Oceanus
698 Ab Urbe Condita (55 a. C.)
Acabábamos de levar el ancla y ya los fuegos de Puerto Icio desaparecían lentamente a nuestras espaldas, entre las voces de los legionarios y las órdenes de maniobra de los pilotos. Gritos que se perdían en el ruido de la resaca y la lobreguez de la noche, transportados por una leve brisa que en aquella época del año comenzaba a ser punzante. El verano llegaba a su fin y en aquellas tierras orientadas a septentrión el frío no tardaría en hacerse sentir.
En la gran nave de transporte, botín de la guerra contra los vénetos del año anterior, estaba mi centuria al completo y una parte de la Segunda. Esta vez no tendríamos que caminar para alcanzar nuestro destino, pero los hombres habrían preferido andar durante millas a marchas forzadas antes que dejarse mecer sobre aquel madero que olía a pescado, algo que se deducía por el silencio que había caído sobre todos nosotros en cuanto salimos a alta mar. Recuerdo que seguíamos mirando más allá de la proa, convencidos de que ya veíamos algo. En realidad, ni siquiera se vislumbraba el horizonte: todo era negro como la pez, y solo por momentos se conseguía distinguir la silueta de la nave que nos precedía. Tras un verano muy intenso habíamos llegado a las tierras de los morinos[10] directamente desde el Rin, después de quince días de marchas y una odiosa masacre que más valía olvidar. Estábamos convencidos de que podríamos disfrutar de los últimos días de sol y de calor antes de encerrarnos en los alojamientos invernales. Nadie sospechaba que habría que embarcarse hacia Britania ni imaginábamos que una flota se hubiera reunido en Puerto Icio.
Britania: sabíamos que era una isla y que sin duda había de tratarse de un lugar olvidado por los dioses, pero apenas teníamos una idea concreta de dónde quedaba. Algunos sostenían que había ricos yacimientos de oro, pero solo unos pocos mercaderes habían llegado tan lejos como para confirmarlo, y aquellos pocos informes carecían de utilidad alguna desde un punto de vista militar. Solo conocíamos las zonas de la costa que daban a la Galia, pero lo ignorábamos todo de puertos o de ciudades. Nadie tenía conocimiento acerca del tamaño de la isla y qué encerraba. Incluso se estimaba que los mercaderes nos escamoteaban la información deliberadamente, para mantener alejado de Roma algún lucrativo comercio. En aquella época pensé que el objetivo de la expedición era poner finalmente el pie sobre aquella isla para descubrir qué se escondía en ella y, de paso, visto que el fin de la estación cálida nos dejaba a disposición poquísimos días de tiempo favorable, proporcionar una sencilla pero eficaz prueba de fuerza, como había ocurrido más allá del Rin el mes anterior. Esto habría servido para desalentar a los britanos y para evitar que en el futuro mandaran contingentes de refuerzo a los galos. Por un lado, sin embargo, dos legiones no eran suficientes para una invasión y una ocupación permanente; por el otro, llevar más hombres a un terreno desconocido habría podido causar enormes problemas desde el punto de vista del suministro de víveres. No obstante, y al margen de todo ello, en aquel momento nos encontrábamos balanceándonos entre los brazos de Neptuno, con las miradas fijas en el vacío.
Entre nosotros y la costa, César nos esperaba con una decena de naves de guerra repletas de arqueros y escorpiones[11], dispuestas a sostener el primer choque contra eventuales defensores bárbaros. A nuestras espaldas, ochenta naves de transporte estaban siguiendo nuestra misma ruta, cargadas de infantería pesada, mientras que apenas a septentrión quinientos jinetes auxiliares, embarcados en dieciocho onerarias[12] como la nuestra, se dirigían al punto de encuentro de toda la flota, fijado para el alba cerca de la costa.
No creo que aquel mar, ni menos los britanos, hubieran visto nunca semejante despliegue de fuerzas, pero a pesar de ello no estábamos en absoluto tranquilos y la tensión era palpable. Había quien continuaba comprobando el equipo, quien aún no se había quitado el yelmo y quien, embobado, escrutaba el cielo en busca de estrellas, consciente de que en aquellos lugares las tempestades eran repentinas y desastrosas para los navegantes. La luna asomaba fugazmente por entre las nubes, rasgando las tinieblas con sus colores blanco azulados que centelleaban como surtidores luminiscentes sobre los yelmos. De vez en cuando un legionario se levantaba y, a la carrera, se acercaba a la borda para vaciar el estómago.
El balanceo lo movía todo, ni siquiera las estrellas parecían sustraerse a aquel vaivén, y solo una figura se erguía entre todos, caminando como si estuviera sólidamente plantada sobre tierra firme, recorriendo la nave con paso decidido. Su coraza musculada era tan reluciente que parecía no reflejar la claridad lunar, sino resplandecer con luz propia, mientras que su manto de color púrpura, azotado por el viento, proyectaba una sombra inquieta sobre la vela. Era el centurio prior de la legión, el primus pilus de la Décima, cargo que César abreviaba afectuosamente en primípilo. En otras palabras, el mejor de todos. No era alto de estatura, y sus movimientos y ademanes resultaban decididamente poco agraciados. En el rostro anguloso cubierto por una barba leonada brillaban, bajo las severas cejas, dos pupilas incandescentes como tizones, que hacían su mirada cortante como una cuchilla. Su voz era como el chasquido de un látigo. Se trataba de un hombre duro pero justo, cuya fuerza nacía del ánimo y desde allí se transmitía a quien estaba a su mando. Era el más viejo, había sudado sangre para llegar a aquel grado y lo había obtenido sin intrigar ni implorar recomendaciones de tribunos o legados. Se llamaba Cayo Emilio Rufo, y siempre me he preguntado si había sido la naturaleza la que había forjado a aquel soberbio combatiente, o si ese hombre era lo mejor que había producido el ejército más poderoso de todos los tiempos. Probablemente se debía a una combinación de ambas cosas.
