30

Las llamas salían por las ventanas de la primera y segunda planta de lo que en otro tiempo fue la casa de los Pastorelli. No se oían alarmas, ni gritos, ni gente. Solo estaba el fuego, llameando en la oscuridad.

—¡Da el aviso! —le gritó Reena a O’Donnell; luego cogió el casco y fue a buscar el material del maletero—. Ahí dentro hay dos personas… seguramente en el dormitorio. Voy a entrar.

—Espera a los bomberos.

—Tengo que intentarlo. Podrían estar vivos, atrapados. No pienso dejar que se queme nadie más esta noche.

Cogió un extintor y, en alguna parte de su cerebro oyó la voz de O’Donnell informando de la situación y dando la dirección. Cuando subió corriendo los escalones de la entrada, iba detrás de ella.

—Podría estar ahí dentro. —O’Donnell llevaba su arma en la mano—. Yo te cubro.

—Ocúpate de la planta baja —le espetó ella—. Yo voy a subir.

Joey había dejado la puerta sin cerrar, Reena se dio cuenta. Como si la estuviera invitando a entrar y ponerse cómoda. Sus ojos buscaron los de O’Donnell, hizo una señal con la cabeza y entró.

Dentro había luz, la luz que entraba de la calle, franjas plateadas de luz de luna. Sombras y siluetas del mobiliario y puertas sobre las que Reena paseó los ojos y el arma con el corazón en un puño.

Luego subió corriendo las escaleras con el estómago encogido, mientras el humo corría por el techo.

Cuanto más subía, más se acumulaba el humo, se espesaba y se cocía formando un sucio brebaje. El sonido del fuego era como el susurro de la espuma furiosa del mar, que sabes que puede convertirse en una ola destructora. Tocó una puerta cerrada para comprobar si estaba caliente. Estaba fría. Comprobó con rapidez el interior y siguió avanzando por el pasillo.

El fuego bailaba por el techo, sobre su cabeza, rodeaba la puerta como un marco dorado. Le lamía disimuladamente las botas.

Se oyó a sí misma lanzar un grito amortiguado de miedo mientras disparaba el extintor contra las llamas. Se oían las sirenas. Nadie contestó a sus gritos. Se armó de valor, cogió aire y atravesó la pantalla de fuego.

La habitación estaba ardiendo, como si fuera una ventana al infierno. El fuego subía del suelo, trepaba por el tocador, y había engullido ya el jarrón de flores que había encima. Por un instante, Reena se quedó allí en medio, rodeada por las llamas, su luminosidad y su calor, el color, el movimiento, la fuerza.

Sus armas para combatirlo eran tan pequeñas, tan míseras… Reena lo sabía. Y, lamentablemente, ya era tarde.

Joey no había prendido la cama. La había reservado para que ella la viera.

Pero los había preparado, por supuesto. Después de dispararles, los había incorporado para que pareciera que estaban mirando. Un público cautivo de la majestuosidad del fuego.

Reena se movió. Una parte de su mente se quedó petrificada, horrorizada y fascinada. Pero se movió y se puso a rociar la cama con el extintor, aun a riesgo de quemarse. Tenía que asegurarse. Asegurarse de que realmente era tarde.

—¡Vuelve! ¡Sal de ahí!

Reena se giró al oír a O’Donnell. Una parte de su cabeza lo vio ante la puerta, enmarcado por la violenta danza de las llamas. Tenía el rostro manchado de sudor y humo, pero sus ojos la miraban con dureza.

Había guardado su arma en la pistolera y ahora llevaba en las manos un extintor casero.

—Están muertos. —Reena gritó tratando de hacerse oír por encima del rugido de las llamas, pero su voz le sonó apagada—. Los mató en la cama.

Por un momento los dos se miraron, con ese destello de rabia y disgusto.

—Salvemos lo que podamos. —Levantó el extintor—. Ese es nuestro trabajo. —Y tiró de la maneta.

La explosión arrojó a Reena sobre la cama. Por un momento, se quedó tirada sobre los muertos, aturdida, sin acabar de comprender.

Luego se puso a gritar el nombre de su compañero, mientras arrancaba la sábana ensangrentada de la cama y pasaba una vez más por la pantalla de fuego de la puerta.

Sabía que lo había perdido, lo sabía incluso cuando arrojó la sábana y su propio cuerpo sobre el fuego que lo había engullido.

