Baltimore, 1996
¿Hasta qué punto podía ser tan duro? Reena dio una vuelta alrededor de aquel remolque de aspecto inocuo, que todos conocían como «el laberinto». A lo mejor tenía una reputación casi mítica en el departamento, pero a ella no le asustaba. Claro, había oído las historias que contaban, los chistes, las advertencias sobre los peligros a los que se enfrentaba un nuevo recluta dentro de aquella caja, pero en el fondo ¿no se trataba ante todo de concentrarse?
Reena había pasado los entrenamientos sobre edificios en llamas allí mismo, en la academia. Había sido capaz de soportar el estrés físico. Trepando por escalerillas, encaramándose a las paredes… con todo el equipo. Había hecho turnos… la mayoría no eran más que visitas a la escena, es verdad, pero también se había encargado de la manguera en dos incendios residenciales.
Y controlar una manguera viva no es para endebles ni débiles de corazón.
Ya era policía, ¿no? Y estaba orgullosa de su uniforme. Pero si quería que la ascendieran a investigadora de la brigada de incendios, si quería llevar la placa de la unidad, tenía que entender el fuego desde dentro. Mientras no fuera capaz de hacer lo que hacía un bombero, mientras no lo hiciera, no habría logrado su objetivo personal.
No solo en el laboratorio, no solo en los simulacros. No se contentaría con nada que no fuera la práctica.
Estaba en buena forma, se recordó a sí misma. Había trabajado muy duro para cubrir su constitución huesuda de músculo. De la clase de músculo que permite subir y bajar de una carrera cinco pisos con todo el equipo de bombero.
Se lo había ganado, junto con el respeto de los hombres y mujeres que trabajaban en primera línea contra el fuego.
—No tienes por qué hacerlo, lo sabes, ¿verdad?
Ella se volvió y miró a John Minger.
—Sí, sí que tengo que hacerlo. Por mí. Y es más, puedo hacerlo.
—Una forma un poco absurda de perder una bonita mañana de sábado.
En eso tenía razón. Pero era su misión y, aunque no habría sabido explicarlo, también era su recompensa.
—Aún brillará el sol cuando salga. Los pájaros seguirán cantando. —Pero ella sería diferente. Al menos eso esperaba—. No te preocupes, John, estoy bien.
—No, no es verdad. Tu madre me va a arrancar la cabeza. —Cambió de postura, examinó el laberinto.
Rondaba los sesenta años. Las patas de gallo que rodeaban sus ojos estaban muy marcadas.
Confiaba en ella, y estaba orgulloso de sus logros y de la obstinación con que trataba de alcanzar sus metas, como un padre. Pero también estaba preocupado.
—Nunca he visto a nadie entrenar con tanto empeño como tú.
Por un momento, una expresión de sorpresa afloró en el rostro de Reena, pero enseguida sonrió.
—Me gusta que me lo digas.
—Has hecho muchas cosas en estos últimos años, Reena. El entrenamiento, los estudios, el trabajo. —Y se preguntó si la llama que se encendió en ella cuando tenía once años se había avivado el día que el chico que le gustaba murió en un incendio—. Eres rápida.
—¿Hay alguna razón para que tenga que ir lenta?
Era difícil explicarle a una joven de veintidós años que hay muchas cosas por vivir, y por saborear.
—Aún eres joven, cielo.
—Sé que estoy preparada para enfrentarme al laberinto, John.
—No te estoy hablando solo del laberinto.
—Lo sé. —Reena le dio un beso en la mejilla—. Era una metáfora de la clase de vida que me estoy labrando. Pero es lo que quiero. Lo que siempre he querido.
—Bueno, has hecho muchos sacrificios para lograrlo.
Reena no pensaba en aquellos términos. Para ella, pasar los veranos trabajando, estudiando y entrenando era una forma de invertir en su futuro. Y estaba también la emoción, la adrenalina que sentía cuando se ponía el uniforme, o cuando alguien la llamaba agente Hale. La exaltación y el hormigueo que notaba en el estómago cuando estaba rodeada por el fuego, enzarzada en la batalla.
O el agotamiento que venía después.
Ella nunca sería como Fran, que se conformaba con dirigir el restaurante, o como Bella, que hacía equilibrios entre sus citas con el salón de belleza y los almuerzos.
—Necesito hacer esto, John.
