No tardaron unos días. Al día siguiente la policía se llevó al señor Pastorelli. Reena lo vio todo, porque cuando pasó ella iba de camino a su casa con su mejor amiga desde segundo grado, Gina Rivero.
Al llegar a la esquina donde estaba Sirico’s se detuvieron. La policía y los bomberos habían puesto un cordón policial, barreras y señales.
—Qué vacío se ve —musitó Reena.
Gina le puso una mano en el hombro como muestra de apoyo.
—Mi madre me ha dicho que el domingo, antes de la misa, todos encenderemos unas velas por ti y tu familia.
—Qué amables. El padre Bastillo vino a vernos a casa. Dijo no sé qué de ser fuertes en la adversidad y de que los caminos de Dios son inescrutables.
—Y lo son —dijo Gina con gesto pío, y se llevó una mano a su crucifijo.
—Me parece muy bien eso de encender velas y rezar, pero es mejor hacer algo… como investigar y averiguar qué ha pasado, y asegurarse de que se castiga al culpable. Si te quedas rezando todo el rato, no conseguirás nada.
—Eso que has dicho es una blasfemia —susurró Gina, y miró a su alrededor enseguida por si Dios o algún ángel estaba por allí para castigarlas.
Reena se limitó a encogerse de hombros. No entendía por qué tenía que ser blasfemia decir lo que pensaba. Pero claro, esa era una de las razones por las que Frank, el hermano mayor de Gina, la llamaba hermana María.
—El inspector Minger y los dos detectives hacen cosas. Hacen preguntas, buscan pruebas, para saber. Y es mejor saber. Es mejor hacer algo. Me gustaría haber hecho algo cuando Joey Pastorelli me tiró al suelo y me pegó. Pero tenía tanto miedo que casi ni me moví.
—Él es mayor. —Con el brazo que tenía libre, Gina cogió a Reena por la cintura—. Y es malo. Frank dice que no es más que un mocoso que necesita una buena patada en el ce u ele o.
—Puedes decirlo Gina. Culo. Se dice «culo». Mira, los detectives de la policía.
Reena los reconoció, así como el coche. Llevaban gabardina y corbata, como los hombres de negocios. Pero ella los había visto en el interior de Sirico’s vestidos con monos y casco.
Habían ido a su casa para hablar con ella, igual que el inspector Minger. Cuando vio que se apeaban del coche y se dirigían hacia la casa de los Pastorelli, se le hizo un nudo en el estómago.
—Van a la casa de Joey.
—También hablaron con mi padre cuando se acercó un momento a la pizzería.
—Chis. Mira. —Ella también le pasó un brazo por la cintura a Gina y, cuando vieron que la señora Pastorelli abría la puerta, retrocedieron un poco, hasta la esquina.
—No quiere dejarles pasar.
—¿Por qué?
Reena tuvo que hacer un gran esfuerzo para no decirlo. Se limitó a menear la cabeza.
—Le están enseñando un papel.
—Parece asustada. Mira, ahora entran.
—Vamos a esperar un poco —declaró Reena, y fue a sentarse en el bordillo, entre dos coches que había aparcados—. Podemos esperar aquí.
—Se suponía que teníamos que ir directamente a tu casa.
—Esto es diferente. Ve tú y avisa a mi padre. —Levantó la vista para mirar a Gina—. Ve y dile a mi padre que venga. Yo me quedo a ver qué pasa.
Cuando Gina se fue corriendo por la acera, Reena permaneció sentada, con los ojos puestos en aquellas cortinas que aquel día tampoco se habían abierto… y observó.
Cuando su padre llegó solo, se puso de pie.
El primer pensamiento del padre cuando miró a los ojos de su hija, fue que la persona que le estaba devolviendo la mirada ya no era una niña. Había una frialdad que era totalmente adulta.
—Su mujer no quería dejarles entrar, pero ellos le han enseñado un papel. Creo que era una orden, como en Corrupción en Miami. Y ha tenido que dejarles pasar.
