Universidad de Maryland, 1992
La sensiblería empalagosa del Emotions de Mariah Carey se filtraba por la pared de la habitación contigua. Era un flujo interminable, como un río de lava. No podías escapar, y el pánico cada vez era mayor.
A Reena no le importaba oír música cuando estaba estudiando. No le importaban las juergas, las pequeñas discusiones, o el trueno de un Dios justiciero. Después de todo, se había criado en una casa con una familia numerosa y bulliciosa.
Pero si la chica de la habitación de al lado ponía otra vez aquella canción, le iba a meter el lápiz por un ojo y, después, le haría comerse el jodido CD, con la funda y todo.
Por el amor de Dios, estaba con los exámenes finales. Y aquel semestre había cogido muchas asignaturas.
Aunque valía la pena, se recordó. Valdría la pena.
Apartó la silla de la mesa del ordenador, se restregó los ojos. Quizá necesitaba un pequeño descanso. O tapones para los oídos.
Se levantó, sin hacer caso del desorden de dos estudiantes universitarias que comparten una pequeña habitación, y abrió la pequeña nevera para coger una Diet Pepsi. En la nevera lo único que encontró fue un cartón abierto de medio litro de leche desnatada, cuatro barritas de cereales y frutos secos, un Diet Sprite y una bolsa de barritas de zanahoria.
Aquello no estaba bien. ¿Por qué todo el mundo tenía que quitarle sus cosas? Aunque claro, quién iba a querer la comida de Gina, que siempre estaba haciendo régimen. Pero aun así…
Reena se sentó en el suelo, mientras la voz de Mariah Carey penetraba en su cerebro sobrecargado como la de una perversa sirena, y contempló los montones de libros y notas que tenía sobre su mesa.
¿Por qué pensaba que podía hacerlo? ¿Por qué quería hacerlo?
Podía haber seguido los pasos de Fran y haber entrado en el negocio familiar.
En aquellos momentos podía haber estado tranquilamente en casita. O saliendo con alguien, como cualquier persona normal.
En otro tiempo, su mayor ambición en la vida era ser adolescente.
Y en ese instante, esa etapa de su vida casi se había acabado y allí estaba, sentada en una habitación atestada, sin una Pepsi Light que echarse a la boca, enterrada bajo el material de todo un curso como si fuera masoquista.
Tenía dieciocho años y aún no había probado el sexo. Y lo que tenía difícilmente podía considerarse un novio.
Bella se casaba al cabo de un mes. Fran prácticamente tenía que apartar a los chicos a empellones, y Xander se movía alegremente entre lo que su madre llamaba su rebaño de bellezas.
Y ella, allí sola un sábado por la noche, porque estaba obsesionada con los exámenes finales mientras en la habitación de al lado alguien escuchaba a Mariah Carey.
Oh, no, ahora había puesto a Celine Dion.
«A mí me da algo».
La culpa era suya. Era ella quien había estudiado incansablemente en el instituto y había pasado la mayoría de fines de semana trabajando en vez de salir con chicos. Porque sabía lo que quería.
Lo sabía desde aquella larga y calurosa semana de agosto.
Quería el fuego.
Así que estudió, pensando en mucho más que aprender. Pensando en las becas. Trabajaba, y guardaba el dinero como una ardillita guardaba bayas, por si acaso no conseguía las becas.
Pero las consiguió, y ahora estaba allí, en la Universidad de Maryland, compartiendo habitación con su amiga de siempre, pensando en las diferentes diplomaturas.
Cuando el semestre acabara, volvería a casa, trabajaría en la pizzería, pasaría la mayor parte de su tiempo libre en el parque de bomberos. O tratando de convencer a John Minger para que le diera permiso para salir con ellos a investigar en la escena de los hechos.
También estaba la boda de Bella, claro. En los últimos nueve meses, no se hablaba de otra cosa en casa. Y eso, si se paraba a pensarlo, también era una buena razón para estar allí sola un sábado por la noche.
