5

Se le hizo extraño volver a casa a pasar el verano, llevarse sus cosas de la residencia estudiantil, pensar que durante los siguientes tres meses no tendría clases, o escuchar a Gina quejándose cada mañana cuando sonaba el despertador.

Aun así, cuando estuvo hecho, cuando volvió a estar en su habitación de toda la vida, todo se convirtió en algo tan natural como respirar.

Pero no era lo mismo. Ella era diferente. Había dado expresamente varios pasos para dejar atrás la infancia. Quizá la chica que había hecho la maleta el verano anterior aún estaba dentro de ella, pero la que había regresado sabía más, había experimentado más cosas. Y estaba más preparada que nunca para averiguar lo que venía después.

En su ausencia, incluso la casa había cambiado. Durante unas semanas tendría que compartir la habitación con Fran. Bella necesitaba espacio para toda la parafernalia de la boda y Fran, siempre tan buena, le había cedido su dormitorio hasta la ceremonia.

—Es lo mejor —le dijo Fran cuando le preguntó—. Así mantendremos la paz, y solo serán un par de semanas. Prácticamente ya está instalada en la casa que los padres de Vince les han comprado.

—No me puedo creer que les hayan comprado una casa. —Reena colocó sus tops en el segundo cajón como más le gustaba. Ordenándolos por colores.

Lo único que no echaría de menos de su habitación en la residencia de estudiantes era el desorden.

—Bueno, son ricos. Este vestido está muy bien —añadió mientras colgaba algunas de las prendas de Reena en el ropero—. ¿Dónde lo has comprado?

—Estuve de compras en el centro comercial cuando acabé los exámenes. Ir de compras ayuda a liberar el estrés. —Además quería ropa nueva para su nuevo yo—. Es curioso que sea Bella la primera que se va de casa. Siempre pensé que seríamos tú o yo. Ella siempre ha sido la más dependiente.

—Vince le da todo lo que necesita. —Fran se volvió y, aunque Reena conocía el rostro y la figura de su hermana tan íntimamente como la suya, se sintió sorprendida. Bajo los chorros de luz de la tarde, Fran parecía un cuadro, dorado y precioso.

—No lo conozco demasiado, pero parece buen chico… sensato. Y desde luego es guapo.

—Está loco por ella. La trata como una princesa, que es lo que ella siempre ha querido. Y lo de que sea rico no es problema —añadió con una pequeña sonrisa afectada—. En cuanto termine la carrera de derecho y lo acepten en el colegio de abogados, entrará por la puerta grande en el bufete de su padre. Y, por lo que he oído, merecidamente. Es brillante. A mamá y papá les cae muy bien.

—¿Y a ti?

—También. Tiene estilo, y eso a Bella le gusta, pero es muy espontáneo con la familia y se amolda perfectamente a nuestra forma de ser cuando estamos aquí o en el restaurante. —Su rostro adoptó una expresión soñadora, mientras sus manos seguían ocupadas deshaciendo las maletas de Reena—. Mira a Bella como si fuera una obra de arte. Y no lo digo como un defecto —añadió—. Es como si no se acabara de creer su buena suerte. Y sobre todo, lleva muy bien sus arrebatos de mal humor, que son legión.

—Entonces tiene el visto bueno. —Reena se acercó al ropero y tiró del traje verde menta de dama de honor—. Podría ser peor.

—Sí. —Mientras lo estudiaba, Fran se apoyó en la puerta, cruzó los brazos—. Bella podría ponerse cualquier cosa. A su lado todos vamos a parecer de lo más insulsos. Que es exactamente lo que se pretende.

Con una sonrisa, Reena dejó que el vestido volviera a su sitio.

—Mejor que el traje de color calabaza con los volantitos que la prima Angela nos hizo ponernos el año pasado.

—No me lo recuerdes. Ni siquiera Bella es tan bruja para obligarnos a ponernos algo así.

—Hagamos un pacto. Cuando nos toque a nosotras, elegiremos para la otra vestidos que no nos hagan parecer segundonas patéticas.

Fran abrazó a su hermana, apretando su mejilla contra la de ella, y se meció.

—Me alegro de que estés en casa.

A la hora de comer fue a Sirico’s, al encuentro de aquellos aromas y sonidos tan familiares.