Gib la cogió de la mano.
—Tendría que mandarte a casa ahora mismo. Sí, eso es lo que tendría que hacer, porque ni siquiera has cumplido los doce años, y no tendrías que ver este tipo de cosas.
—Pero no lo vas a hacer.
—No, no lo haré. —El padre suspiró—. Tu madre siempre lleva las cosas a su manera. Tiene su fe y su carácter, tiene sensatez y un gran corazón. Fran tiene la fe y el corazón. Cree que en esencia toda persona es buena. Eso significa que para ellos es más natural ser buenos que malos.
—Pues no todo el mundo es así.
—No, no todo el mundo lo es. Y Bella, que en estos momentos está totalmente concentrada en sí misma. Tu hermana es todo sentimiento, y, por el momento, no le importa si la gente es buena o mala, a menos que le afecte. Seguramente acabará superando esta etapa, pero siempre sentirá antes que pensar. Xander es el más alegre. Es un crío feliz al que no le importa pelearse.
—Vino a ayudarme cuando Joey se estaba metiendo conmigo. Le asustó, y eso que solo tiene nueve años y medio.
—Esa es su forma de ser. Quiere ayudar, sobre todo cuando ve que hacen daño a otros.
—Porque es como tú.
—Me gusta que me digas eso. Y, tú, mi tesoro. —Se inclinó y le besó los dedos—. Tú te pareces mucho a tu madre. Aunque tienes algunas cosas que son solo tuyas. Tu curiosidad. Siempre desmontándolo todo, para ver cómo funciona y cómo encajan las diferentes piezas. Cuando eras pequeña, no bastaba con decirte que no tocases esto o aquello. Tenías que tocarlo, ver cómo era, qué pasaba. Nunca basta con explicarte las cosas. Tienes que probarlas por ti misma.
Reena se apoyó contra su brazo. El calor era sofocante, soporífero. Se oyó un trueno lejano. Le habría gustado tener un secreto, algo profundo, oscuro y personal que poder contarle a su padre. Porque en aquel momento, sabía que podía decirle lo que fuera.
Y entonces, al otro lado de la calle, la puerta se abrió. El señor Pastorelli salió, con un detective a cada lado. Iba vestido con tejanos y una camiseta Bianca sucia. Salió con la cabeza gacha, como si se sintiera avergonzado, pero Reena veía la mandíbula apretada, el gesto de la boca, y pensó «Está rabioso».
Uno de los detectives llevaba una lata grande y roja, y el otro una bolsa enorme de plástico.
La señora Pastorelli miraba desde la puerta, llorando, sollozando aparatosamente. Tenía un trapo amarillo en las manos, y hundió el rostro en él.
Llevaba puestas unas zapatillas deportivas blancas; los cordones del pie izquierdo estaban desatados.
La gente salía de sus casas para mirar. El anciano señor Falco estaba sentado en los escalones del porche de su casa con unos pantalones cortos rojos, y sus piernecitas huesudas y blancas casi no se veían contra la piedra. La señora DiSalvo se detuvo en la acera, con su pequeño Christopher. El niño iba comiéndose un polo de uva, brillante y rojo. Todo parecía brillante y definido bajo la luz del sol…
Todo estaba tan callado… tan callado que Reena podía oír la respiración carrasposa de la señora Pastorelli entre sollozo y sollozo.
Uno de los detectives abrió la puerta de atrás del coche y el otro puso la mano sobre la cabeza del señor Pastorelli y le hizo entrar. Pusieron la lata —Reena se dio cuenta de que era de gasolina— y la bolsa de plástico verde en el maletero.
El del pelo oscuro y la barba incipiente, como Sonny Crockett, le dijo algo a su compañero y entonces cruzó la calle.
—Señor Hale.
—Detective Umberio.
—Hemos arrestado al señor Pastorelli como sospechoso de haber provocado el incendio. Nos lo llevamos, junto con algunas pruebas.
—¿Lo ha confesado?
