Emilio y Valerio al interior del campamento.

Máximo y Lucio permanecieron en la puerta, junto a los demás jinetes. Mientras algunos soldados ofrecían cantimploras de agua a los recién llegados, los dos oficiales se acercaron con el intérprete, para sonsacar algunas informaciones. Los britanos parecían bien dispuestos, a pesar de su aspecto salvaje. Hablaban con un acento aún más cerrado que su jefe, gesticulando, y el mercader morino solo parecía entender algunas palabras aisladas de todo el discurso.

—Hablan de un asesinato —dijo Bituito, sin apartar los ojos de sus labios—. Alguien importante ha sido eliminado a traición por un tal Casivelauno —continuó, pese a que le costaba entender qué decían los jinetes, que se habían puesto a hablar todos juntos y le confundían aún más. El río de palabras fue interrumpido por Emilio, de regreso con una expresión poco satisfecha.

—Según parece, tenemos nuevos huéspedes —dijo el centurión dirigiéndose a Máximo—. Acamparán fuera de nuestro sector. Requísales las armas, luego mira de acomodarlos al otro lado del recinto, en la zona donde se encuentra la Primera Cohorte.

El optio asintió y con la ayuda del mercader morino comunicó las órdenes a los britanos.

—¿Quiénes son estos, centurio? —preguntó Lucio.

Trinonantes o algo así —respondió este, esforzándose en recordar el nombre exacto de los jinetes que se alejaban—. El hombre al que he conducido ante César dice ser el hijo del rey de su tribu, quien, según parece, ha sido asesinado por los sicarios de un poderoso soberano rival. Se ha visto obligado a huir junto a algunos jinetes para no encontrar el mismo fin que su padre y ahora pide nuestra protección…

Las palabras de Emilio fueron interrumpidas por el grito de un centinela desde la torre de vigilancia orientada al mar.

—¡Naves a la vista!

Con cuatro días de retraso llegaba la caballería.