John iba por las desconocidas calles del Bronx, sintiendo aquel calor sofocante como una cortina empapada de sudor. La idea era buscar un hotel cerca de la autopista donde pudiera dormir un poco y tratar de localizar a Pastorelli por la mañana. Pero la llamada de O’Donnell hizo que cambiara sus planes.
Incluso con el mapa que se había impreso de Internet, había tomado un par de veces la salida equivocada. «Culpa mía», pensó moviéndose incómodo en el asiento, después de tantas horas al volante.
«Estoy viejo», pensó. Viejo y achacoso. Sus ojos ya no respondían tan bien cuando tenía que conducir de noche pero… ¿cuándo había pasado?
Antes podía trabajar cuarenta y ocho horas seguidas solo con un par de siestas y a base de cafés. Antes tenía trabajos que le obligaban a pasar en pie dos días seguidos, se recordó. Pero esos tiempos ya habían pasado.
Para alguien como él, el retiro no era ninguna recompensa. Lo veía como un vacío plagado de interminables horas de aburrimiento y el recuerdo abrumador de su antiguo trabajo.
Seguramente era una locura haber conducido hasta allí, pero Reena le había pedido su ayuda. Para él eso era mucho más importante que un reloj de oro y una pensión.
Aun así, para cuando consiguió dar con la calle, los ojos le escocían y le dolía la cabeza. Buscó un aparcamiento.
La caminata entre el aparcamiento y la dirección que tenía de Pastorelli le ayudó a desentumecer las piernas, pero no alivió el dolor que sentía en la zona lumbar. El sudor se pegaba a su cuerpo como una segunda piel. Paró en un supermercado coreano y compró una botella de agua y una caja de analgésicos. Se tomó un par de ellos en la acera y vio a una puta que se ponía de acuerdo con un hombre y se subía a su coche. Queriendo evitar a la gente que seguía pregonando sus productos, John cruzó la calle.
El edificio donde vivía Pastorelli era bajo, y el ladrillo se veía sucio y oscurecido por el paso del tiempo y generaciones de humos. Su nombre estaba junto al timbre de un apartamento del primer piso. John llamó a algunos timbres de los pisos segundo y tercero, y empujó cuando un alma caritativa le abrió la puerta.
Si fuera era como estar en una sauna, dentro parecía que estabas en una caja dentro de un horno. El dolor de cabeza le pasó de los globos oculares al cráneo.
En el piso de Pastorelli había un televisor encendido, y John lo oía con tanta claridad que hasta entendía parte del diálogo. Era Ley y orden. Por un momento, tuvo un desagradable pensamiento: si no hubiera sentido el impulso que le había llevado hasta allí, en aquellos momentos él también habría estado solo en una habitación oscura, viendo el mismo programa.
Si era Pastorelli quien estaba viendo cómo la justicia seguía el resbaladizo camino de la ley, no podía ser él quien había estado jugando con fuego en Maryland noventa minutos antes.
Llamó a la puerta con el puño.
Llamó una segunda vez y una tercera, hasta que se abrió una rendija, con la cadena echada.
«No te habría reconocido, Joe», pensó. Si me hubiera cruzado contigo por la calle ni siquiera me habría fijado. Su rostro duro y bonito se había transformado en una calavera amarillenta con los ojos hundidos y la piel colgando de las mandíbulas, como si se le hubiera derretido y se hubiera acumulado ahí.
Olía a cigarrillos y cerveza, mezclado con algo más tenue, como a fruta podrida.
—¿Qué coño quiere?
—Quiero hablar contigo, Joe. Soy John Minger, de Baltimore.
—Baltimore. —Una luz oscura brilló en sus ojos hundidos—. ¿Te manda Joey?
—Sí, podríamos decirlo así.
La puerta se cerró y se oyó la cadena.
—¿Me manda dinero? —le preguntó cuando abrió la puerta—. Tenía que mandar dinero.
—Esta vez no.
Un par de ventiladores removían el calor estancado y extendían el olor a cerveza y tabaco; también otro olor que se notaba por debajo.