Los reclutas le temían más que los mismos enemigos, sus maniobras eran devastadoras y la espaldas de todos los hombres a su mando conocían sobradamente su bastón. Los mismos oficiales le tenían el máximo respeto. Sobra decir que pretendía una disciplina férrea y una obediencia ciega: todos aquellos que pasaban bajo su fusta lo odiaban hasta el primer enfrentamiento con el enemigo, luego lo amaban para siempre.
El centurión se detuvo un instante para contemplar la centelleante estela de la luna en el mar antes de volverse hacia los hombres como si quisiera escrutarlos uno por uno. Por último, sus ojos se posaron en una siniestra silueta envuelta en una piel de oso, cuyas fauces abiertas se apoyaban sobre el yelmo del hombre que la llevaba. En la marcha, en el combate o en la contienda, los legionarios nunca perdían de vista el estandarte que él portaba, un águila de plata, símbolo de la legión misma. Donde estaba él, estaban también los mejores hombres de la Décima Legión, los inmortales. Donde estaba el aquilífero, estaba Roma.
—¿Tú no sufres el mar, Lucio Petrosidio? —preguntó el primípilo, acercándose.
—Por suerte no, Cayo Emilio, pero debo admitir que no veo el momento de descender de este madero.
Bajo la barba apareció una sonrisa apenas esbozada, luego el oficial continuó su vagabundeo, distribuyendo miradas de complicidad a quien limpiaba las armas, y sonrisas y palmadas en los hombros a los desventurados que asomaban la cabeza fuera de borda, víctimas de las náuseas. Su continuo movimiento no era fruto de la tensión, sino de la impaciencia por entrar en acción. El aquilífero lo sabía perfectamente, porque su puesto en la centuria era justo al lado de Cayo Emilio Rufo.
El primípilo volvió junto a Lucio Petrosidio y observó la reverberación de la luna entre las olas. El aquilífero se acomodó la piel de oso y contempló a su vez el oceanus al lado de su comandante.
—Estuve presente en el consejo de guerra que se celebró ayer en el campamento —dijo el primípilo en un tono de voz tan bajo que apenas superaba el rumor del mar—. Escuché con mucha atención el informe del tribuno Cayo Voluseno, mandado en misión de reconocimiento a las costas de Britania la semana pasada.
La inflexión del centurión no presagiaba nada bueno, así que Lucio sonrió, interrumpiendo el largo silencio que siguió a las palabras del primípilo.
—¿Qué quieres decir? ¿Que hago mal en querer descender de esta nave?
—Ellos no han descendido. Se han cuidado mucho de hacerlo.
—¿Y cuál es el motivo que ha impedido al tribuno adentrarse más allá de la playa?
—Según parece, donde el mar está más en calma no hay playa, sino una altísima pared de roca. En cambio, donde el litoral es bajo, las corrientes son violentas y pueden arrastrarnos sobre escollos capaces de destrozar la quilla de las naves. Además, da la impresión de que nos están esperando.
—Sí, eso es sabido; los pueblos de la costa ya han enviado mensajeros, prometiendo entregar rehenes y…
El centurión sacudió la cabeza con un movimiento nervioso.
—No tenemos rehenes, solo nos han sido garantizados, y los mensajeros de que hablas han vuelto a Britania.
—Junto a Comio —puntualizó Lucio.
—Comio es solo un rey fantoche que César ha puesto en el trono después de haber subyugado a su pueblo —dijo el centurión en tono cortante.
—Pues en mi opinión Comio es la persona adecuada en el lugar adecuado, es muy estimado por César y, según parece, disfruta de prestigio incluso en ultramar. Además, tiene demasiado que perder, si se enfrenta con quien lo ha hecho rey.
Los labios de Emilio se torcieron en una mueca sarcástica mientras el viento agitaba las correas de cuero rígido sobre sus hombros.
—En ese caso, quién sabe qué compromiso le habrá impedido recibir con los honores debidos a una autoridad romana como Voluseno, visto que para dar la bienvenida al tribuno con los rehenes en la playa, en vez de Comio, estaban algunos centenares de celtas enajenados.
—Sé que en la nave de Voluseno había pilotos reclutados en Puerto Icio, es probable que tomaran una ruta equivocada que los llevara…
—Eso queda descartado —lo interrumpió Emilio, tajante—. Voluseno ha estado en el mar durante cinco días. Al no haber encontrado amarres útiles a occidente ha invertido la ruta, siguiendo la costa hasta encontrar una lengua de tierra practicable a septentrión. Pero no ha conseguido sondear los fondos e intentar el desembarco debido a los britanos que seguían su nave desde la orilla. En aquel punto, zarpó nuevamente hacia Puerto Icio.
La expresión de Lucio cambió, su rostro se ensombreció. Estaba observando, pensativo, una gran nube ya próxima a oscurecer la luna, cuando una ola más violenta que las otras lo cubrió de salpicaduras saladas. El aquilífero se secó el rostro, sosteniéndose con una mano en la barandilla. El mar se estaba embraveciendo y comenzaba a ser difícil permanecer de pie sin agarrarse.
—Si este viento no amaina —dijo el centurión—, cuanto más nos acerquemos a la costa, peor será. Mañana por la mañana las olas nos sacudirán a su antojo. Los hombres llegarán cansados al desembarco.
Después de aquella consideración la voz del centurión cambió, recuperando el vigor como si despertara.
—Esta vez las naves son un centenar y los hombres más de diez mil, y no es un espectáculo bonito de ver aunque estés con los pies secos en tierra firme. Además, como tú mismo has subrayado, nuestra fama nos precede. César ha barrido a cualquiera que se le haya puesto delante en estos tres años, y en la última temporada hemos aniquilado a los usipetos y a los téncteros[13], luego en poquísimos días hemos construido el puente de madera sobre el Rin y hemos entrado en territorio de los germanos. A los pueblos de toda la región les ha bastado con ver el puente para que el terror les haya impedido combatir.