Podía ser peor. Podía estar en el cuartel general de las Bodas.
Si alguna vez se casaba —lo que significaba que oficialmente antes tenía que tener un novio— procuraría que todo fuera lo más sencillo posible. Que Bella se quedara con los interminables retoques de su elaborado vestido —aunque era precioso—, los eternos y a menudo lacrimógenos debates sobre los zapatos, el peinado, las flores. Los planes y más planes para el enorme banquete, que casi parecía una campaña militar.
No, ella prefería una bonita ceremonia familiar en Saint Leo’s y hacer una fiesta en Sirico’s.
Lo más probable es que acabara convertida en la eterna dama de honor. Vaya, como que ya era toda una experta.
Y, por el amor de Dios, ¿cuántas veces podía escuchar Lydia el tema principal de La Bella y la Bestia sin entrar en coma?
En un momento inesperado de inspiración, Reena se levantó de un salto, se abrió paso a puntapiés hasta el reproductor portátil de música y rebuscó entre los montones de CD.
Con una sonrisa feroz en los labios, puso «Smells Like Teen Spirit», de Nirvana, y subió el volumen al máximo.
Mientras la diva y el grunge batallaban, sonó el teléfono. Reena no bajó el volumen —era cuestión de principios—, así que tuvo que contestar a gritos.
Un tercer estallido de música llegó a sus oídos acompañando los gritos de Ciña.
—¡Fiesta!
—Ya te he dicho que tengo que estudiar.
—¡Fiesta! Venga, Reene, esto está empezando a animarse. Tienes que vivir.
—¿Tú no tenías un final de literatura el lunes?
—¡Uuu!
Reena se echó a reír. Gina siempre le contagiaba su alegría. La etapa religiosa por la que pasó el verano del incendio se había transformado en una etapa poética, una etapa de estrella de rock y luego una etapa de reina de la moda.
Y ahora estaba de fiesta todo el día.
—Lo vas a echar todo a perder —le advirtió Reena.
—Lo he dejado todo en manos de un poder superior y estoy resucitando mi cerebro con vino barato. Vamos, Reena, Josh está aquí. Ha preguntado por ti.
—¿Ah, sí?
—Parece triste y pensativo. De todos modos, sabes que vas a arrasar en los exámenes. Será mejor que vengas a rescatarme antes de que deje que algún chico se aproveche de que estoy borracha. Aunque, oye, ahora que lo pienso…
—En casa de Jen y Deb, ¿no?
—¡Uau!
—Estoy ahí en veinte minutos —dijo Reena con otra risa, y colgó.
Casi tardó esos veinte minutos solo para quitarse unos pantalones de chándal viejísimos y ponerse unos tejanos, elegir un top y arreglarse el pelo, que en aquellos momentos era una catarata de rizos que le caía sobre los hombros.
Mientras se vestía, dejó la música a todo volumen, luego se puso colorete para suavizar la palidez de tantas horas estudiando para los exámenes.
«Esta noche debería estudiar, debería descansar bien. No tendría que ir a la fiesta», se sermoneó a sí misma mientras se ponía rímel.
Pero estaba cansada de ser siempre tan sensata. Solo estaría fuera una hora, se divertiría un poco, evitaría que Ciña se metiera en problemas.
Y vería a Josh Bolton.
Era tan guapo, con su pelo dorado, los deslumbrantes ojos azules, y esa sonrisa dulce y tímida… Tenía veinte años y estudiaba la especialidad de literatura. Iba a ser escritor.
Y había preguntado por ella.
Él era el elegido. Reena estaba convencida en un noventa y nueve por ciento. Él sería el primero.
Y quizá fuera esa misma noche. Dejó el rímel y se miró en el espejo. Quizá esa noche sabría por fin cómo era. Se llevó una mano al vientre, que le hormigueaba por la emoción y los nervios. Quizá esa sería la última vez que se miraba siendo virgen.