John lo reconoció. No era el olor de un hombre mayor, sino el de un hombre mayor y enfermo. Olía a muerte.
Había un sillón reclinable de cuero negro que cantaba como un hombre con esmoquin en un albergue para vagabundos. Al lado, sobre una mesita vieja, había una lata de Miller, un cenicero desbordado y un reluciente mando a distancia que se veía tan fuera de sitio como el sillón. Y unos botes de medicamentos.
Contra la pared había un sofá, que se mantenía en pie solo gracias al polvo y la cinta adhesiva. Las encimeras de la pequeña cocina estaban manchadas de grasa y cubiertas con las cajas de variados menús para llevar. Por lo visto, en los últimos días aquel hombre había comido chino, pizza, comidas rápidas.
Una cucaracha correteaba sobre la caja de pizza como Pedro por su casa.
—¿De qué conoces a Joey?
—¿No me recuerdas, Joe? ¿Por qué no nos sentamos?
Desde luego, por su aspecto parecía que el hombre necesitaba sentarse. John no entendía cómo conseguía mover el montón de huesos en que se había convertido. John cogió la única silla que había —una metálica plegable— y la colocó delante del sillón.
—Se supone que Joey tiene que mandarme dinero. Necesito dinero para pagar el alquiler. —Se sentó. Cogió un paquete de cigarrillos. John observó cómo sacaba uno con sus dedos huesudos y trataba de encender una cerilla.
—¿Cuándo lo viste por última vez?
—Hace un par de meses tal vez. Me compró una tele nueva. Treinta y seis pulgadas. Pantalla plana. Una jodida Sony. Joey no compra cualquier cosa.
—Bonita.
—Y por Navidad me trajo este asiento. El muy hijo puta puede vibrar si quieres. —Sus ojos mortecinos se clavaron en el rostro de John—. Se supone que me tiene que mandar dinero.
—Yo no lo he visto, Joe. En realidad, le estoy buscando. ¿Has hablado con él recientemente?
—¿Qué es todo esto? ¿Es que eres poli? —Meneó la cabeza lentamente—. No, tú no eres poli.
—No, no soy policía. Se trata de fuego, Joe. Joey se ha metido en un buen lío en Baltimore. Si esto continúa, no podrá seguir mandándote dinero.
—¿Estás intentando buscarle problemas a mi chico?
—Tu chico ya tiene problemas. Se ha dedicado a provocar incendios en Baltimore, en vuestro antiguo barrio. Esta noche ha matado a una persona. La viuda de uno de los investigadores que ayudaron a tu detención por el incendio de Sirico’s.
—Los muy cabrones me sacaron a rastras de mi casa. —Expulsó el humo y se puso a toser, hasta que sus ojos hundidos se llenaron de lágrimas—. De mi propia casa. —Cogió la cerveza, bebió y tosió un poco más.
—¿Cuánto tiempo te han dado, Joe? ¿Cuánto te queda?
El hombre sonrió, con cara de pesadilla.
—Los muy idiotas dicen que ya tendría que estar muerto. Pero aquí estoy, así que ¿qué sabrán esos? Les he jodido.
—¿Joey sabe que estás enfermo?
—Me ha llevado al médico un par de veces. Querían envenenarme. Cáncer, de páncreas. Dicen que ahora el cáncer también se está comiendo mi hígado, y que no puedo beber, ni fumar. —Sonriendo aún con aquella cabeza de muerto, Joe dio una calada—. Que se jodan, que se jodan todos.
—Joey volvió para aclarar cuentas, para acabar lo que tú empezaste.
—No sé de qué hablas.
—Para ocuparse de la gente que te jodió. Sobre todo Catarina Hale.
—La pequeña zorra. Siempre pavoneándose por el barrio como si fuera mejor que los demás. Despreciando a mí chico. Él quiso probar un poco del pastel, ¿y qué? ¿Ese imbécil de Hale se piensa que puede meterse conmigo y con los míos? Le di una lección.
—Y pagaste por ello.