El centurión se interrumpió, estiró los brazos, apretando con fuerza la barandilla, e irguió la espalda.
—Si fuera un bárbaro me cuidaría mucho de enfrentarme a semejantes hombres.
El tono del primípilo volvió a ser el de siempre.
—Aquilífero, mi deber es llevar a estos hombres a la playa y pienso cumplirlo, aunque tenga que llevarlos a hombros de uno en uno. Mañana estas botas pisarán el suelo de esa isla y tú plantarás en ella el estandarte de Roma. Solo debes preocuparte de ser el primero. No querrás que el águila sea la última en llegar, ¿verdad?
Tal como se había presentado, Cayo Emilio Rufo desapareció entre los hombres de la tropa, volviendo a ser el gran soldado de siempre. Lucio siguió contemplando la luna, ahora oculta tras las nubes, que, empujadas por los vientos fríos del norte, proyectaban siniestras sombras sobre las aguas. Lo mejor que podía hacer era dormir, aunque no le resultaría fácil hacerlo. La jornada había sido larguísima y el día siguiente sería aún peor. Encontró un espacio vacío junto a su equipaje, al lado de Tiberio, su asistente, que ya estaba durmiendo como un niño con la cabeza apoyada en su saco de lino lleno de semillas. Aflojó el cinturón y se acurrucó en un rincón, cubriéndose con la capa. Se obligó a cerrar los ojos dejando de lado las nubes, la luna y las estrellas, y todo lo que sucedería al día siguiente. Una fragorosa carcajada le hizo levantar la cabeza. Era Emilio en medio de un grupo de incansables veteranos, que estaban disfrutando del viaje con alegría. Quién sabía si lograría conciliar el sueño.
No fue exactamente un sueño, sino una especie de inquieto duermevela y cuando le pareció que había encontrado la posición adecuada y la calma necesaria para dejarse ir percibió en torno a él algunos movimientos, acompañados de un vocerío que le hizo abrir los ojos. Estaba amaneciendo y el mar seguía agitado. Se dio cuenta de que el sopor lo había alejado de su triste situación solo por poco tiempo y la realidad, el hecho de encontrarse en una nave a merced del Atlántico, volvía a presentarse cruda y despiadada con el despertar. Vio que algunos soldados se ponían de pie y se asomaban por la borda, tratando de divisar algo en la luz mortecina. El centurión, envuelto en su capa con los brazos cruzados, estaba de pie en la proa con una pierna apoyada en un montón de cabos, mirando más allá del casco. Ahora Lucio se había despertado y decidió acercarse a Emilio, saltando como podía sobre los soldados que aún dormían.
—Dame buenas noticias.
El centurión de volvió y le sonrió, fresco como una rosa. Tenía en la mano el bastón de vara de vid, símbolo de mando de su grado, y lo apuntó derecho delante de ellos.
—Cita al alba con las naves de guerra, cerca de la costa. Aquellas son las naves, aquí está el alba. ¡Perfecto!
Lucio asintió, complacido y aliviado por aquella visión. Estaban alcanzando a César, no se habían perdido en la noche y su nave parecía resistir bien el mar agitado. La oscuridad y las preocupaciones se desvanecían y el aquilífero se sintió de repente hambriento como un lobo. Batió con fuerza las manos y luego las refregó para quitarse definitivamente de encima la modorra, se volvió a los hombres y comenzó a exhortarlos:
—Entonces, ¿en esta centuria ya es costumbre desayunar al despertarse?
Fue como dar un azote de energía a los soldados, que retomaron sus hábitos y sus tareas de siempre. Quien aún no lo había hecho se despertó y se unió a aquellos que preparaban de comer u ordenaban el equipo para hacer espacio. Mientras Emilio daba la orden al tubicen[14] de que tocara diana, Lucio se acercó a Tiberio, que finalmente estaba abriendo los ojos.
—¡Ánimo! ¡Despiértate! Se avanza con la fatiga y se retrocede con el ocio.
El muchacho parpadeó y miró a su alrededor guiñando los ojos. Lucio se inclinó sobre él.
—Sí —dijo en un susurro—, también hoy estás rodeado por un centenar de fornidos y vulgares legionarios, pero si la suerte te sonríe y no mueres antes del atardecer, podrás encontrar a tus ávidas jóvenes esta noche, entre los brazos de Morfeo.
El muchacho lo miró, con los ojos aún hinchados de sueño, y con un hilo de voz pronunció las primeras palabras de la jornada, que eran las mismas de cada despertar:
—¡Quisiera morir!
Luego sonrió y señaló a Emilio, que estaba golpeando su bastón en la cabeza de un piloto ocupado en desplegar una vela. Lucio encontró un sitio entre los soldados y se sentó, llevándose finalmente el pan negro a la boca. Tiberio era un joven de diecisiete años que un día habría de convertirse en aquilífero, pero de momento el aquilifer era su predecesor y la tarea se estaba revelando bastante ardua, porque en realidad se había convertido en su hermano mayor, con todo lo que ello implicaba. Era un muchacho diligente, pero seguía siendo un muchacho, como tantos en el ejército. Por el momento, de su juvenil inconsciencia aún no había emergido el ademán de un verdadero soldado. En otras palabras, tenía más fuerza que cerebro, lo cual no cuadraba con la principal enseñanza del ejército: «Matar sin que te maten». En ese momento, su misión era más que nada la vigilancia del templete que custodiaba las enseñas y el águila en el interior del campamento. No era una tarea sin importancia, porque en el mismo lugar estaba depositado el dinero de los soldados, sus pagas futuras, además de su pensión, que se guardaba en las arcas del tesoro bajo la responsabilidad del aquilífero y de Quinto Planco, el otro ayudante, fiable y más maduro, además de excelente cocinero. Su tarea en la legión era más que nada administrativa: era un buen matemático que se ocupaba de la contabilidad, la vigilancia y la superintendencia de los mercados donde se abastecían los militares. Provenía del Sanio y su latín tenía ese desagradable acento del que tanto se mofaban los romanos puros, a los que afirmaba odiar aún por el asunto del rapto de las Sabinas. A pesar de provenir de tan despreciada región, el destino que lo había llevado hasta allí lo había unido al resto de la tropa y los hombres lo respetaban y admiraban. Precisamente mientras Quinto hablaba de la belleza de las mujeres de su tierra al incrédulo y siempre enardecido Tiberio, el grito de un marino sobresaltó a toda la centuria.
