Había policías apostados en el exterior de Sirico’s, donde podían vigilar el restaurante y el apartamento de arriba. Otros dos estarían disfrutando de la hospitalidad de sus padres y había un tercer grupo vigilando la casa de Fran. Y, aunque Vince había protestado porque decía que su casa estaba protegida por modernos sistemas de seguridad, Reena puso agentes a patrullar los alrededores.
—Podría ir por cualquiera de ellos. O por ninguno. —Caminó arriba y abajo por la sala de estar, se detuvo a mirar el mapa—. Esta noche va a encender una cerilla en algún sitio.
A petición de Reena, Bo había bajado el tablón al piso inferior. Eso sí que era separar el trabajo de su vida personal, aunque fuera simbólicamente. En aquellos momentos el trabajo era su vida.
El móvil sonó en su bolsillo. Lo sacó enseguida.
—Hale. Espera. —Cogió un cuaderno—. Ya. —Y garabateó—. Sí, sí, vale. Tenemos que mandar una unidad al aeropuerto Baltimore/Washington International, comprobar los aparcamientos. Es el sitio más lógico para que deje uno y coja otro. Bien. Gracias.
Volvió a meterse el móvil en el bolsillo, se acercó de nuevo al mapa y con una chincheta amarilla señaló el aeropuerto.
—Una familia acaba de volver de sus vacaciones en Europa. Van al aparcamiento del aeropuerto Kennedy donde los pasajeros pueden dejar sus vehículos durante períodos largos y su Jeep Cherokee no está. Sí, lo usa para ir hacia el sur, va a ver a su viejo colega y este lo echa. Puede que lo conservara un tiempo. Porque sabe que tardarán en rastrearlo hasta Maryland. Luego va con él hasta el BWI… Dulles tal vez, o National, aunque seguramente fue el BWI elige otro, hace el cambio y se larga. Le gustan los SUV. Tienen espacio de sobra para sus juguetes.
—Me voy un momento a ducharme a casa. Fuera hacía muchísimo calor.
Con gestó distraído, Reena miró a Bo con el ceño fruncido.
—Digo que necesito asearme.
—¿Te importa hacerlo aquí? ¿Es que no ves las películas? El malo siempre se cuela en la casa cuando estás en la ducha Mira lo que le pasó a Janet Leigh en Psicosis.
—Janet Leigh es una mujer.
—Da igual. Te agradecería que te ducharas aquí. Tienes una camiseta limpia en el cuarto de la lavadora.
—¿Ah, sí?
—Te la dejaste. Y la lavé. Así que, si no te importa hazme el favor, ¿vale?
—Claro. —Le puso las manos en los hombros y comprendió a lo que se refería la gente cuando decía que alguien estaba más tenso que un muelle—. ¿Serviría de algo si te digo que te relajes?
—No.
—Entonces voy a ducharme. Oye, si viene un tipo vestido con ropa de su madre, contenlo hasta que me haya puesto los pantalones.
—Hecho.
Reena se fue a la cocina a por otra botella de agua para limitar la cantidad de cafeína que ingería. Y vio la bolsa con la comida que Bo había traído. No, no podía relajarse, pensó, pero sí podía estar agradecida. Agradecida por tener a alguien que encajaba tan bien en su vida.
Definitivamente, se casaría con él, decidió mientras sacaba los recipientes con la comida. A lo mejor se resistía un poco cogido del anzuelo —tenía que hacerlo—, pero Reena acabaría sacándolo del agua.
Pensó en los zapatos rojos que se había comprado aquella vez en un centro comercial con Gina, cuando obligó a su amiga a confesar que se iba a casar con Steve. Porque él todavía no lo sabía.
Hasta ahora no lo había entendido.
Puso el pollo a calentar en el horno. Una buena comida la ayudaría a ser más productiva que los nervios.
Volvió con el agua a la sala de estar para estudiar el mapa.
—¿Dónde estás, Joey? —preguntó en voz alta—. ¿Dónde estás?
Que miran allá, pues yo actúo aquí. No es solo la sincronización lo que cuenta. Hay que saber planificar.
Seguro que está muy nerviosa. Piensa que voy a ir a por mama y papá.
Todavía no.
