IV

Britania

El estruendo del mar se eclipsó al contacto con el agua. Al instante todo se volvió silencioso, negro y gélido, tanto que tuvo la sensación de estar hundiéndose en un torbellino de puntas de hielo. Su único pensamiento desde las silenciosas y oscuras profundidades del oceanus fue subir a la superficie y respirar. Lo consiguió e inspiró cuanto pudo durante un breve instante, en el que volvió a oír los gritos, la confusión y el fragor ensordecedor del mar agitado; luego, de nuevo, nada: el silencio. La piel de oso, la malla de hierro y el peso de las armas lo arrastraron otra vez al frío abismo. Dejó deslizarse el escudo en la negrura que se extendía debajo de él y, forcejeando con la mano que no apretaba su inseparable águila, cogió otra bocanada de aire antes de hundirse de nuevo. Luego, milagrosamente, advirtió bajo los pies el fondo guijoso. Las piernas lo impulsaron con toda la energía que le quedaba y alcanzó nuevamente la superficie, respirando a grandes bocanadas. Dio pocas brazadas antes de aventurarse a apoyar los pies, pero la resaca de una ola lo arrastró de nuevo hacia atrás. Las articulaciones entumecidas por el frío y la fatiga se hicieron pesadas y una ola lo derribó como un peso muerto, revolcándolo. Sintió rozar los tobillos y las rodillas sobre el pedrisco del fondo y procuró encontrar un apoyo para levantarse sobre las piernas doloridas. Sentía el terreno debajo de él, ya no debía forcejear para mantenerse a flote, pero la necesidad de aire era espasmódica. Trató de respirar ávidamente antes de que otra ola lo echara hacia delante, haciéndole tragar una gran bocanada de agua salada. Exhausto, se apoyó sobre los pies y se dio cuenta de que tenía medio busto fuera del agua. No desfalleció en sus intentos de sustraerse de las olas, sosteniéndose en el asta del águila.

Un alarido horripilante le hizo levantar la mirada entre los embates de la marea. Un bárbaro con el torso desnudo, largas trenzas rojas y el rostro pintado a medias de azul, estaba enfrentándose con dificultad a las olas para alcanzarlo. Lucio, jadeando, palpó el cinturón inmerso en el agua en busca del gladio. Intentó controlar la respiración, pero el estómago seguía produciéndole dolorosos espasmos, y en un momento el adversario aullante estuvo cerca de él, con el brazo armado ya alzado. Pocos pasos más y habría hundido su hoja. El aquilífero reunió fuerzas para alejarse de él, pero una ola volvió a echarlo hacia delante, encima del guerrero, que falló el golpe. Instintivamente, Lucio se había escudado levantando el asta del estandarte y la fuerza de la ola que lo había catapultado hacia delante le había hecho golpear en pleno rostro al britano, que había caído a su vez en el agua. El legionario intentó afirmarse bien sobre las piernas doloridas, abrió los ojos llenos de agua y sal, y se encontró otra vez delante de aquel bárbaro de rostro ensangrentado, que quería su vida a toda costa. No fallaría el blanco una segunda vez. El bárbaro alzó aún el brazo con toda su furia, pero un instante después un pilum le atravesó el costado. Primero desorbitó los ojos al tiempo que dejaba la espada en el agua y luego se dobló hacia delante con un estertor, apretando con ambas manos el mango del pilum, cuya punta ensangrentada le salía por la espalda.

Lucio sintió que una mano fuerte lo levantaba por la axila, se volvió y vio a Valerio, que lo estaba empujando a viva fuerza hacia la orilla: desplazaba hacia delante el gran escudo y apoyaba los pies en la grava para contrarrestar el impulso del agua, mientras con la mano libre lo sujetaba con fuerza.

—¿Puedes sostenerte?

El aquilífero asintió. Valerio lo desplazó enérgicamente detrás de él y lo soltó antes de desenfundar el gladio. Se oyó un silbido, seguido por el ruido sordo de un dardo que se clavaba en el escudo.

