9

Dejando aparte los zapatos rojos y sexis, a Reena se le ocurrían muy pocas cosas más entretenidas para un domingo por la tarde que una ronda bateando. Sol, béisbol y un chico atractivo con quien compartirlos.

¿Quién podía quejarse?

Reena se ajustó el casco, se colocó en posición y asestó un fuerte golpe a la pelota que volaba hacia ella. La pelota salió disparada.

—Tengo que decirlo, Hale. Estás en buena forma.

Ella sonrió, dio una patada a la tierra, se preparó para batear otra vez. Quizá hubiera preferido que admirara su figura y no su habilidad para batear, pero su vena competitiva no le habría permitido batear como una chica.

—Tienes toda la razón —concedió ella, y se balanceó probando el bate—, esa es fácil para un fielder del lado derecho del campo.

—Depende del fielder. —Hugh golpeó una pelota—. Ahí tienes una doble.

—Depende del runner.

—Mierda. —Pero se rio y golpeó la siguiente bola.

—Hablando de estar en forma, tú tampoco eres manco. ¿Juegas alguna vez?

—En el instituto. —Lanzó una más allá de la foul line—. La empresa tiene un equipo de softball. Yo corro segundo.

—Cuando juego, yo normalmente elijo la zona izquierda del campo.

—Tienes buenas piernas, sí.

—En el instituto hacía atletismo. —Le habían aconsejado que aprendiera a correr, y ella lo hizo.

Le tocaba otra vez, quiso golpear demasiado pronto y hubo strike.

—Quería seguir en la universidad, pero llevaba demasiadas cosas. Así que lo dejé. Tienes que mantener los ojos en la pelota —dijo en parte para sí misma, y golpeó.

—Esa se va fuera. Tendríamos que jugar un partido en Candem Yards alguna vez.

Ella lo miró, sonrió.

—Desde luego.

Cuando Hugh mencionó que tomaran unas cervezas y algo de comida en un bar, Reena estuvo a punto de proponer que fueran a Sirico’s. No, todavía no, decidió. No estaba preparada para dejar que la familia y los vecinos lo miraran con lupa.

Entraron en un Ruby Tuesday’s y compartieron unos nachos y unas cervezas.

—Bueno, ¿dónde aprendiste a utilizar el bate?

—Mmm. —Reena se lamió un poco de queso fundido del dedo—. Me enseñó mi padre. Le encanta el béisbol. Cuando éramos pequeñas íbamos a ver algunos partidos cada año.

—Sí. Sois una familia algo grande, ¿no?

—Tengo dos hermanas mayores y un hermano menor. Cuñado, sobrina y sobrino por cortesía de mi hermana mediana. Futuro cuñado gracias a la mayor. Se casa en otoño. Tías, tíos, demasiados primos para nombrarlos a todos. Y eso que solo te estoy hablando de primos hermanos. ¿Y tú?

—Tres hermanas mayores.

—¿De verdad? —Más cosas en común, decidió. No se sentiría intimidado por una familia grande—. Y tú eres el rey de la casa.

—Y qué más. —Sonrió, brindó por ella—. Están casadas. Y entre las tres tienen cinco criaturas.

—¿Qué hacen tus hermanas?

Por un momento él pareció quedarse en blanco.

—¿Hacer de qué?

—De trabajo.

—No trabajan. Ya sabes, son amas de casa.

Ella lo miró arqueando las cejas y dio otro trago a la cerveza.

—Yo pensaba que eso era trabajo.

—Yo no lo haría por mucho que me pagaran, de modo que, sí, supongo que es verdad. Tu familia tiene ese restaurante, ¿no? Sirico’s. Unas pizzas increíbles.

—Es el mejor de Baltimore. Ya vamos por la tercera generación. Mi hermana Fran es la copropietaria. Y Jack, el chico con el que se casa, trabaja la masa. Tú eres la segunda generación de tu familia que hace de bombero, ¿verdad?

—Tercera. Mi padre sigue en activo. Ha comentado algo de retirarse, pero no sé. Es algo que llevas dentro.

Reena pensó en el laberinto, y en el hecho de que quería volver a hacerlo. Más deprisa y mejor.

—Lo sé.

—Pero ya tiene cincuenta y cinco años. La gente no sabe el estrés físico que conlleva este trabajo.

—O el emocional, o el psicológico.