Es majo este sitio. Fells Point. Y será más bonito cuando empiece a arder.
Los polis son tan idiotas… ¿Cuántas veces lo había demostrado?
Quizá lo habían cogido un par de veces. Pero era más joven. Y además, había aprendido la lección. Hay mucho tiempo para aprender en el trullo. Tiempo para planificar e imaginar, para leer y estudiar.
Dentro había afinado sus conocimientos con el ordenador. Hoy en día no hay nada más útil que saber manejarse con un ordenador. Colarse en los sistemas, buscar, clonar teléfonos.
O averiguar dónde vivía la viuda de cierto policía.
Era una pena que el otro se hubiera mudado a Florida. Ya se ocuparía de él uno de estos días, pero habría estado bien poder cargarse juntos a los dos cabrones que se llevaron a su padre. Que lo sacaron de su propia casa y lo humillaron.
Los humillaron a los dos.
No importaba que aquel otro hijo de puta ya la hubiera guiñado. Su viuda le serviría.
Dejó el coche —otro Cherokee— una manzana al sur y caminó con rapidez por la acera, como quien está ocupado con sus cosas.
Aún llevaba los tejanos, pero se había puesto una camisa azul con las mangas enrolladas. Llevaba unas Nike y una gorra de los Orioles; una pequeña mochila y una caja blanca de una floristería.
La señora del cabrón Thomas Umberio, Deb para los amigos, vivía sola. Su hija vivía en Seattle, así que no estaba en la zona de juego. El hijo vivía en Rockville. Si hubiera vivido más cerca de Baltimore, habría preferido cargarse al hijo en vez de a la viuda. Pero después de todo, se trataba de un show local.
Sabía que Deb tenía cincuenta y seis años, enseñaba matemáticas en el instituto, conducía un Honda Civic del 97, iba a un gimnasio después de las clases tres veces por semana y la mayoría de las noches echaba las cortinas de su habitación a las diez.
«Seguramente para masturbarse», pensó. Entró en el edificio de apartamentos y se fue por las escaleras para subir al segundo piso.
En cada planta había cuatro pisos. Él ya había investigado. Nada de que preocuparse, y el par de vejestorios de la puerta de enfrente salían a cenar los miércoles.
«Sale a cuenta hacer los deberes, ¿eh?», pensó y llamó alegremente a la puerta de Deborah Umberio.
La mujer abrió la puerta, pero sin quitar la cadena de seguridad, así que solo veía un trozo de ella. Pelo castaño. Rostro afilado, ojos desconfiados.
—¿Deborah Umberio?
—Sí, soy yo.
—Le traigo unas flores.
—¿Flores? —Sus mejillas se riñeron de rosa. Las mujeres son tan predecibles…—. ¿Quién las envía?
—Hummm… —hizo él, volviendo la caja como si estuviera leyendo la tarjeta de dentro—. Sharon McMasters. ¿De Seattle?
—Es mi hija. Bueno, qué sorpresa. Espere un momento. —Cerró la puerta, quito la cadena y volvió a abrir—. Qué sorpresa tan agradable —repitió haciendo ademán de coger la caja.
Él le estampó el puño en la cara. La mujer cayó hacia atrás y él entró con rapidez, cerró la puerta, echó la llave y puso la cadena.
—Sí, ¿verdad? —dijo.
Tenía mucho que hacer. Llevarla a la habitación, desnudarla, atarla, amordazarla. Estaba inconsciente, pero le dio otro puñetazo, para que siguiera así un rato más.
Aquella noche las cortinas de su cuarto se iban a cerrar temprano, pero no esperaba que nadie se diera cuenta. O que le importara una mierda.
Dejó el televisor encendido. Tenía puesto el Discovery Channel —por el amor de Dios— mientras trajinaba en la cocina.
Por lo visto se estaba preparando una ensalada cuando él llegó. Demasiado vaga para cocinar, decidió echando un vistazo en la nevera. Bueno, pronto pondremos algo a cocinar.
Encontró una botella de vino blanco. Del barato, pero a veces hay que aguantarse.
Él había aprendido a apreciar los buenos vinos cuando trabajaba para los Carbionelli. Había aprendido muchas cosas trabajando para los Carbionelli.