—Me arruinó la vida. —La sonrisa desapareció—. Ese cabrón de Hale me arruinó la vida. Después de aquello no volví a encontrar un trabajo decente. Tener que limpiar la mierda de los demás, por Dios. Me arrebató mi dignidad, eso es lo que hizo. Mi vida. No me importa lo que digan los médicos, sé que me puse enfermo porque estuve en la cárcel. Y lo más probable es que se lo haya pegado a Joey. Y todo por esa puta.
John prefirió no señalar que no se coge un cáncer de páncreas por estar en la cárcel. Y que si lo coges, no se lo puedes pegar a tu hijo.
—Es muy fastidioso. Supongo que Joey debió de sentir lo mismo.
—Es mi hijo, ¿no? Respeta a su padre. Y sabe que si le he pegado los genes del cáncer no es culpa mía. Tiene cerebro. Joey siempre ha tenido cerebro. Y no lo ha heredado de la zorra estúpida de su madre. Me mandará dinero, y a lo mejor me lleva de viaje para ayudarme a escapar de este condenado calor.
Cerró los ojos un momento y giró la cabeza hacia uno de los ventiladores. Su pelo ralo se agitó con el aire.
—Iremos a Italia, al norte, en las montañas, porque allí se está fresco. Si tiene algún lío, la poli nunca podrá atraparlo. Es demasiado listo.
—Esta noche ha quemado a una mujer en su propia cama.
—A lo mejor ha sido él, a lo mejor no. —Pero la luz que apareció en sus ojos al oír aquello reflejaba un enorme orgullo—. Y si lo ha hecho, será porque se lo merecía.
—Si se pone en contacto contigo, hazte un favor. —John se sacó un cuaderno y anotó su nombre y su teléfono—. Llámame, ayúdame a encontrarle. Será lo mejor para él. Si lo encuentra la policía, no sé lo que podría pasar. Ha matado a la mujer de un policía. Llámame, Joe, y a lo mejor te consigo algo de dinero.
—¿Cuánto?
—Un par de cientos —dijo John sintiendo que se le revolvía el estómago—. Puede que más. —Se levantó y dejó el número en la mesita—. Está tentando su suerte.
—Cuando tienes cerebro, no necesitas la suerte.
En el mismo momento en que John se alejaba del Bronx en su coche, Joey estaba abriendo con una ganzúa la puerta de atrás de su casa adosada. Había hecho un par de paradas por el camino, y llegó justo a tiempo.
Mientras estaba con las cerraduras, se imaginó a la mujer del poli asándose como un jodido cerdo y la imagen le hizo sonreír.
Tenía que ir a algunos sitios, eso le había dicho. Sí, tenía que ir a algunos sitios. Y gente a la que quemar. Y el narizotas de John Minger estaba en la lista.
Se coló en la casa y sacó una 22 de la mochila, una pistola chata. Primero le dispararía en las rodillas. Y luego tendrían una pequeña charla mientras él preparaba el fuego.
Esa noche iba a tener muy ocupados a los héroes de la ciudad, pensó, y avanzó con tiento por la casa a oscuras.
Seguramente el viejo ya estaba en la cama, roncando a pierna suelta.
Antes morirse que ser viejo.
Para Minger la edad no sería un problema por mucho tiempo. Se iba a morir, todos ellos estarían muertos antes de que su padre la palmara. Eso sí era justicia.
Ellos habían matado a su padre, tan seguro como si le hubieran abierto en canal. Y lo iban a pagar muy caro.
Joey subió por las escaleras, con una creciente sensación de entusiasmo y satisfacción. En las rodillas, volvió a pensar, ¡bang!, ¡bang!, a ver qué le parecía eso.
A ver qué le parecía cuando viera el fuego subir por la cama hacia él. Cuando lo viera comérselo igual que el cáncer se estaba comiendo a su padre.
Él no pensaba seguir por el mismo camino. No, señor. Joseph Pastorelli hijo, Joey, no pensaba pasar por el cáncer.
«Tengo cosas que hacer —pensó otra vez—, muchas cosas antes de arrojarme al fuego y acabar con todo».