—Sí, bueno, eso también. —Se recostó en su asiento y la estudió detenidamente—. Físicamente lo llevas bien. El Laberinto no es para debiluchos. Y has colaborado en un par de extinciones. Tienes una constitución fuerte como un… como un galgo.

Es posible que llevara una temporada sin salir con nadie, pero aún se acordaba de cómo se flirteaba.

—No sabía si te habrías fijado.

A Reena le gustaba su sonrisa, su espontaneidad y su descaro, Aquella sonrisa le decía que sabía muy bien quién era, qué era y qué quería.

Y en aquel momento le sonrió.

—Me había fijado. Sobre todo cuando corres en la Academia con ese pantalón corto. De todos modos, la mayoría de las mujeres no aguantan la parte física.

—Y muchos hombres tampoco.

—Por supuesto. No era un comentario sexista. —Levantó una palma en alto—. Lo que digo es que eres una de las pocas mujeres que están a la altura. Tienes energía, instinto y cerebro. Y no te faltan agallas. Así que no entiendo por qué no te unes a nosotros.

Ella cogió otro nacho. Hugh no era de los que hacen elogios porque sí, y Reena lo sabía. Así que se tomó sus comentarios en serio y le contestó formalmente.

—Lo he pensado, y la verdad es que a veces me encanta. Durante los entrenamientos, o cuando estoy trabajando con vosotros en un turno. Pero apagar incendios no es lo que me atrae. Y tiene que atraerte. A mí lo que me apasiona es saber cómo funciona un fuego y por qué. Cómo ha empezado, por qué, quién lo ha iniciado. Eso es lo mío. Entrar en un edificio en llamas exige valor y energía.

—Tú también lo has hecho —señaló él.

—Sí, bueno, sí, porque tenía que hacerlo y ver cómo es. Pero no es lo mío. Lo que yo quiero es entrar en ese edificio más tarde y reconstruir los hechos, encontrar el porqué.

—El departamento tiene inspectores. Mínger es uno de los mejores.

—Sí. Había considerado esta opción. John, bueno, es uno de mis héroes. Pero… hay algo que la mayoría de civiles no entienden. Al pirómano. Lo que provoca con sus actos, y no solo a las propiedades materiales. Lo que un incendio puede hacer a la gente, a un barrio, a un negocio, una economía. A una ciudad.

Levantó un nacho que goteaba, encogió los hombros para quitarle importancia.

—Así que esa es mi misión en la vida. Tú combates el fuego, Fitzgerald. Luego yo me encargo de resolverlo.

No era de los que te cogen la mano, Reena se dio cuenta, pero la acompañó hasta la puerta de su casa. Y en cuanto llegaron la empujó contra ella para darle otro de esos besos exuberantes e inesperados.

—Todavía es pronto —dijo él cuando levantó la cabeza.

—Sí. —Y le molestaba seguir sintiendo que, después de un par de citas informales, aún era demasiado pronto para ella—. Pero…

Él pestañeó, pero aquellos ojos lacustres parecían divertidos.

—Tenía la sensación de que lo ibas a decir. ¿Quieres que juguemos algún partido esta semana?

—Sí, me encantaría.

—Te llamaré y quedaremos. —Empezó a alejarse, pero volvió y la besó otra vez—. Tienes unos labios estupendos.

—A mí también me gustan tus labios.

—Oye, ¿tienes algún día libre dentro de poco?

—Supongo que podría cogerme algún día más aparte de los días que libro. ¿Por qué?

—Tenemos una casa en los Outer Banks. Una vieja casita de playa. No está mal. La próxima vez que tenga fiesta, si tú lo puedes arreglar, podíamos pasar allí un par de días. Y que vengan Steve y Gina también.

—¿Un par de días en la playa? ¿Cuándo nos vamos?

Él volvió a dedicarle esa sonrisa.

—Miraremos nuestros horarios y quedamos después.

—Empezaré a preparar la maleta.

Reena entró y se puso a bailar por la minúscula sala de estar.

La playa, un chico guapo, buenos amigos. En aquellos momentos la vida era maravillosa.

En realidad, era demasiado maravillosa para quedarse en un apartamento vacío una noche de verano.

Así que cogió sus llaves otra vez y salió.

Salió por la puerta justo cuando el coche de Hugh giraba a la izquierda en la esquina y, algo distraída, vio que un coche giraba detrás. Reena se besó los dedos mirando en aquella dirección y echó a andar en dirección contraria para ir a Sirico’s.