—Sí, lo sé. —Señaló con el gesto al laberinto, con las manos metidas en los bolsillos—. Muy bien, ahí dentro lo vas a tener muy dificil. No queramos presumir demasiado.
—No lo haré. Ya tendré tiempo de presumir cuando termine. Ahí vienen un par de devoradores de fuego. —Levantó una mano para saludarlos y se arrepintió de no haberse molestado en maquillarse.
Steve Rossi, moreno, enjuto y fuerte, con ojos de cocker spaniel era por entonces el amor de Gina. La cosa había empezado a calentarse desde el momento en que Reena los había presentado seis semanas atrás. Pero su compañero, el adonis bronceado con tejanos y una camiseta, tenía muchas posibilidades.
Reena había comido con Hugh Fitzgerald —y una cocina llena de bomberos— en el parque de bomberos. Habían jugado al póquer, tomaron un par de cervezas. Y después de algunos flirteos descarados, pasaron a la sesión de pizza y película, seguidos de varios besos muy jugosos.
Aun así, tenía la sensación de que la mayor parte del tiempo la veía como uno más de sus compañeros.
Bueno, el caso es que, cuando iba con el equipo de bombero y las botas ignífugas, ella también se consideraba uno más.
—Eh —le dijo a Steve—, ¿qué has hecho con mi compañera de habitación?
—Está durmiendo. No he podido convencerla para que viniera. ¿Estás lista?
—Lista. —Miró a Hugh—. ¿Has venido a mirar?
—Acabo de terminar el turno y he decidido pasarme por si hubiera que practicarte una resucitación cardiopulmonar.
Reena rio y se puso el equipo, empezando por los pantalones; se ajustó los tirantes.
—Si vosotros habéis podido, yo también.
—No lo dudo —concedió Hugh—. Eres tan dura como el que más.
No era precisamente el tipo de descripción que esperas de un amante potencial. Pero, cuando una quería trabajar en el club de los hombres, lo normal era que acabara convertida en uno de ellos. Se recogió el pelo largo y rizado en una coleta, y se puso la capucha.
No, ella nunca había tenido la feminidad innata de sus hermanas, pero, por Dios que tendría su título de bombera antes de que acabara el verano.
—Si quieres, cuando termines podemos comer algo —propuso Hugh.
Reena se abrochó la chaqueta, que resultaba demasiado pesada con aquel calor de pleno agosto, y levantó la vista. Los ojos de Hugh eran como agua, pensó, en un punto intermedio y fascinante entre el azul y el gris.
—Claro. ¿Pagas tú?
—Si consigues salir del laberinto, pago yo. —Después de ayudarla a cargar la bombona de oxígeno, le dio una palmadita amistosa en el hombro—. Si te rindes, pagas tú.
—Trato hecho. —Reena le dedicó una sonrisa soleada como el día, se puso la mascarilla y el casco.
—Comprueba la radio —le ordenó John.
Ella comprobó la radio, el equipo, y con el pulgar hacia arriba le indicó que todo estaba perfecto.
—Yo te guiaré en todo momento —le apuntó John—. Recuerda controlar la respiración. El pánico es lo que más problemas podría causarte.
No, ella no se dejaría llevar por el pánico. Solo era una prueba, otro simulacro. Respiró normalmente y esperó a que John activara el cronómetro.
—Adelante.
Allí dentro estaba oscuro como boca de lobo y hacía un calor infernal. Era fantástico. Aquel espeso humo negro enrarecía tanto el aire que Reena oía su respiración sibilante. Para orientarse, visualizó los puntos cardinales en su cabeza y luego empezó a avanzar a tientas, con sus manos, sus pies, su instinto. Encontró una puerta.
Entró por ella. El sudor empezaba a caerle por la cara.
Había una especie de barrera. Trató de averiguar qué era palpándola con los dedos enguantados, localizó una abertura baja y estrecha y pasó por debajo arrastrándose por el suelo.
Podía haber gente atrapada allí dentro. Aquel era el propósito del ejercicio. Tenía que registrar el «edificio», localizar posibles víctimas o supervivientes y volver a salir. Hacer el trabajo. Salvar vidas. Mantenerse con vida.
Oyó la voz de John, extraña y desconocida dentro de aquel agujero negro. Le estaba preguntando cómo estaba.
—Bien.