—¡Britania! ¡Britania!
Todos se levantaron para acudir a la borda. Otros alcanzaron la proa, tratando de distinguir la costa. Detrás de las naves de guerra, en la lejanía, se extendía una tenebrosa y larguísima franja de tierra que se confundía con la calígine del alba. Britania existía de verdad.
Instintivamente, Lucio recorrió el horizonte con la mirada y en aquel momento reparó en que el mar no bullía de naves como habría debido. Veía tres a sus espaldas, una a proa y otra más muy lejos a la derecha. Encerrados en aquella nave, sumidos en la oscuridad y atentos solo a la mar gruesa, habían perdido la visión de conjunto, pensando que todo estaría en orden una vez alcanzadas las naves de guerra de César, que en efecto estaban cada vez más cerca de su embarcación. Delante de ellas, también la costa se revelaba como lo que era realmente, no una franja de tierra llana, sino un acantilado, una pared de roca vertical que se prolongaba durante millas y millas hasta donde alcanzaba la vista en un espectáculo imponente e impresionante. La roca parecía tallada con precisión por Júpiter en persona y su conformación hacía muy difícil un amarre en aquella estrechísima franja de arena que discurría bajo el farallón, incluso con el mar en calma.
El timonel gritó que echaran el ancla: ya estaban cerca de las naves de guerra, pero debían mantener una distancia de seguridad debido a las olas. Eran unas embarcaciones maravillosas, que con su tonelaje y las hileras de remos infundían temor. Tenían el fondo más plano que las onerarias y el mascarón de proa, no resistían bien la mar gruesa, pero eran muy maniobrables, porque además de la vela, tenían a los remeros. En el puente se veían bien los poderosos escorpiones, en condiciones de lanzar grandes flechas a larga distancia. Junto a las máquinas de guerra estaban alineados también arqueros y honderos, que habrían hecho llover encima de cualquiera que se atreviera a acercarse diversos tipos de dardos y de proyectiles. Ya estaban en orden de guerra, con los yelmos y las mallas de hierro brillando a pesar de que el sol estaba oculto por las nubes. Un legado situado a proa gritó algo a los soldados, quienes como un solo hombre elevaron al aire un brusco alarido. El legado hizo una señal de saludo desde su nave y Emilio le respondió. Inmediatamente después, la poderosa voz del centurión atronó:
—¡Primera Centuria, quitad las protecciones de los escudos! ¡Preparaos!
Mientras los hombres sacaban los escudos del envoltorio de protección de piel de ternera engrasada, Lucio alcanzó su equipaje, se ajustó el cinturón, sujetó el yelmo y lo cubrió con la cabeza de oso. Comprobó el gladio y acomodó el puñal antes de embrazar el escudo mientras Tiberio le tendía el águila de plata. Sujetó con fuerza el estandarte, bajando los ojos en señal de reconocimiento, e intercambió una mirada de complicidad con Tiberio.
—¿Estoy bien?
El muchacho asintió, colocándole las patas de la piel de oso. Delante de él ya no estaba Lucio, sino el aquilífero. El portaestandarte levantó el asta, manteniéndola firmemente con las manos, y se encaminó hacia el centurión entre el balanceo de las olas. Al llegar a su lado, se volvió hacia los soldados, que lo observaban inmóviles y en silencio.
La voz del primípilo rasgó el aire con potencia:
—¡Décima Legión, Primera Cohorte, Primera Centuria!
Los hombres se pusieron firmes de inmediato, con el mentón intrépidamente hacia delante, sosteniendo el escudo con el brazo izquierdo y empuñando el gladio que llevaban colgado en ese mismo lado con la otra mano.
—¡Honor al águila!
Como un solo hombre, ciento veinte soldados desenvainaron el gladio con el brazo derecho, lo hicieron girar en la palma de la mano y aferrándolo firmemente lo apuntaron hacia el águila, ofreciendo al unísono, en un alarido, su honor por Roma. Permanecieron inmóviles en aquel gesto, con el brazo extendido y el gladio apuntando hacia la enseña, que algunos observaban con orgullo mientras otros rezaban con los ojos cerrados. Desde su posición, mirando más allá de la punta aguzada de sus armas el símbolo de Roma, veían finalmente las blancas escolleras de Britania. Cayo Emilio hizo un cuarto de giro hacia el águila y ofreció los honores del comandante de la centuria, llevándose la mano derecha al yelmo. Rindió honores al águila, a Marte, a Venus y a la Victoria. Luego volvió a ponerse en posición, mirando a sus hombres, y aulló con todo su aliento, hinchando las venas del cuello.
—¡Legión!
Los hombres le respondieron, aullando a pleno pulmón:
—¡Décima! ¡Décima! ¡Décima!
Luego comenzaron a batir rítmicamente los gladios sobre los escudos, de plano, cada vez más fuerte, hasta que el centurión aulló de nuevo.
—¿Quiénes somos?
—La Décima.
—¿A quién tememos?
—¡A nadie!
—¿Al enemigo?
—¡La muerte!
—¿Y a la muerte, le gritamos?
—¡Décima! ¡Décima! ¡Décima!