Le gustaba estar de vuelta en el barrio. Se lo había pasado bien viviendo en grupo en aquella casa, y le encantaba el pequeño cuchitril que había conseguido mientras hacía las prácticas en el campus de Shady Grove al oeste de Baltimore. Pero aquello era su hogar.

Las hileras de casas con sus escalones blancos o sus pequeños porches, los tiestos de flores o las banderas italianas que ondeaban de un mástil en los tejados.

Siempre había cerca alguien a quien saludar.

Reena se tomó tiempo, admiró algunos de los murales pintados en las puertas mosquiteras y se preguntó si pedirle a su madre que hiciera uno para ella y Gina. Seguramente tendrían que pedir permiso al propietario, pero, como era primo de Gina, seguramente no habría problema.

Dio un rodeo por media manzana para mirar durante unos minutos la partida de petanca entre unos ancianos con coloridas camisas.

¿Por qué no se le había ocurrido preguntarle a Hugh si quería dar una vuelta para ver un poco del color local?

Lo que tenía que hacer era preguntar, como si nada, si quería que fueran a la sesión de cine al aire libre del viernes por la noche.

Era una tradición del barrio. Y a veces también había música en directo… y por tanto baile. Después de todo, a lo mejor sí podía ponerse los zapatos rojos.

Lo pensaría. A lo mejor quedaban en una doble cita con Gina y Steve. Pero, por el momento, valía la pena disfrutar del resto de la noche.

Los domingos por la noche siempre había mucho trabajo en Sirico’s. Si quería pasar unos momentos con alguien de la familia antes de que empezara el caos, no podía perder tiempo.

Cuando Reena entró en el restaurante, la cosa ya estaba empezando a animarse. La recibieron el murmullo de las conversaciones, el tintineo de la cubertería, el sonido del teléfono.

Pete estaba en la mesa donde trabajaba las pizzas, su madre en la cocina. Fran y dos de los camareros, que su padre seguía llamando hijos, se encargaban de servir las mesas.

Por un momento Reena vislumbró su futuro inmediato ante sus ojos en la forma de un delantal y un cuaderno para tomar nota. Iba a llamar a Fran, pero entonces vio a Bella sentada a una mesa, mordisqueando un antipasto.

—Eh, desconocida. —Reena se sentó en la otra silla—. ¿Qué haces por aquí?

—Vince está jugando al golf. He pensado que podía traer a los niños un rato.

—¿Dónde están?

—Papá y Jack se los han llevado a dar una vuelta, al puerto. Mamá te llamó para decirte que estaba aquí, pero no te localizó.

—Ni siquiera me había parado a mirar el contestador. —Estiró el brazo y cogió una de las olivas del plato de Bella—. La partida de petanca se está acabando. De aquí a una media hora recibiremos una avalancha.

—Es bueno para el negocio. —Bella encogió un poco los hombros.

Tenía un aspecto magnífico. La vida que siempre había deseado le sentaba muy bien. Se la veía muy refinada. Su pelo rubio y sedoso con unas hábiles mechas rodeaba el rostro de piel fina y suave. Había oro en sus orejas, en los dedos, alrededor del cuello.

Detalles discretos y caros, en consonancia con la camisa de lino rosa claro.

—¿Y tú? —preguntó Reena—. ¿Estas tan bien como aparentas?

Una sonrisa aleteó en los labios de su hermana.

—¿Y cómo de bien se me ve?

—De portada de revista.

—Gracias. He hecho un gran esfuerzo. Se necesita tiempo para perder peso después de tener un hijo, para recuperar la forma. Tengo un entrenador personal, y a su lado Atila el rey de los hunos no era más que un marica. Pero vale la pena.

Extendió la mano para enseñarle el brazalete de zafiros y diamantes.

—El regalo de Vince por haber vuelto al peso que tenía antes de tener a Vinny.

—Bonito. Brillante.

Bella rio, volvió a encogerse de hombros y se puso a mordisquear un poco de prosciutto.

—De todos modos he venido para ver si puedo hacer que Fran cambie de opinión sobre la boda.

—¿Qué le pasa?

—No entiendo por qué insiste en ofrecer la recepción en una sala minúscula pudiendo utilizar nuestro club de campo. Hasta he traído una lista de menús, floristas, músicos. No tiene por qué conformarse con cualquier cosa sabiendo que yo puedo ayudarla,

—Eres muy amable. —Y lo decía de verdad—. Pero creo que Fran y Jack quieren algo más sencillo y cerca de casa. Son más modestos, Bella. Y no es una crítica —dijo tocando la mano de su hermana cuando vio el destello de sus ojos—. De verdad. Tu boda fue espectacular, preciosa, un reflejo exacto de cómo eres tú. La de Fran tendría que ser un reflejo de su personalidad.