Se bebió el vino con los huevos que la mujer había preparado para la ensalada. Aunque llevaba guantes quirúrgicos en la mochila, ya no le preocupaba dejar huellas.
Ya habían superado esa parte del juego.
Se puso a registrar los armarios, la nevera. Encontró comida congelada. Su reacción inicial fue de disgusto, pero la foto que había en el contenedor con la carne y el puré de patata no tenía mala pinta.
Lo metió en el horno y echó una salsa italiana en la ensalada.
Mientras esperaba, se puso a zapear. ¿Es que aquella zorra no podía pagar más que los canales por satélite más elementales? No subió el volumen, por si a algún vecino chismoso se le ocurría ir a preguntar y lo dejó en el canal donde ponían Jeopardy!
Jeopardy! terminó y empezó a ver La rueda de la fortuna mientras se comía la carne y el puré.
Había mucho que hacer, pero tenía tiempo de sobra. Le llegó el sonido amortiguado de un gemido desde la habitación.
Sin hacer caso, Joey bebió más vino mientras veía La rueda.
—Compra una vocal, imbécil.
Aquello lo encendió, hizo que se pusiera furioso.
Le dieron ganas de romper el televisor, darle una patada. Y estuvo a punto de hacerlo, mientras su cabeza gritaba de rabia.
Compra una vocal, imbécil, es lo que decía su padre, y a veces, solo a veces le dedicaba una amplia sonrisa.
«¿Cuándo piensas ir a ese concurso, Joey? ¿Cuándo piensas ir y conseguir un poco de dinero? Tú tienes más cabeza que todos esos mamones».
Musitó las palabras, recordó las palabras mientras caminaba arriba y abajo por la pequeña sala de estar, tratando de serenarse.
En aquella época todo iba bien, pensó. Habrían salido del hoyo y todo hubiera ido bien. Solo necesitaban un poco más de tiempo. Pero ¿por qué no lo tuvieron?
Porque aquella pequeña zorra se fue llorando a su papá y lo echó todo a perder.
Por un momento pensar aquello hizo que se sacudiera. La ira y el dolor sacudieron su cuerpo, haciendo que temblara, hasta que logró controlarse.
Cogió el vino y dio un largo trago.
—Bueno. A trabajar.
Un hombre al que le gustaba su trabajo era como un mirlo blanco, pensó cuando encendió la luz del dormitorio. Le dedicó una sonrisa a la mujer que había en la cama, que pestañeó y luego abrió los ojos muy asustada.
Su colega Nick siempre estaba con el cuento de que no hay que tomárselo como algo personal, que solo es trabajo, pero a él toda aquella mierda no le interesaba. Él siempre se lo tomaba como algo personal. Si no, ¿para qué coño lo hacía?
Se acercó a la cama mientras los ojos de la mujer le seguían.
—Hola, Deb. ¿Cómo vamos? Solo quería que supieras que, para rondar los sesenta, no estás nada mal. Eso me hará las cosas mucho más agradables.
La mujer estaba temblando, su cuerpo se sacudía como si sufriera pequeñas descargas eléctricas. Sus brazos y sus piernas tiraban y se retorcían contra la cuerda de tender que había utilizado para atarla. Sintió la tentación de quitarle el esparadrapo y el algodón que le había metido en la boca, solo para poder oír ese primer grito balbuceante.
Pero no tenía sentido molestar a los vecinos.
—Bueno, bueno, ¿por qué no empezamos? —le puso las manos en el botón de los tejanos y vio cómo ella meneaba la cabeza frenéticamente, con los ojos llenos de lágrimas—. Oh, espera, ¿dónde están mis modales? Deja que me presente. Joseph Francis Pastorelli, hijo. Puedes llamarme Joey. El soplapollas de tu marido sacó a mi padre a rastras de nuestra casa, le puso las esposas y se lo llevó delante de todos los vecinos. Y lo metió en la cárcel.
Se desabrochó los tejanos. La mujer se estaba despellejando las muñecas de tanto forcejear. No tardaría en aparecer la sangre, y eso siempre resultaba satisfactorio.