Siguió avanzando, palpando una pared, y tuvo que escurrirse por una estrecha abertura. Empezaba a sentirse desorientada, así que se detuvo y trató de situarse.
«Despacio, tranquila —se ordenó a sí misma—. Entras, lo cruzas y sales».
Pero no veía nada, solo oscuridad, humo, y un calor insoportable.
Se encontró en un callejón sin salida, notó la primera gota de pánico en la garganta, la oyó en su respiración agitada y jadeante.
La voz de John le dijo que mantuviera la calma, que se centrara. Que controlara la respiración.
Y entonces el suelo se hundió bajo sus pies.
Reena gimió por el golpe, se quedó sin aliento, notó que perdía un poco más el control.
No veía nada y, durante un terrible momento, mientras la sangre rugía en sus oídos, tampoco oyó nada. El sudor le caía a chorros por la cara y el cuerpo, por debajo del traje ignífugo. El equipo le pesaba tanto que parecía que llevaba mil kilos a cuestas; la mascarilla la asfixiaba.
Enterrada viva, pensó. La habían enterrado viva en humo. ¿Supervivientes? Nadie podía sobrevivir a aquel infierno negro y sofocante.
Por un momento, se resistió a la necesidad desesperada de desprenderse del equipo, de liberarse.
—Reena, controla la respiración. Quiero que respires muy despacio y me des un informe de la situación.
«No puedo». Casi lo dijo en voz alta. No podía hacerlo, ¿cómo iba a hacer nadie aquello? ¿Cómo iba a pensar si ni siquiera podía ver ni respirar, si cada músculo de su cuerpo se resentía por la presión? Quería salir de allí, arrastrándose por el suelo, por las paredes. Salir a la luz, respirar.
La garganta le quemaba.
¿Fue aquello lo que sintió Josh? Notó que las lágrimas le escocían en los ojos, porque lo estaba viendo. Ya no veía los puntos cardinales en su cabeza, solo aquel rostro dulce, la sonrisa tímida, la mata de pelo cuando agachaba la cabeza. ¿Estuvo consciente el tiempo suficiente para que el humo lo cegara y le impidiera respirar? ¿Había sentido el mismo pánico que ella, tratando desesperadamente de encontrar aire y pedir ayuda?
Oh Dios, ¿sabía lo que le esperaba?
Por supuesto, esa era la razón de que Reena estuviera allí, en aquel hoyo infernal. Para saber cómo era. Para comprender. Y para sobrevivir.
Se puso a cuatro patas, temblando. No te vas a morir, se dijo a sí misma, por mucho que pareciera que estaba en su propia tumba.
—Estoy bien. He topado con uno de los suelos que se hunden. Estoy bien. Voy a seguir.
Trató de controlarse, se arrastró. Había perdido el sentido de la orientación y se limitaba a moverse. Otra puerta, otro callejón sin salida.
¿Cómo es posible que aquel sitio fuera tan condenadamente grande?
Se encaramó por la abertura de una ventana. Cada músculo de su cuerpo temblaba, el sudor le caía a chorros. El tiempo y el espacio parecían atascados. Sus ojos trataban de ver… lo que fuera. Luz, una figura, una sombra.
Humo y desorientación, pánico y miedo. Te mataban tan insidiosamente como el fuego en sí. Un incendio no eran solo llamas, ¿no era eso lo que le habían enseñado? Era humo y vapor, suelos debilitados, techos que se desplomaban. Era aquel miedo abrumador y cegador. El agotamiento.
Topó con otro de los suelos que se hundían —¿el mismo?— pero estaba demasiado cansada para renegar.
Delante tenía otra pared. ¿Qué clase de sádico había diseñado aquello? Se escurrió por otra abertura, se encontró con otra puerta.
Y al abrirla, salió a la luz.
Se quitó la máscara y empezó a respirar dando boqueadas, con las manos apoyadas en las rodillas y la cabeza que le daba vueltas.
—Buen trabajo —le dijo John, y Reena consiguió levantar la cabeza lo suficiente para verle la cara.
—He estado a punto de venirme abajo un montón de veces.
—Si solo has estado a punto no cuenta, cielo.
—Pero he aprendido una cosa.
—¿Qué?
Reena aceptó la botella de agua que le ofrecía, bebió como un camello.
—Si tenía alguna duda sobre mi decisión de dedicarme a la investigación en vez de trabajar como bombero, mis dudas han desaparecido. Esto no es lo que quiero hacer.