El rito continuó, y cuanto más aullaba el centurión, más los hombres se concentraban y respondían. Todo esto formaba parte de la legión, unía a los hombres, expulsaba sus miedos, reforzaba el valor y el orgullo, al tiempo que atemorizaba al enemigo. Una horda que avanzara vociferando no hacía el mismo efecto que cien hombres que gritaran unas pocas y secas palabras al unísono. El suyo ya no era un alarido, sino un rugido que atravesaba escudos y cuerpos, y hacía temblar el espíritu. La sensación de poder e invulnerabilidad que les proporcionaba el hecho de oír su propia voz, su propio paso, el ruido de las propias armas multiplicado por cien, mil, diez mil era inigualable. Se sentían parte de la energía que liberaban y que se elevaba hacia el cielo.
—¿Estáis listos?
—¡Estamos listos! ¡Estamos listos! ¡Estamos listos! —respondieron a voz en cuello los legionarios.
En ese mismo instante, idénticas arengas se propagaban de nave en nave, así que los lemas de las diversas centurias empezaron a multiplicarse en una especie de eco llevado por el viento, que los hacía sentir aún más unidos y más fuertes. Los hombres habían perdido la palidez debida al mareo y a la noche insomne, y estaban listos para hacer todo aquello que se les ordenara.
Cuando concluyó el rito y los soldados fueron dejados en libertad, un centelleo proveniente de la costa, a lo lejos, reclamó la atención de Lucio. Se acercó a la barandilla y empezó a observar atentamente el acantilado. Conocía bien aquel brillo metálico que se articulaba, como una serpiente, a lo largo de todo el litoral. Los esperaban hombres armados, y debían de ser muchos. De pronto sintió la boca seca, la lengua presionada contra el paladar y el rostro contraído por una mueca, como una máscara. La visión del enemigo siempre le producía una increíble tensión, que conducía a los hombres a la guerra, le tenía un secreto horror.
—¡Es bueno para los hombres! —sentenció una voz cavernosa a sus espaldas.
Lucio reconoció de inmediato el tono y sonrió antes aun de volverse para mirar al recién llegado:
—¿Qué es bueno para los hombres?
—¡La visión del enemigo! —respondió Valerio, inseparable amigo del aquilífero y experto veterano de la Décima Legión; quintaesencia del soldado, columna de la centuria, tanto por envergadura como por experiencia. Los había combatido a todos, de los helvecios a los germanos, y llevaba en su rostro rudo curtido por la intemperie, como recuerdo de una espada belga, una cicatriz que iba de la comisura de la boca hasta debajo de la oreja derecha.
En aquel tiempo la Décima aún no había sostenido todos los enfrentamientos que habían de hacerla eterna, por eso la mayor parte de los rostros de sus efectivos mantenía aún un aspecto humano, con todos los dientes, las orejas y la nariz. Valerio, pues, era un precursor del devenir, un hombre impresionante, valiente y arrojado, y Lucio tenía el presentimiento de que mientras Valerio estuviera cerca de él, nunca le ocurriría nada grave.
—Dentro de unas horas los nuestros se habrán habituado a la visión de esos bastardos en la orilla y ya no tendrán tanto temor —concluyó con toda tranquilidad el coloso.
—Espero que tengas razón, viejo león, porque aquí falta más de la mitad de la flota y no veo cómo podremos acercarnos a la costa, con este mar.
—¿Dices que no desembarcaremos?
—No aquí —intervino el primípilo, que estaba a pocos pasos de ellos y había seguido el breve coloquio—. Creo que continuaremos anclados hasta la llegada de la mayor parte de las otras onerarias, luego iremos a buscar un lugar más adecuado para el amarre.
Valerio se volvió hacia él y esbozó un saludo con la cabeza, apretando los ojos sin mover los labios. Era su modo de sonreír.
—Lo principal es que no me hayan metido en esta bañera para nada —farfulló antes de volverse de nuevo hacia el acantilado, donde las siluetas de los enemigos comenzaban a recortarse a lo lejos contra el cielo gris azulado.
—Quédate tranquilo, Valerio, que no daremos media vuelta. Retroceder equivaldría a una derrota y no creo que César haya venido hasta aquí para hacer el ridículo delante de los britanos.
Los tres se volvieron a la vez y saludaron al recién llegado, Máximo Voreno, optio de la Primera Cohorte; en otras palabras, la sombra de Emilio, su brazo derecho, en muchos casos la prolongación de su espada y de su bastón de vid. No era viejo, pero llevaba tantos años de servicio que podía ser considerado un veterano. Se ocupaba especialmente del adiestramiento de los hombres del primípilo y Emilio había hecho de todo para que ascendiera al grado de centurión. A diferencia de sus camaradas, era muy discreto y silencioso, y tenía unos modales muy educados.
Al pequeño grupo no tardaron en sumarse otros soldados, cada uno de los cuales comentaba la situación a su manera, haciendo entender a Emilio que había llegado el momento de poner orden en las cabezas de sus combatientes, ya agotadas por la mar gruesa y por cuanto veían en la orilla. Se dirigió, por tanto, hacia el puente y con un par de rugidos dio orden de sentarse, restableciendo inmediatamente jerarquías y posiciones. El comandante permanecía en pie con sus ayudantes, lo cual contribuía a aclarar la cadena de mando, distinguiendo las cabezas que debían pensar de los brazos que debían ejecutar. El centurión dio algunos pasos entre sus hombres, lentamente, con las manos a la espalda y la cabeza gacha. Por la serenidad que transmitía resultaba fácil deducir el valor que otorgaba hasta al más mínimo gesto, con el que pretendía conquistar a sus hombres aun antes de hablar. Cuando pronunció las primeras palabras, su voz llegó con claridad incluso a los soldados situados al fondo de la nave.
—Creo que deberemos esperar un poco antes de poner los pies en tierra. El mar y las nubes no nos han sido favorables y, como veis, no todos han llegado a la cita. —Hizo una pausa y dirigió la mirada hacia las naves de guerra donde estaban embarcados los altos oficiales y el jefe supremo. Luego continuó—: Seguro que en este momento, en aquellos maderos, algún envidioso de la Séptima estará suplicando a César que no nos deje conquistar Britania solos.