Después del incendio hicieron mucho más que limitarse a limpiar y reparar los desperfectos. Habían conservado los rasgos más tradicionales… la cocina abierta a la zona de comedor, las botellas de Chianti que se usaban como portavelas, el extenso aparador donde se exponían los postres, que seguían comprando en la panadería italiana a diario.

Pero también habían introducido cambios. Como si quisieran demostrar que no solo no se dejaban hundir por la adversidad, sino que la utilizaban para mejorar.

Así, las paredes eran de un amarillo oscuro, y su madre había hecho docenas de dibujos nuevos. No solo de la familia; también había dibujos del barrio, del Sirico’s de antes y del actual. Cada reservado era de un rojo desafiante, con los tradicionales manteles a cuadros blancos y rojos cubriendo las mesas.

La nueva iluminación daba alegría al interior incluso en los días grises, y podía graduarse para crear una atmósfera particular en las fiestas privadas que habían empezado a contratar en los pasados dos años.

Su padre estaba en la gran mesa de trabajo, echando salsa en la masa. En su pelo había toques de gris que habían empezado a insinuarse durante las semanas que siguieron al incendio. Y necesitaba gafas para leer. Esto le disgustaba especialmente, sobre todo cuando le decían que le daban un aire distinguido.

Su madre estaba en la parte trasera, en la cocina, ocupándose de las salsas y la pasta. Fran ya se había puesto su luminoso delantal rojo y estaba sirviendo platos de lasaña, que era el plato especial del día.

De camino a la cocina, Reena se iba parando ante las diferentes mesas, saludando a los vecinos y los clientes habituales, y reía cada vez que alguien le decía que tenía que comer más, que estaba muy flaca.

Cuando llegó a donde estaba su padre, estaba metiendo una pizza en el horno y sacando otra.

—Eh, si es mi chica. —Gib dejó la pizza a un lado y la cogió en un abrazo de oso. Olía a harina y sudor—. Fran nos ha dicho que estabas en casa, pero hay demasiado trabajo. No hemos podido escaparnos.

—He venido a echar una mano. ¿Bella está atrás?

—Se acaba de ir. Una emergencia de la boda. —Cogió el cortador de pizzas y dividió el círculo con movimientos rápidos y diestros—. Algo sobre unos pétalos de rosa. O unos jarrones, no sé,

—Entonces os faltan manos. ¿Para quién es la de salchicha y pimienta verde?

—Mesa seis. Gracias, hija.

Reena llevó la pizza, tomó nota en otras dos mesas. Era como si nunca se hubiera ido.

Solo que ya era distinta. No solo tenía un año de universidad a sus espaldas, sino todo lo que había aprendido antes. Los rostros y los olores, las rutinas y movimientos que para ella ya eran algo automático. Y sin embargo, como persona era algo más que la última vez que había trabajado allí.

Tenía novio. Ahora ya era oficial. Ella y Josh eran pareja. Una pareja que se acostaban.

A Reena le gustaba el sexo, y saber aquello era un alivio. La primera vez Josh fue dulce y atrevido, pero para ella era algo tan nuevo, estaba tan concentrada en comprender que no llegó al orgasmo.

Eso fue algo nuevo y maravilloso que descubrió sobre el acto y sobre sí misma la segunda vez que lo hicieron.

Estaba impaciente por volver a estar con él y descubrir qué venía a continuación.

Aunque tampoco es que se limitaran al sexo, se recordó Reena cuando contestó al teléfono para tomar nota de un encargo para llevar. A veces hablaban durante horas. Le encantaba oírle hablar de lo que escribía, de las historias que quería explicar sobre pueblos pequeños, como el lugar donde se había criado, en Ohio. Historias sobre personas, y lo que hacían a los otros y por los otros.

Y Josh la escuchaba. También parecía interesado cuando ella le decía que quería estudiar y aprender a comprender el fuego.

Sí, no tendría una cita que le acompañara a la boda de Bella. Iba a ir con su novio.

Aún estaba sonriendo ante la idea cuando entró por fin en la cocina. Su madre estaba sacando verduras de una de las grandes neveras de acero inoxidable. Pete, que por entonces era padre de tres hijos, estaba ante otra de las mesas, cortando trocitos de masa de los cuencos donde pesaban la masa para cada pizza.

—¡Eh, si es nuestra universitaria! Un beso.

Reena le echó los brazos al cuello, y le dio un beso bien sonoro en los labios.