Estaba preparada, y quería que fuera con alguien como Josh. Alguien soñador y dulce, con algo de experiencia para que no tuvieran que titubear bochornosamente.
Reena odiaba no saber lo que tenía que hacer. Evidentemente, había estudiado los elementos básicos. La parte anatómica, física. Y había percibido la parte más romántica en libros y revistas. Pero el acto en sí, el hecho de desnudarse y unirse a otro cuerpo, eso sería totalmente nuevo.
No era una cosa que pudiera practicar, planificar o experimentar hasta que descubriera su propio ritmo; por eso quería un compañero comprensivo y paciente que la guiara por los momentos más delicados hasta que encontrara su ritmo.
No era tan importante que no le quisiera. Josh le gustaba mucho, y ella no estaba buscando marido como Bella.
Al menos todavía.
Ella solo quería saber, sentir, ver cómo era. Y, a lo mejor era una tontería, pero quería desprenderse de aquel último vestigio de su infancia. Seguramente si había estado tan inquieta y distraída aquellos últimos días era porque aquello no dejaba de rondarle por la cabeza.
Y, por supuesto, estaba dándole más importancia de la que tenía.
Cogió su bolso, apagó la música y salió a toda prisa.
Era una noche agradable, templada, con el cielo cuajado de estrellas. Era absurdo desperdiciar una noche así metida en los apuntes de química, pensó mientras caminaba hacia el aparcamiento. Levantó el rostro al cielo, empezó a sonreír, pero entonces un escalofrío le recorrió la columna. Miró atrás por encima del hombro, escudriñó el césped, los caminos, el resplandor de las luces de seguridad.
Por Dios, no había nadie espiándola. Tuvo un ligero estremecimiento, pero apretó el paso. Solo era el sentimiento de culpa, nada más. Podía vivir con eso, sí.
Subió de un salto en su Dodge Shadow de segunda mano y, dejándose llevar por la paranoia, aseguró las puertas antes de arrancar.
La vivienda estaba a cinco minutos en coche del campus. Era un viejo edificio de ladrillo de dos plantas y estaba iluminado como un árbol de Navidad. La gente estaba desparramada por el césped y la música salía por la puerta abierta. Reena percibió el aroma dulzón de un porro, y oía fragmentos de encendidos debates sobre la brillantez de Emily Dickinson, la administración del momento y temas menos controvertidos, como los centrocampistas del equipo de los Orioles.
Cuando entró en la casa, tuvo que abrirse paso entre la gente, evitó por los pelos que le tiraran un vaso encima y sintió cierto alivio al ver que conocía a algunas de las personas que se amontonaban en la sala de estar.
Gina la vio y pasó entre los cuerpos para cogerla por los hombros.
—¡Reene! ¡Has venido! ¡No sabes la noticia que tengo!
—No quiero que me hables hasta que te hayas comido un paquete entero de caramelos.
—Oh, mierda. —Gina metió la mano en el bolsillo de sus tejanos, tan apretados que le debían de estar dañando algún órgano interno. Las barritas de cereales no la habían ayudado a eliminar del todo los cuatro kilos y medio que había ganado durante el primer semestre.
Gina sacó la pequeña cajita de plástico que siempre llevaba y se echó varias pastillas de naranja en la boca.
—He estado bebiendo —dijo mascando.
—Vaya, nunca lo habría dicho. Mira, será mejor que dejes el coche aquí, yo te llevaré. Seré la conductora responsable.
—Vale. Creo que no tardaré en vomitar. Y entonces me sentiré mejor. De todos modos… ¡Noticia! —Arrastró a Reena por una cocina igual de atestada y salieron por la puerta de atrás.
En el patio había más gente. ¿Es que en el campus todo el mundo pasaba de estudiar para los exámenes finales?
—Scott Delauter suspende todo —anunció Gina, y meneó un poco el trasero mientras lo decía.