Umberio sonrió.
—Todavía no, pero con lo que tenemos lo más probable es que lo haga. Ya le avisaremos. —Volvió a mirar hacia la puerta de la casa, donde la señora Pastorelli estaba sentada, llorando sobre el trapo amarillo—. Le está saliendo un verdugón en el ojo y aún llora por él. Lo que hay que ver.
Se llevó dos dedos a la frente en un pequeño saludo, y volvió hacia el coche. Cuando el coche arrancó, Joey salió de la casa.
Iba vestido como su padre, con tejanos y una camiseta, descolorida de tanto lavarla sin una buena lejía. Corrió detrás del coche, gritando cosas terribles a la policía. Y lloraba con cierta pena. Reena vio que lloraba. Lloraba por su padre, mientras corría detrás del coche, agitando los puños.
—Vamos a casa —murmuró Gib.
Reena volvió a su casa cogida de la mano de su padre. Aún se oían los gritos de Joey mientras corría con impotencia detrás de su padre.
La noticia se difundió. Era como un fuego que avanza por sí solo, con sus bolsas de calor y calor atrapado que estallaba al contacto con aire fresco. La sensación de ultraje, la mecha, extendió las llamas a todo el vecindario, a las casas y las tiendas, por las aceras y los parques.
Las cortinas de la casa de los Pastorelli seguían cerradas a cal y canto, como si aquel material tan fino fuera un escudo.
En cambio, a Reena le parecía que su casa siempre estaba abierta. No dejaban de llegar vecinos con platos de comida, con muestras de apoyo, con sus cotilleos.
«¿Sabías que no ha podido pagar la fianza?».
«La mujer ni siquiera fue a misa el domingo».
«Mike, el de la gasolinera de Sunoco, le vendió la gasolina».
«Mi primo el abogado dijo que podían acusarle de intento de asesinato».
Y, además de los cotilleos y las especulaciones, estaba una frase que casi todos repetían: «Sabía que ese hombre traería problemas».
El abuelo y la abuela volvieron desde Bar Harbor, Maine, al volante de su Winnebago. Aparcaron en la entrada de la casa del tío Sal en Bel Air porque era el mayor y su casa era la más grande. Y fueron todos juntos a Sirico’s, a ver: los tíos, algunos de los primos y las tías. Era como un desfile, solo que no había trajes, ni música. Algunos vecinos salieron de sus casas, pero no se acercaron por respeto.
El abuelo ya estaba mayor, pero era un hombre fuerte. Era la palabra que Reena oía casi siempre para describirlo. Tenía el pelo blanco como una nube, y también su tupido bigote. Una enorme barriga y hombros anchos y poderosos. Le gustaba llevar camisetas de golf con el cocodrilo en el bolsillo. La que llevaba ese día era roja.
A su lado, la abuela se veía poca cosa; ocultaba los ojos detrás de unas gafas de sol.
Se habló mucho, en inglés y en italiano. El que habló en italiano fue sobre todo el tío Sal. Mamá decía que era porque le gustaba pensar que él era más italiano que el manicotti.
Vio que el tío Larry —cuando bromeaban con él solo era Lorenzo— se acercaba a mamá para ponerle la mano en el hombro, y que ella levantó su mano para tocar la de él. El tío Larry era el callado, y era el más joven de sus tíos.
El tío Gio se volvió y estuvo mirando a las cortinas echadas de la casa de los Pastorelli como si quisiera agujerearlas. Él era el cabeza loca, y Reena lo oyó musitando por lo bajo en italiano algo que parecía un insulto. O una amenaza. Pero el tío Paul —Paolo— meneó la cabeza. Él era el serio.
El abuelo estuvo sin decir nada durante mucho rato. Reena se preguntaba qué estaría pensando. ¿Pensaba en cuando su pelo no estaba blanco y su barriga no era tan grande y él y la abuela empezaron a preparar pizzas y enmarcaron el primer dólar para ponerlo en la pared?
