718 Ab Urbe Condita
35 a. C.
Tengo el don, a menudo doloroso, de una memoria que el tiempo no consigue ofuscar. Los recuerdos de mi larga existencia, y de todos aquellos que han formado parte de ella, están siempre presentes y vivos en mí, a pesar del transcurso de los años. Solo puedo estar agradecido al destino, que me ha permitido conocer a grandes hombres y tomar parte en acontecimientos que serán transmitidos a los siglos futuros, pero el precio ha sido alto. Si es verdad que el hado me ha dado tanto que recordar y el tiempo para hacerlo, no es menos cierto que cínicamente me ha arrancado, uno tras otro, a todos aquellos que ha ido poniendo en mi camino, dejándome sumido en la tristeza más profunda, aunque llena de grandeza.
Creía que, con la edad, conseguiría resignarme, podría encerrar melancólicamente en mi corazón rostros y sensaciones, para custodiarlos como tesoros preciosos. Pero la coraza sólida y compacta que los protegía ha quedado severamente marcada por los sacrificios y las luchas que he afrontado y que ahora, pasado el tiempo, me parecen aún más nobles y magníficas. No podría ser de otro modo, porque pertenezco a la generación que ha convertido Roma en dueña del mundo conocido, para luego arrastrarla a una sangrienta guerra civil detrás de un hombre extraordinario, en lo bueno y en lo malo, que la Historia recordará como Cayo Julio César.
La sabiduría adquirida en años de batallas libradas y peligros evitados me aconsejaría volver al lugar de donde he venido y disfrutar finalmente de un merecido reposo. Pero hay una batalla comenzada hace veinte años, cuyo eco ensordecedor aún atruena en mis oídos, que me espera solo a mí para concluir de una vez por todas. Así, como buen y viejo soldado, me dispongo a emprender este largo viaje, para alcanzar el punto donde se entrelazaron los destinos de las personas más queridas y cumplir con mi deber.
La ondulación de las velas al viento y el chirrido del mástil me evocan el pasado. Cerrando los ojos casi me parece volver a oír, con el chapoteo de las olas, los gritos de mis compañeros, pero no es así. El tiempo ha transcurrido, el mar es el mismo, también su olor, pero yo he cambiado. Cuando abro los ojos me doy cuenta de que estoy solo y viejo, el único testigo de un mundo que ya no existe, el último de una raza de gigantes que se ha extinguido para siempre, un hombre tras otro.
—Esta tarde desembarcaremos. El tiempo no es el más propicio, pero al menos el viento es favorable.
La voz del propietario de la embarcación me devolvió al presente. Al mirarlo vi que escrutaba el cielo mientras mordía una manzana. Era el consabido comerciante usurero y mezquino, una figura que había visto muchas veces en la vida; bajo, regordete, pelo largo y ralo, y dos ojitos astutos y oscuros, encajados en un rostro abotargado por una vida de vicios. En el dorso de las manos rosadas y carnosas, muy bien cuidadas, se entreveían a duras penas los nudillos de los dedos rechonchos, listos para aferrar cualquier cosa que pudiera aportarle dinero. Yo las había observado detenidamente en el momento del embarque, mientras contaban las monedas con las que pagaba el viaje. Una suma que no era exagerado definir como un robo, casi todo lo que había obtenido de la venta de mi magnífico semental en el mercado del puerto, el día anterior. Una concesión obligada, visto que el armador se había negado a transportar el caballo. Había intentado negociar con él, pero al ver que no cedía, finalmente decidí aceptar, más que nada por falta de otras embarcaciones dispuestas a zarpar en aquellos días de Puerto Icio[1].
Sus ojos me habían escrutado durante toda la travesía y, a juzgar por su comportamiento, deduje que ya había contenido su curiosidad durante demasiadas horas a lo largo del trayecto. El tipo solo estaba esperando la ocasión adecuada para husmear, quizá con la intención de conseguir más dinero. Por lo demás, yo era el único en aquel barco con el que podía intercambiar algunas palabras, excluyendo evidentemente a los sirvientes que se ocupaban de las velas y el timón, y a su hijo, un joven de rostro arrogante que viajaba con nosotros.