—Yo solo quiero compartir lo que tengo con ella. ¿Qué hay de malo en eso?

—Nada. Y ¿sabes? Yo creo que podrías ayudar con las flores.

Bella pestañeó sorprendida.

—¿En serio?

—Se te da mejor que a Fran y a mamá. Creo que tendrían que dejarte decidir a ti en eso, sobre todo si tienes intención de ayudar a pagarlas.

—Yo lo haría encantada, pero no me…

—Yo las convenceré.

Bella se recostó en su asiento.

—Sí, podrías. Tú siempre has sabido convencerlas.

—Pero con una condición. Si Fran quiere flores sencillas, no te empeñes en comprar camiones de orquídeas exóticas ni nada por el estilo.

—Si quiere algo sencillo, le conseguiré algo sencillo. Pero de una sencillez exquisita. Y puedo convertir esa pequeña sala en un vergel. En el jardín de una casita de campo —añadió al ver que Reena la miraba entrecerrando los ojos—. Dulce, anticuado, romántico.

—Perfecto. Cuando me llegue mi turno te contrataré.

—¿Hay alguien a la vista?

—De momento no busco marido. Pero tengo un posible novio. Bombero.

—Oh. Menuda sorpresa.

—Es increíble —dijo Reena mientras se comía otra oliva—. Excelentes posibilidades en la cama.

Bella lanzó una risa ahogada.

—Ay, Reena, cómo te echo de menos.

—Y yo a ti.

—No pensé que me pasaría.

Esta vez fue Reena quien rio.

—De verdad. No pensaba que os echaría tanto de menos. Ni esto. —E hizo un gesto para abarcar el restaurante—. Pero a veces me pasa.

—Bueno, nosotros siempre estamos aquí.

Reena se quedó mucho más de lo que pensaba, hasta bastante después de que Bella se fuera con sus hijos a su extensa propiedad en una zona residencial. Cuando la cosa se tranquilizó un poco, llevó a su madre y a Fran hasta una mesa.

—Charla entre mujeres.

—Cualquier excusa es buena para descansar un rato. —Bianca se sentó y sirvió agua para todas.

—Se trata de la boda y de Bella.

—Oh, no empieces. —Fran se llevó las manos a los oídos. Meneó la cabeza, haciendo ondear su pelo—. No quiero una ceremonia en un club de campo. No quiero un montón de camareros con esmoquin sirviendo champán ni un jodido cisne de hielo.

—No te lo reprocho. Pero ¿y flores? ¿Quieres flores?

—Pues claro que quiero flores.

—Deja que Bella se encargue.

—No quiero…

—Espera. Ya sabes más o menos lo que quieres, los colores que quieres. Pero Bella entiende más de esas cosas. Si una cosa tiene es estilo.

—Nos asfixiará en un mar de rosas rosas.

—No, ya verás. —Y si no, pensó Reena, ella asfixiaría a Bella personalmente con las dichosas rosas después de la ceremonia—. Tú quieres una boda sencilla, a la antigua, romántica. Bella lo entiende. No, miento, no lo entiende, pero sabe que es tu estilo. Y que es tu día. Quiere ayudar. Necesita sentirse incluida.

—Y lo está. —Fran se atusó el pelo mientras Bianca seguía sentada en silencio—. Es dama de honor.

—Bella quiere ofrecerte algo. Porque te quiere.

—Oh, vamos Reena. —Fran apoyó la cabeza en la mesa y la golpeó ligeramente con la frente—. No me hagas sentirme culpable.

—Está aburrida. Se siente aislada.

—Mamá, ayúdame.

—Primero quiero oírlo todo y saber por qué Reena se ha puesto de parte de tu hermana en este asunto.

—Muy sencillo: creo que Bella… No, sé que puede hacerlo. Y paga ella. —Señaló con el dedo a Fran cuando vio que levantaba la cabeza bruscamente con expresión de protesta—. No es ningún insulto que tu hermana te regale algo, así que calla. Quiere regalarte las flores de tu boda, y lo que más desea es saber que te han gustado, así que no te preocupes tanto, no lo estropeará. Venga, deprisa, dime cinco nombres de flores que no sean rosas.

—Mmm… azucena, geranio… mierda, crisantemos, pensamientos. Esto es demasiada presión.