A lo mejor se acordaba de cuando vivían en el piso de arriba, antes de que naciera mamá, o de la vez que el alcalde de Baltimore fue a comer a la pizzería. De cuando el tío Larry rompió un vaso y se cortó en la mano y el doctor Trivani dejó a medio comer su pizza de parmesano y berenjena y lo llevó a su consulta, calle abajo, para ponerle unos puntos.
Él y la abuela hablaban con frecuencia de los viejos tiempos. Y a Reena le gustaba escucharles, incluso cuando repetían las historias. Así las recordaría.
Reena se escurrió entre sus primos y sus tías y fue a coger a su abuelo de la mano.
—Lo siento, abuelo.
Él le oprimió la mano y, para su sorpresa, apartó una de las barreras que había colocado la policía. A Reena el corazón le latía con fuerza cuando subieron juntos los escalones. A través del precinto, vio la madera quemada, los charcos de agua sucia. El asiento de uno de los taburetes altos se había fundido y tenía una extraña forma. Había señales del fuego por todas partes, y en los sitios por donde no se había quemado, el suelo estaba abombado.
Reena vio con asombro un aerosol empotrado en una pared, como si lo hubieran disparado con un cañón. Ya no quedaban colores alegres, ni botellas con la cera de las velas deslizándose por los costados, ni los bonitos dibujos que su madre había hecho y que colgaban de las paredes.
—Catarina, veo fantasmas aquí. Fantasmas buenos. El fuego no ahuyenta a los fantasmas. Gibson. —Cuando se dio la vuelta, el padre de Reena cruzó también las barreras—. ¿Tienes un seguro?
—Sí. Han estado mirando. No creo que haya ningún problema.
—¿Piensas utilizar el dinero del seguro para reconstruir el local?
—Por supuesto. Es posible que mañana mismo podamos entrar y empezar a arreglar cosas.
—¿Por dónde quieres empezar?
El tío Sal iba a decir algo —porque él siempre tenía una opinión—, pero el abuelo levantó un dedo. Según la madre de Reena, él era el único que podía hacer que el tío Sal se tragara sus palabras.
—El Sirico’s es de Gibson y Bianca. Ellos deben decidir lo que quieren hacer y cómo. ¿Qué podemos hacer para ayudaros?
—Bianca y yo somos los propietarios de Sirico’s, pero vosotros lo levantasteis. Me gustaría escuchar vuestro consejo.
El abuelo sonrió. Reena vio cómo la sonrisa se extendía por su rostro, levantando su bigote tupido y blanco y borrando el pesar de sus ojos.
—Eres mi yerno favorito.
Y, con esta vieja broma de la familia, volvió a la acera y dijo:
—Vamos a la casa y hablaremos.
Cuando se iban, en un nuevo desfile, Reena vio que las cortinas de la casa de los Pastorelli se movían.
«Hablar» era un término algo impreciso que utilizaban para describir cualquier evento que hiciera reunirse a la familia en un mismo lugar. Hacían falta cantidades ingentes de comida, los niños de más edad se ocupaban de cuidar a los más pequeños, y eso siempre acababa en peleas o incluso batallas campales. Entonces los mayores les reprendían o les reían la gracia, según el ánimo general.
La casa se llenó del aroma a ajo y albahaca que Bianca cortó fresca de su pequeño huerto. Y de ruido.
Cuando el abuelo le dijo a Reena que fuera con los adultos al comedor, sintió un cosquilleo en el estómago.
Abrieron la mesa al máximo, pero seguía sin ser suficiente para toda aquella gente. La mayoría de los niños estaban fuera, comiendo en la mesa plegable o sobre alguna manta, y algunas de las mujeres los controlaban. Pero Reena estaba en el comedor con los hombres, su madre y la tía Mag, que era abogada y muy lista.
El abuelo cogió un montón de pasta de uno de los grandes cuencos y la puso en el plato de Reena.
—Así que ese niño, el tal Joey Pastorelli, te pegó.