Cuando acabara con Minger, habría llegado el momento de pasar a las principales atracciones, la noche aún era joven.
Pero entró en todas las habitaciones, y no encontró a su presa.
Su dedo se movía inquieto sobre el gatillo, la mano le temblaba por el esfuerzo de contener el impulso de disparar a la cama vacía.
Habrá salido a ver cómo se quemaba la zorra del poli, sí. A la gente le gusta mirar. Reena seguramente le había llamado llorando y él había ido corriendo a cogerla de la mano.
Seguramente se la había tirado un montón de veces en todos aquellos años.
Podía esperar. Sí, la noche era tan joven que podía permitirse perder un poco de tiempo. Atraparlo cuando volviera a casa. Solo tenía que esperar, como un gato delante de una ratonera.
Aunque, mientras esperaba, podía aprovechar para ir preparando las cosas.
El humo aún llenaba la habitación, y los pies de Reena pisaron la alfombra mojada cuando entró para ver lo que quedaba de Deborah Umberio.
Los restos empapados del colchón chamuscado lo decían todo.
—Se quemó en la cama —dijo O’Donnell.
Peterson, el forense, que vestía con una camisa de manga corta y pantalones caqui, esperó mientras Reena tomaba fotografías con la cámara digital.
—Es posible que estuviera muerta antes de que el fuego se iniciara en la habitación, o inconsciente. Te lo diré en cuanto sepa algo. Nos pondremos enseguida.
—No estaba muerta ni inconsciente. —Reena bajó la cámara—. Seguro que la quería viva. Quería que supiera lo que le esperaba. Que lo sintiera. Eso le llena. Y seguro que primero la torturó. Que la hizo sufrir. —Aspiró hondo—. Era una mujer, así que seguro que se tomó tiempo. Es una forma de sentirse importante, le hace sentirse más hombre. Con el historial de agresiones que tiene, apuesto a que también la violó.
—Parece que hay restos de tela en la boca —Peterson se inclinó sobre el cuerpo, muy cerca—. Eso indica que la amordazaron.
—Ella le abrió la puerta. —«Como Josh», pensó—. ¿Por qué? Ha sido la mujer de un policía durante ¿cuánto, treinta años? ¿Y va y abre la puerta a un desconocido? Debía de tener una excusa para pasar… entró para entregar algo, haciéndose pasar por alguien de mantenimiento. Alguien tuvo que verlo entrar en el edificio. Tiene que haber algo, alguien.
—Empezaremos a estudiar la escena aquí dentro —le dijo O’Donnell, y ella asintió.
—Se ve enseguida cómo lo hizo. Utilizó material inflamable, se concentró en la cama, luego puso un reguero para propagar el fuego por la habitación, preparó una chimenea para avivarlo. El foco de la cocina no era necesario. Eso era para nosotros, para los bomberos que respondieron a la llamada. ¿Por qué no llevarse también a uno de ellos?
Reena caminó con cuidado entre los escombros y miró hacia la cocina. Una tapa estaba empotrada en una pared, y goteaba, igual que lo que quedaba del techo. La pared que daba a la calle prácticamente había desaparecido. Algunos de los armarios que quedaban estaban sin puerta. Reena entró y se agachó, con una luz y una lupa.
—Estas puertas no se han quemado ni saltaron por la explosión, O’Donnell. Él las quitó de su sitio y las utilizó como chimeneas, como combustible. Tiene inventiva. —Se volvió para mirar a su compañero, con el ceño fruncido—. Pero ¿crees que vino con las manos vacías, confiando en encontrar aquí todo lo que necesitaba? Necesitaba cuerda, un líquido inflamable, cerillas, tal vez un arma. Y eso significa que tenía que llevar una bolsa, un maletín, un saco. Algo.
Se incorporó y se sacó el móvil, que estaba sonando.
—Es John —le dijo a O’Donnell.
—Adelante. Yo pondré a nuestro equipo a trabajar.
Empezaron a cuadricular la escena y a tomar fotografías.