—¡Venga, fuera de aquí! ¡Adelante, adelante!

Emilio los había alcanzado, jadeando, seguido por un grupo de legionarios que pasaron afanosamente delante de Lucio y le hicieron de escudo, junto con el veterano. El centurión se acercó a él:

—¿Estás herido?

El aquilífero negó en silencio, porque aún no conseguía respirar normalmente, pero levantó bien alto el símbolo de la legión. Sabía que de esta forma reclamaría a un gran número de soldados. El agua les llegaba hasta el cinturón, pero la fuerza de las olas era tal que seguía resultando difícil mantener el equilibrio. Un jinete bárbaro se lanzó al galope hacia el pequeño manípulo y arrojó su lanza, atravesando el muslo izquierdo de un soldado que acababa de alcanzarlos. Lucio se detuvo a ayudarlo y perdió el gladio en el agua ya roja, mientras el legionario intentaba desesperadamente cogerle el brazo. Máximo llegó hasta el grupo y agarró al herido por el otro brazo, ayudando al portaestandarte a arrastrarlo hacia la orilla, cuando un violento golpe venido de la nada, quizás una piedra abatida sobre el yelmo, le echó la cabeza hacia atrás, arrojándolo al agua. Se levantó aún aturdido, con la vista desenfocada durante unos instantes. Luego oyó un relincho y, al volverse, vio un caballo que se encabritaba delante de Emilio, quien lanzó una acometida hacia la derecha y atravesó al animal en pleno vientre, mientras sobre la izquierda Valerio, protegiéndose la cabeza con el escudo, golpeaba desde abajo al jinete, que cayó de espaldas junto con el corcel.

Máximo, aún con el pilum en la mano, lanzó el arma contra un segundo britano que acudía gritando y luego ayudó nuevamente a Lucio con el herido, mientras la bestia golpeada poco antes por el primípilo daba coces enloquecida por el dolor entre salpicaduras de agua, con los ojos desencajados. Un casco destrozó el escudo del legionario, arrancándoselo del brazo. Valerio, evitando al animal, se arrojó sobre el jinete bárbaro que forcejeaba entre las olas, le paralizó el brazo armado con el borde del escudo y le hundió el gladio en plena garganta.

Otros hombres alcanzaron la vanguardia, que prosiguió su avance entre la espuma de las olas y bajo una lluvia de flechas proveniente de un denso grupo de enemigos. El centurión se volvió y aulló a los hombres que se agruparan con los escudos. Una piedra golpeó en pleno rostro a un legionario, que acabó en el agua y no volvió a salir. Los soldados se detuvieron para apretar las filas y esperar en formación el choque de los britanos, que llegaban, entre alaridos, levantando altas salpicaduras de agua. Valerio se enfrentó al primero, que le asestó un mandoble en el escudo. Cuando el bárbaro levantó el brazo para la segunda acometida, el coloso le dio bajo el mentón con el borde del escudo antes de atravesarlo en pleno pecho.

El avance de los otros enemigos fue detenido por una precisa descarga de flechas llovidas de la nada. Emilio y Máximo se volvieron y descubrieron que desde las naves de guerra se habían echado a la mar algunas chalupas cargadas de arqueros. Una de ellas había ido en ayuda de la enseña, rechazando la carga de los bárbaros. A bordo de la embarcación había un tribuno que hizo una señal al primípilo para que alcanzase deprisa la orilla bajo la cobertura de sus arqueros, situados ya cerca del grupo. Los legionarios congregados junto a la enseña, cada vez más numerosos, recorrían el último tramo de mar que los separaba de la playa. La madera y el cuero de los escudos se habían hinchado con el agua, haciendo pesadísima la carga, aunque a medida que los soldados ganaban la orilla las piernas se hacían más ligeras y el paso más veloz. Los arqueros fueron los primeros en alcanzar la rompiente y, de inmediato después de haber tomado tierra, comenzaron a lanzar flechas sobre los blancos más cercanos, creando un espacio de seguridad delante de los exhaustos infantes que iban arribando. Para cuando el tribuno devolvió la chalupa vacía hacia las naves para traer a otros tiradores, ya se habían lanzado al mar miles de legionarios, varios de los cuales buscaban refugio aferrados a las embarcaciones.

