7

Bo se despertó con una resaca que resonaba en su cabeza como las campanas de una catedral. Estaba bocabajo en una cama que, más que a sábanas, olía a calcetines sucios, y se sentía tan hecho polvo que pensó quedarse así, respirando aquel olor rancio el resto de su vida.

No era culpa suya si cuando volvió después de llevar a Mandy a su casa la fiesta del vecino de abajo estaba en pleno apogeo. Y él entró por educación, y porque le pareció una forma entretenida de pasar el resto de aquel sábado noche.

Y como luego solo tenía que subir un piso para volver a su casa, no vio nada de malo en tomarse un par de cervezas.

Pero la culpa era suya, y estaba dispuesto a reconocerlo en cuanto su cabeza dejara de gritar. Sí, se quedó hasta las dos de la mañana y se bebió un pack entero de seis cervezas.

No, no era del todo culpa suya, porque la cerveza estaba allí, con los nachos. Y ¿qué se supone que tiene que hacer uno cuando come nachos sino ayudarlos a bajar con cerveza?

Montones de cerveza.

Tenía aspirinas. Estaba seguro. En algún sitio. Oh, si al menos hubiera un alma caritativa que le recordara dónde había guardado el bote… Iría él mismo a buscarlo, arrastrándose, arrastrando su pobre cuerpo maltrecho.

Y ¿por qué no había bajado las persianas? ¿Por qué no podía esa alma caritativa apagar el sol para que no le quemara en los ojos como un horno caliente?

Porque había rendido homenaje al dios de la cerveza, por eso.

Había violado un mandamiento y había idolatrado al dios falso y espumoso de la cerveza. Y ahora estaba siendo castigado.

La aspirina, sobre la que ahora recaía el peso de su salvación, seguramente estaría en la cocina. Bo rezó para que estuviera allí, y tras cubrirse los ojos con una mano, se levantó de la cama. Gimió con toda el alma, y el gemido se convirtió casi en un grito cuando tropezó con los zapatos y se cayó de morros.

Casi no tenía fuerzas ni para gimotear, y menos aún para empezar a renegar.

Consiguió ponerse a cuatro patas y se quedó así hasta que recuperó el aliento. Nunca más. Lo juraba. Si hubiera tenido un cuchillo a mano, lo habría utilizado para escribir aquella promesa en el suelo con su propia sangre. Logró ponerse de pie, mientras la cabeza le daba vueltas y sentía un fuerte ardor en el estómago. Su última esperanza era no vomitarse encima. Prefería el dolor al vómito.

Afortunadamente, su apartamento tenía el tamaño de una autocaravana, y la cocina solo estaba a unos pasos del sofá cama. En la cocina había algo que olía a rata muerta… ¿no era maravilloso? No hizo caso del fregadero lleno de platos, ni de las cajas vacías de comida rápida que aún estaban sobre la encimera, y se puso a rebuscar en los armarios.

«Fullola —pensó como siempre—. Lo más parecido al plástico que hay». Dentro había cajas abiertas de cereales y snacks. Una bolsa de salsa agria y patatas con sabor a ajo, cuatro cajas de macarrones y queso, galletas de chocolate con relleno de crema, un surtido de latas de sopa y una caja de preparado para hacer pastel de queso y frambuesa.

Y allí, allí, entre el paquete de Life y el de cereales, estaban las aspirinas. Gracias, señor.

Como después de su anterior resaca ya había tirado el tapón, lo único que tuvo que hacer fue echarse tres pequeñas pastillas en su mano pegajosa. Se las echó a la boca, abrió el grifo y, como no había sitio para la cabeza entre tantos platos, ahuecó la mano debajo del chorro y sorbió el agua para tragarse las pastillas.

Una se le atascó en la garganta y se atragantó; fue dando tumbos hasta la nevera y cogió una botella de Gatorade. Bebió apoyándose ligeramente en la encimera.

Abriéndose paso a través del montón de ropa, los zapatos, las estúpidas llaves y las otras cosas que habían acabado en el suelo, fue al cuarto de baño.

Se sujetó al borde del lavabo e hizo acopio de valor para mirar se en el espejo.

Por el aspecto, su pelo parecía que la rata muerta de la cocina se había dedicado a revolvérselo por la noche. Estaba muy pálido.