—¿Recuerdas cómo fustigaba a los paisajistas cuando estaba arreglando sus jardines, los arbustos? Ella entiende mucho más que nosotras de eso, y sabrá coordinar muy bien algo así. Dice que podría hacer una creación temática: jardín de una casita rústica. No entiendo muy bien lo que significa eso, pero suena bien.

Fran se mordió el labio.

—Yo tampoco sé muy bien qué significa. Pero suena bien, sí.

—Para ella significaría mucho y creo que, cuando lo veas terminado, también significará mucho para ti.

—Podría hablar con ella. Podríamos ir a un florista, o que me enseñe otra vez sus jardines y me explique qué idea tiene exactamente.

—Bien. —Reena, que sabía muy bien cuándo había que abandonar el campo de batalla, se levantó—. Bueno, tengo que irme. —Se inclinó y besó a su hermana, y cuando quiso inclinarse para besar a su madre, esta se levantó.

—Salgo un momento contigo y así tomo un poco el aire.

Cuando salieron por la puerta, Bianca rodeó la cintura de su hija con un brazo.

—No me lo esperaba. Normalmente nunca te pones de parte de Bella.

—No suelo estar de acuerdo con ella. Pero mi instinto me dice que en esto es imposible que la pifie. En parte es por Fran, y en parte para satisfacer su propio ego. No puede salir mal.

—Qué lista eres. Siempre lo has sido. ¿Y por qué no vamos todas a mirar las flores? Las mujeres de Sirico’s.

—Vale, claro.

—Llámame cuando llegues a casa.

—Mamá.

—Tú llama para que sepa que has llegado bien.

«Cuatro manzanas y media —pensó Reena mientras se alejaba—. Por mi barrio, una agente de policía».

Pero de todos modos llamó a su madre cuando llegó.

Que fuera una policía novata significaba que ocupaba la parte más baja en la cadena de mando. El hecho de que se hubiera graduado entre el cinco por ciento de los mejores de su promoción no le sirvió de gran cosa una vez que estuvo vestida con su uniforme y patrullando las calles.

Pero no le importaba. Le habían enseñado a abrirse camino por sí misma.

Y le gustaba patrullar. Le gustaba poder hablar con la gente, tratar de resolver sus problemas o disputas.

Ella y su compañero, un hombre que llevaba diez años en el cuerpo y se llamaba Samuel Smith, acudieron a una llamada por un alboroto en West Pratt, en la zona sudoeste de la ciudad, que localmente se conocía como Sowebo.

—Pensaba que íbamos a pasar por Krispy Kreme —se lamentó Smithy cuando giraron para dirigirse a la zona.

—¿Cómo puedes comerte todos esos donuts y no engordar?

—Sangre de poli. —Y le guiñó un ojo. Medía metro noventa y pesaba unos sólidos ochenta y dos kilos. Su piel era de color de nuez, los ojos perspicaces y negros. Sin uniforme debía de intimidar. Con él, tenía un aspecto feroz.

Para alguien que cumplía su primer año en el cuerpo era un alivio que le hubieran asignado un compañero con la constitución de un toro. Y, siendo originario de Baltimore, conocía la ciudad tan bien o mejor que ella.

Cuando giraron en la esquina, vio a la gente que se había congregado en la acera. Aquella zona iba más con galerías de arte y edificios históricos que con la pelea callejera que se estaba produciendo.

Sí, la mayoría de la gente que había mirado iba bien vestida…muchos colores llamativos, y el negro de Nueva York.

Reena se apeó del coche con Smithy. Se abrieron paso entre la multitud.

—Abran paso, abran paso —decía Smithy con voz atronadora, y la gente se iba apartando.

Pero los dos hombres que rodaban por el suelo no dejaban de golpearse. Con muy poco acierto, según vio Reena.

Sus zapatos de diseño tenían arañazos, y las chaquetas de corte italiano quedarían para tirarlas, pero la sangre no había llegado al río.

Reena y Smithy se agacharon para separarlos.

—Policía. Basta ya.

Reena fue a por el más pequeño. Cuando lo cogió del brazo, el hombre se dio la vuelta, con el otro puño cerrado. Ella vio venir el golpe. Solo tuvo tiempo de pensar, mierda, y lo paró con el antebrazo. Aprovechando el impulso del hombre, lo empujó de cara al suelo y le sujetó las manos a la espalda.