En cuanto llegó a la playa, Lucio cayó de rodillas junto al herido que había arrastrado hasta allí. Lo miró retorcerse de dolor en el suelo mientras la sangre salía a chorros del muslo. Sus estertores se unían a los de los demás heridos de ambas formaciones, dispersos por doquier. Máximo hizo un lazo, lo apretó con fuerza alrededor de la pierna del muchacho y se quitó el yelmo, procurando calmar al caído con una delicadeza que parecía completamente fuera de lugar en aquel sitio. Los dos reconocieron de inmediato el rostro pálido de Venio Báculo, un joven de la Primera Cohorte embarcado en su misma nave.

En aquel mismo instante, a pocos pasos de distancia, Emilio miraba en todas direcciones, respirando afanosamente, para repasar la situación junto con el tribuno de la Segunda Cohorte, que se había unido al grupo, mientras algunos soldados hacían de escudo contra los proyectiles que llegaban de todas partes. La línea de defensa de los britanos, de más de una milla de largo, había sido forzada en varios puntos y algunos tramos de la playa estaban controlados por grupos de legionarios como el que ellos mismos estaban organizando. Pero en otras zonas los bárbaros resistían, infligiendo graves pérdidas a los romanos.

Un centurión de la Séptima los alcanzó fatigosamente, seguido por algunos legionarios, y se inclinó con las manos apoyadas en las rodillas para recuperar el aliento. El brazo que sostenía el gladio estaba completamente ensangrentado, aunque resultaba difícil saber si la sangre era suya. Entre jadeos consiguió explicar que en el desorden había perdido a sus hombres; había vislumbrado el águila a lo lejos y se había dirigido hacia la enseña, creyendo que era la de su legión. Se unió a ellos con su pequeña patrulla mientras Emilio, vuelto hacia el mar, exhortaba a las decenas de hombres que iban llegando, apremiándolos a que se reunieran rápidamente bajo la enseña. En el mismo momento, para agravar la confusión, el tribuno daba la orden de avanzar en formación. El denso grupo se puso en movimiento. Estaba compuesto principalmente por legionarios de la Primera Cohorte, entre los cuales se mezclaban hombres de al menos cuatro centurias distintas, agotados, empapados y cubiertos de arena. Todos habían seguido el águila portada por Lucio.

En su sector los britanos habían retrocedido, pero había algunas débiles bolsas de resistencia en los flancos. El tribuno hizo señas de que detuvieran el avance hacia el interior. Miró a los bárbaros que cedían terreno, luego se volvió a la derecha y vio pequeños pelotones de romanos rodeados por los enemigos.

—¡Venga! ¡Vamos a sacarlos del aprieto!

La formación ya era de unos doscientos hombres, que se pusieron a la carrera detrás del tribuno, golpeando rítmicamente las hojas sobre los escudos. Los britanos retrocedieron con rapidez y solo algún desgraciado herido fue arrollado y liquidado por los legionarios durante el trayecto. En cuanto estos alcanzaron el lugar del enfrentamiento, otra veintena de hombres exhaustos y heridos se unió a ellos. Los centuriones y los tribunos continuaban volviendo la mirada en todas direcciones. A pesar del cansancio sabían que su tarea no había hecho más que empezar, aunque la playa parecía ya casi completamente ocupada. Las chalupas y las pequeñas embarcaciones de reconocimiento continuaban llevando hombres, mientras el mar arrastraba los cuerpos sin vida de los britanos y romanos que ya no iban a librar batalla alguna.

A la espera de órdenes, los distintos grupos se desplazaron hacia el interior para dejar afluir sobre la playa al contingente de hombres que iban llegando. En aquel punto el centurión de la Séptima, junto con sus soldados, fue en busca del resto de su cohorte, y el tribuno hizo lo propio, llevándose consigo a los arqueros. Emilio mandó a los exploradores de reconocimiento antes de continuar incansable su trabajo, reuniendo a los hombres de la centuria y desplazándolos a su puesto. Se dirigió a Máximo, señalando el punto donde habían tocado tierra.