Tenía los ojos tan enrojecidos que se preguntó si quedaría sangre para el resto del cuerpo.

—Muy bien, señor Goodnight, estúpido hijo de puta. Se acabó. Ahora mismo vas a poner tu trasero en condiciones.

Abrió el grifo de la ducha y se puso debajo del ridículo chorrito. Después de levantar los ojos al techo, se quitó los bóxers y el calcetín que llevaba puesto.

Se inclinó hacia delante para que el agua le cayera sobre el pelo.

Tenía que salir de aquel antro en cuanto pudiera. Entretanto, lo mejor sería que lo limpiara. Una cosa era ahorrar viviendo en un apartamento ruinoso y otra dejar que se convirtiera en un pozo de mierda porque no se molestaba en cuidarlo.

Aquello no era forma de vivir, y estaba cansado de conformarse. Cansado de pasarse la semana deslomándose y desahogarse bebiendo tanta cerveza que los domingos por la mañana se encontraba fatal.

Había llegado el momento de hacer algo.

Tardó una hora en ducharse, quitarse el olor de los excesos de la noche anterior de la boca y obligarse a comer algo que esperaba que su estómago retuviera. Se puso unos pantalones de deporte rotos y empezó a recoger en la sala de estar.

Encontró montones de ropa para lavar. ¿Quién iba a decir que tenía tanta ropa? Quitó las sábanas apestosas de la cama y por un momento consideró la posibilidad de quemarlas sin más. Pero al final, su naturaleza frugal hizo que las aprovechara para poner encima el resto de la ropa y las toallas. Se iba a pasar buena parte del domingo en la lavandería.

Pero, entretanto, cogió la toalla más lastimosa que tenía, la rompió en jirones y utilizó uno de ellos para quitar el polvo a la mesita auxiliar. La había hecho él, era una pieza buena de madera, hay que ver cómo la trataba.

Sacó sus otras sábanas pero el olor que despedían hizo que las pusiera con el resto de la ropa para lavar.

Pasó a la cocina, descubrió que, efectivamente, tenía lavavajillas y un bote sin estrenar de Don Limpio. Llenó bolsas y más bolsas de basura y descubrió que lo que olía tan mal no era una rata muerta, sino una ración realmente pasada de cerdo agridulce. Echó un montón de jabón en la pila de fregar. Echó más. Los platos parecían verdaderamente cochinos.

Con las piernas abiertas, fregó los platos en un mar de espuma.

Cuando hubo recogido un poco la encimera y tuvo suficiente espacio para poner los platos limpios, empezó a sentirse casi normal.

Ya que se había puesto, vació la nevera y la fregó. Abrió el horno, encontró una caja de pizza con lo que, en un pasado lejano, debieron de ser los restos de una hawaiana.

—Dios, mira que eres cerdo.

¿Dónde podía alquilar un traje especial para manipular sustancias peligrosas?, se preguntó antes de ponerse con el cuarto de baño.

Casi cuatro horas después de haberse levantado de la cama, tenía dos montones de ropa sucia embutidos en dos grandes canastas de plástico que hasta entonces había utilizado para poner un poco de todo, tres bolsas llenas de basura y porquerías varias y un apartamento limpio.

El hombre que salió a llevar la basura al contenedor era un hombre satisfecho.

Cuando volvió a subir, se quitó los pantalones de deporte, los puso con la ropa para lavar y se vistió con sus tejanos más limpios y su camiseta menos ofensiva.

Juntó la calderilla que había encontrado en la cama, debajo de la cama, en su única silla y en diferentes bolsillos. Se puso las gafas de sol que pensó que había perdido semanas antes y cogió las llaves.

Cuando estaba a punto de coger la canasta con la ropa sucia, alguien llamó a la puerta. Era Brad.

—Eh. He intentado llamar… —pero la frase se quedó a medias. Estaba boquiabierto—. ¡Qué demonios! ¿Es que estoy en un universo alternativo?

—He recogido un poco.

—¿Un poco? Oye, aquí puede vivir una persona. Mira, pero si tienes una silla.

—Siempre he tenido una silla. Solo que estaba enterrada debajo de otras cosas. Me voy a la lavandería, por si quieres venirte… A veces hay tías muy monas.

—Puede. Oye, hace un par de horas que intenté llamarte. Todo el tiempo daba ocupado.