Todos estallaron en una carcajada liberadora y una sonrisa apareció también en el rostro de Emilio, aunque el primípilo enseguida la transformó en una mueca sarcástica y amenazante, haciendo callar a la multitud:
—Veremos si reís tanto cuando os encontréis frente a esos bárbaros en la playa, ¡o si tengo que empujaros a patadas para haceros combatir!
El discurso había comenzado y era preciso dirigirse correctamente a la ruda audiencia.
—¿Los habéis visto? —continuó, levantando el tono y señalando a los britanos a sus espaldas.
—¿Cómo podríamos no verlos, si son miles…? —aventuró a media voz uno de las primeras filas.
La voz del centurión restalló como un latigazo:
—Marte, Marte, ¿dónde estás? ¿Por qué me has dado unas temblorosas cabras en vez de hombres?
Con una mueca de disgusto escrutó al legionario que había hablado y abrió los ojos:
—El número de bestias que están allí le interesa a César —prosiguió, mostrando los dientes como una fiera—, no a ti, porque tu misión no es contar. Tu misión es matar, y no importa cuántos te toquen, porque acabarás con todos ellos. Pero eres un hombre afortunado, ¿sabes por qué? —Hizo una pausa, consciente de la atención que concitaba—. Porque aquellos hombres de allí ya están prácticamente muertos. —El primípilo exhortó a los soldados a aguzar la vista—. Observad bien al enemigo, legionarios. ¿Veis lo mismo que yo? —Con un alarido, se volvió a su vez hacia la orilla, señalando las siluetas de los enemigos que de vez en cuando se vislumbraban—. Yo veo espadas enormes y escudos pequeños. Nuestro único problema, mientras estemos lejos, es desviar sus armas de tiro, sus jabalinas y sus flechas, y con nuestros escudos no es tan difícil. Una vez que los hayamos alcanzado no tendrán salvación, porque no serán capaces de sostener un cuerpo a cuerpo con nosotros. —Avanzó un paso hacia la tropa—. La longitud de sus espadas les impide golpearnos de punta. —Otros dos pasos y continuó—: Nuestros grandes escudos protegen la mayor parte del cuerpo. Para arremeter con el filo deben levantar el brazo, dejando el costado indefenso. Cuando eso ocurra, no tenéis más que elegir dónde meter la punta de vuestro gladio, como ya habéis hecho miles de veces, en los entrenamientos y en las batallas. —Empuñando firmemente su bastón de vid, repitió el movimiento que tan familiar era para los soldados—. Recordad que somos afortunados: un golpe de filo rara vez mata, estamos protegidos por el yelmo, por el escudo y, mal que nos pese, por los huesos. Pero un golpe de punta que penetra cinco centímetros en el cuerpo, no deja salvación posible.
Gracias a esas palabras los hombres adquirieron seguridad hasta el punto de que algunos, olvidando el trecho de mar y el acantilado que los separaban del enemigo, comenzaron a levantarse y a desenvainar las armas, aullando injurias contra los britanos. Bastó una simple mirada de Emilio para que se sentaran de nuevo en silencio.
—Mientras no estemos en la playa no podremos marchar en formación contra el enemigo. Nuestro punto débil es el mar, tratad de permanecer unidos y alcanzar la orilla deprisa. —Se volvió hacia Lucio y señaló con el dedo el águila que sostenía este—. Seguid al águila, nunca la perdáis de vista. No os dejéis distraer por el enemigo, levantad la mirada, cualquier cosa que suceda en torno a vosotros, y buscad el águila. —Los escrutó con la mirada casi uno por uno—. Buscad el águila y alcanzadla lo más deprisa que podáis. Bajo la enseña de Roma encontraréis a vuestros compañeros.
Desde la centuria se elevó un estruendo, una mezcla de burla por los enemigos y aclamaciones a Emilio. El centurión sonrió satisfecho de sus muchachos, luego se volvió nuevamente al enemigo y siguió observándolo con los brazos cruzados. Sabía que tenía una clara desventaja. Si no desembarcaban directamente junto al acantilado se produciría una masacre. Pero esto se lo guardó para sí, preguntándose entre tanto cuál sería el calado de aquella nave pestilente.
Pasaron la mañana anclados a la espera de órdenes, en la nave zarandeada por las olas. Lucio comió un bocado con los demás y luego, casi sin darse cuenta, cabeceó exhausto hasta sumirse en un profundo sueño.
Cuando volvió a abrir los ojos ya anochecía y muchas naves habían alcanzado a la flota. Los britanos seguían en el acantilado, pero, como había dicho Valerio por la mañana, ya no producían el mismo efecto. La voz de Emilio llegó en pleno bostezo.
—¿Entonces, se ha despertado nuestro portaestandarte?
—He dormido bien. Sabía que un despiadado centurión velaba mi sueño.
—Estamos a punto de partir, Lucio, una chalupa acaba de traernos a Cayo Voluseno, que nos ha comunicado la intención de César de desembarcar antes de que anochezca.
El aquilífero miró el cielo e interrumpió al centurión.
—Faltan pocas horas para que oscurezca y parece que el tiempo anuncia tormenta.
—En efecto; por eso mismo no podemos permanecer otra noche en el mar y es impensable regresar a la Galia. Es mejor que te prepares, dentro de poco nos tocará a nosotros, porque seremos los que abran el camino a los demás. Nuestra nave debe ocupar la primera posición en la formación, inmediatamente después de las de guerra.
Tales palabras bastaron para despertarlo del todo. Lucio fue hacia su equipaje, preguntándose en qué podía consistir el prestigio de formar parte de la Primera Centuria de la Décima, si luego su misión se reducía indefectiblemente a ser la cabeza de ariete. Se acomodó el cinturón con los tachones y la hebilla de plata. César incitaba a los hombres de la Décima a adornar el equipo con metales preciosos. Se decía que resplandecían en la batalla atemorizando al enemigo, pero en realidad Lucio pensaba que era un modo de impulsar a los hombres a vender cara la piel, en el terror de perder su equipo.