—Eres un hombre muy extraño y reservado. ¿Puedo saber adónde te llevan tus asuntos?
—¿Y qué tengo de extraño?
—Oh, muchas cosas —dijo el hombre, masticando ruidosamente—. Tu acento, tu vestimenta… Un poco todo, en resumen.
—¿Y qué tienen de extraño mi acento y mi indumentaria?
El hombre rio con la boca aún llena y arrojó el corazón de la manzana al mar, limpiándose los labios con la manga.
—Bien, para empezar eres romano, o tal vez de la Narbonesa[2]. Estás de viaje desde hace bastante tiempo y, considerando el estado de tu ropa, se ve que vas deprisa.
Me observó con una media sonrisa y, al ver que yo no lo rebatía, continuó con sus deducciones:
—Quizá seas un mercader, de seguro no un hombre de mar, se ve por cómo te mueves, pero lo que me causa mayor perplejidad es ese anillo.
Me miré la mano.
—Amigo mío —prosiguió—, llevas un anillo que por sí solo vale una fortuna, si esa esmeralda es realmente lo que parece. Y por si ello no bastase tienes también un torques[3] de oro macizo. Son joyas de excelente factura, es más, si me permites…
Me cogió la mano, para examinar de cerca el anillo que había atraído su ávida atención.
—¡Vaya! Se diría que eres muy rico, pero…
—¿Pero…?
—Pero estas joyas son propias de gente de cierto rango…, exactamente lo contrario de lo que sugiere tu ropa sucia. No puedes ser un mercader, porque no tienes mercancías ni sirvientes y viajas sin escolta. Lo único que llevas contigo es ese saco que cargas al hombro. Parece pesado, pero desde luego no puede estar lleno de joyas. ¿O me equivoco?
Antes de responder miré hacia el horizonte, donde había aparecido una franja oscura. La costa de Britania, eternamente custodiada por sus nieblas. Por fin la etapa marítima estaba llegando a su fin.
—En este saco hay buena parte de mi vida.
El mercader se me acercó bajando el tono de voz, con aire confidencial:
—Precisamente aquí, en el Cancio, conozco a una persona muy importante, alguien que podría darte un buen pellizco por esas joyas. Si lo deseas te conduciré donde él y…
—Te lo agradezco, pero no están en venta.
—Acepta mis excusas, entonces. Quizá sea un anillo de familia, o tenga un valor afectivo que no conozco…
Tenía razón. No podía saber la larga historia de aquel anillo, que parecía quemarme entre los dedos.
—Sí, tiene un enorme valor afectivo.
—Comprendo. Imagino, por tanto, que no tiene precio.
Asentí y me acerqué de nuevo a la borda para escrutar la costa. Después de tantos años, se me aparecieron de nuevo las grandes escolleras, surgiendo como entonces de la bruma. El mercader advirtió mi comportamiento evasivo y permaneció en silencio durante un momento, antes de reanudar su interrogatorio.
—¿Puedo saber al menos adónde te diriges?
Supe que había entrado en el torbellino de la conversación y que la única manera de salir de él era darle el mínimo de respuestas necesarias para satisfacer su indiscreción.
—Al norte, a las tierras de los trinovantes[4].
Su rostro se iluminó.
—Si quieres saberlo, después de haber descargado parte de la mercancía me dirigiré a septentrión y remontaré la desembocadura del Tamesim[5]. Allí ya es territorio de los trinovantes; si quieres puedo llevarte.
Respondí sin apartar los ojos de la costa:
—Te lo agradezco, pero no me agrada demasiado viajar por mar. Además, no creo tener suficiente dinero para pagar un nuevo pasaje. Tu precio es caro.
—En eso podemos ponernos de acuerdo. No querrás hacer solo todo ese camino… Te llevará mucho tiempo, y con esa carga tendrás que comprar un caballo.
Lo miré de reojo.
—Si no me hubieras obligado a vender el mío, ahora no sería preciso. De todos modos, aún me queda lo suficiente para comprarme un rocín.