—¿Quién es Scott Delauter y por qué te alegras de su desgracia?
—Es uno de los que viven aquí. Ya le conociste. Uno bajito, con los dientes grandes. Y me alegro porque su desgracia es nuestra fortuna. El próximo semestre necesitarán otro inquilino, y otro de los del grupo se gradúa en diciembre. Jen dice que podemos instalarnos las dos en la casa el próximo semestre si dormimos juntas.
Reena, podremos salir de ese antro.
—¿Instalarnos aquí? Gina, vuelve al mundo real. No podemos permitírnoslo.
—Estamos hablando de dividir el alquiler y los gastos entre cuatro. No es tanto, Reena. —Gina la aferró por los brazos, con sus ojos oscuros brillando por el entusiasmo y el vino barato, y habló con voz reverente—. Hay tres cuartos de baño. Tres para cuatro personas. No uno para seis.
—Tres cuartos de baño. —Reena lo dijo como si estuviera rezando.
—Es nuestra salvación. Cuando Jen me lo dijo tuve una visión. Una visión, Reena. Creo que vi a la Santa Madre sonriendo. Y llevaba una esponja en la mano.
—Tres cuartos de baño —repitió Reena—. No, no, no dejaré que me seduzcas con baratijas. ¿Cuánto hay que pagar de alquiler?
—Es… bueno, si tienes en cuenta que hay que dividirlo, y que no necesitarás el dinero de la beca para comida en el campus porque podremos cocinar aquí, nos sale prácticamente gratis.
—Gratis, ¿eh?
—Este verano las dos trabajaremos. Podemos ahorrar. Por favor, por favor, por favor. Tenemos que darles una respuesta ya. Mira, y hasta tendremos un patio. —Y lo abarcó con un gesto del brazo—. Podemos plantar flores. Jo, hasta podríamos plantar verduras y montarnos un puesto para venderlas. Ves, viviendo aquí ganaríamos dinero y todo.
—Dime cuánto, Gina.
—Deja que te traiga algo de beber primero.
—Escúpelo —exigió Reena. Y pestañeó cuando Gina soltó la cantidad.
—Pero tienes que tener en cuenta…
—Chis, deja que piense. —Reena cerró los ojos, calculó. Irían muy justas. Pero si se preparaban ellas la comida y ahorraban parte del dinero que se gastaban en cine, música y ropa… Sí, valía la pena renunciar a tener ropa nueva a cambio de poder disfrutar de tres cuartos de baño.
—Vale.
Gina lanzó un «Uuu» y, después de apretarla en un abrazo, se puso a bailar con ella por el césped.
—¡Será increíble! Estoy impaciente. Vamos a buscar algo de vino y brindaremos por los fracasos académicos de Scott Delauter.
—Parece algo mezquino, pero apropiado. —Se dio la vuelta con Gina y se detuvo en seco—. Josh. Hola.
El chico cerró la puerta trasera a su espalda y entonces le dedicó esa sonrisa tímida y discreta que la ponía a mil.
—Hola. Me han dicho que habías venido.
—Sí, he pensado que me iría bien dejar un rato los libros. La cabeza empezaba a echarme humo.
—Y te queda mañana para dar un último repaso.
—Justo lo que yo le dije. —Gina les sonrió a los dos—. Mira, vosotros poneos cómodos. Yo me voy a vomitar en lo que dentro de poco será uno de mis cuartos de baño. —Le dio a Reena un último abrazo—. Soy muy feliz.
Josh vio cómo la puerta se cerraba detrás de Gina.
—¿Por qué está tan contenta por tener que vomitar?
—Está así de contenta porque el próximo semestre viviremos aquí.
—¿En serio? Es genial. —Se movió y, con las manos aún en los bolsillos, se agachó para besarla—. Felicidades.
Reena sintió un cosquilleo en la piel; la sensación le resultaba fascinante y maravillosamente adulta.
