II

Cantium

Cuando han transcurrido muchos años desde el desarrollo de los hechos y estos se analizan con frialdad, los peligros pasados parecen más grandes. Solo entonces se experimenta el peso de la angustia, algo en lo que no se pensó durante la acción.

Con esta impresión me encaminé hacia la playa después de desembarcar. Sentía aún en el cuerpo el balanceo del mar, aunque los pies estaban finalmente bien plantados en la tierra. Desde el muelle me volví y alcé la mano en una señal de saludo al mercader, que me observaba apoyado en el mástil. No respondió, pero continuó mirándome largamente.

En la playa estaban varadas algunas embarcaciones de pesca, cuyos propietarios se afanaban en desplegar unas gruesas redes. Evidentemente el intercambio de mercancías con el continente debía de haber crecido en los últimos tiempos, porque había bastante movimiento de personas que iban de los muelles al interior. Miré entonces hacia la peña donde antaño habíamos situado nuestro campamento y vislumbré una torre de vigilancia que se elevaba sobre los tejados de paja de algunas viviendas.

Me dirigí al promontorio y, en cuanto me adentré por la vegetación y el terreno comenzó a subir, me percaté con una pizca de orgullo que los britanos continuaban usando el sendero que habíamos construido durante la primera expedición y que aún resistía, impávido, a años de desgaste y desidia. Llegado a la cima del collado vi que precisamente donde se había montado el campamento surgía una pequeña aldea rodeada por una rudimentaria empalizada, junto a la torre de vigilancia. Me dirigí hacia ella con la cabeza gacha, oponiéndome al viento, deteniéndome de vez en cuando para mirar la rada desde lo alto. Nunca la había visto tan despejada de naves. La subida comenzaba a hacerse sentir y a lo largo del camino que conducía a la aldea divisé a lo lejos, a la izquierda, una roca clara que asomaba del terreno. Me pareció reconocerla, así que me desvié del sendero para alcanzarla. Caminaba contra el viento por la hierba alta, entre el olor del mar y el chillido de las grandes gaviotas que planeaban sobre la escollera. Llegado al sitio me incliné, dejando caer el saco al suelo.

La inscripción esculpida en la roca permanecía clara y legible como si hubiera sido grabada pocos días antes. Pasé la mano sobre ella y me senté para coger aliento. Tuve una punzada en el estómago y mientras observaba aquella roca batida por el viento volví a ver los rostros de mis muchachos. Bajé la cabeza; en aquella soledad habría podido permitirme llorar. En el fondo, había contenido las lágrimas durante toda una vida.

—Escapé.

Me volví de pronto, casi espantado. El mercader me había alcanzado sobre el promontorio. Me observaba, ceñudo, jadeando, como a la espera de una pregunta que no llegó. Me limité a palmear la roca para invitarlo a sentarse. Así lo hizo, y miró hacia el sol que despuntaba entre las nubes antes de ponerse en el mar.

—Escapé de Novalo cuando vi que vuestras legiones construían los diques para detener las mareas y así llegar a nuestras ciudades. —Bajó la mirada y sacudió la cabeza, mientras su respiración se normalizaba—. Me pregunté qué podíamos hacer contra hombres que tenían fuerza suficiente para detener el mar. —Inspiró hondo, luego resopló—. No tuve el valor de volver hasta años después, cuando la edad ya me había hecho irreconocible y podía hacer algunos buenos negocios.

Cogí del saco una horma de pan y de queso que corté con la daga, ofreciéndole un buen trozo al mercader. Después del primer bocado, tragué y lo miré. Se había quitado un peso, confiándome un tormento que lo roía desde hacía años y que probablemente nunca se había atrevido a revelar a nadie.

—El hecho de que lo admitas te honra.

—Quizá, pero mi comportamiento no fue en absoluto honorable.

Mastiqué otro bocado antes de dirigirle de nuevo la palabra.

—Veo que tienes una nave, una tripulación, un hijo, mercancías. Quizá tu decisión de entonces te ha llevado a conseguir cosas que de otro modo nunca habrías alcanzado.