—¿Me ibas a pegar? ¿Pensabas pegarme un puñetazo a mí? —Lo esposó mientras el hombre se balanceaba como una tortuga panza arriba—. Te vamos a acusar de agredir a un policía.

—Empezó él.

—Pero ¿qué tienes, once años?

Lo obligó a levantarse. Tenía la cara algo magullada, y aparentaba unos veintitantos años. Su adversario, de una edad parecida y con una constitución similar, estaba sentado en el suelo, como le había indicado Smithy.

—¿Has golpeado a mi compañera? —El policía señaló al otro detenido—. Tú quietecito —le ordenó, y se levantó para mirar a la cara al agresor. Era como una secoya ante un árbol joven—. ¿Te has atrevido a golpear a mi compañera?

—No sabía que era policía. No sabía que era una mujer. Y ha empezado él. Puede preguntárselo a cualquiera. Él me empujó primero.

—No he oído que te disculpes —Smithy se dio unos toquecitos en la oreja—. Agente Hale, ¿ha oído disculparse a este imbécil?

—No, no lo he oído.

—Lo siento. —El hombre no parecía sentirlo, pero se le veía mortificado, al borde de las lágrimas—. No pretendía pegarle.

—No me has pegado. Golpeas como una chica. Y los demás, vuelvan todos a sus cosas —ordenó a los curiosos—. Bueno, ahora puedes contarme tu versión mientras el otro le cuenta la suya a mi compañero. Y no quiero volver a oírte decir que él ha empezado.

—Una mujer —dijo Smithy con un suspiro cuando se iban—. Siempre es por una mujer.

—Eh, no culpes a las de mi sexo por la estupidez de los hombres.

Él volvió la cabeza, abriendo mucho los ojos.

—Ah, pero ¿tú eres mujer, Hale?

—¿Por qué siempre me tienen que tocar los listillos?

—Lo has hecho muy bien. Tienes buenos reflejos y has sabido mantener la calma.

—Si me hubiera acertado, habría sido distinto. —Pero se recostó en el asiento, satisfecha por el trabajo bien hecho—. Tú pagas los donuts.

Cuando llegó al apartamento después del turno, no había nadie. Encontró una nota pegada en la puerta de la nevera, con la letra grande y florida de Gina, y una fotografía de su tía extrainmensa, Opal. Gina la tenía allí para contenerse cuando tuviera ganas de picar.

He salido con Steve. Si quieres venir estamos en el Club Dread. A lo mejor viene Hugh.

Xxxooo

G

Reena lo pensó, se quedó en la cocina pensando qué podía ponerse. Y entonces meneó la cabeza. No estaba de humor para discotecas.

Quería quitarse el uniforme, ponerse cómoda y estudiar. John le pasaba archivos de viejos casos, la dejaba analizarlos y tratar de determinar si se trataba de incendios accidentales o provocados, buscar el cómo y el porqué.

Cuando entrara en la unidad de delitos incendiarios, todas esas horas que pasaba reconstruyendo casos le serían muy útiles.

Pero en vez de eso entró en su habitación. El reflejo del espejo le llamó la atención, la hizo detenerse, estudiar su imagen.

Quizá no pareciera especialmente femenina con el uniforme, pero le gustaba la imagen que daba. De autoridad y seguridad, Aunque ese día se había llevado un buen susto en la calle, y se dio cuenta de lo fácil que sería que la hirieran. Aunque solo fuera con un puñetazo.

Pero había sabido manejar la situación. Y significaba mucho para ella que Smithy se lo hubiera dicho.

Aunque se sentía más a gusto en casa, con los libros y los archivos y los estudios, podía arreglarse en la calle. Estaba aprendiendo a hacerlo.

Se quitó la gorra y la guardó en el vestidor. Sacó su arma. Cuando se estaba desabrochando la camisa y vio el práctico sujetador blanco de algodón frunció el ceño.

Tenía que salir de compras otra vez, decidió en ese mismo momento. Y comprar ropa interior sexy. No había nada en la normativa sobre la ropa interior de las oficiales femeninas. Y saber que llevaba algo bonito y femenino debajo podía subirle la moral.

Con aquella idea en la cabeza, se preparó un baño de burbujas, encendió unas velas, se sirvió un vaso de vino.

Y estuvo leyendo sobre el fuego en la bañera.

El teléfono sonó, pero Reena dejó que saltara el contestador.

Solo estaba escuchando a medias cuando la voz burbujeante de Gina invitó al que llamaba a dejar un mensaje. Pero se incorporó de golpe, desplazando un montón de agua, cuando la persona habló.