—¿Cuándo has vuelto?

—Hace quince minutos. En cuanto he entrado me han puesto a trabajar.

—Menudos negreros.

—Si no pesas bien esa masa voy a sacar el látigo. Y ahora suelta a mi hija si no quieres que se lo diga a tu mujer. —Bianca extendió los brazos y Reena se echó en ellos.

—¿Cómo te mantienes tan guapa? —le preguntó Reena a su madre.

—Es el vapor de la cocina. Mantiene los poros limpios. Oh, hija, deja que te mire.

—Me viste hace dos semanas en el ensayo de la boda de Bella.

—Dos semanas, dos días. —Bianca se apartó un poco. Por un momento su sonrisa vaciló, y algo pasó por sus ojos.

—¿Qué? ¿Qué?

—No es nada. —Pero Bianca la besó en la frente, como si la bendijera—. Vuelvo a tener a todas mis hijas en casa. Pete, ve y ocupa el lugar de Catarina. Ella se ocupará de tu trabajo aquí dentro. Queremos hablar de nuestras cosas.

—Oh, más cháchara sobre la boda. Ya me está dando dolor de cabeza. —Y se fue a toda prisa, agitando las manos.

—¿Estoy metida en un lío? —Solo hablaba medio en broma, y sacó una botella de agua de la nevera—. ¿Ha llegado a oídos de Bella el chiste que hice porque el vestido de dama de honor hace que parezca un espárrago anémico?

—No, y estás muy guapa, aunque el vestido no sea muy… afortunado.

—Oh, qué diplomática.

—La diplomacia es lo único que me permite sobrevivir con todo este asunto de la boda. Si no, creo que a estas alturas ya le habría partido el cuello a tu hermana. —Levantó una mano, meneó la cabeza—. No puede evitarlo. Está entusiasmada, aterrada, locamente enamorada, y quiere que Vince esté orgulloso de ella… y de paso impresionar a sus padres pareciendo una estrella de cine y decorando su nueva casa.

—Por lo que dices parece que está en su elemento.

—Sí. Tu padre necesita la masa para dos grandes y una mediana —añadió, y observó cómo Reena cortaba y pesaba competente mente la masa—. No te olvidas, ¿eh?

—Nací pesando masa de pizza.

Dejó la masa sobrante en la nevera y salió a llevarle a su padre lo que había pedido. Luego se puso a ayudar a su madre con las ensaladas.

—Dos de la casa para la mesa seis. Yo me encargaré de la ensalada griega para la tres. Esta boda es el sueño de su vida —siguió diciendo Bianca mientras troceaban verduras—. Y quiero que tenga lo que quería. Quiero que todos mis hijos tengan lo que quieren.

Cargó una bandeja y la llevó a la barra.

—Lista —dijo en voz alta, y volvió a su sitio para preparar otra—. Has estado con un chico.

Cuando Reena consiguió tragar el agua, fue como si se hubiera convertido en una bola dura y pequeña en su garganta.

—¿Qué?

—¿Es que crees que puedo mirarte y no darme cuenta? —Ahora Bianca hablaba en voz baja, para que nadie pudiera oírla—. ¿Que no sabría ver el cambio en una hija mía? Tú has sido la última.

—¿Xander ha estado con un chico?

Para su alivio, Bianca rio.

—Por el momento prefiere las chicas. ¿Lo conozco?

—No. Yo… bueno, hace un tiempo que nos conocemos y pasó. La semana pasada. Yo quería que pasara, mamá. Lo siento si te he decepcionado, pero…

—¿Yo he dicho eso? ¿Te he preguntado por tu conciencia, he cuestionado tu decisión? ¿Fuisteis con cuidado?

—Sí, mamá —Reena dejó el cuchillo, y se volvió para rodear la cintura de su madre—. Fuimos con cuidado. Me gusta mucho. Y a ti también te gustará, ya verás.

—¿Cómo voy a saber si me gusta si no lo traes a casa para que lo conozcamos, si no me dices nada de él?

—Estudia la especialidad de literatura. Quiere ser escritor. Tiene un apartamento algo desastrado y una sonrisa deliciosa. Se llama Josh Bolton y se crio en Ohio.

—¿Y su familia?

—No habla mucho de ellos. Sus padres están divorciados y él es hijo único.

—Entonces, ¿no es católico?