—Me pegó en el estómago y luego me tiró al suelo y volvió a pegarme.
El abuelo respiró con fuerza por la nariz, y tenía una nariz grande, así que a Reena el sonido le recordó a un toro a punto de embestir.
—Vivimos en una época en que se supone que los hombres y las mujeres son iguales, pero aun así no está bien que un hombre pegue a una mujer, o un niño a una niña. Reena… ¿hiciste algo, dijiste algo para que ese niño quisiera pegarte?
—Siempre lo evito porque se mete en peleas en el cole y en el barrio. Un día sacó una navaja y dijo que se la iba a clavar a Johnnie O’Hara porque era un irlandés de mierda y la hermana se la quitó y lo mandó al despacho de la madre superiora. A veces… a veces me mira y siento que el estómago me duele.
—El día que te pegó, ¿qué estabas haciendo?
—Estaba jugando con Gina en el patio. Jugábamos a la pelota. Pero hacía demasiado calor. Teníamos ganas de comernos un helado, y Gina fue corriendo a su casa para pedirle el dinero a su madre. Yo tenía ochenta y ocho centavos, pero no era bastante para las dos. Y entonces Joey vino y me dijo que fuera con él, que quería enseñarme una cosa. Pero yo no quería y le dije que no, que estaba esperando a Gina. Él tenía la cara muy roja, como si hubiera estado corriendo, y se puso muy furioso. Me cogió del brazo para obligarme. Y yo me solté y le dije que no quería ir. Y entonces él me pegó y me dijo un insulto que significa… —Se calló y miró a sus padres con expresión avergonzada—. Lo miré en el diccionario.
—Pues claro, hija —musitó Bianca, y agitó una mano en el aire—. La llamó pequeña zorra. Es una palabra muy fea, Catarina. No quiero que nadie vuelva a decirla en esta casa.
—No, mamá.
—Tu hermano fue a ayudarte —siguió diciendo el abuelo—. Porque es tu hermano y porque siempre hay que ayudar a las personas que tienen problemas. Luego tu padre hizo lo más correcto y fue a hablar con el padre del chico. Pero ese señor no es un hombre, no hizo lo que debía. Quiso perjudicar a tu padre de la forma más baja y ruin, perjudicarnos a todos nosotros. ¿Ha sido culpa tuya?
—No, abuelo. Pero fue culpa mía tener demasiado miedo para defenderme yo sola. La próxima vez no me pasará.
El anciano lanzó una media risa.
—Aprende a correr, chiquilla —dijo—. Y si no puedes escapar, entonces pelea. Bueno. —Se recostó en el asiento, cogió su tenedor—. Este es mi consejo. Salvatore, tu cuñado tiene un negocio de construcción. Cuando sepamos lo que nos hace falta, podemos conseguirlo a un precio más asequible. Gio, el primo de tu mujer es fontanero, ¿no?
—Ya he hablado con él. Gib, Bianca, si necesitáis lo que sea…
—Mag, tú hablarás con la compañía aseguradora, a ver si podemos acelerar los trámites para cobrar ese cheque.
—Encantada. Me gustaría echar un vistazo a esa póliza y ver si hay algo que debamos cambiar o modificar para el futuro. Y luego está el asunto de las acciones legales que vamos a emprender contra ese… —Arqueó las cejas mirando a Reena— ese individuo. Si va a juicio, seguramente Reena tendrá que testificar. Pero no creo que lo haga —continuó diciendo—. He estado tanteando el terreno. Normalmente los casos de incendios provocados son difíciles de demostrar, pero parece ser que este lo tienen bien ligado. —Mientras hablaba enrolló la pasta con el tenedor, comió con pulcritud—. Los investigadores han sido muy concienzudos, y el que provocó el fuego muy estúpido. El fiscal cree que aceptará un acuerdo para evitar que lo acusen de intento de asesinato. Tienen toda clase de pruebas, incluyendo el pequeño detalle de que ya ha sido interrogado en otras dos ocasiones en relación con otros incendios provocados.