—Pastorelli se está muriendo. —Reena se tocó el puente de la nariz—. Cáncer de páncreas. Le ha dicho a John que no ve a Joey desde hace un par de meses, que le tenía que mandar dinero. Y algo de un viaje que van a hacer pronto, a Italia.
—Por eso tanta prisa.
—Su padre se está muriendo. No puede permitir que las cosas queden así. Y por lo que le ha dicho a John, es posible que el padre haya convencido a Joey de que le espera el mismo destino. Joey quiere que yo sepa que es él quien hace todo esto como tributo a su padre… y hasta es posible que sea una especie de misión suicida. Sigue siendo el niño que salió corriendo detrás del coche de la policía, detrás de su padre.
—¿Y cree que, si acaban con vida, podrán salir del país cuando termine con esto? ¿Que puede vengarse, pagar el dichoso tributo o como quiera llamarlo y luego esconderse en Italia?
—No, esconderse no. Él no lo verá así. Eso le haría parecer débil. —Se frotó los ojos escocidos—. Salirse con la suya, que es muy distinto. Disfrutar de la buena vida en otro lugar durante el tiempo que él cree que les queda. En diciembre tenía dinero. Es posible que utilizara una parte para conseguir pasaportes falsos, pagar los billetes, alquilar una casa en Europa. Quizá tiene amigos allí o un contacto. Pastorelli habló del norte de Italia, las montañas. Podemos empezar con eso. Pero no dejaremos que llegue tan lejos. —Miró a su alrededor, a todo aquel destrozo, a los escombros—. No dejaré que se vaya tan lejos.
—¿John va a quedarse en casa de Pastorelli?
—No, no cree que pueda sacar nada más de allí. Se viene para acá. He intentado convencerle para que cogiera una habitación y pasara la noche allí, para que no hiciera todo el camino de vuelta otra vez. Se le oía agotado.
Esperó hasta media noche, luego pensó: «Qué coño». Podía volver por aquel viejo cabrón en otro momento. Podía dejarle una bonita sorpresa y cargárselo otro día.
Había visto a los polis echando un vistazo alrededor de la casa. Para asegurarse. Así que quizá lo mejor era que se moviera y pasara a su siguiente objetivo.
Ya había preparado la habitación. Había utilizado parte de la ropa que había en el armario para formar regueros. Con el relleno del colchón, que ahora era como un rasgo distintivo. Papel encerado, alcohol metílico. Sí, ya puestos, valía la pena que dejara su firma.
Aunque habría sido divertido dejar cosas repartidas por toda la casa, concentrarse en una habitación era más rápido e igual de efectivo.
Había encontrado fotografías familiares. Rompió los marcos y los tiró por el suelo. Quizá uno de esos días se pondría en serio con ellos. Tú te cargaste a mi familia, yo me cargo a la tuya.
Pero entretanto, se contentó con encender el fuego y ver como cobraba vida. Cuando ya se iba, dejó una servilleta con el alegre logotipo de Sirico’s en el mármol de la cocina.
Reena trabajaba en la habitación. Tomó muestras de un líquido que había colado entre las grietas del suelo y se había acumulado bajo los restos del parquet. Metió en bolsitas los restos de materiales combustibles que no se habían consumido del todo, tomó muestras de ceniza.
Trippley se acercó y se acuclilló junto a ella.
—Hemos encontrado pelo en el desagüe de la ducha. Es posible que sea de él.
—Bien. Bien. Si encontramos ADN suyo en la escena, eso le acusará de forma irrefutable.
—En la sala de estar hemos encontrado fragmentos de una botella. Tal vez haya huellas.
«Había algo más», pensó Reena. Algo en su tono.
—¿Qué pasa?
—Han encontrado fuera un menú de comida para llevar de Sirico’s.
Los dedos de Reena se crisparon, luego se relajaron.
—Me preguntaba dónde lo iba a poner. —Con mirada sombría, Reena volvió al trabajo—. Repartidor. Quizá se hizo pasar por un repartidor. Pero no de comida; la mujer no le habría dejado entrar. ¿Un paquete? Pero primero ella tendría que haberlo encargado. ¿Qué hay que…? —Flores, pensó, recordando su encuentro con Bo en el supermercado—. Quizá traía flores.