El agua llegó desde su espalda, ahogando el fuego, mientras los bomberos entraban en aquel infierno personal.

—Sabía que yo entraría primero —Reena estaba sentada en el bordillo. Se había quitado la mascarilla de oxígeno que Xander le había puesto—. Esa gente de ahí arriba… no significaba nada para él. Por eso les disparó en lugar de dejar que se quemaran. No significaban nada. Pero sabía que yo subiría primero.

—No podías hacer nada, Reena.

—Ha matado a mi compañero. —Cerró los ojos con fuerza, apretó el rostro contra las rodillas. Siempre, siempre lo recordaría quemándose, su cuerpo devorado por el fuego.

«Ese es nuestro trabajo». Las últimas palabras que había dicho. Y se preguntó si sería capaz de hacer el trabajo que había matado a su compañero. El dolor y el sentimiento de culpa le corroían el estómago.

—El muy cabrón sabía que yo subiría hasta el fuego. Y manipuló ese extintor casero, imaginándose que O’Donnell u otra persona lo utilizaría. En la cocina, seguramente estaba en la cocina. Bien visible. Siempre nos movemos por instinto. Lo coges y lo usas. Si hubiera esperado antes de entrar…

—No digas eso. —Xander la aferró por los hombros, y la hizo mirarle a los ojos—. No digas eso, Catarina. Hiciste lo que tenías que hacer, igual que O’Donnell. Aquí solo hay un culpable.

Reena se volvió para mirar a la casa. La guerra aún no había terminado, pero ella era una víctima más. Había perdido a su compañero en aquella habitación. Había perdido su corazón, y temía haber perdido también la sangre fría.

—Los ha matado solo para demostrarme que podía hacerlo. Para que lo viera. O’Donnell solo ha sido como la guinda del pastel. Hijo de puta.

—Necesitas descansar, Reena. Tienes que dormir un poco. Te llevaré a casa de mamá, y te daré un sedante.

—No, nada de eso. —Volvió a apoyar la frente en las rodillas. Tratando de contener las lágrimas, porque sabía que si dejaba escapar una sola no podría retenerlas. Quería sentirse furiosa, sentir la ira quemarle la sangre, pero lo único que había era una pena terrible y desmoralizadora.

«Eran jóvenes», pensó. Más jóvenes que ella. Y Joey los había matado a sangre fría en su propia cama y luego los había colocado como si fueran unos simples muñecos.

Aquella imagen la perseguiría el resto de su vida. Igual que la imagen de un buen hombre, un buen policía y un buen amigo devorado por el fuego.

Volvió a levantar la cabeza y miró a su hermano a los ojos.

—Te dije que no salieras. Te dije que era importante que no salieras.

Podía haber sido su hermano, pensó. Su madre, su hermana, su padre. Ese era el mensaje que Joey quería hacerle entender con la muerte de O’Donnell. Podía haber elegido a cualquiera, y aún podía hacerlo.

—Creo que soy la menor de tus preocupaciones. —Xander le puso la mano en la mejilla—. Uno de los agentes se ha llevado a An y el niño con mamá. Tenemos agentes que nos protegen.

Aquella vez también le tocó la cara de aquella forma, recordó Reena. Veinte años atrás, cuando Joey le pegó y estaba tirada en el suelo, llorando. Su hermano le había puesto la mano en la mejilla. Olía a polo de uva.

El dolor que sentía en el corazón le subió a la garganta, a los ojos.

—Xander, ha quemado tu clínica.

Su hermano apoyó la frente contra la de ella, y Reena lo abrazó.

—No pasa nada. Todo irá bien.

—Oh, Dios, Xander. Si no le detenemos irá a por ti, irá a por todos vosotros. O’Donnell casi era como mi familia. Joey lo sabía. Él no tuvo nada que ver en lo que pasó hace veinte años. A él no le ha matado por venganza, sino por la relación que tenía conmigo. No sé cómo parar todo esto. Estoy muy asustada. —El temblor empezó en los dedos de los pies y fue subiendo, y Reena se cogió a las manos de su hermano como si quisiera evitar caerse hecha pedazos—. No sé qué hacer, Xander. No sé qué hacer.

—Tenemos que ir a casa. Tenemos que…

Xander se interrumpió, y él y Reena se volvieron a mirar. Bo estaba tratando de abrirse paso entre la gente y las barreras, llamándola a gritos. Ella se puso de pie, temblando, hasta que su hermano la sujetó.