—Coge a dos hombres y ve a buscar a Venio.

Tras enviar a los desbandados a sus unidades, se dirigió a Lucio sin apartar los ojos de las formaciones.

—¿Has contado ya cuántos nos faltan?

—Unos quince, incluido Venio… —respondió el aquilífero, recuperando el aliento—, pero aún no sé quiénes son.

La tensión comenzó a remitir a medida que los britanos se batían en retirada. Algunos soldados aprovecharon la ocasión para vendarse lo mejor posible las heridas, mientras en torno, como después de cada batalla, los hombres comenzaban a buscarse con las miradas o a llamarse unos a otros, procurando identificar a los que faltaban.

Mientras dos legionarios desnudaban el cadáver de un gigante cubierto de tatuajes, Lucio sintió que el dolor de las piernas le corría de nuevo por todo el cuerpo. Necesitaba agua dulce, tanto para las heridas como para su garganta reseca, así que buscó la cantimplora, pero fue en vano. Aunque sabía que había bebido bastante, sentía que la sed lo devoraba y notaba un regusto áspero y amargo en la boca. Intentó tragar saliva y se pasó la lengua por los labios hinchados. Recuperado el aliento, pensó que ese áspero sabor era la prueba fehaciente de que seguía con vida. A pesar de ser acre y desagradable, era el sabor de la supervivencia. Una vergonzosa felicidad se abrió paso en su ánimo, devolviéndole una sensación de bienestar a pesar del dolor y la sed. La batalla había terminado y también esta vez había sobrevivido. Las armas habían atravesado a quienes estaban a su lado o frente a él, perdonándolo. Y no era una cuestión de valor o de fiereza, sino únicamente una decisión del destino. Había afrontado el enésimo combate y los hados no habían reclamado su vida. Por aquel día los peligros habían terminado, aplazados hasta el próximo enfrentamiento, y eso bastaba para que estuviese contento, a pesar de encontrarse rodeado de cadáveres cubiertos de sangre.

Valerio, el coloso que lo había arrancado de los brazos de la muerte, estaba a pocos pasos, tratando de quitarse la tierra y la sal sin envainar el arma mientras examinaba preocupado los daños en el escudo y pasaba el pulgar sobre la hoja de la daga para asegurarse de que no estaba estropeada. Lucio lo llamó y le agradeció lo que había hecho. El hombretón de rostro desfigurado le sonrió mientras intentaba limpiarse el brazo cubierto de sangre coagulada. Decididamente los dioses no le habían otorgado el don de la palabra, pero en compensación le habían concedido un gran corazón y una dignidad poco común, acompañados de una fidelidad ciega y una fuerza sobrenatural.

En ese instante volvió Máximo con el cuerpo del muchacho, ayudado por los dos legionarios. Emilio corrió a su encuentro, aunque por el rostro del optio, que sacudía tristemente la cabeza, ya se había hecho cargo de la situación. Recostaron a Venio y el centurión se inclinó sobre él, buscando el latido del corazón en el cuello.

—Ha perdido demasiada sangre —susurró Máximo, mirando fijamente los labios violáceos.

Lucio cogió la mano gélida del camarada tendido en el suelo: había conseguido arrancarlo del mar, no así de la muerte. Aunque no lo conocía bien, su rostro le resultaba familiar. Era uno de ellos, uno que ya no volvería a ver entre las filas. Emilio hurgó en el cinturón del joven soldado y extrajo de una pequeña escarcela de cuero una moneda. La apretó en el puño y la introdujo con delicadeza en la boca de Venio, mientras los demás se recogían en silencio. Era el óbolo para el barquero que llevaría al joven más allá del Estigio, el río que separaba el mundo de los muertos del de los vivos. Máximo escribió en una tablilla el nombre del difunto y mandó llamar a los hombres de su contubernium[16] Ellos se ocuparían de la sepultura y de entregar los efectos personales del muchacho al optio. Antes de que los hombres de su escuadra cogieran a Venio, Emilio le sacó la daga de la funda y se la ofreció al aquilífero:

—Veo que has perdido el arma. Coge la suya, él ya no la necesita.