—Debí de darle un golpe al auricular y descolgar sin querer anoche. ¿Qué pasa?

—Un mal asunto. —Brad entró en la cocina, se quedó maravillado, y luego cogió una Coca-Cola de la nevera—. Anoche hubo un incendio en la casa de Mandy.

—¿Un incendio? ¿Está bien?

—Ella está bien, sí, aunque bastante afectada. Vino a casa de Cammie. Yo vengo de allí ahora. Supongo que necesitaba desahogarse. Ha salido en las noticias.

—No he puesto la tele. He estado escuchando a Black Sabbath mientras limpiaba. ¿Ha sido muy grave el incendio?

—Más que grave. —Brad se dejó caer sobre la silla—. Empezó en el apartamento de arriba. Dicen que es posible que estuviese fumando en la cama. —Se pasó una mano por la cara, y se subió las gafas—. Jo, Bo, un chico ha muerto. Se ha quemado junto con buena parte de su apartamento. Se ha perdido la mayoría de la segunda planta y parte de la tercera. Mandy salió; luego la dejaron entrar para que cogiera algunas de sus cosas, pero está hecha polvo. Es el chico de la corbata. Ah, Josh. ¿Te acuerdas? El de la escalera.

—Dios, ¿está muerto? —Bo se dejó caer en el sofá.

—Ha sido muy fuerte. Mandy casi no podía ni hablar. El chico se ha muerto, y hay otras dos personas en el hospital con quemaduras o por inhalación de humo. Dice que debió de empezar justo después de que la dejaras en casa. Aún estaba levantada, viendo la tele, cuando oyó gritos y se dispararon las alarmas de incendio.

—Iba a una boda —musitó Bo—. Y no sabía ponerse bien la corbata.

—Y ahora está muerto. —Brad dio un largo trago a la lata de Coca-Cola—. Te hace pensar, te das cuenta de lo corto que puede ser el viaje.

—Sí. —Bo tenía una imagen del muerto en la cabeza, de pie, con el traje y una sonrisa tímida—. Sí, te hace pensar.

Los domingos por la tarde había poco movimiento en el restaurante. Algunos clientes iban a comer allí después de misa, pero la mayoría se iban a comer a sus casas. Reena y Xander se encargaron del turno de después de misa; la prima pequeña de Pete, Mia, atendía las mesas y Nick Casto se encargaba de la comida para llevar y de fregar los platos.

Habían puesto música de Tony Bennett en el pequeño equipo, porque a los clientes habituales de los domingos les gustaba, pero Xander estaba haciendo las pizzas y los calzone en la gran mesa de trabajo, escuchando a Pearl Jam con los cascos puestos.

Para Reena era una delicia encargarse de la cocina cuando había pocos clientes y salir al comedor de vez en cuando para pasear de mesa en mesa, como hacía su padre.

Todos sabían que Fran heredaría el negocio, pero Reena siempre tendría tiempo para echar una mano. Si no esperaban a nadie para la cena, cuando acababa el turno, ella y Xander se iban a veces a ver una partida de petanca o a jugar a la pelota con algunos amigos.

Pero como ese día sí esperaban a alguien, su novio, Reena iría a casa y echaría a su madre una mano con la cena.

En un par de horas, se iría a casa y prepararía la mesa con la mantelería y la cubertería para invitados. Su madre iba a preparar su pollo especial con romero y prosciutto, y de postre habría tiramisú.

Tenían flores de la boda de Bella.

Él se mostraría cohibido, pensó Reena mientras servía risotto en un plato. Pero su familia le ayudaría a sentirse más cómodo. Ya había hablado con Fran, para que le preguntara a Josh sobre lo que escribía.

A Fran se le daba muy bien ayudar a la gente a abrirse.

Tarareando la música de Tony, Reena salió a servir los platos ella misma.

—Así que tu hermana ya es una mujer casada.

—Eso es, señora Giambrisco.

La mujer asintió y echó una mirada a su marido, que ya se había lanzado sobre su risotto.

—Ha cazado a un rico. Es tan fácil enamorarse de un rico como de un pobre.

—Puede. —Personalmente, Reena no sabía cómo era eso de enamorarse, de quien fuera. A lo mejor se estaba enamorando de Josh y no lo sabía.