—Espera aquí. Voy a buscarle.

—No. —Reena clavó sus ojos en Bo—. No puedo seguir sentada.

Reena fue tan deprisa como pudo, mientras Bo se debatía con dos policías de uniforme que le cerraban el paso, aunque era como si estuviera nadando en gelatina.

—Está conmigo, no pasa nada. Está con…

Bo se soltó, sofocando sus palabras en un abrazo.

—Dijeron que habías entrado. —Sus brazos se cerraron alrededor de ella, la dejaron sin aire—. Dijeron que habías entrado. Que había un policía herido. ¿Estás bien? —La apartó un momento, palpando—. ¿Estás herida?

—No. Ha sido O’Donnell. —Las lágrimas le nublaron la vista—. Está… está muerto. Está muerto. Joey manipuló un extintor y le explotó en las manos. Explotó y el fuego… No pude salvarle.

¿O’Donnell? —Reena vio que el miedo de sus ojos se convertía en pesar—. Oh, Dios, Reena. —La acercó a él y la abrazó con fuerza—. Lo siento, lo siento. Oh, Dios, la señora M.

—¿Cómo?

—Su hermana. —Y se meció con ella, en la calle, rodeados de humo y muerte—. Reena, lo siento. Me siento fatal. Lo siento mucho. —Y también se alegraba de que no hubiera sido ella. El alivio y el dolor hizo que la abrazara más fuerte—. ¿Qué puedo hacer?

—Nada. —El aturdimiento volvía. Aquella sensación sorda de pena—. Está muerto.

—Pero tú no. —La apartó para mirarla—. Estás viva. Estás aquí.

—No puedo pensar. Ni siquiera sé si puedo sentir. Solo estoy…

Él volvió a interrumpirla, aunque esta vez fue su boca la que frenó sus palabras.

—Sí, sí que puedes. Pensarás y sentirás y harás lo que tienes que hacer. —Le besó la frente—. Nada más.

«Salvemos lo que podamos», pensó. Y esa frase la ayudó a recuperar el equilibrio.

—Tú me das equilibrio, Goodnight —musitó.

—¿Qué?

Ella meneó la cabeza.

—¿Qué haces aquí, corriendo por la calle como un loco? ¿Es que nadie piensa hacerme caso?

Él siguió acariciándola, acariciándole el pelo, la cara, las manos.

—Soy más joven y más rápido que tu padre. Conseguí dar esquinazo a los policías que vigilaban la casa. Tu padre no.

—Mierda. —Se dio la vuelta y estudió la escena.

El fuego destruiría las dos plantas. Mordisquearía un poco las casas vecinas, marcaría sus vidas. Pero no se llevaría a nadie más esa noche, allí no. Y por el momento también había terminado con ella.

«Ese es nuestro trabajo», había dicho O’Donnell. Nuestro trabajo. Y su trabajo era hacer algo. Estudiar, observar, diseccionar. Descubrir quién y por qué, no quedarse sentada en el bordillo sacudiéndose por el dolor y la impresión.

—Dame un minuto. —Oprimió el brazo de Bo y fue a hablar con Younger, que había acudido a la zona en cuanto supo de la muerte de O’Donnell—. Voy a ver cómo está mi familia. Si vuelve a llamar, te avisaré enseguida.

—Se ha llevado a uno de los nuestros. —Tenía una expresión helada como el invierno—. Se ha llevado a un poli. —Levantó los ojos al cielo—. Es hombre muerto.

—Sí, pero es posible que no haya terminado aún con nosotros. Lo tenemos todo cubierto. Necesito asearme. —Se desabrochó la chaqueta de bombero—. Asearme, despejarme la cabeza. Si necesitas algo, puedes utilizar la casa de mis padres.

—A lo mejor te tomo la palabra. El capitán viene hacia aquí. Le pondré al corriente y apostaré algunos agentes.

—Gracias.

El hombre le puso una mano en el hombro cuando ella ya se daba la vuelta.

—Va siempre un paso por delante, Hale. Es imposible que mantenga este ritmo.

«¿Seguro?», pensó Reena. Aquel hombre era como una jodida cobra, paciente, mortífero. Podía esconderse, pasar inadvertido durante años y volver a salir cuando le apeteciera.