Ladeó la cabeza echándola hacia atrás.
—¿Por qué iba a abrir la mujer de un policía veterano la puerta a un desconocido? Porque le traía flores. Tenemos que preguntar a los vecinos y la gente de los edificios cercanos si vieron a un hombre con un ramo de flores, aparte del maletín o el saco.
—Enseguida nos ponemos.
Los dos miraron a O’Donnell, que entró en la habitación.
—Ha vuelto a actuar. Hay un fuego en la casa de John Minger.
—Él no está allí. —Reena se puso de pie algo temblorosa—. No es posible que haya llegado, ni siquiera si ha conducido sin parar.
—Ve —le dijo Trippley—. Nosotros seguiremos con esto.
Reena salió con rapidez, quitándose los guantes de protección.
—Si lo que quiere es acabar con esto esta noche, es posible que intente ir a por mis padres o mis hermanos.
—Están protegidos, Hale.
—Sí. —Pero de todos modos hizo una serie de llamadas.
—No salgáis de casa —le dijo a su padre—. Que nadie salga de casa. Yo voy a casa de John. No quiero que nadie ponga un pie en la calle hasta que yo lo diga. Me reuniré con vosotros en cuanto pueda. —Y colgó antes de que su padre pudiera discutirle—. No creo que esté aquí. En el condado tal vez, pero no en la ciudad. Puede que esté en Washington.
—Hay agentes recorriendo los hoteles y moteles con su fotografía. Hay que cubrir una zona muy amplia.
—Irá a algún sitio caro. Es previsor. Seguro que tiene una identidad falsa, y la tarjeta de crédito que la acompaña. Quizá se haga pasar por un ejecutivo que está de viaje. Está unos días en un sitio, luego se muda.
Se apeó en cuanto O’Donnell frenó detrás del coche de bomberos. Tenía el corazón en un puño, aunque vio que ya habían controlado el fuego y estaba prácticamente apagado.
Fue a toda prisa hacia Steve.
—¿Las cañerías del gas?
—No, no hay ningún escape. Me han dicho que el fuego no ha llegado a salir de la habitación. Una mujer que estaba paseando al perro vio el humo y avisó.
—¿Dónde está?
—Allí. Se llama Nancy Long.
—¿Nancy? Gina y yo fuimos con ella al colegio. —Reena la localizó entre la multitud y se acercó. Nancy sujetaba al terrier entusiasmado con la correa y el brazo de su marido con la otra mano.
—Nancy.
—Reena. Dios, ¡es terrible! Pero dicen que el señor Minger no estaba en casa. No había nadie dentro. Vi el humo. Susie estaba tan pesada que al final me rendí y la saqué a dar un paseo. Estaba haciendo pipí y de pronto levanté la cabeza. O puede que lo oliera, no sé, pero el caso es que levanté la cabeza y vi que salía humo por la ventana. No sabía qué hacer y me entró pánico. Corrí hasta la puerta y me puse a aporrearla y a llamarle. Y luego fui corriendo a casa. Ni siquiera fui capaz de marcar yo misma el número de lo que me temblaban las manos. Tuve que llamar a Ed y pedirle que lo marcara él.
—Es posible que hayas salvado la casa de John. Y si hubiera estado dentro, seguramente le habrías salvado la vida.
—No lo sé. Todo esto me pone mala.
—¿Has visto a alguien? ¿Alguien que caminara por la calle, o que se alejara en coche?
—No, no vi a nadie. Al menos en ese momento.
—¿En ese momento?
—Bueno, no había nadie en la calle aparte de mí.
—¿Viste a alguien antes?
—Tratar de adiestrar a un cachorro significa que tienes que salir bastante. Antes de acostarnos saqué a Susie pensando que era el último paseo de la noche. Acababa de abrir la puerta para volver a entrar cuando vi a un hombre que pasaba a pie. Pero eso fue antes, alrededor de las doce.
—¿No lo reconociste?