—No lo creo. No le he preguntado, la verdad. Es amable y muy listo, y me escucha cuando le hablo.

—O sea, todo lo importante. —Bianca se volvió y cogió el rostro de su hija entre las manos—. Tráelo un día para que conozca a la familia.

—Va a venir a la boda de Bella.

—Qué valiente. —Bianca arqueó las cejas—. Bueno, si consigue sobrevivir, a lo mejor vale la pena que lo conserves.

Cuando la avalancha de clientes de la hora de comer empezó a remitir, Reena se sentó, ante la insistencia de su padre, frente a un enorme plato de espaguetis. Pete ocupó su puesto y Gib se puso a hacer una ronda, como Reena le había visto hacer toda la vida, y como había hecho su suegro antes que él.

Con un vaso de vino, una botella de agua o una taza de café —dependiendo de la hora— pasaba por cada mesa y cada reservado y cruzaba unas palabras con los clientes, y hasta se paraba a charlar un rato. Si se trataba de un habitual, a veces se sentaba unos minutos. Charlaban sobre deporte, comida, política, sobre las noticias del barrio, muertes, nacimientos. En realidad el tema no importaba.

Lo importante era compartir unos momentos con el cliente.

Ese día llevaba agua y, cuando se sentó ante ella, dio un largo trago.

—¿Está bueno? —preguntó señalando el plato con el gesto.

—Es el mejor.

—Entonces come más.

—¿Cómo está la bursitis del señor Alegrio?

—Regular. Dice que va a llover. Han ascendido a su hijo, y este año sus rosas tienen un aspecto estupendo. —Gib sonrió—. ¿Qué ha comido hoy?

—La especial con minestrone y la ensalada de la casa, un vaso de Peroni, una botella de agua con gas, barritas de pan y cannoli.

—Siempre te acuerdas. Es una catástrofe para nosotros que estés haciendo esos cursos de justicia criminal y de química en lugar de gestión de empresa.

—Siempre tendré tiempo para ayudar aquí, papá. Siempre.

—Estoy orgulloso de ti, hija. Orgulloso de que sepas lo que quieres y estés luchando por conseguirlo.

—Soy como me habéis enseñado a ser. ¿Cómo está el padre de la novia?

—De momento prefiero no pensar. —Meneó la cabeza, bebió más agua—. No quiero pensar en el momento en que veré a Bella avanzando hacia mí vestida de novia. Cuando vayamos del brazo por el pasillo de la iglesia y la entregue a Vince. Si lo hago me pongo a hacer pucheros como un bebé. De todos modos, los preparativos nos tienen tan ocupados que no tenemos tiempo para pensar. —Levantó la vista y sonrió—. Vaya, parece que alguien más se ha enterado de que estás en casa. Eh, John.

—Gib.

Con un grito de alegría, Reena se levantó para abrazar a John Minger.

—¡Te he echado de menos! No te veía desde Navidad. Siéntate. Vuelvo enseguida.

Y se fue corriendo a traer más cubiertos. Cuando volvió a sentarse, cogió la mitad de sus espaguetis y los puso en el otro plato.

—Cómete una parte de mis espaguetis. Papá piensa que en la universidad me están matando de hambre.

—¿Qué quieres de beber, John?

—Algo suave, gracias.

—Haré que te lo traigan enseguida. Tengo que volver al trabajo.

—Cuéntamelo todo —le pidió Reena—. ¿Cómo estás, cómo están tus hijos, tus nietos, cómo va tu vida?

—Voy haciendo, estoy muy ocupado.

Mostraba buen aspecto. Tenía más ojeras, y su pelo estaba casi gris. Pero le quedaba bien. El incendio lo había convertido en un miembro de la familia. No, no fue el incendio, pensó corrigiéndose a sí misma. Fue todo lo que hizo después. Echarles una mano, contestar a sus interminables preguntas.

—¿Algún caso interesante?

—Todos son interesantes. ¿Aún quieres acompañarme en mis salidas para investigar sobre el terreno?

—Tú avísame y voy corriendo.

Su expresión se suavizó con una sonrisa.

—Tuve un incendio que se originó en la habitación de un niño de ocho años. No había nadie en casa cuando empezó. No había aceleradores, ni cerillas, ni encendedores. No había señales de que hubieran forzado la entrada, ni elementos incendiarios.

—¿Eléctrico?

—No.

Reena siguió comiendo mientras pensaba.