Echó una última ojeada a la casa y se fue. No, no tenía que pensar aquello, no quería ser derrotista. Joey había ido demasiado lejos para detenerse y volver a esperar. Estaba demasiado cerca de su objetivo para un nuevo intermedio.

Guardó sus cosas en el maletero.

—A lo mejor el detective Younger viene cuando termine aquí. Y John ya vuelve de Nueva York.

—¿Qué hacía en Nueva York? —Bo buscó su mano y enlazaron los dedos.

—Buscaba a Joe Pastorelli. Tiene cáncer de páncreas. Está en fase terminal.

—Fastidiado. —Xander se acercó por el otro lado—. ¿Está recibiendo tratamiento?

—Me ha dado la impresión de que no, y es posible que Joey piense que tiene algún tumor que está haciendo que el tiempo se le acabe.

—¿Es genético? —preguntó Bo.

—No lo sé. —El agotamiento le pesaba como una losa—. No lo sé. ¿Xander?

—Solo algo menos del diez por ciento de los casos es hereditario. El factor principal es el tabaco.

—Qué ironía. Humo[1], fuego, muerte. En cualquier caso, conoceré los detalles cuando John vuelva. Aunque ahora ya sabemos que seguramente eso es lo que ha movido a Joey a actuar, a tratar de terminar su obra. Mira, voy corriendo a casa por algo de ropa limpia.

—Iré contigo.

—Hay policías allí.

—Iré contigo —repitió él, y rodeó el coche de Reena para subir con ella.

Ella levantó los ojos con exasperación.

—Sube —le ordenó a su hermano—. Te acercaré a casa de mamá. Esta noche no quiero que nadie vaya solo por la calle. Diles que estoy bien —añadió cuando arrancaba—. Que iré enseguida.

Reena vio que todas las luces estaban encendidas. Se apeó un momento para ir a hablar con los dos agentes que vigilaban la casa desde e coche patrulla. Luego volvió hacia su hermano con la cabeza ladeada.

—Fran, Jack, los niños, Bella, sus hijos. No me habías dicho que todo el mundo estaba aquí.

—Es lo que hacemos siempre.

Reena le besó en las mejillas.

—Entra y trata de tranquilizarlos. Dile… dile a mamá que rece un rosario por O’Donnell. Volveré dentro de un cuarto de hora.

Volvió a subirse al coche antes de que la viera alguien de dentro. Si empezaban a salir, no llegaría nunca a su casa.

—Se mantienen unidos —dijo Bo cuando arrancaron—. Tenéis una base de granito, Catarina. Están asustados, están muertos de preocupación, pero no se vienen abajo.

—Quiere hacerles daño. Y me temo que eso hará que yo me venga abajo.

—No, no lo hará. Creo que, ya que voy a liarme con todo eso del «matrimonio»… eh, y lo he dicho. Si voy a liarme con todo eso de casarnos y tener críos, quiero que lo hagamos con una base sólida.

—Bueno, has elegido un momento algo extraño, pero si me estas pidiendo…

—No, no. Tú me lo pediste. Yo solo te estoy contestando.

—Ya.

—Aunque no he visto ningún anillo. Esto no será oficial hasta que me compres un anillo.

Ella paró, frenó en mitad de la calle y apoyó la cabeza contra el volante. Y se echó a llorar.

—Eh, oh, venga, no llores. —Bo tiró de su cinturón de seguridad y giró en su asiento tratando de abrazarla.

—Solo será un momento. Pensé que lo iba a perder en esa casa en el dormitorio. Cuando vi lo que les había hecho. Les disparó y luego los colocó como si fueran muñecos.

—¿Cómo?

—Carla y Don Dimarco. No los conocía mucho. Compraron la casa hace solo unos meses. Una pareja joven con su primera casa. Su madre y la madre de Gina fueron juntas a la escuela. —Se incorporó y se secó las lágrimas—. No quemó la cama. Y los vi. Vi las almohadas que utilizó para amortiguar el sonido de los disparos. Yo estaba allí, rodeada por el fuego, y supe que había entrado mientras dormían, les puso las almohadas sobre la cara… calibre pequeño. Un agujero pequeño, solo un pequeño agujero.

Bo no dijo nada, se limitó a cogerla de la mano.