—No. Y no me hubiera fijado de no ser porque miró hacia nosotras cuando yo le estaba hablando a Susie y nos dedicó una especie de saludo. Y yo pensé: «Esta noche va a haber alguna afortunada».
—¿Afortunada?
—Llevaba una de esas cajas largas y blancas con flores, y yo pensé que Ed ya nunca me trae flores.
—¿Y eso fue hacia medianoche?
—Sí.
—Te voy a enseñar una fotografía, Nancy.
Reena estaba en la cocina de John, mirando la servilleta de Sirico’s que había en el mármol. Colocó la tarjeta con el número de prueba en su sitio y luego lo metió en una bolsa.
—John viene de camino. —O’Donnell cerró su móvil—. Tardará unas dos o tres horas. ¿Quieres que empecemos con esto o esperamos a que llegue?
—¿Puedes ocuparte tú por ahora? Quiero ir a ver cómo está mi familia y luego llevaré lo que he encontrado al laboratorio.
—Coge un uniforme.
—Eso había pensado. Joey podía haber esperado. Haber dejado pasar uno o dos días, asegurarse de que John estaba en casa. Pero lo que quería es tenernos arriba y abajo esta noche. Solo estaba esperando a que entendiera que se trata de él.
—Hay una unidad vigilando tu casa, por delante y por detrás.
Ella consiguió sonreír.
—Eso le molestará. —El estómago se le puso tenso cuando su teléfono sonó—. Hale.
—Es una pena que no estuviera en casa. Ahora se estaría friendo.
Le hizo una señal a O’Donnell.
—Debe haber sido un disgusto para ti, Joey.
—Bueno, con la puta del poli tengo suficiente por esta noche. Pensé en ti mientras me la tiraba. Cada vez que la violaba, pensaba en ti. ¿Has recibido los mensajes?
—Sí, los tengo.
—El del sombrero de chef es tu viejo, ¿verdad? La madre tan sexy que tienes lo dibujó. —Rio al ver que ella no decía nada—. Tienes otro esperándote, en la clínica de tu hermano. Será mejor que te des prisa.
—Dios, maldita sea. —Cortó la llamada y marcó el 911—. La clínica donde trabajan mi hermano y su mujer. Está a dos manzanas de aquí.
—Yo conduzco —dijo O’Donnell, y los dos salieron a toda prisa de la casa.
La carta de vinos de Sirico’s estaba en la cuneta, y el edificio estaba en llamas.
—Voy a ponerme el traje. —Abrió el maletero y sacó su equipo—. Intentaré ayudar.
—Reena.
Era tan inesperado que O’Donnell la llamara por su nombre que se detuvo.
—Llevas ¿cuánto, dieciocho horas con esto? Deja que se ocupen los bomberos.
—Nos está haciendo correr en círculos. —Cerró el maletero de un golpe—. No puede atacar directamente el restaurante, o a mi familia o a mí, por eso hace esto. Para fastidiarme.
Se quedó plantada un momento, con el casco en la mano y el fuego bailando ante sus ojos.
—Está atrapado, ahora está atrapado en todo esto —declaró con firmeza—. Y no puede parar. Resulta tan hipnótico y atractivo…
—¿En qué otro sitio podría atacar? Lo hemos puesto todo bajo protección policial.
El humo hizo que a Reena le lloraran los ojos.
—La escuela, Bo… aunque creo que lo de Bo fue un golpe de suerte para él. Solo fue una forma de darme un toque. La mujer de Umberio, John. Y ahora Xander.
—Va abriéndose paso hacia ti.
—Yo estoy al final de la cuerda. Se está vengando, pero no sigue un orden. Lo de Xander tendría que haber pasado después del incendio en la escuela. Porque él era el siguiente paso. Luego mi padre, el restaurante y así sucesivamente. Así que va saltando de una cosa a otra, aunque de todos modos sigue un patrón.
—Su antigua casa. También forma parte de esto —añadió cuando Reena se volvió a mirarlo—. Fueron allí a llevarse a su padre, que ya no volvió. Y su madre le sacó a él de allí.
Reena arrojó el casco al interior del coche.
—Esta vez conduzco yo.