John la ayudó a quitarse la bombona de oxígeno, le dio unas palmadas en la espalda.
—Lo has hecho muy bien.
Reena volvió a beber y dejó la botella en el suelo para apoyar las manos en las rodillas. Una sombra pasó sobre ella, y eso le hizo levantar la cabeza. Hugh se puso en la misma postura que ella, y le sonrió en la cara.
Reena le devolvió la sonrisa y, aunque oía su respiración trabajosa, sintió que la risa quería brotar. Una risa de alivio y triunfal.
Hugh se rio con ella, y cuando Reena se quitó el casco, se lo cogió.
—Es una fiera, ¿eh?
—Vaya que sí.
—Parece que me voy a ahorrar el precio del desayuno especial en Denny’s —dijo Reena, y se rio otra vez.
Luego dejó colgar la cabeza entre las rodillas.
—Y entonces fue cuando entré en las duchas y me vi en el espejo. —Reena pestañeó, movió la bolsa de la compra…, testimonio de aquella tarde de compras con Ciña en el centro comercial de White Marsh, su recompensa particular—. Tenía el pelo hecho un asco y empapado por el sudor. Tenía la cara negra por el humo, y apestaba. Pero de verdad.
—Y aun así te pidió que salieras con él —le recordó Gina.
—Más o menos. —Hizo una pausa, porque se distrajo al ver un par de zapatos rojos muy sexis que había en un escaparate—. Desayunamos en Denny’s y nos reímos un rato. Y mañana vamos a jugar a la pelota. No es que no me guste ir a batear, pero no me importaría que me invitaran a una cena elegante de vez en cuando, de las que justificarían que compre unos zapatos como esos.
—Oh, son fabulosos. Cómpratelos.
Cumpliendo con su deber como amiga, Gina la arrastró a la tienda.
—Cuestan ochenta y siete dólares —dijo Reena cuando miró el precio en la suela.
—Son zapatos. Son sexis, son rojos. No tienen precio.
—Son muy caros para una policía novata. Pero los quiero. Tienen que ser míos. —Reena se llevó el zapato al pecho—. Nadie más que yo debería tenerlos. Solo estarán en mi armario.
—¿Y entonces?
—Tienes razón. —Reena buscó a uno de los dependientes, le dio el zapato y le dijo su número, y entonces se sentó a esperar con Gina y sus bolsas—. Serán mi recompensa por sobrevivir al laberinto. Y no me digas que el traje que acabo de comprarme también era mi recompensa.
—¿Por qué te lo iba a decir? —Y la expresión sorprendida de su voz hizo que Reena sonriera—. El traje fue tu recompensa de hace veinte minutos. Esta es una nueva.
—Cuánto te quiero.
Ladeó la cabeza para mirar a su amiga. Gina se había dejado crecer el pelo, y era una maraña de ondas negras.
—Tienes cara de estar en las nubes.
—Me siento como si lo estuviera. —Gina levantó los hombros y se abrazó a sí misma—. Steve es… es duro, fuerte, dulce y listo, Reena, es el hombre de mi vida.
—¿De verdad?
—Sí, el definitivo. Voy a casarme con él.
—¡Gina! ¿Cuándo? Llevamos más de una hora de compras y me lo dices ahora.
—No me lo ha pedido todavía. Pero ya lo convenceré —añadió con un gesto de la mano—. Creo que tendríamos que casarnos para mayo del año que viene. O esperar a septiembre. He pensado en septiembre porque podría aprovechar los preciosos colores del otoño. Estarías guapísima con un traje marrón dorado. O rojizo.
En opinión de Reena, pasar de considerarlo su amor del momento a elegir los colores para la boda, era un poco excesivo. Pero vio que Gina se lo tomaba muy en serio.
—Lo dices en serio, ¿verdad?
—Sí, muy en serio. Sé que estar casada con un bombero puede ser duro. —Sacó una cajita de pastillas de menta del bolso, se echó unas cuantas en la mano y le ofreció a Reena—. Son muchas horas de trabajo, y es peligroso. Pero me siento tan feliz a su lado… oh, los zapatos. ¡Pruébatelos!
Obedientemente, Reena se probó los zapatos que le acababa de traer el dependiente. Se puso de pie, para ver cómo se sentía, admirándolos en el espejo bajo.