—Tú recuerda. —La señora Giambrisco agitó su tenedor—. A lo mejor los chicos van detrás de tus hermanas, pero ya te llegara el día a ti también. Ese marido de tu hermana, ¿no tendrá un hermano?

—Sí. Un hermano casado, con un hijo y otro en camino.

—¿Y un primo?

—No se preocupe, señora Giambrisco —dijo Xander levantando la voz desde su mesa de cocina—. Catarina tiene novio. —Y se besó los dedos en dirección a su hermana—. Esta noche viene a cenar. Papá lo va a asar a preguntas.

—Como debe ser. ¿Es italiano?

—No. Y viene para cenar pollo, no para que lo asen a él —dijo Reena respondiendo a lo que había dicho su hermano—. Espero que disfruten de la comida.

Cuando volvía hacia la cocina, le lanzó a su hermano una mirada de disgusto, aunque en el fondo se sentía feliz de estar en posición de que le gastaran bromas sobre un novio.

Miró el reloj, puso unos penne en el horno y estaba sirviendo unos espagueti puttanesca cuando Gina entró corriendo.

—Reena.

—¿Necesitan alguna otra cosa? —Cogió una jarra de agua y volvió a llenar los vasos—. Hoy tenemos los zahaglione de mamá, así que dejen sitio.

—Catarina. —Gina la cogió del brazo, la apartó de la mesa.

—Eh, ¿qué pasa? Termino en media hora.

—¿No te has enterado?

—¿Enterarme de qué? —La fuerza con que Gina la aferraba del brazo, la mirada llorosa le hicieron comprender—. ¿Qué ha pasado? ¿Qué es? ¿Es tu abuela?

—No, oh, Dios, no. Es Josh. Oh, Reena, es Josh.

—¿Qué le ha pasado? —Los dedos se le entumecieron apretando el asa de la jarra—. ¿Le ha pasado algo?

—Hubo un incendio en su apartamento. Reena… vamos adentro.

—Dímelo. —Se soltó bruscamente y el agua saltó por el borde de la jarra y le salpicó la mano—. ¿Está herido? ¿Está en el hospital?

—Él… Oh, santa María. Reena, no consiguieron entrar a tiempo. Está muerto.

—No, no es verdad. —La habitación empezó a dar vueltas, en un círculo enfermizo de paredes amarillo toscana, bocetos coloridos, manteles a cuadros blancos y rojos. Dean Martín cantaba Volare con su melosa voz de barítono—. No, no es verdad. ¿Cómo puedes decirme una cosa así?

—Ha sido un accidente, un terrible accidente. —Gruesos lagrimones le caían por las mejillas—. Reena, oh, Reena.

—Te equivocas. Tiene que haber un error. Lo llamaré, ya verás. Lo voy a llamar ahora mismo.

Pero cuando se dio la vuelta, Xander estaba ahí, oliendo a harina, como su padre. La abrazó con fuerza.

—Va, ven a la trastienda conmigo. Mía, llama a Pete, dile que le necesitamos aquí.

—No, déjame. Tengo que llamar.

—Ven y siéntate. —Le quitó la jarra de las manos antes de que la dejara caer y se la dio a Mia.

—Hoy viene a cenar. Hasta puede que ya venga para acá. El tráfico… —Empezó a sacudirse mientras Xander la llevaba a toda prisa a la cocina.

—Hazme caso y siéntate. Gina, ¿estás segura? ¿No puede ser un error?

—Me lo ha dicho Jen. Una amiga suya vive en el mismo edificio. Ella… su amiga vive en el mismo rellano que Josh. La han llevado al hospital. —Gina se limpió las lágrimas con el dorso de la mano—. Se pondrá bien, pero han tenido que llevarla al hospital. Josh… el fuego empezó en su casa, eso dicen. Cuando lo encontraron ya estaba… ha salido en las noticias, mi madre lo ha oído en las noticias.

Se sentó a los pies de Reena, apoyó la cabeza en su regazo.

—Lo siento, lo siento mucho.

—¿Cuándo fue? —Reena miraba al frente, sin ver nada. Todo era gris, como el humo—. ¿Cuándo pasó?

—No estoy segura. Anoche.

—Tengo que ir a casa.

—Te acompañaré en un minuto. Toma. —Xander le dio un vaso de agua—. Bebe esto.

Ella cogió el vaso, lo miró.

—¿Cómo? ¿Han dicho cómo empezó?