—¿Un juego de química? A esa edad a los niños les gustan los juegos de química.

—A ese no. Me dijo que quiere ser detective.

—¿A qué hora empezó?

—Hacia las dos de la tarde. El niño estaba en el colegio, los padres en el trabajo. Anteriormente no se había producido ningún incidente. —Enrolló unos espaguetis en el tenedor y cerró los ojos al paladearlos—. No es justo que te pregunte si no puedes ver el escenario o fotografías.

—Un momento, un momento, aún no me doy por vencida. —Reena siempre había pensado que los enigmas están para resolverlos—. ¿Punto de origen?

—La mesa del niño. Un escritorio de madera contrachapada.

—Apuesto a que encima había un montón de material inflamable. Papel, pegamento, exámenes y carpetas; juguetes tal vez. ¿Cerca de la ventana?

—Debajo.

—Entonces también hay cortinas y seguramente prendieron y ayudaron a propagar el fuego. Dos de la tarde. —Cerró los ojos, tratando de visualizar la escena. Pensó en el escritorio de Xander cuando tenía diez años. El revoltijo de juguetes de niño, los cómics, los papeles del colegio—. ¿Hacia qué lado mira la ventana?

—Eres una máquina, Reena. Hacia el sur.

—Entonces el sol entraba directamente a esa hora, a menos que las cortinas estuvieran cerradas. Y un niño no cierra las cortinas. ¿Qué tiempo hacía ese día?

—Despejado, soleado, temperatura suave.

—Si quiere ser detective, seguramente tiene una lupa.

—Bingo. Sí, eres un hacha. La lupa está sobre la mesa, apoyada contra un libro, sobre un montón de papeles. El sol entra y pasa por la lupa y los papeles prenden. Mesa de madera, cortinas de tela.

—Pobre niño.

—Podía haber sido peor. Un repartidor vio el humo y llamó al 911. Pudieron contenerlo en la habitación.

—Echaba de menos poder comentar los casos contigo. Lo sé, lo sé, solo soy una estudiante, y la mayoría de asignaturas que me interesan no podré hacerlas hasta el penúltimo curso, cuando me trasladen al campus de Shady Grove. Pero me encanta comentar los casos.

—Hay otra cosa que quería comentarte. —Minger dejó el tenedor, la miró a los ojos—. Pastorelli ha salido.

—Él… —Inspiró con fuerza y miró alrededor por si alguien de la familia podía oírla—. ¿Cuándo?

—La semana pasada. Acabo de enterarme.

—Tenía que pasar —dijo Reena lentamente—. Seguramente habría salido antes si no hubiera dado una paliza a aquel guardia.

—No creo que os cause ningún problema, ni que vuelva por aquí. Ya no hay nada que lo una al barrio. Su mujer aún está en Nueva York, con una tía suya. Lo he comprobado. Y el hijo ya ha cumplido una condena por agresión.

—Aún me acuerdo de cuando se lo llevaron. —Miró por la ventana, al otro lado de la calle. En la casa donde antes vivían los Pastorelli había tiestos de geranios en los escalones y las cortinas estaban abiertas.

—¿A cuál?

—A los dos. Recuerdo cómo se llevaron al señor Pastorelli, esposado, y que su mujer hundió la cara en un trapo amarillo y llevaba los cordones de una de las zapatillas desatadas. Y Joey echó a correr detrás del coche, gritando. Yo estaba con mi padre, mirando. Creo que el hecho de ver aquello juntos reforzó algo que ya había entre nosotros. Que por eso me dejó ir con él cuando se llevaron a Joey. Después de que matara al pobre perro.

—Fue una forma de cerrar el capítulo que se inició cuando el muy cerdo te pegó en el colegio. No hay razón para pensar que no siga cerrado, pero he pensado que teníais que saberlo.

—Yo se lo diré a mi familia, John. Después, cuando estemos todos en casa.

—Bien.

Reena volvió a mirar por la ventana y la expresión grave de su rostro desapareció.

—Es Xander. Vuelvo enseguida. —Salió corriendo del reservado y fue a toda prisa hacia la puerta, cruzó corriendo la calle y se arrojó en los brazos de su hermano.