Oyó que el timonel daba la orden de levar anclas mientras todos los demás en torno a él se preparaban en silencio; llamó a Tiberio y Quinto. El muchacho, radiante, lo alcanzó a la carrera mientras se ajustaba el yelmo, pero Lucio no tardó en apagar sus ardores:
—Tú permanecerás de guardia en el tesoro junto con Quinto —dijo, poniéndole fraternalmente una mano sobre el hombro—. Solo descenderéis cuando yo lo diga. ¡Es una tarea importante, Tiberio, confío en ti!
El muchacho asintió de mala gana. Lucio le quitó la mano del hombro y la batió un par de veces sobre la piel de oso que lo cubría.
—¿Quién manda aquí?
—Tú, aquilífero.
—Te abrirás camino, Tiberio. Un día podrás contar que viste el desembarco de la Décima en Britania.
—Sin tomar parte en él —respondió el joven, irritado.
—¿Y qué? Diría que tampoco César se arrojará al agua empuñando la espada contra los bárbaros. Los hombres más importantes deben preservarse, por el bien de todos.
Tiberio acogió aquellas palabras con una sonrisa de circunstancias. Luego Lucio se dirigió a Quinto, en un tono mucho menos confidencial:
—En cuanto la situación en tierra firme se haya estabilizado, mandaré a alguien a avisarte.
—¿El material?
—Sí, claro, os reuniréis conmigo solo cuando el prefecto de campo haya dado las disposiciones para la construcción del campamento. Mandaré a algunos hombres para que te ayuden a traer todo lo necesario para montar el templete.
Quinto asintió y Lucio estrechó la mano de ambos.
—Que la Victoria acompañe tu camino —añadió Quinto en tono inspirado, tras un instante de silencio—. ¡Nos vemos en el campamento!
—Nos vemos en el campamento —asintió el aquilífero.
Llegado a la proa se apoyó en el flanco de la nave. El espectáculo era imponente. Un centenar de embarcaciones cabalgaban las olas a toda vela manteniendo la costa a la izquierda en dirección a septentrión, en busca de un amarre más seguro. Comprobó una vez más el equipo, desenfundó y envainó varias veces el gladio, para asegurarse de que el agua y el salitre no lo habían dañado, y contempló la escollera, contento de dejar atrás semejante lugar. También allí arriba había movimiento: los bárbaros se estaban desplazando como si quisieran seguir las naves por tierra. El mar y el cielo no presagiaban nada bueno y los pilotos tenían dificultades para mantener la ruta. Alcanzó a Emilio y se vio obligado a levantar la voz para hacerse oír por encima del rumor del viento y el mar.
—¿Cuáles son las disposiciones?
El centurión, que se hallaba en un lugar más elevado, se agachó hacia el aquilífero gritándole al oído.
—Debemos seguir la ruta de las naves de guerra. Ellas nos conducirán hacia la costa.
A causa del mar y del viento irregular las naves no podían mantener una disposición ordenada y el control del navío quedaba en manos de los pilotos. Finalmente, avanzada la tarde, después de otras dos horas de navegación y cuando la luz comenzaba a declinar verdaderamente, la costa se hizo más baja, extendiéndose en un promontorio que menguaba hasta disolverse en una larga y llana playa. Pero parecía que el enemigo había sido más veloz que las naves, porque a lo lejos se distinguían algunos jinetes que ya habían ocupado la rompiente. Lucio reclamó una vez más al centurión y le señaló a los britanos en la orilla. El primípilo miró atentamente hacia la costa, luego se agachó de nuevo, gritándole al oído.
—Serán los primeros que han llegado al lugar. No es posible que estén todos aquí, el viento ha soplado a nuestro favor durante todo el trayecto.
Se levantó, volviendo la mirada en dirección a la playa. Ahora las naves de guerra estaban a punto de virar hacia la costa.
—¡Primera Centuria! —aulló Emilio a voz en cuello—. Listos —continuó, desenvainando el gladio para señalar la playa con la punta del arma—. ¡Preparaos!
Los hombres ya estaban dispuestos y observaban, concentrados, al centurión y la costa, mientras compensaban con la fuerza de las piernas las sacudidas que el mar transmitía al puente. En ese punto la playa era claramente visible y estaba fuertemente vigilada por guerreros a caballo, milicias a pie y pequeños carros de dos ruedas, arrastrados por parejas de caballos. También la oneraria viró de golpe y, con la fuerza del viento y de las olas que la empujaban hacia el objetivo, enfiló derecho hacia la costa, seguida no sin dificultades por el resto de las naves. Lucio se mantenía a proa, a pocos pasos del centurión, embrazando el escudo y la enseña con la izquierda, al tiempo que se sujetaba firmemente al costado de la nave con la derecha. De vez en cuando se asomaba para mirar bien la costa. El mar rugía, cada vez más furioso. Valerio se encontraba justo detrás de él, imprecando contra el mar, los dioses y los bárbaros en general con su inconfundible voz gutural. Máximo, la sombra de Emilio, tenía el rostro contraído y las mandíbulas apretadas debajo de la babera del yelmo. No miraba en dirección a la playa, sino que estaba vuelto hacia los legionarios, como si los controlase uno a uno, distribuyendo miradas de atención o aliento. Los alaridos de Emilio por encima del fragor de las olas incitaron a los hombres a batir la madera de los pila[15] contra los escudos y los pies sobre las tablas del puente, para infundirse valor y descargar la tensión antes de la batalla. Apenas la nave empezó a vibrar bajo las sandalias claveteadas de los hombres y el rítmico latido de las armas, el centurión los exhortó a reanudar el rito aullando a voz en cuello, porque por encima del rugido del mar ya empezaban a escucharse los gritos de guerra de los britanos en la playa. Desde aquella distancia parecían como manchados por un extraño color azulado que los hacía aún más inquietantes. Algunos de ellos se lanzaron al mar oponiéndose a las olas, aullando y mostrando su pecho con insolencia, acercándose tanto que ya era posible distinguir los rasgos de aquellos que más se acercaban a las naves. Su aspecto no difería mucho del de los galos. Altos e imponentes, llevaban largos bigotes y espesas cabelleras, y sin duda parecían muy valerosos. Algunos empezaron a lanzas sus jabalinas hacia las naves, sin alcanzarlas.