—«Hola, puta. ¿Estás sola? A lo mejor me paso a verte. Ha pasado mucho tiempo, apuesto a que me has echado de menos».

Reena se puso de pie, y las velas se apagaron con el agua. Fue a toda prisa a por su arma, desnuda, chorreando, y la sacó de la pistolera. La cogió, se echó encima un albornoz y fue a la puerta a comprobar las cerraduras.

—Seguramente es algún imbécil —dijo en voz alta para tranquilizarse a sí misma—. Algún idiota.

Pero comprobó también las ventanas, miró a la calle.

Y después se pasó el mensaje otras dos veces. La voz no le sonaba. Y el teléfono no volvió a sonar.

No jugaron ningún partido, ni fueron al cine el viernes. O no podían por el horario de él o por el de ella. Pero consiguieron quedar para comerse una hamburguesa cerca del parque de bomberos.

—Gina ha hecho y ha deshecho la maleta tres veces —le dijo Reena—. Parece que se va de safari y no un par de días a la playa.

—No he conocido a ninguna mujer que no se lleve el doble de las cosas que necesita.

—Pues aquí tienes una.

Él le sonrió, dio un bocado a su hamburguesa.

—Sí, ya lo veremos cuando lleguemos allí. ¿Seguro que has anotado bien las indicaciones? Puedo esperar hasta mañana para irme si tienes miedo de perderte.

—Creo que me las arreglaré. Siento no poder irme antes. Pero de todos modos Gina también está liada hasta mañana por la tarde. Iremos los tres juntos. Para la medianoche ya estaremos allí.

—Dejaré la luz encendida. La verdad es que así será mejor. Podré airear un poco la casa. No la hemos usado mucho esta temporada. Y saldré a comprar provisiones. Me han dicho que sabes cocinar.

—Nací con una sartén en una mano y una cabeza de ajos en la otra. —Y además le gustaba cocinar, el hecho en sí y su faceta artística—. ¿Por qué no compras unas gambitas? Prepararé unos scampi.

—Suena genial. Espero que lleguéis sin contratiempos. Estamos en mitad de semana, de noche. No encontraréis mucho tráfico cuando lleguéis a Carolina del Norte. —Consultó su reloj—. Si salgo ahora, calculo que llegaré a Hatteras hacia las dos de la mañana.

Levantó la cadera, se sacó la cartera del bolsillo y dejó unos billetes en la mesa.

—No hay teléfono en la casita, pero podéis llamar al mercado de Frisco y ellos me harán llegar el mensaje.

—Sí, papá, ya lo habías dicho. No te preocupes por nosotros. Estaremos bien.

—De acuerdo. —Se incorporó, se inclinó hacia ella y la besó—. Conduce con cuidado.

—Tú también. Nos vemos mañana por la noche.

Es tan fácil, tan patéticamente fácil… No hay nadie en tropecientos kilómetros a la redonda.

«Take me home, country roads».

Hace una noche magnífica, con montones de estrellas, pero sin luna. Está lo suficientemente oscuro, lo suficientemente desierto. Le adelanté ocho kilómetros atrás, así que viene hacia aquí. Ahora solo tengo que elegir el sitio y prepararme.

Paro en el arcén y abro el capó. Podría encender un fuego, pero a lo mejor llega antes algún otro hijo de puta y se para.

Esta noche solo tengo tiempo para uno.

Solo uno.

Y él parará. Oh, de eso no hay duda. Las buenas personas siempre se paran, los buenos samaritanos. No será el primero que te cargas de esta forma. Y seguramente no será el último.

Tengo esta vieja tartana. El paleto al que se la robé estará lamentándose con una cerveza en las manos. Tengo la linterna. Tengo la .38.

Ahora me inclino sobre el capó, me pongo a silbar una canción. También podría fumarme un pitillo para pasar el rato. Llegará en cualquier momento.

Veo luces, mejor pon cara de desesperado. Saldré a un lado de la carretera y levantaré una mano. Y si no es él, agitas la mano para que quien sea siga su camino. «No, gracias, ya está —le dices—. Ya he conseguido arrancarlo, ¡gracias por parar!».

Pero es él, sí, señor. Un hombre grande con un gran Bronco azul. Y, tan predecible como el amanecer. Detiene el coche para echar una mano a un pobre tipo en apuros.

Voy hasta la puerta. Es mejor que no se baje.