—Eso fue hace veinte años. Bueno, sé que habrá quien diga que veinte años es mucho tiempo para guardar resentimiento por algo así, pero ¿sabes una cosa, Deb?, quien diga eso es que es gilipollas. Cuanto más tiempo guardas resentimiento, mejor te sientes cuando se lo haces pagar al culpable.
Se bajó la cremallera. Acarició. Los sonidos que emitía la mujer eran débiles y agudos, amortiguados por el relleno y el esparadrapo.
—El mamón de tu marido tiene que pagar por lo que hizo. Y, como resulta que está muerto, por cierto, mis condolencias, tendrás que pagar tú.
Se sentó en un lado de la cama y la mujer sacudió la pierna y trató de apartarse cuando la tocó. Se quitó los zapatos.
—Ahora voy a violarte, Deb. Aunque eso ya lo sabías. Y te haré daño. —Levantó ligeramente las caderas y se bajó los pantalones—. Para mí eso es muy importante. Y como aquí yo soy quien manda…
Ella se debatía, sollozaba, sangraba. Él procuraba mirarle la cara, las magulladuras y la sangre. Porque veía la cara de Reena. Siempre la veía a ella.
Y se corrió con aquel débil gemido en su oído.
Cuando se bajó de encima, la mujer ya solo gimoteaba como un gatito. Él utilizó su cuarto de baño, vació la vejiga, se limpió. No le gustaba el olor a sexo, ese olor a puta que las mujeres dejan en el hombre.
Salió, bebió un poco más de vino, estuvo zapeando y cuando encontró el partido, estuvo mirando un rato mientras picaba unos snacks.
Malditos Orioles, pensó mientras los veía perder, como siempre. No sabrían encontrar la bola ni aunque se la metieras por el culo.
Cuando volvió al dormitorio, la mujer se debatía débilmente con las cuerdas.
—Muy bien, Deb. Ya he descansado. Ha llegado el momento para el segundo asalto.
Esta vez fue sexo anal.
Cuando terminó con ella, los ojos de la mujer estaban mortecinos y distantes. Ya había dejado de resistirse y yacía totalmente flácida. Seguramente podría haberla espabilado un poco para otra ronda, pero tenía que seguir un programa.
Se duchó con el gel de baño con olor a lima de su víctima, tarareando una canción. Luego se vistió y cogió las cosas que podían servirle de la cocina.
Limpiador, trapos, velas, papel encerado. Ya no hacía falta que pareciera un accidente, pero tampoco quería hacer una chapuza. El hombre debe sentirse orgulloso de su trabajo.
Saco los guantes quirúrgicos de su mochila. Cuando estaba empapando los trapos, el teléfono sonó. El hombre se detuvo, esperando, y escuchó la alegre voz de mujer que habló cuando saltó el contestador.
—«Hola, mamá. Soy yo. Solo llamaba para ver cómo estabas. Seguro que has salido con un hombre. —Se oyó una risita—. Llámame si no llegas muy tarde a casa. Y si no, ya hablaremos mañana. Un beso. Adiós».
—Qué encanto, ¿verdad? —dijo Joey gimoteando—. Sí, esta noche tu mamá tiene una cita con un hombre.
Levantó parte de las baldosas de vinilo para dejar al descubierto el subsuelo y con ayuda de un destornillador eléctrico que sacó de su mochila quitó algunas de las puertas de los armarios para formar pequeñas tiendas y fomentar el efecto chimenea. Abrió un poco la ventana para que hubiera ventilación, colocó el reguero de trapos y tiró por aquí y por allá bolas de papel encerado.
Satisfecho, fue con unos trapos y velas a la habitación.
La mujer no estaba del todo consciente, pero Joey vio que la parte de ella que estaba despierta se ponía en tensión y el miedo aparecía en sus ojos.
—Lo siento, Deb. No queda tiempo para un tercer asalto, así que tendremos que pasar directamente a la gran final. ¿El soplapollas de tu marido llevaba alguna vez el trabajo a casa? —preguntó y sacó un cuchillo.
Cuando vio que volvía el cuchillo hacia la luz, la mujer se puso histérica. Aún quedaba algo de vida en ella.
—¿Alguna vez hablabais del trabajo que hacía? ¿Alguna vez te enseñó alguna fotografía para que vieras cómo se quema la gente en una cama?
