Prólogo

El fuego se transformó en calor, humo y luz. Como una bestia sobrenatural que sale del útero abriéndose paso con sus garras, cobró vida con un parloteo que se elevó a rugido.

Y en un extraordinario momento lo cambió todo.

Se arrastró con movimientos sinuosos por la madera, como una bestia, señalando todo lo que antes era limpio y alegre con sus dedos negros y poderosos.

Tenía ojos, unos ojos rojos que todo lo veían y una mente tan excepcional, tan completa, que memorizaba todo cuanto quedaba dentro de su órbita.

Él lo veía como una especie de entidad, un dios dorado y carmesí que existía con la única finalidad de destruir. Y tomaba todo lo que se le antojaba sin remordimientos, sin piedad. Con tanto ardor…

Todo caía a su paso, como suplicantes que se arrodillan y lo adoran aunque se estén consumiendo.

Pero él lo había hecho, lo había creado. Por eso era el dios del fuego. Más poderoso que las llamas, más astuto que el calor, más sorprendente que el humo.

Porque el fuego no existía hasta que él le dio aliento.

Y, mientras lo veía moverse, se enamoró.

La luz parpadeaba sobre su rostro, bailaba en sus ojos fascinados.

Cogió una cerveza y disfrutó de su sabor fresco y ácido en la garganta, mientras su piel humeaba por el calor.

Sentía la exaltación en el estómago, el asombro en su mente. Las posibilidades se encendían como destellos en su imaginación mientras el fuego subía por las paredes.

Era bonito. Era fuerte. Era divertido.

Mientras lo veía cobrar vida, él cobró vida. Y su destino quedó marcado, señalado en su corazón y su alma.