Viejo legionario
35 a. C.
—Despiértate, Romano —dijo una voz a lo lejos—. El carro del sol ya está en lo alto del cielo.
Volví a abrir los ojos guiñándolos repetidamente, pero la luz parecía querer atravesarme. Me pregunté por qué el balanceo de las olas me producía náuseas; luego me fijé en la copa de vino vacía que tenía junto a mí. Cuando finalmente conseguí mantener los ojos abiertos, vi a Breno de pie con las piernas separadas, carcajeándose. Sus risotadas me retumbaban en la cabeza como un tambor de guerra.
—¿Ves lo que sucede cuando se exagera con el vino? Ayer por la tarde te quedaste dormido como un tronco.
Le sonreí, tendiendo la mano.
—Ayuda a este viejo a levantarse, maldito véneto. Me has tumbado con engaños.
Su risotada se hizo aún más fuerte y me dio un tirón. Me encontré de pie, vacilante, buscando un asidero.
—Quizá sea mejor que dé algunos pasos por tierra firme, Breno —le dije, manteniéndome agarrado a su brazo mientras con la otra mano me masajeaba la frente.
—Sí, tienes razón.
Antes de encaminarme al muelle tuve que meter la cabeza en un cubo de agua fresca para recuperar cierta estabilidad. Breno dijo que al alba su hijo había partido hacia occidente con la carga, pero que nosotros debíamos esperar un mejor momento para soltar amarras porque el viento aún soplaba en sentido contrario a nuestra ruta. Poco después llegamos a la playa. Con el viento frío en el pelo aún mojado, empecé a medir la longitud de la franja de arena con la mirada. Sí, veinte años antes había tocado tierra precisamente allí; aún recordaba la posición de los hombres que me rodeaban entonces.
—Vamos, viejo soldado, demos dos pasos —dijo Breno, cogiéndome del brazo—. A nuestra edad es mejor no estar demasiado tiempo con los pies en remojo en un agua tan gélida.
Señalé el promontorio a mi compañero:
—¿Te apetece volver allí arriba, donde estábamos ayer?
—¿Donde aquella roca blanca?
—Sí, fui yo quien grabó esa lápida improvisada.
Asintió y en silencio enfilamos el sendero que se encaramaba pendiente arriba, hasta el prado batido por el viento. El marinero se sentó, jadeando, a contemplar su mar, mientras mi mirada se perdía en la incisión de la roca clara.
—¿Qué dice?
—«Extranjero, tengo poco que decirte, detente a leer hasta el final. Aquí yace Venio Báculo, vivió diecinueve años. No pises este suelo bajo el que reposa un soldado de la Décima Legión. He terminado, puedes marcharte»[17].
Breno asintió, conmovido. Pensé en Venio y en todos aquellos cuyos nombres no estaban grabados en aquella lápida, sino directamente en mi memoria. Luego me senté al lado del mercader apreciando el hecho de que aquel hombre comprendiera la gran emoción que experimentaba y la respetara con su silencio. Observé la playa desierta y recorrí con los ojos todo el horizonte, hasta encontrar la torre de vigilancia. El olor del salitre mezclado con el de la tierra y aderezado con el chillido de las gaviotas me evocó mi primer despertar en aquella isla. Miré la entrada de la aldea y volví a ver a Emilio y Lucio.