En muchos aspectos, volver a estar en casa era como volver a ser niña. Los aromas y los sonidos eran los mismos de siempre. La cera que su madre utilizaba para los muebles, los olores, que parecían una parte más de la cocina, igual que la mesa de carnicero. La música que salía a todo volumen de la habitación de Xander, tanto si él estaba dentro como si no. El agua que goteaba en el lavabo del aseo si no apretabas bien el grifo al cerrarlo.

Era raro que pasara una hora sin que el teléfono sonara y, como hacía buen tiempo, las ventanas estaban abiertas al sonido del tráfico y a las voces de los viandantes que se paraban a charlar en la calle.

Reena estaba sentada con las piernas cruzadas en la cama de su hermana, como cuando tenía diez años, mientras Bella se arreglaba para salir.

—Hay tanto que hacer… —Bella mezcló los tonos de la sombra de ojos con la habilidad de un artista—. No sé si podré solucionarlo todo antes de la boda. Vince dice que me preocupo demasiado, pero quiero que todo esté perfecto.

—Lo estará. Tu vestido es precioso.

—Sabía exactamente lo que quería. —Sacudió sus sofisticadas nubes de pelo rubio—. Después de todo, llevo toda la vida planificando esto. ¿Te acuerdas de cuando jugábamos a novias, con aquellas viejas cortinas de blonda?

—Y tú siempre eras la novia. —Lo dijo con una sonrisa.

—Bueno, pues se acabaron las bodas de mentira. Sé que papá se quedó de piedra por el precio del vestido, pero al fin y al cabo la novia tiene que lucir el día de su boda. Y no luciría mucho con una birria de vestido. Quiero que Vince se quede deslumbrado cuando me vea. Oh, espera, ya verás lo que me ha dado para que lo lleve como algo viejo.

—Pensaba que ibas a llevar las perlas de la abuela.

—No. Son monísimas, pero están anticuadas. Y además, no son auténticas. —Abrió el cajón del tocador y sacó una cajita. Fue con ella hasta donde estaba su hermana y se sentó en la cama—. Las compró para mí.

En el interior había unos pendientes, con relucientes gotas de diamantes y unas filigranas tan delicadas que podían haberlas tejido unas arañas mágicas.

—Dios, Bella, ¿son diamantes de verdad?

—Por supuesto. —El solitario cuadrado que llevaba al dedo destelló cuando agitó la mano—. Vince no me compraría nada de tiradillo. Tiene clase. En su familia todos tienen clase.

—¿Y en la nuestra no?

—No lo digo en ese sentido. —Pero Bella lo dijo con desinterés; cogió uno de los pendientes y lo sostuvo en alto para que le diera la luz—. La madre de Vince va a Nueva York y a Milán a comprar. En la casa tienen un servicio de doce personas. Tendrías que ver la casa de sus padres, Reena. Es una mansión. Tienen capataces que trabajan para ellos a jornada completa. Su madre es tan dulce conmigo… ahora la llamo Joanne. La mañana de la boda me llevará a su salón de belleza para que me preparen.

—Pensaba… tú, mamá y Fran, ¿no ibais a ir a la peluquería de María?

—Catarina. —Bella sonrió con dulzura, dio unas palmaditas en la mano de su hermana y entonces se levantó y volvió al tocador para dejar los pendientes en su sitio—. María ya no está a la altura. Voy a ser la esposa de un hombre importante. Voy a llevar una vida diferente, a tener obligaciones diferentes. Y para eso tengo que llevar un corte de pelo apropiado, la ropa idónea, el todo adecuado.

—¿Y quién decide qué es adecuado y qué no?

—Eso se sabe y punto. —Se atusó el pelo—. Vince tiene un primo, es un encanto. He pensado que te gustaría que te acompañara durante la recepción. Creo que os llevaríais bien. Estudia penúltimo curso en Princeton.

—Gracias, pero ya tengo novio. Vendrá a la boda. Lo he hablado con mamá.

—Un novio. —Olvidándose por un momento de acicalarse, Bella se dejó caer sobre la cama—. ¿Cuándo, dónde, cómo? Cuéntamelo todo.

Los recelos desaparecieron. Volvían a ser dos hermanas que hablaban sobre el importantísimo tema de los chicos.

—Se llama Josh. Es muy dulce, y es un bombón. Quiere ser escritor, y lo he conocido en la universidad. Llevamos saliendo un par de meses.

—¿Meses? ¿Y no me habías dicho nada?

—Has estado muy ocupada.