—Estaba por todas partes. El fuego estaba por todas partes. El calor, el humo, la luz. Y te habla, puedes oír cómo murmura, cómo canta y ruge. Porque tiene su propia voz. Y me fascina, me atrae. Siempre lo ha hecho, desde aquella noche cuando estaba en la acera con un ginger ale en la mano y vi cómo bailaba detrás del cristal en Sirico’s. Comprendo el… el apego que Joey le tiene al fuego —dijo, y se volvió hacia Bo.

»Entiendo por qué lo ha elegido, o por qué el fuego ha elegido a Joey. Veo con claridad los escalones que hemos subido para llegar hasta aquí, todos nosotros. Pero ahora, después de lo de O’Donnell, me siento como si estuviera en el borde. En esa habitación he perdido mi estabilidad, cuando he visto a esa gente, que lo único que había hecho era comprar una casa en un barrio bonito. Los estaba mirando, sintiendo el calor del fuego, y la he perdido, y luego mi compañero estaba en la puerta, tratando de apartarme del borde, recordándome que teníamos un trabajo que hacer. Y ha muerto por ello.

Con un estremecimiento dejó escapar un suspiro.

—Sé lo que está haciendo, y por qué. Y lo entiendo. Porque a mí también me fascina el fuego.

—¿No me digas que tienes la estúpida idea de que tú y ese cabrón tenéis algo en común?

—Lo tenemos, y más de una cosa. Pero gracias a Dios yo tengo esa base de granito. Y ahora te tengo a ti. Te lo he dicho Bo, tú me das estabilidad. Si pierdo el equilibrio, tú me ayudarás a recuperarlo. Si no ¿por qué ibas a estar sentado aquí conmigo en una noche tan infernal, hablándome de matrimonio y de hijos?

—¿Quieres que te lo diga? —ladeó una cadera, se sacó un pañuelo y lo usó para secarle las mejillas—. Me he pasado buena parte de la noche en casa de tus padres, sentado, de pie, andando arriba y abajo. Viendo cómo tu familia hacía lo mismo. Y me he dado cuenta de que, cuando quieres a alguien, cuando ese alguien es la cosa más real y más importante de tu vida, no basta con dejarse llevar. Tienes que cavar los metros que haga falta y empezar a construir a partir de ahí. Si quieres algo que dure, tienes que romperte la espalda. —Le besó la mano—. Y yo tengo una espalda muy fuerte.

—Yo también. —Ella también le besó la mano y luego se echó el pelo hacia atrás y volvió a arrancar el coche—. ¿Qué clase de anillo quieres?

—Que sea chillón, algo que pueda enseñar a mis amigos para que se mueran de envidia.

La risa sonó ronca en su garganta.

Aparcó detrás del coche patrulla que había delante de su casa.

—Voy a hablar un momento con ellos y luego entraré a coger unas cosas. ¿Por qué no te quedas aquí y empiezas a pensar cómo será la boda de tus sueños? Seguro que te queda muy bien el traje de novia.

—No sé si será un poco excesivo. No sería apropiado que yo vista de blanco.

Reena sacó su placa, y entonces reconoció al agente que bajó del vehículo de radio.

—Agente Derrick.

—Detective. El muy cabrón ha matado a O’Donnell.

—Sí. —Reena recuperó la compostura—. ¿Desde cuándo están aquí?

—Desde las dos. Hay un coche patrullando la zona, pero como parece que la intención de ese hombre era llegar hasta aquí, dejamos el incendio de la clínica para encargarnos de la vigilancia. Hay dos agentes más cubriendo la parte de atrás. Y entramos a comprobar el interior cada cuarto de hora.

—¿Cuál es la situación?

—Todo tranquilo. Algunos vecinos salieron cuando oyeron las sirenas. Algunos se pusieron a curiosear por la acera. Pero los dispersamos.

—Voy adentro para coger algo de ropa. Mi… —iba a decir amigo, pero cambió de opinión— mi novio está en el coche. Gracias por haber venido, agente.

—No hay problema. ¿Quiere que entre con usted?

—No pasa nada. Estaré enseguida. Avise a los agentes de la parte de atrás de que entro.

—Lo haré.

Haciendo tintinear sus llaves, Reena cruzó la acera y empezó a subir los escalones.

«Cuatro incendios provocados en seis horas», pensó. ¿Es que además de venganza, también quería conseguir el récord Guinness?

Conocía el barrio, así que eso jugaba en su favor, pero seguía siendo un trabajo rápido. Condenadamente rápido.