Con gesto perverso, le acercó el cuchillo a unos centímetros de la cadera. Ella trató de apartarse y empezó a debatirse salvajemente, barboteando, expulsando el aire por la nariz con un sonido sibilante, con los ojos tan abiertos que Joey se extrañó de que no se le salieran como un par de olivas.
Rajó el colchón y sacó parte del relleno. Después de guardar el cuchillo, sacó un recipiente de su mochila.
—En la otra habitación he utilizado material de tu cocina. Espero que no te importe. Pero para esta utilizaré del mío. Un poco de alcohol metílico. Tira muy bien.
Remojó bien el relleno del colchón, los trapos, las sábanas, que la mujer había mojado por el miedo y que él arrancó y tiró al suelo y, junto con el resto del papel encerado, lo utilizó para dejar un reguero que llevara el fuego hasta las cortinas.
Colocó la lámpara de la mesita de noche en el suelo y se puso a silbar mientras desmontaba la mesita.
—Es como hacer una hoguera en un campamento —le dijo mientras formaba pequeñas tiendas de madera sobre los regueros—. ¿Ves? El alcohol metílico tiene un punto de ignición por debajo de los cien grados. El aceite de pino que he utilizado en la cocina necesitará mucho más calor, casi doscientos grados… grados Fahrenheit. Pero, si lo preparas bien, cuando prende, arde muy bien. Ahí fuera tendremos lo que yo llamo mi segunda oleada. Para ellos será un segundo foco. Pero aquí está el eje del espectáculo, Deb, y tú eres la estrella. Pero primero, un par de detalles.
Cogió la pequeña silla del despacho y se subió encima para abrir el compartimiento de la alarma contra incendios. Quitó las pilas.
Ya que la tenía a mano, desmontó la silla y la utilizó para formar otra cabaña sobre el colchón.
Retrocedió un poco, asintió.
—No está mal, nada mal, y no es porque lo haya hecho yo. Mierda, me están entrando ganas otra vez. —Se frotó la entrepierna—. Me gustaría poder darte otro poco, pero tengo que irme.
Repartió unas cajas de cerillas entre los materiales que había utilizado para los regueros, debajo de las tiendas y sonrió con frialdad mientras la mujer se retorcía y golpeaba el colchón con los talones tratando de gritar.
—A veces es el humo lo que te mata. Otras veces no. Por la forma en que lo he preparado, vas a oír cómo te chisporrotea la piel. Vas a oler tu carne asándose.
Sus ojos se volvieron opacos y fríos como los de un tiburón.
—No llegarán a tiempo para salvarte, Deb. No te voy a dar falsas esperanzas. Y cuando veas al mamón de tu marido en el infierno, le dices que Joseph Francis Pastorelli le envía recuerdos.
Utilizó un encendedor largo y delgado de butano y dejó que la mujer viera la llama antes de encender el relleno del colchón, las cerillas, los trapos.
Vio cómo el fuego prendía y saltaba, cómo se deslizaba sigilosamente por el reguero que había preparado.
Guardó sus cosas en la mochila, salió del dormitorio y encendió el fuego en la cocina. Luego abrió el gas y dejó la puerta abierta.
El fuego avanzaba hacia la mujer, arrastrándose sobre la cama como un amante. El humo ascendía en perezosas volutas. Joey lo rodeó y abrió un par de centímetros la ventana.
Y por un instante, se quedó allí viendo cómo el fuego le rodeaba, le desafiaba.
No había en el mundo nada que le gustara tanto como ver la danza de las llamas. Le daban ganas de quedarse a mirar, a admirar, solo un minuto. Solo uno más.
Pero retrocedió. El fuego ya empezaba a cantar.
—¿Lo oyes, Deb? Ahora está vivo. Está excitado y hambriento. ¿Notas su calor? Casi me das envidia. Casi te envidio por lo que estás a punto de vivir. Casi —repitió.
Y, después de cerrar la mochila, cogió la caja de la floristería y se fue.
Ya había oscurecido, y el fuego arde con mayor intensidad en la oscuridad. Aquel lo haría. Cogió el menú de comidas para llevar de Sirico’s y lo dejó delante del edificio.
Cuando llegó a su coche, dejó la mochila y la caja vacía de la floristería detrás. Consultó su reloj, calculó el tiempo y luego dio una vuelta a la manzana tranquilamente.