—¡Seguid la enseña! —aulló el centurión a los hombres—. ¡Alcanzad la playa y buscad vuestra enseña!
Apenas hubo pronunciado estas palabras, el navío se detuvo de pronto como detenido por una invisible fuerza sobrenatural. El primípilo se agarró a la barandilla y a punto estuvo de acabar entre la espuma de las olas, mientras los hombres chocaban unos con otros. Emilio se levantó rápidamente, buscando con ojos desorbitados al timonel, y vio que la tripulación amainaba velozmente las velas. Los hombres intentaron desenredarse y recuperar el equilibrio, mientras el piloto les avisaba a voz en cuello que ya no era posible continuar debido al fondo y que había hecho bajar el ancla. La nave de la derecha se había encallado y, ahora ingobernable, sufría la fuerza del mar, mientras la tripulación procuraba agarrarse donde fuera. El primípilo volvió la mirada a diestra y siniestra. A pesar de que el ancla había hecho presa, también su embarcación estaba a merced de las altas olas, como las demás onerarias. Se giró hacia la playa aún lejana, luego echó una mirada al salto que los hombres deberían dar y precisamente en ese momento la nave quedó a merced de la resaca, que parecía querer arrastrarla hacia el fondo. Los que se habían levantado cayeron otra vez; inmediatamente después la popa se empinó, impulsada por la acometida de una ola. Un marinero acabó en el mar y el cielo desapareció nuevamente de la vista de todos cuando la nave volvió a caer en la resaca. Algunos se aferraron a la borda, pero los que estaban en medio del grupo trataron de apoyarse en el compañero de al lado, causando caídas en cadena. Algunos se hirieron con sus propias espadas. El centurión se aferró a un cable observando horrorizado a sus hombres tirados aquí y allá como muñecos por la brutalidad del mar antes de volverse una vez más para mirar hacia la playa y hacia las otras naves con incredulidad. La flota estaba paralizada, las embarcaciones no conseguían avanzar. A Emilio le pareció oír de nuevo la voz del tribuno, con la orden de desembarcar primero en cuanto la flota lograra acercarse a la playa. Ahora las naves estaban quietas y nadie se movía. Quizás era el momento, quizás estaban esperando a la Primera Centuria, quizás había que desembarcar desde esa distancia.
—¡Miradme! —aulló a voz en cuello—. ¡Miradme! ¡Listos, adelante, adelante, a tierra!
Los hombres, que a duras penas conseguían mantener el equilibrio, lo observaron petrificados. Nadie se movió. El grito de guerra de Cayo Emilio Rufo, que tantas veces había exhortado a los hombres en la batalla, se alzó alto en el cielo, sin suscitar ningún efecto. Aquellos soldados, paralizados por el terror, habían sido adiestrados en la natación, pero nunca con las armas, con yelmos, escudos y corazas, nunca en aquel mar tan hosco de fondo desconocido. Y además no se les estaba pidiendo que nadaran, sino que se echaran entre olas y afilados escollos para combatir. Por si eso no bastara, los bárbaros se estaban percatando de la situación y se lanzaban al mar arrojando sus dardos, que comenzaban a hacer los primeros blancos en las naves.
—¡Abajo! —atronó aún Emilio, apuntando el gladio hacia las olas.
Una vez más todos permanecieron petrificados por la absurdidad de la situación. El centurión se acercó, amenazante, al rostro de los hombres, pero un momento antes de que levantara las manos para tirar a un par al agua fue reclamado por Máximo Voreno, el optio, quien le señaló las naves de guerra mientras estas emprendían una extraña maniobra a golpes de remos. Comenzaron a retroceder, haciéndose señales la una a la otra, y se fueron apartando de las onerarias, como si quisieran retomar el mar. Los hombres las miraron, perplejos: casi parecía que César quisiera volver a alta mar lo antes posible, dejando a su suerte las naves de transporte. A fuerza de remos los grandes navíos de guerra se separaron del resto de la flota, dejaron a sus espaldas las onerarias y luego, situándose uno detrás del otro, comenzaron a rodearlas para interponerse entre la playa y los barcos de transporte, gracias a su bajo calado. Inmediatamente después los britanos comenzaron a convertirse en blanco de una densa lluvia de flechas y piedras. Los bárbaros retrocedieron al instante, quizás asombrados y espantados por la silueta de aquellas enormes naves, por su coordinación y por el tiro potente y directo de los escorpiones, de los arqueros y de los honderos. El centurión vio que una nave romana le hacía de escudo e intuyó enseguida que era el momento propicio para descender. Retomó su posición y empezó de nuevo a incitar a los soldados, antes de que la corriente les sustrajera aquel precioso abrigo.
—¡Valor! Solo son un montón de bárbaros: gritan mucho, pero huyen con la misma fogosidad. ¡Valor, soldados, abajo!
El estruendo del mar y los alaridos de Emilio retumbaban en la cabeza de Lucio. Sabía que los hombres estaban esperando que alguien se arrojara y saliera vivo, luego harían lo mismo.
—¡Abajo, legionarios de la Décima, abajo!
El aquilífero observó la espuma de las olas.
¿Saldría vivo?
—¡Abajo!
Una flecha pasó silbando a su lado. La enésima ola sacudió la nave como una rama, las rodillas le fallaron y su estómago se contrajo como un puño cerrado. Aferró la barandilla y se volvió hacia los demás aullando con toda la fuerza que pudo, con todo el aliento que tenía en la garganta.
—¡Saltad! ¡Saltad, si no queréis abandonar vuestra águila a los enemigos!
Y se arrojó entre las olas.