Reena abrió la puerta y entró, encendió la luz. Dejó las llaves mientras volvía a visualizar el mapa en su cabeza.

Fells Point, entrada hacia las seis y media. Salida entre las nueve y cuarto y las nueve y media. Había tenido tiempo de sobra para entrar en la casa de John y preparar el incendio. Tuvo que salir de allí después de medianoche. Muy justo, con el tiempo muy justo para llegar a los otros lugares. El fuego estaba en pleno apogeo cuando llegaron a la clínica, minutos después de la llamada de Joey.

«Minutos», pensó mientras subía las escaleras. Y solo unos minutos más tarde —¿cuántos, cinco?— ella y O’Donnell salieron corriendo hacia la antigua casa de los Pastorelli.

No es solo que fuera siempre un paso por delante. Nadie podía ser tan bueno, o tan rápido. ¿Un cómplice? No, no encajaba. Aquello era su misión, su obsesión. No la habría compartido con nadie.

Pero había provocado un incendio en la clínica, recorrió dos manzanas, se coló en su antigua casa, mató a dos personas, dejó en su sitio el extintor manipulado y provocó otro incendio que estaba en pleno apogeo cuando ella llegó.

Porque primero había matado a Don y a Carla. Antes de la clínica. Porque había provocado los dos incendios utilizando temporizadores. Probablemente activó el incendio de la clínica antes de ir a casa de John. «Ese es el patrón», pensó. Xander, luego John.

Hasta ese momento no se había dado cuenta. Y eso era porque no había dejado de correr arriba y abajo, como él quería. Porque Joey los había tenido a todos corriendo arriba y abajo tratando de contener unos incendios que eran una distracción, además de puntos en su marcador.

Y no se había dado cuenta de otras cosas, pensó, porque estaba demasiado afectada.

«Desde las dos». Eso es lo que Derrick había dicho. Estaban allí desde las dos.

Las manos empezaron a sudarle. Se dio la vuelta, echando mano de su arma, decidida a bajar corriendo y salir de la casa.

Él salió de la puerta que Reena tenía delante, con una camiseta de Sirico’s. Y un arma de calibre 22.

—Es hora de que conozcas la gran sorpresa. Yo de ti sacaría esa pistola muy despacio, Reena. Déjala caer al suelo.

Ella levantó las manos. «Nunca entregues tu arma —pensó—. Nunca debes entregar tu arma».

—Hay policías fuera, Joey.

—Sí, los he visto. Dos delante y dos detrás. Llegaron unos diez minutos después que yo. Una noche movidita, ¿verdad? Tienes hollín en la cara. Fuisteis a mi casa, ¿a que sí? Sabía que iríais. Te he estudiado bien a fondo. ¿Llegaste a ellos antes que el fuego?

—Sí.

Él puso una amplia sonrisa.

—¿Y tu compañero?

Feliz, así es como lo veía. Y pensaba mandarlo al infierno por eso, costara lo que costase.

—Ahora has matado a un policía, Joey. Estás acabado. Todos los policías de Baltimore van a ir a por ti. No podrás escapar.

—Yo creo que sí. Pero incluso si no lo hago, al menos habré acabado lo que empecé. La pistola.

—Si utilizas la tuya, los agentes estarán aquí antes de que haya tenido tiempo de caer. No creo que sea esa la forma en que quieres acabar con esto. No era esa la idea, ¿verdad? Lo que importa es el fuego. No te darás por satisfecho hasta que me veas quemarme.

—Y te quemarás. Apuesto a que tu compañero ha quemado muy bien.

La imagen se apareció por un momento en su cabeza, y Reena la apartó enseguida. Pero le quemó la sangre como un hierro candente.

Oh, podía sentir, y podía pensar. Y Joey la había juzgado mal.

—Sé lo de tu padre, lo del cáncer.

La ira destelló en su rostro.

—No hables de mi padre. Ni lo menciones.

—A lo mejor crees que tú también lo tienes. Que lo has heredado de él. Pero las posibilidades son mínimas, Joey. Se podrían contar con los dedos de una mano.

—¿Y tú qué sabes? Se lo está comiendo por dentro. Se ve, se huele. No pienso pasar por lo mismo, y no voy a dejar que él lo haga. Me ocuparé de él antes de que el cáncer lo mate. El fuego lo purificará.

Reena comprendió horrorizada que iba a quemar a su padre.