Lucio echó una última mirada al soldado caído y empuñó el gladio. El sol se ponía y la larga jornada llegaba finalmente a su término. Su mirada recorrió la línea del horizonte, interrumpida por las decenas de mástiles de las naves que oscilaban en el mar, mientras una chalupa cargada de yelmos emplumados tocaba tierra a lo lejos. Incluso desde aquella distancia se distinguía la imponente estatura de Cayo Voluseno, que daba disposiciones. El rostro severo y autoritario de Publio Apula, comandante de la Primera Cohorte, apareció entre los otros que atestaban la chalupa. Tras desembarcar, el oficial se acercó a grandes pasos a su preciada águila. Emilio hizo formar de inmediato a la cohorte y el tribuno miró con una pizca de orgullo a sus hombres, que habían sido los primeros en tocar tierra en Britania.

—He visto todo lo que ha sucedido —empezó Voluseno con aplomo—. También lo ha visto el comandante supremo y me ha rogado que os diga que está orgulloso de vosotros —continuó, mirando explícitamente a Lucio—, pero sabéis perfectamente que aún no puedo concederos el descanso que merecéis. —Señaló un promontorio cerca del acantilado—. Corresponde a la Décima montar el campamento, debemos alcanzar esa posición y ver si se presta a la construcción del fuerte para nosotros y para los de la Séptima, que se ocuparán de vigilar la playa antes de…

Su discurso quedó bruscamente interrumpido por el grito de alarma de algunos exploradores, que habían vislumbrado movimientos a lo lejos. En pocos instantes, el toque de las trompetas reclamó a los hombres en formación de batalla. Los arqueros, que habían llenado nuevamente los carcajes con los dardos recuperados del asalto precedente, se alinearon aprestando las flechas. Los centuriones dieron la orden de empuñar las espadas, porque los legionarios ya no tenían a disposición los pila utilizados durante el desembarco y las armas de tiro no llegarían a tiempo de las naves.

Sobre la cresta de la colina aparecieron los primeros jinetes enemigos, cuya presencia incrementó la tensión en las filas. No era miedo, el enemigo ya había sido batido, los pies estaban firmemente plantados sobre la tierra y los oficiales y las enseñas se hallaban en sus puestos. Era la excitación previa al contacto, la sangre corriendo con más fuerza y rapidez por las venas, los músculos tensándose, listos para saltar. Los legionarios se prepararon, protegidos por sus escudos. Ya habían olvidado el enfrentamiento por la conquista de la playa y se disponían para la nueva batalla. Era su oficio, estaban adiestrados para hacerlo y lo harían mejor que cualquier otro. Un silencio cargado de nerviosismo cayó sobre los miles de hombres en formación, mientras los centuriones acababan de ordenar las filas.

Los britanos avanzaban lentamente entre la hierba alta, en pequeños grupos. Eran poco más de un centenar y la mayor parte de ellos se detuvo a medio camino entre la colina y la alineación romana. La tensión disminuyó cuando, después de haber arrojado al suelo los escudos y las espadas, solo una decena de guerreros avanzó hacia los legionarios. Debía de ser una delegación enviada a parlamentar.

A medida que se acercaban se leía en sus rostros la deshonra y la amargura de la derrota, la misma expresión que los soldados de la Décima ya habían visto en el pasado en los semblantes de los belgas y de los germanos. A espaldas de los soldados que vigilaban la playa tocaron tierra algunas chalupas provenientes de las naves de guerra, y de ellas descendieron algunos legionarios que no habían tomado parte en el desembarco, armados con escudo y pilum, y con las cotas de malla relucientes. Se dispusieron uno frente a otro para formar una especie de pasillo que empezaba en la rompiente y proseguía hasta el final de la playa.