—Pensaba que me gustaría vivir en el campus. Que sería como una aventura. Gina y yo, las amigas del barrio, en una residencia estudiantil. Pero algunas de las que hay en nuestra planta me están volviendo loca. Una está tratando de destrozarme el cerebro poniendo a Mariah Carey las veinticuatro horas.
—Qué lata.
—Y creo que lo está consiguiendo.
—Tienes un aspecto estupendo. Me alegro de que hayas venido. Estaba a punto de irme cuando he oído que estabas aquí.
—Oh. —Su entusiasmo se enfrió—. Te vas.
Él volvió a sonreír y sacó una de las manos del bolsillo para coger la mano de ella.
—Ya no.
Bo Goodnight no sabía muy bien qué hacía en una casa extraña con un puñado de estudiantes universitarios a los que no conocía. Aun así, una fiesta era una fiesta, y había dejado que Brad le convenciera.
La música estaba bien, y había muchas chicas. Altas, bajas, redonditas, delgadas. Era como un bufet de mujeres.
Incluyendo la que tenía loquito a Brad en aquellos momentos, y que era la razón de que estuvieran allí.
La chica era amiga de una amiga de una de las chicas que vivían en la casa. Y a Bo le gustaba… en realidad, hasta puede que hubiera intentado ligársela si Brad no la hubiera visto primero.
El código de la amistad le obligaba a abstenerse.
Aunque al menos Brad había perdido cuando se lo jugaron a cara o cruz y le tocaba a él conducir. Seguramente ninguno de los dos tendría que haber bebido, porque casi no tenían la edad. Pero una fiesta era una fiesta, pensó Bo dando otro trago a su cerveza.
Además, él se mantenía sólito, pagaba un alquiler, se preparaba su propia comida… Era mucho, muchísimo más adulto que muchos de los universitarios que les miraban por encima del hombro.
Echó un vistazo por la habitación, considerando sus opciones. Bo era un chico alto y delgado de veinte años, con una mata de pelo negro y ondulado y ojos verdes y algo soñadores. Tenía el rostro alargado, como el cuerpo, aunque estaba convencido de que desarrollaría unos buenos bíceps manejando el martillo y cargando trastos viejos.
Los fragmentos de conversación que oía le hacían sentirse algo fuera de sitio… gente quejándose de los exámenes finales, comentarios sobre ciencias políticas y estudios sobre la mujer. La universidad no era para él. En su vida se había sentido más feliz que el día que terminó el instituto. Hasta entonces, había trabajado los veranos. Primero como peón, luego como aprendiz, y en aquel momento, a sus veinte años, ya era un carpintero de oficio que se ganaba un buen jornal.
Le encantaba crear cosas con la madera y se le daba bien. Y a lo mejor si se le daba bien es porque le encantaba. Él había recibido su educación trabajando, rodeado de olor a serrín y sudor.
Como a él le gustaba.
Y se las arreglaba él sólito. No tenía a su padre pagándole las facturas como la mayoría de la gente que había allí.
Aquella punzada de resentimiento le sorprendió e incluso lo hizo sentirse avergonzado. Apartó el pensamiento de su cabeza y trató de relajar los hombros. Y, haciendo un extenso y concienzudo barrido por la habitación, sus ojos se detuvieron en un par de chicas que estaban acurrucadas en un sofá, charlando.
La pelirroja parecía prometer y, si no, siempre le quedaba la morena, que tampoco estaba mal.
Dio un paso para acercarse a ellas, pero Brad le cerró el paso.
—Apártate de mi camino. Estoy a punto de alegrar el corazón de dos féminas.
—Ya te dije que lo pasarías bien. Y yo me lo voy a pasar mejor. Cammie y yo nos vamos a su casa. Y no creo que sea presuntuoso si digo que hoy voy a triunfar.
Bo miró a su amigo y, detrás de sus gafas, notó ese brillo del que está a punto de tirarse a una chica.