Enseguida me recriminé mi estupidez. Acababa de revelarle que tenía más dinero.
—Como quieras —dijo—. Mi hijo desembarcará mañana y se detendrá en el Cancio para comprar las pieles que luego revenderemos en Novalo[6].
Aquel nombre me recordaba algo. Me vino a la mente una bahía, y poco a poco regresaron también los hechos. Volví a ver nuestra flota enfrentándose a la de los vénetos. Naves cuya enorme envergadura hacía minúsculos nuestros trirremes. Lo repetí para mis adentros, mientras las imágenes corrían por mi memoria.
—Sí, Novalo, ¿la conoces?
Asentí.
—Estuve allí hace bastante tiempo, cuando mi cabello era de otro color.
El mercader se detuvo un instante y me examinó de arriba abajo, antes de continuar.
—Yo debería proseguir solo y volver en unos veinte días. Bordearemos el litoral, nada peligroso.
—¿Nada peligroso?
Esta vez fui yo quien estalló en una carcajada.
—En estas aguas he visto olas tan altas como para aplastar contra los escollos los navíos más grandes, como si los hubiera arrojado Neptuno en persona.
El mercante estalló a reír y batió la mano sobre el borde de la embarcación, para mostrar su solidez.
—Mira aquí: madera de encina capaz de resistir los embates más violentos, clavijas de hierro de una pulgada y velas de cuero. Recuerda que nosotros, los venecianos, navegamos por este mar desde la noche de los tiempos, con las mejores naves jamás construidas.
Inspiré profundamente el aire salobre y miré al norte, hacia la costa ya cercana.
—Sí, conozco vuestras naves. Se maniobran solo con el viento.
Su rostro se ensombreció de golpe y dio un paso hacia mí.
—¿Qué quieres decir?
—Lo que he dicho, que se maniobran solo con el viento: no tienen remos.
Su voz se volvió nerviosa.
—Conoces Novalo, nuestras naves y mencionas a Neptuno. ¿Acaso combatiste en la batalla de la bahía, hace veinte años, quizás en la flota romana?
—No, presencié la batalla desde la costa, con el resto del ejército.
El hombre se volvió hacia mar abierto antes de observarme nuevamente. Llevó de nuevo la mirada más allá de la proa y bajó la cabeza.
—Mi padre estaba en una de esas naves y fue golpeado por esas largas hoces que usabais para cortar las cuerdas de las velas. No he vuelto a verlo.
Esta vez fui yo quien se acercó a él. Le puse la mano en el hombro.
—He combatido durante más de treinta años en las legiones de Roma y aún no he terminado. Lo lamento, sé qué se siente. También yo tengo una larga serie de amigos que llorar.
Me apartó la mano con un gesto de rabia.
—Si os hubierais quedado en Italia, no estaríamos aquí llorando a nuestros muertos.
Me alejé de él y me senté sobre un montón de sacos bastos, que contenían las finas pieles de vela por las cuales los vénetos eran famosos.
—Eso no es verdad y tú lo sabes. Os degollabais entre vosotros mucho antes de nuestra llegada, y seguís haciéndolo incluso ahora. Habéis estado siempre divididos y en guerra entre vosotros. Y quizás el único momento en que hallasteis la forma de colaborar en paz fue precisamente para combatirnos a nosotros.
No replicó, farfullando algo en su incomprensible dialecto. Sin duda estaba despotricando contra mí, o contra los romanos en general. Luego, mientras acomodaba un cabo, me examinó.
—¿Qué es lo que llevas encima? ¿El botín de una vida? ¿Acaso ese anillo se lo has quitado a un muerto, eh? De buen seguro que alguien debe de ir pisándote los talones. Tus ropas de mendigo y esa barba desaliñada no cuadran con el caballo que tenías en el puerto, ni con el oro que llevas encima.
Le sonreí instintivamente.
—No, aún no estaba muerto cuando se lo quité.
—Bien, de modo que he embarcado a un asesino, un asesino romano. Probablemente, considerando tus años, formabas parte de la legión que exterminó a la gente de mi ciudad.