Los bárbaros, entre tanto, habían llegado a unos cincuenta pasos del muro de escudos de los legionarios, la nueva frontera que separaba su mundo del de Roma. Emilio y Publio Apula salieron algunos pasos de las filas y el centurión levantó la mano para indicar a los jinetes enemigos que se detuvieran. Todos obedecieron, a excepción de uno, que prosiguió aún unos pocos pasos en dirección a los oficiales. El primípilo, con un gesto decidido, exigió que se detuviera. El hombre tiró de las riendas del caballo, luego bajó y avanzó a pie. Al llegar delante del centurión, para el estupor de los miles de hombres alineados, le dio un vigoroso apretón de manos. Apula se acercó a los dos e intercambió algunas palabras con el britano, de aspecto descuidado pero rostro radiante. Los bárbaros que habían permanecido detrás se acercaron a los oficiales, que los encaminaron hacia la playa, hasta el pasillo de soldados que los conduciría al mar. Delante de las chalupas los esperaba Cayo Voluseno, bien plantado sobre las piernas, con los puños apoyados en las caderas y una mirada fija de la que emanaba toda su autoridad. La delegación fue registrada a pocos pasos de él: no llevaban armas, pero con aquel gesto ya estaban aceptando la pérdida de sus privilegios en favor de Roma, ahora dueña de aquella franja de tierra.

Evidentemente, los que abordaban las chalupas eran jefes de tribu que se dirigían a la nave donde César los estaba esperando. Caminaban orgullosos, con la cabeza alta, pero sabían que como derrotados iban a negociar con un general que ya había derrotado a muchos otros pueblos y sabía cómo aprovechar las victorias. El mar, que desde siempre había aislado y protegido a aquellas gentes, había sido vencido por el genio de un gran capitán y por la potencia de un imperio mucho más eficiente y organizado que sus tribus. La enorme nave de tres hileras de remos que se balanceaba plácidamente entre la marea era el testimonio de ese poder. El cordón de legionarios se puso en marcha hacia el promontorio para dar inicio a la construcción de un campamento que era ejemplo de organización.

Desde los bosques circundantes los britanos observaron con curiosidad a los legionarios, que a toda prisa dispusieron banderitas de colores sobre un tramo de terreno llano, siguiendo las órdenes de un hombre que se atareaba con un extraño instrumento, del cual pendían pesos pegados a hilos. Los bárbaros vieron llegar a miles de hombres, que fueron depositando las armas y comenzaron a trabajar en torno a las banderitas, cavando un foso y construyendo un terraplén con una gran empalizada defensiva. La legión no era solo una máquina de guerra, sino una entidad que al fin de cada jornada se detenía a construir con maestría un pedazo de Roma.

Al atardecer, desde las colinas aún se divisaba la playa donde muchos de los legionarios seguían trabajando. Grupos de hombres se ocupaban de los caídos, otros recogían las armas esparcidas por la playa y una larga hilera de soldados iba y venía trayendo al campamento, surgido en un prado como por arte de magia, el material desembarcado de las chalupas.

Ya estaba oscuro cuando Tiberio y Quinto llegaron al campamento. Les acompañaban cinco soldados de la centuria, heridos y renqueantes, que fueron aclamados por sus compañeros con gritos de alegría. Sobre la playa se encendieron grandes fuegos para iluminar el trabajo febril de los hombres que estaban poniendo en seco las naves, empezando por las de guerra. La tienda del aquilífero fue montada de inmediato, seguida a continuación por las de los legados, tribunos y centuriones. Ya era noche cerrada cuando Cayo Julio César llegó al campamento acompañado por dos cohortes de la Séptima y por una treintena de jinetes galos maltrechos. Se supo que eran hombres del rey Comio, el embajador al que César había mandado a Britania para anunciar su llegada. Él era el hombre con el que Emilio y Apula se habían reunido pocas horas antes al borde de la playa.

Roma había llegado a Britania: César acababa de recibir lo que era de César.