—¿Me traes a una casa llena de desconocidos para poder tirarte a una chica?
—Justamente.
—Bueno, es normal. Pero si luego te da una patada en el culo y te echa no me llames. Vuelve tú solo a casa.
—No hay problema. Ha ido a por su bolso, así que…
—Espera. —Bo cerró su mano en torno al brazo de Brad cuando vio a la rubia entre la multitud. Un montón sexy de rizos rebeldes del color de una buena madera de roble. Se estaba riendo y la piel de sus pómulos (parecía de porcelana) estaba arrebolada.
Bo veía los labios, y el pequeño lunar que tenía encima. Fue como si su vista se hubiera agudizado y le permitiera ver los detalles a través del humo y la multitud de rostros. Los ojos grandes que le parecieron del mismo tono que el pelo, la nariz larga y fina. Y la voluptuosa curva de los labios. Los anillos dorados de las orejas. Dos en la izquierda y uno en la derecha.
Era alta, aunque tal vez llevara tacones, pero no le veía los pies. Pero sí veía la cadena que llevaba al cuello con una gema o un cristal, el contorno de los pechos marcados contra un top rosa oscuro.
Por un momento, dos tal vez, para Bo la música dejó de sonar. La habitación quedó en silencio.
Y entonces alguien se interpuso en su línea de visión y el bullicio volvió.
—¿Quién es esa chica?
—¿Qué chica? —Brad miró con expresión distraída por encima del hombro, y luego los encogió—. Esto está lleno de chicas. Eh, la próxima vez que te metas algo avísame.
—¿Qué? —Todavía deslumbrado, Bo bajó la vista. Casi no recordaba ni el nombre de su amigo—. Tengo que… toma. —Le puso la cerveza en la mano y se alejó abriéndose paso entre la gente.
Cuando consiguió llegar al sitio donde había visto a la chica no había rastro de ella. Fue a mirar en la cocina, con una especie de pánico pegado en la garganta, luego miró en un comedor, donde había gente sentada delante, encima y debajo de la mesa.
—¿Habéis visto a una chica alta, rubia, con el pelo rizado y una camiseta rosa?
—Aquí no ha venido nadie aparte de ti. —La chica, con el pelo corto y negro, le dedicó una sonrisa sensual—. Pero puedo ser rubia si quieres.
—Otro día.
Bo buscó por todas partes, subió a las dos plantas de arriba, y cuando bajó recorrió el patio trasero y el delantero.
Encontró rubias, rizos. Pero no a la rubia que había hecho detenerse la música.
Reena conducía con el corazón en la garganta. Pensó que era mejor que fuera con su propio coche. Era una forma de demostrar que no la llevaban, que ella había decidido. Era plenamente consciente de sus actos, de las consecuencias.
Hacer el amor por primera vez, todas las veces, tenía que ser una decisión voluntaria.
Pero le habría gustado ser un poco más previsora y haber comprado ropa interior más sexy.
Josh vivía en un apartamento fuera del campus y su compañero de piso iba a pasar la noche fuera con un grupo de estudiantes. Cuando Josh lo dijo —en ese momento la estaba besando—, fue ella la que propuso que fueran allí.
Ella fue quien hizo el movimiento. Era ella quien iba a iniciar una nueva etapa en su vida. Pero eso no evitó que las manos le temblaran un poco.
Reena aparcó poco más allá de donde él paró su coche. Apago el motor con cuidado, cogió su bolso. Sabía exactamente lo que estaba haciendo, se recordó, y para ilustrarlo cerró el coche y metió las llaves en el pequeño bolsillo interior donde siempre las guardaba.
Cuando él le ofreció la mano, le sonrió. Cruzaron el aparcamiento, y entraron en el edificio en el momento en que otro coche llegaba para aparcar.
—El piso está un poco desordenado —dijo Josh cuando empezaron a subir las escaleras.
—Pues si el departamento de salud pública viera el nuestro, seguro que lo clausuraba.