El mercader asintió.

—Sí, es verdad, he rehecho mi vida.

—¿Sabes? —dije con un suspiro—, quizá todos formamos parte de un libro ya escrito y nuestras acciones siguen el recorrido que dictan los dioses. Yo mismo no debería estar aquí. Es más, continuamente me pregunto qué hago con estos harapos, lejos de mis seres queridos.

—¿Estás huyendo de algo?

Apreté los labios sacudiendo la cabeza y corté otro trozo de pan para él.

—Estoy aquí para hacer honor a un hombre, el último de un grupo de los mejores hombres que jamás haya conocido. Un hombre que sacrificó su existencia al honor y que fue al encuentro de la muerte, despreocupado por su propia vida, para preservar su dignidad.

Permanecí un instante en silencio mirando la lápida con la inscripción.

—El destino ha querido que yo fuera quien los enterrara a todos, uno tras otro. —Me volví hacia el interior, señalando las colinas—. En alguna parte más allá de esas tierras el hado tiene una respuesta que darme, una explicación para mi decisión de seguir combatiendo e ir a la cita con el destino.

El hombre bajó la mirada.

—¿Estás seguro de que encontrarás una respuesta? ¿Tan importante es para ti saber eso? Porque a veces las cosas siguen su curso, simplemente, sin una explicación.

Me levanté y envainé la daga, mientras mi capa se agitaba al viento.

—Sí, sin duda. —Lo miré—. Muy importante.

—Entonces —prosiguió él, después de un instante de silencio—, quizás el destino haya querido ponerte aposta sobre mi nave, para que hagamos juntos la última etapa de tu viaje.

—Es posible, pero en tal caso el destino se ha olvidado de darme dinero suficiente para pagarte.

El mercader rompió a reír y se levantó.

—Esta vez serás mi huésped, servido y reverenciado. Lo prometo.

—Si es lo que quieres… ¿Cuándo zarpamos?

—En cuanto el viento sea favorable. El que se ha levantado ahora es contrario a nuestra ruta. Estaremos cómodos en la nave, esperando el momento propicio.

Volvimos hacia el sendero. El cielo se estaba encapotando y el aire resultaba cada vez más frío. Miré hacia la aldea.

—¿Te parece que estos bárbaros tendrán algo parecido a una posada? Esta tarde quisiera comer un bocado en tierra firme.

—¿Bárbaros? Los habitantes del Cancio son los más civilizados de toda Britania, amigo mío.

—Perfecto, entonces.

Esta vez nuestras carcajadas se elevaron al unísono.

—No me has dicho tu nombre, romano.

Permanecí un instante en silencio. Hacía poco que había enterrado a la última persona que me había llamado por mi nombre, y me había jurado a mí mismo que solo volvería a ser el que era después de haberle hecho honor.

—Si quieres, puedes llamarme Romano. No es mi nombre, pero me complace ser llamado así. Al menos me recordará quién soy durante el viaje por estas tierras en los confines del mundo.

—Así sea, Romano —dijo el mercader, dándome una palmada en el hombro—. Mi nombre es Breno —añadió, dándome la mano—. Olvídate de la posada, uno de mis sirvientes cocina muy bien el pescado, es más, a esta hora las brasas ya estarán listas. —Se acercó a mi oído y bajó la voz—. Y tengo un buen vino.

—Vosotros, los mercaderes, os regaláis mucho.

—Algún vicio de vez en cuando no está mal.

Alcanzamos la embarcación al oscurecer, justo cuando el aire comenzaba a hacerse punzante. Afortunadamente la nave se encontraba en una ensenada protegida del viento, y así, después de habernos acomodado en la tienda de Breno, comenzamos a cenar. El hijo del mercader se sentaba con nosotros, pero estaba claramente molesto por la confianza entre su padre y yo. Comimos un excelente pescado, acompañado con una salsa a base de cebollas y abundantemente regado con un magnífico Falerno, que no tardó en traer un poco de buen humor a aquel rincón del mundo.