Estaba visiblemente turbado, pero debo admitir que comenzaba a resultarme simpático, ahora que lo veía en dificultades. De pronto, me sentí a gusto. Había tomado la iniciativa, hecho muy importante para un militar. Aquella figura desgraciada casi me inspiraba ternura.
—Amigo, has embarcado a un viejo, a un soldado viejo y cansado que ya no tiene intención de empuñar la espada, sino solo un bastón para sostenerse. Y además en Novalo… —no me salía la palabra— prendimos, eso, prendimos solo al Senado y a algunos otros políticos.
Su rostro se puso morado y empezó a gritar:
—¡Los crucificasteis a lo largo de toda la costa de la bahía!
—Habíais retenido a nuestros embajadores a traición, ¿no te acuerdas?
No respondió. Continuaba caminando arriba y abajo, alternando las miradas al amarre, ya próximo, con ojeadas hostiles dirigidas a mí. Farfullaba sin cesar, para hacerse oír:
—Un viejo, sí, un viejo ladrón y asesino… y romano, por añadidura.
—Oye —dije, acomodándome sobre los sacos, con las manos detrás de la nuca—, he pagado generosamente por la travesía, no pienso permitir que un mercader gruñón me sermonee. Veamos, ¿dónde estabas en aquellos días?
—Estaba en los muros de mi oppido[7], rompiendo la cabeza de los romanos que se atrevían a trepar por ellos.
Estallé a reír, batiendo palmas, sin poder detenerme.
—¿Qué te parece tan divertido? Tus camaradas no son en absoluto divertidos y…
—¡Mentiroso! —lo interrumpí. Me levanté y me situé frente a él—. Eres un mentiroso, no hubo batallas en los oppida, en aquellos días —declaré, golpeándole el índice sobre el pecho—. Huíais como conejos; por eso tuvimos que usar la flota, para reteneros en vuestros escollos.
—Padre, ¿este viejo te está importunando? —dijo el hijo del mercader, viendo que nuestra discusión se iba acalorando—. Ya me ocupo yo de enseñarle buenos modales —continuó, con todo el ímpetu y la estupidez propias de la juventud, apartando la capa de piel para dejar a la vista el puñal que llevaba en el cinto.
El padre, de inmediato preocupado, se interpuso entre el hijo y yo, tratando de calmarlo y asegurándole que era una discusión sin importancia, que solo teníamos puntos de vista diferentes.
«Cuántos como tú he visto caer, muchacho». Le di la espalda y me dirigí hacia mi saco, lo abrí y extraje una enorme espada con vaina, de la cual sobresalía la empuñadura finamente elaborada. Los dos retrocedieron, con los ojos desorbitados.
—El hombre que blandía esta espada pesaba al menos el doble que tú —afirmé, dirigiéndome al muchacho—. Montaba un enorme caballo negro que lo hacía aún más gigantesco. Sigue los pasos de tu padre, muchacho, y hazte mercader. —Extraje el puñal de su funda, dejándolo de piedra, y lo miré a los ojos—: Mejor acostúmbrate al oro. El hierro no es para ti. —Y arrojé el arma a las olas, ante su mirada atónita—. Nunca te fíes de quien se pare delante de ti, hijo; incluso un pobre viejo como yo puede reservarte sorpresas. —Aparté a su vez la capa y mostré el cingulum[8] con la marca de la Décima Legión, del cual colgaban una daga y un gladio[9].
Solo entonces me di cuenta de que el pobre hombre estaba pálido como la luna y tenía los ojos aureolados de rojo. Le sonreí al tiempo que le ponía la mano en el hombro.
—Venga, no riñamos por historias de hace veinte años.
Regresé junto a mi saco, envolví en un paño de lino la espada con la vaina y después de haberlo guardado todo me acerqué a él, tendiéndole la mano. Pero el padre no la estrechó.
—Somos dos viejos combatientes, eso debería aproximarnos más que alejarnos. Sería mejor que nos contáramos cómo hemos logrado sobrevivir, y no obstinarnos en recordar contra quién luchamos, ¿no crees?
Al ver que no respondía comprendí que nunca había sido un combatiente.