Reena esperó a que le abriera la puerta y pasó. Tenía razón, el piso estaba muy desordenado: ropa, zapatos, una caja vacía de pizza, libros, revistas. El sofá parecía sacado del basurero, y lo habían cubierto con una manta del equipo de los Terps.
—Hogareño.
—Asqueroso, diría yo. Tendría que haberte pedido que me dieras diez minutos antes de subir. Al menos podía haber guardado todo esto en los armarios.
—No importa. —Se dio la vuelta y se echó en sus brazos. Olía a jabón masculino y sabía a caramelos de cereza. Le pasó la mano por el pelo, por la espalda.
—¿Te apetece oír algo de música?
Ella asintió.
—Sí, la música está bien.
Él le pasó la mano por los brazos y luego fue a encender el equipo.
—Me parece que no tengo nada de Mariah Carey.
—Menos mal. —Reena rio y se llevó la mano a su corazón acelerado—. Estoy nerviosa. Nunca había hecho esto.
Él abrió la boca y la volvió a cerrar, con los ojos muy abiertos.
—Nunca…
—Eres el primero.
—Dios. —Se la quedó mirando, con sus ojos azules muy serios—. Vaya, ahora yo también estoy nervioso. ¿Estás segura…?
—Lo estoy. De verdad. —Se acercó a él y bajó la vista al montón de CD—. ¿Qué tal esto? —Y cogió uno de Nine Inch Nails.
—¿Sin? —preguntó, con esa sonrisa suya tan dulce—. ¿Es tu vena de chica católica?
—Puede. De todas formas, me gusta la versión que tienen del «Get Down, Make Love» de Queen. Y, bueno, parece muy apropiado, ¿no?
Él puso el CD y se volvió a mirarla.
—No dejo de pensar en ti desde que empezó el semestre.
Reena notó una sensación de calor en el estómago.
—No me pediste que saliéramos hasta después de las vacaciones de primavera.
—Quise hacerlo muchas veces. Pero no me atrevía. Y pensaba que estabas con ese otro chico, el que hace psicología.
—¿Kent? —En aquellos momentos, ni siquiera era capaz de recordar la cara de Kent—. A veces salimos. Pero en general lo único que hacemos es quedar para estudiar de vez en cuando. Nunca he estado con él.
—Y ahora estás conmigo.
—Estoy contigo.
—Si has cambiado de opinión…
—No voy a cambiar de opinión. Nunca lo hago. —Le acaricio la cara con sus manos, puso sus labios sobre los de él—. Quiero esto. Te quiero a ti.
Él le tocó el pelo, revolviendo sus dedos en aquella maraña mientras la besaba muy, muy despacio. Sus cuerpos se pegaron, atraídos por el imán del deseo.
Reena se sentía electrizada, viva.
—Vamos al cuarto.
«Ya está —pensó Reena—. Respira hondo; suelta el aire».
—Vale.
Él la cogió de la mano. Reena quería recordar aquello, recordar cada detalle. El olor a jabón, el sabor a cereza, cómo le caía el pelo sobre las sienes cuando agachaba la cabeza.
La habitación, su habitación, la cama de matrimonio sin hacer… con sábanas a rayas azules, una colcha de color tejano y una única almohada que parecía más plana que una tabla de planchar. Tenía una vieja y aparatosa mesa de metal, con un gran ordenador y un revoltijo de libros, disquetes y papeles. Un tablón de corcho, con más notas, fotografías, prospectos.
El cajón de debajo de su tocador (lo bastante pequeño para que Reena pensara que lo tenía desde pequeño) estaba abierto y doblado. Encima había una capa de polvo, más libros, y una jarra medio llena de calderilla. Sobre todo peniques.
Josh graduó la lamparilla de la mesita de noche a baja intensidad
—¿O prefieres que la apague?
—No. —¿Cómo iba a ver si estaba oscuro?—. Hum. No tengo protección.