—Dicen que quizá estaba fumando en la cama y se quedo dormido.

—Eso no puede ser. Josh no fuma. No puede ser.

—Ya nos preocuparemos por eso más tarde. Gina, llama a mi madre. ¿Puedes quedarte aquí hasta que Pete baje? Nos vamos a casa, Reena. Saldremos por atrás.

—Él no fuma. A lo mejor no es él. A lo mejor se han equivocado.

—Lo averiguaremos. Llamaremos a John cuando lleguemos a casa —dijo Xander, y la hizo ponerse de pie—. Ahora nos vamos a casa.

El sol y el calor de junio la golpearon. De alguna manera estaba caminando, poniendo un pie delante del otro, pero no se sentía las piernas.

Volvieron la esquina; Reena oía niños que jugaban, llamándose entre ellos como hacen los niños. Oía las radios de los coches que pasaban con la música a todo volumen. Y la voz de su hermano, murmurándole.

Siempre lo recordaría. Ella y Xander por la calle, con el delantal puesto; Xander olía a harina. El sol brillaba con intensidad y le hacía daño en los ojos, y el brazo de su hermano la sujetaba con fuerza por la cintura. Había unas niñas jugando a las tabas en la acera, y otra sentada en los escalones de mármol blanco conversando animadamente con su Barbie.

Por una ventana abierta salía música de ópera —Aida—; daba ganas de llorar. Reena no lloró. Gina había vertido aquellos lagrimones espontáneos, pero sus ojos estaban dolorosamente secos.

Y entonces vio a mamá, que salía a toda prisa de la casa y dejaba la puerta abierta. Mamá que corría hacia ella por la acera, como aquella vez que Reena se cayó de la bicicleta y se torció la muñeca.

Su madre la abrazó muy, muy fuerte, y todo se convirtió en algo real. Y allí, de pie en la acera, abrazada a su madre, Reena se echó a llorar.

La hicieron acostarse, y su madre se quedó con ella durante el aluvión de lágrimas. Y seguía allí cuando despertó de un sueño ligero con dolor de cabeza.

—¿Ha llamado John? ¿Ha venido?

—Todavía no. —Bianca le acarició el pelo—. Ha dicho que llevaría un tiempo.

—Quiero ir allí. Tengo que verlo por mí misma.

—Y ¿qué te dice siempre John sobre eso? —Bianca hablaba con voz amable.

—Que no debo. —Su voz le sonó débil, como si hubiera estado enferma mucho tiempo—. No me dejarían entrar, pero…

—Ten paciencia, cara. Sé que es difícil. Trata de dormir un poco más. Yo me quedaré contigo.

—No quiero dormir. A lo mejor se han equivocado.

—Esperaremos. Es lo único que podemos hacer. Fran ha ido a la iglesia a encender una vela y rezar para que yo pudiera quedarme contigo.

—Yo no puedo rezar. No puedo pensar las palabras.

—Las palabras no son importantes y tú lo sabes.

Reena ladeó la cabeza, vio el rosario que su madre tenía entre las manos.

—Tú siempre encuentras palabras.

—Si necesitas las palabras, puedes repetirlas conmigo. Rezaremos un rosario. —Colocó el crucifijo en las manos de Reena. Esta respiró hondo, se santiguó con el crucifijo y pasó a la primera cuenta.

—Creo en Dios, Padre todopoderoso, creador de los cielos y la tierra.

Rezaron el rosario; la voz serena de su madre se confundía con la suya. Pero Reena no podía rezar por el alma de Josh, o pidiendo fuerzas para aceptar la voluntad de Dios. Rezó para que fuera un error. Rezó para poder despertar y descubrir que todo había sido un sueño horrible.

Cuando Gib se acercó a la puerta del dormitorio, vio a su hija tumbada con la cabeza en el regazo de su madre. Bianca aún tenía el rosario en las manos, pero entonces cantaba con suavidad una de las canciones de cuna que había cantado a todos sus hijos cuando tenían miedo por la noche.

Sus ojos se cruzaron, y Gib supo que su mujer entendía por la expresión de gravedad de su rostro.

—John está aquí. —Esperó, y sintió una punzada cuando Reena volvió la cabeza y lo miró con aquella esperanza tan descarnada—. ¿Quieres que suba?

Los labios de Reena temblaron.