Se estaba probando unos zapatos rojos que no podía permitirse y que seguramente nunca se pondría. Gina estaba planificando su futuro. Aunque prefería los zapatos, sintió un ramalazo de envidia en el estómago.
—¿Steve también quiere casarse?
—No, todavía no. Y yo tampoco lo había pensado hasta que esta mañana vino a darme un beso antes de irse. Y pensé: «Oh, Dios, estoy enamorada». No me importaría levantarme cada mañana con él. Nunca me había pasado con nadie. Tienes que comprarlos, Reene. No tienes excusa.
—Bueno, en ese caso. —Se sentó y se quitó los zapatos. Y tragó con dificultad cuando sacó su maltrecha tarjeta de crédito para pagar—. Seamos irresponsables.
—Nada de irresponsable. Estás haciendo lo que haría cualquier chica normal. Y está bien.
—Me estoy consolando. —Dio un suspiro—. Lo sé. Mi mejor amiga está enamorada y yo ni siquiera puedo conseguir una cita como Dios manda.
—Oh, pues claro que puedes. ¡Mírate! Estás morena, en forma, y eres guapa. Por la mañana tardas cinco minutos en arreglarte. Yo, con suerte, solo tardo una hora.
—Trabajaré de uniforme —le recordó Reena—. No estaré precisamente atractiva. —Meneó la cabeza—. O, esto no está bien. Me gusta Steve, eso es lo que tendría que estar diciendo. Y si no es lo bastante listo para no dejarte escapar, se merece una buena patada en el culo.
—Gracias.
—A lo mejor le pido a Hugh que me lleve a cenar a un sitio caro. Solo que, Dios, acabo de gastarme 91 dólares con 35 centavos en unos zapatos.
—Iremos todos a cenar. Le pediré a Steve que lo prepare.
—Esa es mi mejor amiga.
—Lo que significa que me vas a prestar tus zapatos nuevos.
—Tú tienes un número menos.
—Como si eso importara. ¿Sabes?, podías pedirle a Hugh que te acompañe a la boda de Fran.
—No será hasta octubre. —Reena recogió las bolsas y se ordenó no gastarse ni un penique más en el centro comercial—. A lo mejor para entonces ya no me interesa.
—Fresca.
—Oh, ojalá. Lo reconozco. No estoy buscando al hombre perfecto. Ni siquiera estoy segura de que me interese en estos momentos. Pero es que Hugh tiene un cuerpazo… y, definitivamente, hay química entre nosotros.
Salieron de la tienda, a la marea de gente que iba de compras aquel sábado por la mañana.
—Yo no estoy en las nubes —añadió.
—Pues tienes un brillo especial en la mirada, pareces muy ilusionada.
—Oh, y lo estoy. Pero no estoy enamorada. —Se paró delante de otro escaparate—. No como tú, o como está Fran desde el día que conoció a Jack.
—Es un encanto.
—Sí, la verdad, y es perfecto para ella. Van a ser ridículamente felices. No, creo que por el momento no me interesa conocer al hombre de mi vida. ¿Qué iba a hacer con él?
—¿Ser ridículamente feliz?
Reena meneó la cabeza.
—No sé. Primero quiero hacer algunas cosas. El hombre perfecto y el amor romántico solo serían un estorbo.
Ir arrastrando los pies no le servía de nada, pero Bo los arrastraba de todos modos.
—No quiero ir de compras. No quiero.
—Oh, deja de quejarte. —Mandy lo llevaba cogido del brazo y tiraba de él—. ¿Eres o no eres mi mejor amigo y a veces compañero de juerga?
—¿Por qué me castigas así? ¿Por qué llevas a rastras a un centro comercial a tu mejor amigo y a veces compañero de juerga?
—Porque necesito ese regalo de cumpleaños hoy. ¿Cómo iba a saber que estas dos últimas semanas iba a estar tan ocupada y me iba a olvidar de la fiesta sorpresa de esta noche? ¡Oh, qué traje!
—No. Nada de trajes. Me lo has prometido.
—Te mentí. Mira, ese tono de verde es perfecto para mí. Y mira el corte de la chaqueta. Ahora trabajo para The Sun. Tengo que vestirme como una profesional. Me lo voy a probar. Solo será un momento.
Mientras ella se iba corriendo a los probadores, Bo hizo el gesto de pegarse un tiro en la sien y luego de ponerse una horca al cuello.