¡Eh! —Pongo una amplia sonrisa de alivio, le enfoco la linterna en los ojos—. No sabe cómo me alegro de verle.

Hugh se protegió los ojos de la luz.

—¿Tiene algún problema?

Ya no. —Levantó la pistola y le pegó dos tiros en la cara.

Su cuerpo se sacude como una marioneta. Ni su madre le reconocería la cara. Bueno, ahora a ponerse los guantes, le quito el cinturón a este soplapollas y lo echo a un lado. Lo único que tengo que hacer es conducir este bonito vehículo al bosque. Pero no demasiado lejos. Después de todo, lo que quiero es que le encuentren deprisa.

Le pinchamos una rueda. Así parecerá que tuvo problemas, y alguien vino y le dio más de lo mismo.

Cojo la lata de gasolina.

Bueno, a ver, cogemos la cartera, el reloj.

¡Oh, no! ¡Al pobre cabrón lo atracaron y lo mataron cuando iba a la playa! ¡Qué tragedia!

Ja, qué risa. Ahora a remojarlo todo bien con gasolina, la tapicería. Abro el capó, enciendo el motor. Empapo bien esos neumáticos. Y retrocedo un poco… ¡la seguridad ante todo!

Y le prendo fuego a ese cabrón.

Mira cómo se quema. Mira. Una antorcha humana, ardiendo como un hijo de puta. El primer minuto es lo mejor, los uush y el resplandor. Los que se quedan a mirar y mirar son solo unos aficionados. Porque lo que cuenta es solo el primer minuto.

Bueno, ahora nos vamos y conducimos esta vieja tartana de vuelta a Maryland. A lo mejor me como unos huevos con beicon para desayunar.

Fue Steve quien le dio la mala noticia. Se presentó en la comisaría y se plantó ante la mesa donde ella estaba picando un informe sobre un incidente. Sus ojos brillaban como el fuego en su cara blanca.

—Eh, ¿qué pasa? —Levantó la vista, dejó de picar—. Oh, no me digas que tienes turno doble y no puedes venir. Estoy a punto de acabar, y luego me iba corriendo a casa a preparar mis cosas.

—Yo… ¿Tienes un minuto? En privado.

—Claro. —Reena se alejó de la mesa mientras lo miraba. Se notaba los nervios en el estómago—. Algo pasa. Gina…

—No, no es Gina.

—Bueno, entonces… ¿Hugh? ¿Ha tenido un accidente? ¿Es grave?

—No, no ha sido un accidente. Es malo. Muy malo.

Reena lo aferró del brazo, lo arrastró al pasillo.

—¿Qué? Dímelo ya.

—Está muerto. Dios, Reena. Está muerto. Acaba de llamarme su madre.

—¿Su madre? Pero…

—Le han matado. Le han pegado un tiro.

—¿Matarle? —La mano con que le sujetaba el brazo quedó nacida.

—Al principio la mujer no decía nada coherente. —La boca de Steve se cerró, mientras miraba con dureza por encima de su cabeza—. Pero hice lo que pude para que se explicara. Alguien le disparó. Iba de camino a la casa, solo estaba a un par de horas de la isla y al parecer alguien le hizo parar o hizo que se saliera de la carretera, o tuvo un pinchazo. No estoy seguro. La mujer no lo sabía muy bien. —Aspiró con fuerza—. Pero le han disparado, Reena. Dios, le han disparado, y luego prendieron fuego al coche para ocultar el crimen. Se llevaron la cartera y el reloj. Y no sé qué más.

Reena notaba la náusea en el fondo de la garganta, pero se la tragó.

—¿Le han identificado, están seguros de que es él?

—Tenía, mmm… tenía cosas en el coche, cosas que no se han quemado y que llevan su nombre. Los papeles del coche estaban en la guantera. Sus padres me han llamado desde allí. Era él, Reena. Está muerto.

—Iré a ver qué puedo averiguar. Llamaré a la policía local y a ver qué me dicen.

—Le dispararon en la cara. —La voz de Steve se quebró—. Su madre me lo dijo. Le dispararon en la jodida cara. Por un maldito reloj y lo que llevara en la cartera.

—Siéntate. —Le hizo sentarse en un banco, se sentó junto a él y le cogió de la mano.

Descubriera lo que descubriese, pensó, un hombre, un buen hombre al que había dado un beso de despedida hacía menos de veinticuatro horas, estaba muerto.

Y de nuevo, el fuego la perseguía.