Podía ver las bocanadas de humo que encontraban una vía de escape por la ventana que había abierto, las chispas de las llamas que empezaban a aparecer, buscando el aire.
Marcó el número de Reena. Esta vez fue breve. Se limitó a dar la dirección. Tiró el móvil por la ventana y se fue a casa.
Tenía cosas que hacer.
Cuando Reena llegó aquello era un infierno. Las mangueras arrojaban agua al edificio, tratando de combatir las llamaradas que salían por las ventanas. Algunos bomberos estaban desalojando el edificio, mientras otros entraban armados con mangueras.
Reena cogió un casco de su maletero y le gritó a Bo para que le oyera en medio de tanto ruido.
—Quédate aquí. Quédate aquí hasta que la situación esté controlada.
—Esta vez sí hay gente dentro.
—Los sacarán, sí. —Corrió hacia el lugar y rodeó las barreras que aún no habían acabado de colocar. A través del humo, localizó al comandante, gritando órdenes por un aparato de radio.
—Detective Hale, unidad de delitos incendiarios. Yo he dado el aviso. ¿Cuál es la situación?
—Segundo piso, esquina sudeste. Estamos evacuando y tratando de sofocar las llamas. Cuando llegamos el fuego ya estaba en pleno apogeo, humo negro. Tres de mis hombres ya han entrado en el piso. Tenemos…
El sonido de la explosión traspasó aquel muro de ruidos. Hubo una lluvia de cristal y ladrillo, mísiles letales que golpearon coches, la calle, la gente.
Reena se protegió la cara con el brazo y vio la lengua de fuego que salía por el tejado.
Los hombres corrían hacia el edificio, en una carga contra el holocausto.
—Entendido —gritó Reena—. Voy a entrar.
El comandante meneó la cabeza.
—Hay otro civil en el interior. Nadie va a entrar ahí hasta que conozca la situación de mis hombres. —La interrumpió, dando más órdenes y haciendo preguntas por su radio.
La voz que contestó entre chisporroteos informó que había dos bajas.
El fuego llenaba la noche con su poder, su terrible belleza. Reena lo veía bailar entre la madera y el ladrillo, elevándose al cielo, horrorizada y a la vez hipnotizada.
Sabía que dentro estaría haciendo cabriolas, volando, consumiendo, azotando a quienes trataban de matarlo. Rugía y susurraba, se arrastraba y destellaba.
¿Cuánto destruiría antes de que consiguieran dominarlo? Madera y ladrillo; también carne y hueso esta vez.
La segunda planta se desplomó con un ruido atronador, abriendo la puerta para que el fuego se encrespara.
Del edificio salieron hombres con los compañeros heridos a la espalda. Los sanitarios corrieron a ayudarlos.
Reena se acercó con el comandante hasta uno de los hombres, que daba fuertes bocanadas por una mascarilla de oxígeno. El hombre meneó la cabeza.
—Ya se había producido la deflagración. Entramos. Había una persona en la cama. Muerta. Ya estaba muerta. Establecimos una línea de supresión y explotó. Carter se ha llevado la peor parte. Dios, creo que está muerto. Brittle está mal, pero creo que Carter está muerto.
Reena levantó la vista, porque se oyeron nuevas explosiones. «Otra parte del tejado que ha saltado», pensó. Y buena parte de la planta que había bajo el piso que el pirómano había elegido.
¿A quién había matado? ¿A quién había quemado esa noche?
Se acuclilló y le puso la mano en el hombro al bombero, que había metido la cabeza entre las rodillas.
—Soy Reena —le dijo—, Reena Hale. Unidad de delitos incendiaros. ¿Cómo te llamas?
—Bleen. Jerry Bleen.
—Jerry, necesito que me digas lo que viste ahí dentro ahora que aun lo tienes fresco. Dime todo lo que recuerdes.
—Lo que puedo decir es que alguien ha provocado el fuego. —Levantó la cabeza—. Ha sido intencionado.
—Muy bien. Has entrado en el piso de la esquina sudeste, segunda planta.
—Por la puerta. Brittie, Carter y yo.
—¿Estaba cerrada?
El hombre asintió.