—No podrás ayudarle ni purificarle si mueres aquí.

—Puede. Pero él me enseñó a ser perfecto. Y creo que podré escapar. Si tú te quemas, vendrán corriendo y yo saldré sin que me vean. Como el humo. —Dio un paso adelante; ella dio un paso atrás—. Un disparo en el vientre seguramente no te matará, al menos no enseguida. Pero te dolerá. A lo mejor lo oyen. Una pistola pequeña como esta no hace mucho ruido, así que a lo mejor no lo oyen. Sea como fuere, tendré tiempo. Lo tengo todo preparado.

La empujó hacia el interior de la habitación y encendió la luz.

Había materiales combustibles y chimeneas por el suelo y la cama.

La cogió del pelo y la obligó a ponerse de rodillas con la pistola en la sien.

—Un sonido, un solo movimiento, y te meto una bala en el cerebro, y luego te quemaré.

«Sigue con vida», se ordenó Reena. No podía acabar con él si estaba muerta.

—Tú también arderás.

—Si eso pasa, no se me ocurre una forma mejor de marcharse. Estoy deseando saber cómo es desde los doce años. —Le sacó su pistola de policía de la pistolera y la arrojó a un lado—. El disparo suena demasiado fuerte —le dijo—. Y tú también lo estabas deseando. Entrar en el fuego, dejar que te consuma. Ahora podrás saberlo. Mira, esto es lo que vamos a hacer. Vas a llamar a tu padre y le dirás que venga. Que quieres hablar con él en privado.

«No sabe que solo he venido a buscar ropa limpia. Que me están esperando».

—¿Para qué?

—Él se quema, tú te quemas y se acabó. El círculo se cierra.

—¿Crees que voy a traer a mi padre hasta ti?

—Mató a mi padre. Tiene que pagar. Tú decides. O le llamas y lo sacrificas, o me los llevaré a todos. A toda la familia. —Le cogió el pelo con el puño y tiró hasta que Reena empezó a ver las estrellas—. La mamá, el hermano, las hermanas, los pequeños mocosos. Hasta el último. Así que tú decides. O tu padre o todos.

—Lo único que mi padre hizo fue defenderme, como se supone que hacen los padres.

—Humilló a mi padre. Hizo que lo sacaran de casa y lo metieran en una celda.

—Eso se lo hizo tu padre sólito en el momento en que encendió una cerilla en el restaurante.

—No lo hizo él solo. No lo sabías, ¿verdad? —La sonrisa se hizo más grande, hasta que animaba todo su rostro—. Aquella noche me llevó con él. Me enseñó cómo crear el fuego. ¡Me enseñó lo que hay que hacer con la gente que se mete contigo! —La golpeó con el dorso de la mano y se colocó a horcajadas sobre ella—. Estás temblando. —Ahora la voz le temblaba por la risa—. Estás temblando, igual que aquel día. Cuando tu padre llegue, pienso follarte delante de él. Le voy a enseñar lo puta que es su preciosa hija. —Le desgarró la camisa y le apretó la pistola bajo la mandíbula.

Reena se oyó gimotear, trató de no resistirse.

—¿Te acuerdas de cuando te hice aquello en el patio? Pero ahora sí que tienes tetas. —Le apretó los pechos con la mano, frunció los labios con una expresión burlona de aprobación—. Bonitas. Si no colaboras, le haré lo mismo a tu madre, a tus hermanas, incluso a esa asiática muerta de hambre con la que se ha casado tu hermano. Y luego está la putita de tu sobrina. Las jovencitas son las más suculentas.

—Te mataré. —Por dentro Reena se sentía fría y dura como una piedra. No había tenido que buscar la ira. Había estado allí desde siempre, esperando—. Antes te mato.

—¿Quién tiene la pistola, Reena? —Le pasó el cañón por el cuello—. ¿Quién tiene el poder? —Le apretó el cañón con fuerza bajo la mandíbula—. ¿Quién tiene el jodido control?

—Tú. —Le mantenía la mirada, buscó valor en aquella roca de ira. Hazlo—. Tú lo tienes, Joey.

—Tienes toda la razón. La vida de tu padre por la del mío, perra. Si renuncias a él, dejaré que los otros vivan.

—Lo llamaré. —Reena dejó salir las lágrimas, dejó que su cuerpo se sacudiera… que Joey viera lo que esperaba ver. Debilidad y miedo—. Antes morirá que dejar que hagas daño a ninguno de ellos.