—Eso ya está cubierto. Quiero decir que… —Se puso colorado, y se rio—. Bueno, todavía no está cubierto. Pero tengo condones.
Estaba resultando más fácil de lo que Reena esperaba. La forma en que se volvieron el uno hacia el otro, en que se abrazaron.
Los labios, las manos, la excitación que superaba los nervios.
Los besos eran profundos y la respiración acelerada cuando se sentaron en la cama. Cuando se tumbaron. Por un momento Reena deseó poder quitarse los zapatos —qué incómodo, ¿verdad?—, pero luego todo fue calor y movimiento.
La boca de él en su cuello, sus manos, en sus pechos. Por encima de la camiseta, luego por debajo. Reena ya había pasado por aquello, pero era la primera vez que sabía que solo era el principio.
Su piel era tan cálida, tan suave, su cuerpo era tan esbelto que la joven sintió una oleada de ternura. Había imaginado aquello muchas veces, la excitación, la sensación de su piel contra la piel de otra persona, los sonidos que el deseo hacía brotar de su boca.
Gemidos, ronroneos, susurros de placer.
Los ojos de Josh eran tan vividos y azules, su pelo tan suave… a Reena le encantaba cómo la besaba y deseó que no parara nunca.
Cuando él metió la mano entre sus piernas, Reena se puso tensa. Ahí era donde siempre se había detenido en el pasado. Nunca había dejado que nadie invadiera aquella parte tan íntima. Josh se detuvo, aquel chico tan dulce cuyo corazón latía con fuerza contra el de ella se detuvo y oprimió los labios contra su cuello.
—No pasa nada, podemos…
Ella le cogió la mano y la volvió a poner entre sus piernas, y apretó.
—Sí —dijo, y cerró los ojos.
Un estremecimiento la recorrió de arriba abajo. ¡Oh, aquello era nuevo! Aquello iba más allá de lo que ella conocía o comprendía, de lo que había sentido nunca. El cuerpo era un milagro y el de ella estaba totalmente acelerado por el calor y las sensaciones. Se aferró a él, tratando de buscar equilibrio. Y, una vez más, se dejó llevar.
Josh dijo su nombre y Reena sintió que él también se estremecía. Luego su boca volvía a estar en sus pechos, húmeda y caliente, provocando sensaciones desbocadas en su estómago. Lo abrazó y sintió su cuerpo con fuerza. Reena exploraba, llena de fascinación. Cuando Josh aspiró con fuerza y se apartó, lo soltó como si la hubiera quemado.
—No. No. —Volvió a respirar, tragando saliva con dificultad—. Yo… yo, tengo que ponerme el condón.
—Oh. Claro. —Toda ella estaba temblando, así que seguramente estaba preparada.
Josh sacó un condón del cajón de la mesita. El primer impulso de Reena fue apartar la mirada, pero no lo hizo. Él iba a entrar en su interior, esa parte de él estaría dentro de ella. Y quería ver, quería comprender.
Reena estaba dispuesta, pero cuando Josh se puso el condón, volvió a los besos y las caricias, hasta que el nudo de nervios se disolvió otra vez.
—Te va a doler un poco. Creo que solo será un momento. Lo siento.
—No pasa nada. —Tenía que doler, un poco, pensó Reena.
Un cambio tan grande no podía producirse sin algo de dolor. Porque si no, no sería importante.
Reena sintió que Josh empujaba, sintió que entraba, y trató de no resistirse. No dejaba de besarla.
Tan suave sobre sus labios, tan duro entre las piernas.
Notó un dolor, un shock que disipó la sensación de estar en medio de un sueño. Luego se suavizó y, cuando el chico empezó a moverse en su interior, el dolor se convirtió en una mezcla confusa de excitación e incomodidad. Luego Josh hundió su rostro entre su pelo, fundiendo su cuerpo delgado y suave con el de ella. Y solo hubo placer.