—Aun así. —Por un momento, Bella puso cara seria—. ¿Es de por aquí?

—No, se crio en Ohio. Pero ahora vive aquí. Durante el verano va a trabajar en una librería. Me gusta mucho. Bella. Nos hemos acostado. Cinco veces.

—¡Jesús! —Los ojos de Bella se abrieron como platos, y botó un poco sobre la cama—. Reena, esto es muy importante. ¿Lo hace bien? —Se levantó de un brinco y fue a cerrar la puerta—. Vince es increíble en la cama. Puede hacerlo durante horas.

—A mí me parece que lo hace bien. —¿Horas?, pensó. ¿Cómo podía ser eso?—. Pero es el único chico con el que he estado.

—Asegúrate de llevar siempre protección. Yo lo dejé.

—¿Dejar el qué?

—Lo de la protección —susurró—. Vince dice que quiere que tengamos hijos enseguida, así que he dejado de tomar las pastillas. Falta tan poco para la boda que no importa si me quedo embarazada. Dejé las pastillas la semana pasada, así que a lo mejor ya lo estoy.

—Qué bien. —Reena sintió una sacudida muy fuerte, porque de pronto su hermana había pasado de novia a esposa y de esposa a madre—. ¿No prefieres esperar hasta que te acostumbres al matrimonio?

—No necesito acostumbrarme. —Y sonrió con expresión soñadora. Todo en ella parecía soñador, los ojos, los labios, la voz—. Ya sé cómo va a ser. Será perfecto. Tengo que terminar de arreglarme. Vince llegará en cualquier momento y no le gusta que le haga esperar.

—Que te diviertas.

—Siempre lo hacemos. —Bella volvió a sentarse ante el tocador y Reena fue hacia la puerta—. Esta noche Vince me lleva a un restaurante fabuloso. Dice que necesito relajarme y olvidarme un poco de los preparativos de la boda.

—Seguro que tiene razón. —Reena salió y cerró la puerta, y vio que su hermano subía por las escaleras.

Xander la miró, miró la puerta, volvió a mirar a Reena y sonrió.

—Bueno, ¿cuántas veces ha dicho «Vince cree»?

—He perdido la cuenta. Está loco por ella.

—Me alegro por él, porque si no, a estas alturas Bella le habría vuelto loco. Y te digo una cosa, no sabes las ganas que tengo de que esto termine.

Reena se acercó a su hermano. Ya la superaba en estatura, así que tuvo que ponerse de puntillas para darle un beso en la mejilla.

—La vas a echar de menos cuando no la tengas en la habitación de al lado.

—Sí, ya lo sé.

—¿Tienes planes para esta noche?

—¿Para la primera noche que pasas en casa? ¿Qué clase de hermano crees que soy?

—Mi favorito.

Reena esperó hasta que Bella se fue a su cena elegante y el resto de la familia estuvo reunido en torno a la mesa comiendo bistec florentino para celebrar su regreso.

—Tengo una noticia que daros —empezó—. John me lo ha dicho hoy, y le pedí que me dejara decíroslo yo. Pastorelli ha salido de la cárcel. Lo soltaron hace una semana.

—El muy cabrón.

—En la mesa no, Xander —dijo Bianca automáticamente—. ¿Saben dónde está, adónde ha ido?

—Ha cumplido su condena, mamá. —Reena había tenido tiempo para asimilar la noticia, por eso parecía tan calmada—. John no cree que tengamos que preocuparnos, y yo estoy de acuerdo. No tiene ningún vínculo con el barrio, no hay ninguna razón para que vuelva. Aquello pasó hace mucho tiempo.

—Ayer —dijo Gib—, parece que fue ayer. Pero creo que tenemos que aceptarlo. ¿Qué otra cosa vamos a hacer? Ya se le castigó por lo que hizo. Y ahora ya no forma parte de nuestras vidas.

—Sí, pero no estaría de más estar atentos, al menos por un tiempo. —Bianca respiró hondo—. Y seguramente lo mejor es que no le digamos nada a Bella hasta después de la boda. Se pondría histérica.

—Bella se pondría histérica por una uña rota —terció Xander.

—Justamente. Así que, ya sabéis, hay que estar atentos. Pero debemos pensar, igual que hace John, que no hay nada que temer. Bueno… —Bianca levantó las manos—. A comer todo el mundo antes de que la comida se enfríe.