—Pero no habían echado la llave, y estaba muy caliente.
—¿Sabrías decirme si habían forzado la entrada?
—No, al menos no se notaba. Entramos con las mangueras abiertas. La habitación de la… la izquierda estaba en llamas, la cocina algo menos, salía un espeso humo negro. El tipo había colocado chimeneas.
—¿Dónde?
—Vi una en la cocina, puede que dos. La ventana estaba abierta. Brittie y yo nos volvimos hacia la habitación. Había fuego por todas partes. Y vi el cuerpo sobre la cama. Quemado Y entonces explotó. Fue en la cocina. Noté olor a gas y explotó y Carter…
Reena le oprimió la mano. Y, sentada junto a él, observó a los hombres rodeando y sofocando la belleza mortífera del fuego.
Cuando se levantó y fue al encuentro de O’Donnell, fue pisando cristales.
—Esta vez ha matado a dos personas. Un civil que había en el piso afectado y un bombero que ha muerto en la explosión, seguramente por el gas de la cocina. Lo tenía todo calculado para que cuando los bomberos llegaran el fuego ya estuviera en pleno apogeo.
—Reena. —O’Donnell esperó a que ella se volviera hacia él y diera la espalda al humo y las obstinadas lenguas de fuego—. Deb Umberio vive en esta dirección.
—¿Quién? —Se frotó la nuca, tratando de situar aquel nombre. Cuando lo consiguió, el corazón le golpeó contra el pecho—. ¿Umberio? ¿Es pariente del detective Umberio?
—Su viuda. Tom murió hará un par de años. En un accidente de coche. Deb vivía en ese piso.
—Dios. Oh, Dios. —Se llevó las manos a los ojos—. ¿Y Alistar? ¿Qué hay de su compañero, el detective Alistar?
—Está en Florida. Está retirado y se mudó a Florida hace seis meses. Lo he llamado para ponerle sobre aviso.
—Bien, de acuerdo, entonces… Oh, Dios, John.
Ya estaba sacando a toda prisa su móvil, pero O’Donnell la cogió del brazo.
—Está bien. He hablado con él por teléfono. Por suerte, algo le ha hecho ir esta noche a Nueva York a ver a Pastorelli en persona. Está bien. Hale, y, como ya ha llegado a la autopista, piensa llegar hasta el final. Hemos mandado un coche patrulla a su casa por si acaso. Solo para asegurarnos.
—Tendremos que proteger al trabajador social que lo atendió, el psicólogo del tribunal, la familia del juez. Cualquier persona que haya tenido relación con su caso. Pero estoy segura de que se va a concentrar en los que se llevaron a su padre. Hay que proteger a mi familia.
—Eso ya está. Y seguirá así hasta que le cojamos.
—Voy a llamar a casa, así me quedaré más tranquila.
—Hazlo. Yo hablaré con los inquilinos del edificio, a ver si alguien vio algo.
Cuando terminó con las llamadas, fue a donde estaba Bo.
—Esta noche ha matado a dos personas.
—Lo he visto cuando se llevaban al bombero. —«En una bolsa para muertos», pensó—. Lo siento.
—La mujer que ha matado era la viuda de uno de los agentes que arrestaron a su padre por el incendio en Sirico’s. Esta noche ha hecho su movimiento maestro, abiertamente. Ya no le importa que sepamos quien es. O por qué ha hecho esto. Lo que importa es que puede hacerlo. Tengo que pedirte un favor.
—Dime.
—No vayas a casa. Llama a Brad y quédate con él esta noche, o con Mandy. O con mis padres.
—¿Y si buscamos una solución de compromiso? No me voy a casa, y te espero.
—Esto va a llevar horas, y aquí no puedes ayudarme. Puedes llevarte mi coche, yo me iré con O’Donnell. ¿Me harás ese favor?
—Con una condición. Cuando termines, tú tampoco te vayas a casa. Al menos sin llamarme antes para que pueda reunirme allí contigo.
—De acuerdo, me parece justo.
Por un momento, se apoyó contra él, dejó que la abrazara.
Una ambulancia salió zumbando, con las sirenas encendidas Llevaba a alguien a que lo atendieran. Reena volvió entre el humo hacia los que lloraban.