—¿Es verdad?

Él no dijo nada. Se limitó a acercarse y le besó la cabeza.

—Ya bajo yo. Bajo ahora mismo.

John estaba esperando en la sala de estar, junto con Xander y Fran. Si lo que había visto en la cara de su padre era pesar, en la de John vio una expresión solemne de compasión. Lo aguantaría, de alguna forma lo aguantaría, porque no podía hacer otra cosa.

—¿Cómo…? —La pregunta salió de su boca en un gemido, y Reena meneó la cabeza antes de que John pudiera hablar—. Gracias, gracias por hacer esto, por venir a hablar conmigo. Yo…

—Chis. —John se adelantó y la cogió de las manos—. Será mejor que nos sentemos.

—He preparado café. —Fran se puso a servir el café—. Reena, a ti te he traído una Pepsi. Sé que no te gusta el café, así que… —Se interrumpió, levantó las manos en un gesto de impotencia—. No sabía qué hacer.

—Has hecho bien. —Bianca acompañó a Reena a una silla—. Por favor, siéntese, John. Reena necesita saber todo lo que pueda decirle.

John se acarició la nariz entre el índice y el pulgar, se sentó.

—He hablado con el detective encargado, y con algunos de los bomberos y la policía. Creen que fue un incendio accidental, provocado por un cigarrillo.

—Pero Josh no fumaba. ¿Les has dicho que no fumaba?

—Lo he discutido con ellos, sí. Pero es frecuente que la gente que no fuma se encienda un pitillo de vez en cuando. Quizá alguien dejó un paquete en su casa.

—Pero él nunca fumaba. Yo nunca le vi fumar.

—Estaba solo en el apartamento, y no había señal de que hubieran forzado la entrada. Estaba… parece que había estado sentado o tumbado en la cama, seguramente leyendo o escribiendo. Un cigarrillo cayó sobre la cama. El punto de origen y la trayectoria del fuego están muy claros. El fuego se inició por combustión en el colchón, y luego prendieron las sábanas. Seguramente despertó, confuso y desorientado por el fuego. Y se fue el suelo. Se cayó de la cama y se llevó por delante las sábanas. Aquello actuó como combustible. Él… ah, el forense hará unas pruebas, y el perito en incendios echará otro vistazo a la escena por cortesía, pero en estos momentos no hay razón para pensar que haya sido más que un trágico accidente.

—Buscarán droga. Harán un análisis toxicológico buscando restos de drogas o alcohol. Josh no se drogaba, y no bebió en exceso. Y no fumaba. ¿A qué hora empezó el fuego?

—Hacia las once y media de anoche.

—Yo estuve con él en el apartamento. Hasta casi las diez. Fuimos allí después de la boda. Nosotros… lo siento, papá… hicimos el amor. Me preguntó si podía quedarme a pasar la noche, porque su compañero de piso estaba fuera de la ciudad, pero yo preferí marcharme. Si me hubiera quedado…

—No sabemos si las cosas habrían sido diferentes si tú te hubieras quedado —dijo John interrumpiéndola—. Tú tampoco fumas.

—No.

—Lo más probable es que el chico lo supiera y por eso no quería que le vieras fumar.

—¿Has examinado la escena? ¿Has…?

—Reena, queda fuera de mi jurisdicción. Pertenece al condado de Prince George, y las personas que se encargan del caso son muy competentes. Eché un vistazo a las fotografías, a los esquemas, los informes… y eso gracias a la cortesía de mis colegas. Yo hubiera llegado a la misma conclusión que ellos. Cielo, has vivido en primera persona un fuego provocado, y sabes cómo es. Pero ahora estás estudiando para eso, y sabes que a veces este tipo de tragedias se producen por accidente.

—Pastorelli…

—Está en Nueva York. Solo para asegurarme, pedí a la policía local que lo comprobase. Anoche estaba en Queens. Ha conseguido un empleo como portero nocturno. Es imposible que viniera a Maryland y volviera a Nueva York a tiempo para fichar a las 12:06, que es lo que hizo.

—Entonces… ¿pasó y ya está? ¿Y por qué así me parece peor?

—Estás buscando respuestas, pero no las hay.

—No. —Reena se miró las manos y sintió que un pedacito de su corazón se desprendía y se convertía en polvo—. A veces las respuestas no son las que buscas.