Mag enrolló más pasta en el tenedor mientras por la mesa todos empezaban a hablar.
—Este verano lo han echado de su trabajo; es mecánico —siguió diciendo—. Unas noches después se produjo un incendio sospechoso en el taller. No hubo apenas daños, porque otro de los empleados había quedado en el taller con su chica. Hablaron con todo el mundo, incluido Pastorelli, pero no pudieron demostrar que fuera provocado. Hace un par de años, tuvo un altercado con el hermano de su mujer en la capital. El hermano llevaba un almacén de suministro de material eléctrico. Alguien arrojó un cóctel molotov por la ventana. Una… —Volvió a lanzar una mirada a Reena—. Una señora de la noche vio una camioneta alejándose a toda velocidad, y hasta copió parte de la matrícula. Pero la mujer de Pastorelli juró que había estado toda la noche en casa, y dieron más credibilidad a ella.
Mag cogió su vino.
—Si comprueban estos casos lo tienen cogido.
—Si el inspector Minger y nuestros detectives se hubieran ocupado del caso seguro que lo habrían cogido.
Mag le sonrió a Reena.
—Puede. Pero esta vez sí lo cogerán.
—¿Lorenzo?
—Tienes todo mi apoyo —dijo él—. Y tengo un amigo en el negocio de los suelos. Puedo conseguirte lo que quieras a un buen precio.
—Si los necesitas, yo puedo proporcionarte volquetes y mano de obra —añadió Paul—. Y el cuñado de un amigo suministra material a los restaurantes. Te harán un buen descuento.
—Vaya, pues visto el éxito, creo que puedo coger a Bianca y los niños y pasarnos unas buenas vacaciones en Hawai.
Su padre estaba bromeando, pero la voz le temblaba un poco, y Reena supo que estaba emocionado.
Cuando las sobras se repartieron o se quitaron de en medio y la cocina estuvo por fin recogida, y todos los primos, tíos y tías hubieron salido por la puerta, Gib cogió una cerveza y salió a sentarse a los escalones del porche. Necesitaba pensar, y prefería hacerlo con una cerveza fría en las manos.
La familia había acudido en su ayuda, y no esperaba menos. Incluso había conseguido un «Jesús, es terrible» de sus padres. No esperaba más.
Las cosas eran así.
Sin embargo, en aquellos momentos lo que estaba pensando era en que durante dos años había vivido en la misma manzana que un hombre que solucionaba sus problemas provocando incendios. Un hombre que podía haber intentado quemar su casa en lugar de su restaurante.
Un hombre cuyo hijo de doce años había atacado —Dios, ¿habría intentado violarla?— a su hija pequeña.
Aquello le ponía enfermo, y le hizo pensar que era demasiado confiado, que siempre daba a la gente el beneficio de la duda. Era demasiado blando.
Tenía una mujer y cuatro hijos a los que proteger, y en aquellos momentos se sentía de lo más inepto.
Estaba dando un trago a la botella de Peroni cuando John Minger detuvo su coche junto al bordillo. Vestía pantalones caqui y camiseta, y llevaba unas botas de baloncesto que, más que sucias, se veían viejas. Se acercó caminando por la acera.
—Gib.
—John.
—¿Tiene un momento?
—Tengo montones de momentos. ¿Quiere una cerveza?
—No le diré que no.
—Siéntese. —Gib dio una palmadita en el escalón, a su lado, y entonces se levantó y entró en la casa. Volvió con las cervezas que quedaban del pack de seis.
—Bonita tarde. —John ladeó una botella—. Un poquito más fresca.
—Sí. Yo no diría tanto. Simplemente, en vez de estar en el infierno, hoy solo estamos muy cerca.
—¿Mal día?