Podía escapar, pensó. Sí, podía salir corriendo. Ningún hombre se lo hubiera echado en cara.
Pero, por supuesto, él también tenía que buscar un regalo para la estúpida fiesta sorpresa de su amigo común. Mandy le había quitado de la cabeza la idea de comprar una botella de vino de camino a la fiesta.
Aunque siempre podía comprar el regalo Mandy y luego pagarlo a medias. ¿Qué problema había?
¿Dónde demonios estaba? ¿Por qué tardaba tanto?
—Es perfecto. —Mandy lo dijo prácticamente cantando, cuando volvió con Bo, después de comprar el traje.
—Te voy a matar.
—Oh, venga. —Le dio una palmadita con su mano cargada de anillos. El anillo de la ceja había pasado a la historia. Por alguna extraña razón, Bo lo echaba de menos—. Puedes sentarte en la terraza central mientras yo busco unos zapatos. Pero primero el regalo. Antes de que mi tarjeta de crédito empiece a echar humo.
Mandy se lo llevó al vientre de la bestia. A su alrededor todo resonaba, todo se movía. Con muy poco afecto, Bo pensó en cuando tenía doce años y había pagado cinco pavos para entrar en la Casa de los Horrores.
—¿Qué prefieres, algo divertido o algo práctico?
—Me da igual. Compra lo que quieras y sácame de aquí.
Mandy caminaba con el aire de una mujer que, no solo conocía el terreno que pisaba sino que podía pasarse horas allí. Seguramente días.
—Velas, tal vez. Unas velas grandes y estrafalarias. Eso es divertido y práctico a la vez.
A Bo le sonaba como la madre de Charlie Brown. Un bla-bla-bla continuo. Bo la quería, de verdad, pero seguramente Charlie Brown también quería a su madre. Y no por eso la entendía mejor.
Intentaría rezar, sí. Bo alzó la vista.
Y el sonido desapareció. Las voces, la música, los niños llorones, las niñas con sus risitas.
Su visión se concentró, como había hecho en otra ocasión. La vio con total claridad.
Estaba en la segunda planta, con los brazos cargados de bolsas, y aquella mata de rizos dorados oscuros cayéndole sobre los hombros. El corazón le dio un vuelco largo y lento en el pecho.
Quizá a veces tus oraciones recibían respuesta antes de que hubieras tenido tiempo de pedir nada.
Echó a correr, tratando de no perderla de vista.
—¡Bo! ¡Bowen! —gritó Mandy corriendo detrás de él. Y lo alcanzó cuando acababa de evitar por muy poco chocar con un grupo de adolescentes.
—Pero ¿a ti qué te pasa?
—Es ella. —No podía recuperar el aliento—. Está allí. Arriba. La he visto. ¿Dónde demonios está la escalera?
—¿Quién?
—Ella. —Dio una vuelta completa, vio las escaleras y corrió hacia ellas con Mandy pisándole los talones—. La chica de mis sueños.
—¿Aquí? —La sorpresa y el interés le hicieron levantar la voz—. ¿De verdad? ¿Dónde, dónde?
—Estaba ahí… —Y se detuvo en lo alto de la escalera, jadeando como un perro de caza—. Estaba ahí mismo.
—Era rubia, ¿verdad? —Había oído la historia unas cuantas veces, y estiró el cuello, recorriendo a la multitud—. Pelo rizado. ¿Alta y delgada?
—Sí, sí. Lleva una camiseta azul. Hum… sin mangas, con cuello. Mierda, ¿dónde ha ido? Otra vez no.
—Nos separaremos. Tú ve por ahí, yo iré por este lado. ¿Pelo largo o corto?
—Largo, por debajo de los hombros. Llevaba bolsas. Un montón de bolsas de la compra.
—Creo que ya me empieza a gustar.
Pero veinte minutos más tarde se reunieron en el mismo sitio.
—Lo siento, Bo. De verdad.
La decepción y la frustración eran tan intensas que se estaba poniendo malo.
—No me puedo creer que la haya visto otra vez y no haya logrado llegar hasta ella.
—¿Estás seguro de que era la misma? Han pasado, ¿cuánto?, ¿cuatro años?
—Sí. Estoy seguro.
—Bueno, míralo de esta forma. Ahora sabes que sigue por aquí. La volverás a ver. —Mandy le dio un pequeño achuchón—. Lo sé.