—Me alegro por él.

Él se apoyó en el otro pie. Reena contó las veces que respiraba.

Se sentó lentamente, mirándolo con los ojos llorosos, esperando que solo viera derrota y súplicas.

Mientras las lágrimas le caían por el rostro, levantó la mano como si quisiera cerrarse la camisa para cubrirse. Con un movimiento del antebrazo le golpeó la mano en la que llevaba la pistola, mientras con la otra trataba de asestarle un puñetazo en la cara. Oyó la pistola al caer al suelo, y luego vio más estrellas, porque Joey cayó encima de ella.

En el coche, Bo tamborileaba con los dedos sobre el volante. ¿Por qué demonios tardaba tanto? Volvió a mirar hacia la ventana de la habitación y vio la luz encendida. Consultó su reloj… otra vez.

Si tardaba mucho más, pensó, entre la hora y la inactividad se iba a quedar dormido.

Se apeó del coche y se acercó al coche de policía, a la ventanilla del asiento de pasajero.

—Voy a entrar, ¿de acuerdo? Debe de estar llenando un baúl y no cogiendo una muda limpia.

—Mujeres.

—¿Qué se le va a hacer?

Bo sacó sus llaves. Tenían que plantearse lo de las casas, pensó, observando las dos mientras caminaba hacia los escalones. ¿Vender una, y cuál? ¿Mantenerlas las dos y combinarlas? Sería un trabajo interesante, pero al final tendría una casa inmensa.

Contuvo un bostezo y abrió.

—Eh, Reena, ¿es que has decidido que nos fuguemos y estás recogiendo el ajuar? Aunque, bueno ¿qué es exactamente eso del ajuar?

Había cerrado la puerta y había llegado al pie de las escaleras cuando la oyó gritar su nombre.

A Reena la nariz le sangraba. Notaba el sabor de la sangre en la boca mientras luchaba con todas sus fuerzas. Joey la había golpeado con el pie, o eso le pareció, pero Reena no podía sentir nada que no fuera rabia y terror. Le arañó la cara, trató de arrancarle los ojos.

Ella no era la única que sangraba.

Pero él era más fuerte, y la estaba venciendo.

Cuando oyó la voz de Bo consiguió emitir un grito.

—¡Bo! ¡Vete! ¡La policía!

Joey se apartó de ella. Tratando de coger la pistola. «Oh, Dios, la pistola».

Reena tenía la visión borrosa, sus pulmones estaban prácticamente cerrados. Las lágrimas le rodaban sobre la sangre de la cara, pero se arrastró hacia la puerta, tratando de llegar a su pistola.

Oyó el retumbar de unos pies. ¿O era su corazón? Rodó sobre el suelo, sujetando el arma con las dos manos. Y vio horrorizada que Joey no había cogido su pistola.

—No, por favor. ¿No lo hueles? Te encenderás como una tea.

—Tú también. —Sostenía la cerilla encendida en alto—. Ahora veremos cómo es.

Y la dejó caer sobre el charco que había en el suelo. Hubo una llamarada, un rugido de libertad. Y Joey se arrojó a las llamas.

Reena rodó por el fuego, que saltaba hacia ella. Gritó cuando el fuego quiso alcanzarle las piernas. Bo la estaba arrastrando, apartándola, tratando de contener las llamas con las manos, con el cuerpo.

—El armario de la ropa blanca, hay mantas. —Jadeando, Reena se quitó los pantalones, que estaban humeando—. No toques el extintor, podría haberlo manipulado. Corre. Date prisa.

Fue andando a cuatro patas hacía atrás, con los dientes castañeteándole.

Joey estaba gritando, profiriendo sonidos terribles e inhumanos mientras giraba por la habitación.

Renna vio, o creyó ver, y siempre vería los ojos de Joey clavados en ella a través de las llamas que consumían su rostro.

De alguna manera avanzó hacia ella. Un paso, dos, hacia la puerta.

Y entonces se cayó, con el fuego engulléndolo como un mar agitado.

Ya llegaban. Los policías echaron la puerta abajo. Las sirenas no tardarían en oírse. Los camiones, las mangueras, los héroes con sus trajes de bombero.

Se apoyó contra la pared y lo vio arder.

—Apágalo —murmuró cuando Bo volvió a entrar corriendo—. Por Dios, apágalo.