—No. No, la verdad es que no. —Se inclinó hacia atrás y apoyó un codo en el otro escalón—. Hoy ha venido la familia de mi mujer. Ha sido muy duro que su padre y su madre tuvieran que ver todo esto. —Y alzó el mentón señalando a Sirico’s—. Pero lo llevan bien. Más que bien. Están deseando arremangarse y ponerse a trabajar. Voy a tener tanta ayuda que podría quedarme aquí sentado rascándome la barriga y tener el local funcionando de nuevo de aquí a un mes.
—Vamos, que se siente como un auténtico fracaso. Eso es lo que ese hombre quería.
—¿Pastorelli? —Gib levantó su botella en un brindis—. Misión jodidamente cumplida. Su hijo vino a por mi hija, le puso las manos encima, y ahora que lo pienso, ahora que lo pienso detenidamente creo, Dios, creo que quería violar a mi pequeña.
—Pero no lo hizo. La niña tiene algunos moretones y arañazos, y no sirve de nada preocuparse por lo que podría haber pasado.
—Tengo que protegerlos. Esa es la idea. Hoy la mayor ha salido con un chico. Un chico majo, aunque no es nada serio. Y estoy aterrado.
John dio un largo trago.
—Mire, Gib. Una de las cosas que buscan los que son como Pastorelli es provocar miedo. Les hace sentirse importantes.
—Nunca podré olvidarlo, ¿verdad? Y eso le hace sentirse jodidamente importante. Lo siento. Lo siento. —Gib se puso derecho se paso la mano por el pelo—. No hago más que compadecerme de mi mismo. Tengo una familia entera, demasiado numerosa para llevar la cuenta, lista para ayudarme. Y los vecinos. Solo tengo que sacudirme esta sensación.
—Lo conseguirá. Quizá esto le ayude. Venía para decirle que ya pueden entrar y empezar a arreglar. Así le quitará a ese hombre la satisfacción de verle hundido.
—Me irá bien tener algo que hacer.
—Ese hombre no volverá, Gib. Solo una parte de los casos de pirómanos terminan en arresto, y a este lo tenemos. El hijo de puta tenía unos zapatos y la ropa metida en el garaje, apestando a gasolina, una gasolina que le compró a un chico que conocía en el Sunoco. Tenía una palanca envuelta entre la ropa. Suponemos que la utilizo para romper los cristales. Es tan idiota que cogió una cerveza de la nevera del local antes de prenderle fuego. Y se la bebió cuando aún estaba allí. Tenemos sus huellas en la botella.
Levantó su botella de Peroni y la ladeó para que el sol diera sobre el cristal.
—La gente cree que el fuego lo borra todo, pero deja cosas que nunca esperas. Como una botella de Bud, por ejemplo. El tipo forzó la caja y se llevó la calderilla que había. Y el dinero que había en un sobre del banco. Encontramos sus huellas en el cajón de la caja registradora, en la nevera de la cocina. Tenemos pruebas suficientes, así que el abogado de oficio que lleva el caso ha aceptado llegar a un acuerdo.
—¿No habrá juicio?
—Solo se dictará sentencia. Quiero que se sienta bien, Gib. Que sienta que se ha hecho justicia. Hay mucha gente que piensa que provocar un incendio no es más que un delito contra la propiedad. Pero no lo es. Y usted lo sabe. En un incendio la gente pierde su casa, su negocio, ve cómo sus recuerdos y su esfuerzo se desvanecen. Lo que ese hombre le ha hecho era personal, lo ha hecho con saña. Y ahora debe pagar.
—Sí.
—La mujer no ha conseguido reunir el dinero para pagar la fianza o un abogado. Lo intentó. Y el chico. La última vez que los policías estuvieron en la casa, le arrojó una silla a uno de ellos. La madre les suplicó que no se lo llevaran, así que lo dejaron. Deberá tener cuidado con él.
—Lo tendré, aunque no creo que se queden por aquí. Están de alquiler en la casa, y ya deben tres meses. —Gib se encogió de hombros—. Las noticias corren por el barrio. Quizá esto haya sido un toque de atención para todos, para que nos fijemos más en los nuestros.
—Tiene usted la mujer más guapa que he visto en mi vida. No le importa que se lo diga, ¿verdad?