—Venga, Romano —dijo Breno, hundido entre sus mullidos cojines provenientes del lejano Oriente—. ¿Por qué no me dices qué vas a hacer en las tierras de los trinovantes?

—Es una larga historia que habría de contar desde el principio, de lo contrario no entenderías el porqué de semejante viaje. ¿Y si te dijera que estoy buscando a una persona que ni siquiera sé si existe?

El mercader alzó la copa.

—Amigo mío, tenemos comida, vino y tiempo a voluntad, podrías hablar durante diez días sin ser interrumpido y, además… —Se levantó lo necesario para hacerse servir más vino—. Tengo una enorme curiosidad y he vivido toda una vida en el mar preguntándome qué estaría sucediendo en tierra firme.

Mis ojos, en aquel punto de la velada, debían de ser dos rendijas aureoladas de rojo. Estaba saciado y el vino comenzaba a producir sus efectos, así que me recosté cómodamente, con la mirada perdida.

—Mira, Breno, nosotros, los romanos, decimos que en el vino se esconde la verdad. —Tendí, a mi vez, la copa al sirviente, me la apoyé sobre el vientre y observé la superficie del vino, que brillaba como sangre negra al resplandor de la lámpara de aceite—. Es preciso volver atrás en los años, Breno, muchos años. —Inspiré a fondo, oliendo el contenido del vaso—. No sé si en este momento mi memoria está en condiciones de asistirme lo suficiente.

El mercader rio:

—Entonces estás en buena compañía —replicó el mercader, riendo—, porque no sé si la mía estará tan lúcida como para captar algún error.

Sonreí y miré de nuevo el vino en el vaso. Luego mis labios comenzaron a moverse, como si fueran independientes del resto del cuerpo.

—Es la historia de un grupo de hombres valientes. Hombres capaces de sacrificarse en nombre del sentido del deber, Breno. Totalmente, hasta la muerte.

Frunció el ceño, mirándome con atención. Ahora estaba pendiente de mis palabras. Bebí un último sorbo, paladeando aquel sabor embriagador.

—Eran otros tiempos. En Roma el ambiente bullía por un hombre que había conquistado una gran popularidad en la Galia. En el Senado había quien apoyaba el genio militar de aquel hombre, a quien consideraban un defensor de las instituciones romanas, mientras que otros lo acusaban de moverse solo por ambición personal. Para nosotros eso carecía de importancia: amábamos a aquel hombre y lo habríamos seguido a cualquier parte. Éramos sus soldados, los legionarios de César. Cuando llegábamos, nuestro paso hacía temblar el mundo. —Levanté la copa con los ojos brillantes, quizá no solo por el vino—. Ave Caesar.

Los instantes de silencio que siguieron fueron interrumpidos por la débil voz de Breno.

—Para ser un gran hombre, no duró mucho en Roma.

Irritado por sus palabras, levanté la voz.

—Aquellos malditos cobardes lo asesinaron a traición, en un lugar sagrado. Unos miserables que juntos no valían ni un día de su vida. —Intenté contener la rabia y controlar la respiración, que entre tanto se había agitado—. Por suerte, la muerte no es igual para todos —añadí, mirándolo profundamente a los ojos—, porque si para algunos significa el fin de la existencia, para otros es solo el camino a la inmortalidad. Querían librarse de él y, en cambio, Bruto, Casio y los demás fueron pasados a espada por su fantasma, que vivirá eternamente. —Bebí otro sorbo—. La vida es ingrata, amigo Breno. Dime, ¿qué quedará de todos estos años en que he pagado con sangre el pan que comía? —Le sonreí, mientras él me miraba con atención—. La muerte, querido Breno. Nuestros afanes serán correspondidos con la muerte.

Su mirada se ensombreció, como si reflexionara sobre aquellas palabras mientras yo me recostaba sobre los cojines y abandonaba la copa. Retrocedí con la memoria, hasta que las imágenes aparecieron nítidas. Y comencé a recordar aquel año memorable, el seiscientos noventa y ocho de la fundación de la Urbe.