—No me importa, no. —Gib se abrió otra cerveza y se recostó contra el escalón—. La primera vez que la vi fue como si me hubiera caído un rayo. Entré con unos amigos en Sirico’s. Estábamos pensando en irnos a dar una vuelta, buscar chicas, o ir a algún bar. Y allí estaba ella. Fue como si alguien me hubiera hundido el puño en el pecho, me hubiera cogido el corazón y hubiera apretado. Bianca llevaba vaqueros de campana y un top blanco. Si antes de aquello alguien me hubiera preguntado si creía en el amor a primera vista, le habría dicho que no. Pero eso fue, justamente. Ella volvió la cabeza, me miró y ¡bang! Supe que aquello era lo quería en mi vida. —Se rio un poco, pareció relajarse—. Y sigue siéndolo, eso es lo más increíble. Ya vamos para veinte años de casados y para mí ella lo sigue siendo todo.
—Es usted un hombre con suerte.
—Pues sí. Habría renunciado a todo por estar con ella. Y sin embargo, tengo esta vida maravillosa, esta familia. ¿Tiene usted hijos, John?
—Sí, un chico y dos chicas. Y un nieto y una nieta.
—¿Nietos? Bromea.
—Son la niña de mis ojos. No hice todo lo que debía cuando tuve a mis hijos. Yo tenía diecinueve años cuando llegó el primero. Dejé preñada a mi novia y nos casamos. El siguiente llegó dos años después, y el tercero tres años más tarde. En aquella época yo estaba combatiendo incendios. Y ese tipo de vida, todas esas horas de trabajo, acaban pasándole factura a la familia. Mi error fue no ponerlos primero. Así que nos divorciamos. Ya hace casi diez años.
—Lo siento.
—Lo curioso es que ahora nos llevamos mucho mejor. Estamos más unidos. Quizá el divorcio se llevó el mal ambiente que había entre nosotros y dejó sitio para algo bueno. Bueno. —Ladeó la botella—. Si su mujer tiene alguna hermana, que sepa que estoy libre.
—No, solo tiene hermanos, pero sus primas son legión.
Por un momento guardaron silencio, como compañeros.
—Este es un buen sitio. —John daba tragos a la botella, fumaba, estudiaba el vecindario—. Un buen sitio, Gib. Si necesita un par de manos para arreglar el restaurante, puede contar conmigo.
—Gracias.
Arriba, mientras los colores del cielo se iban suavizando con el crepúsculo, Reena estaba tendida en su cama, escuchando sus voces, que llegaban hasta la ventana abierta de su habitación.
Cuando los gritos la despertaron estaba muy oscuro. Reena saltó de la cama pensando en el fuego. Había vuelto, aquel hombre había vuelto para quemar su casa.
Pero no había ningún incendio, y era Fran quien había gritado. Su hermana estaba en la acera, con el rostro hundido contra el hombro del chico que la había llevado al cine.
En la sala de estar la televisión estaba encendida, con la voz muy baja. Sus padres ya habían salido a la puerta. Cuando Reena se coló entre los dos, supo por qué Fran había gritado, por qué sus padres estaban tan rígidos en la puerta.
El perro estaba ardiendo, su pelo se estaba quemando, y humeaba, igual que el charco de sangre que había salido de su garganta. Pero lo reconoció: era el perro mestizo que Joey Pastorelli llamaba Fabio.
Reena vio cómo la policía se llevaba a Joey Pastorelli de forma muy parecida a como se habían llevado a su padre. Pero él no se fue con la cabeza gacha, y sus ojos tenían un brillo maligno.
Era una de las últimas cosas que recordaría con absoluta claridad de aquellas largas y sofocantes semanas de agosto, cuando el verano tocaba a su fin y ella dejó de ser una niña.
El brillo en los ojos de Joey, la chulería con que caminaba cuando lo llevaron hasta el coche patrulla. Y las manchas de sangre de sus manos, la sangre de su propio perro.