27

Antes de volver a casa, Reena decidió pasarse por el restaurante y sentarse un rato con su madre.

En el exterior vio aparcada la camioneta azul nueva y flamante y ató cabos enseguida. Aparcó detrás, la rodeó para echar un vistazo y decidió que Bo había conseguido un buen vehículo.

En aquel momento, en el restaurante había poco trabajo —era demasiado temprano para la cena y demasiado tarde para la comida—; Pete se dedicaba a ordenar mientras su hija Rosa, que había vuelto de la universidad para las vacaciones de verano, arreglaba las mesas.

—Están detrás —le dijo—. La pandilla completa.

—¿Necesitas ayuda?

—De momento me apaño. —Echó generosamente salsa sobre un rollito de carne—. Pero dile a mi chico que venga si puede, que tenemos un pedido para llevar. Ya casi está listo.

—Claro. —Reena pasó a la cocina y salió por la entrada de personal. Encontró a su familia en el estrecho patio, incluidos un par de primos, su tío Larry, Gina, su madre y sus dos hijos.

No le sorprendió ver que todos hablaban a la vez.

Había algunas «x» marcadas sobre la hierba con spray naranja. Su padre estaba señalando en una dirección y su madre en la contraria. Bo parecía atrapado entre los dos.

Reena fue hasta la pequeña mesa donde Bella estaba sentada dando sorbitos a un agua mineral.

—¿Qué pasa aquí?

—Oh. —Bella agitó una mano—. Están tomando medidas, señalando, discutiendo sobre esa cocina de verano que mamá se ha empeñado en hacer.

—¿Empeñarse?

—Bueno, sí. Con el restaurante como está ya tienen trabajo de sobra. Llevan treinta años atados a este sitio. Más.

Reena se sentó, miró a su hermana a los ojos. «Algo pasa —pensó—. Algo pasa».

—Pero lo adoran.

—Lo sé, Reena. Pero se están haciendo mayores.

—Por el amor de Dios.

—Sí, ya no son jóvenes. Tendrían que estar por ahí, disfrutando de su vida en vez de cargarse cada vez con más trabajo.

—Ya disfrutan de su vida. No solo aquí, viendo recompensado su trabajo diario, rodeados de su familia, sus amigos. También viajan.

—Pero ¿y si nunca hubiera existido Sirico’s? —Bella se volvió en su asiento y bajó la voz como si estuviera blasfemando—. Si no existiera, si mamá y papá no se hubieran conocido tan jóvenes y no se hubieran atado a este sitio, a lo mejor mamá habría ido a la escuela de arte. Podría haberse convertido en una artista de verdad. Haber experimentado, haber visto cosas. Haber hecho cosas antes de casarse y empezar a tener hijos.

—Primero deja que te diga lo evidente, y es que si no lo hubiera hecho tú no estarías aquí. Y, en segundo lugar, quizá habría elegido la escuela de arte. O la escuela y a papá. Pero el caso es que eligió a papá, eligió este sitio y esta vida.

Reena se volvió a mirar a su madre y la estudió, tan delgada y adorable con el pelo recogido en una reluciente cola, riendo mientras le clavaba un dedo a su marido en el pecho.

—Y cuando la miro, Bella, no veo a una mujer con remordimientos, a una mujer que se esté preguntando ¿qué habría pasado si…?

—¿Por qué yo no puedo ser así de feliz, Reena? ¿Por qué no puedo ser feliz?

—No lo sé. Y siento mucho que sea así.

—Sé que fuiste a hablar con Vince. Oh, no pongas cara de policía conmigo —le dijo con impaciencia—. Estaba enfadado. Pero también se quedó un poco tocado. No esperaba que mi hermana pequeña le plantara cara. Gracias.

—No hay de qué. Fue un impulso. No me pude contener. Tenía miedo de que te enfadaras porque me había metido.

—No, no me he enfadado. Incluso si no hubiera servido de nada, no me enfadaría porque hayas querido defenderme. Vince ha cortado con su amante. Al menos eso es lo que sé. Quizá sea permanente o quizá no. —Se encogió de hombros y volvió a mirar a su madre—. Nunca seré como mamá, con un marido que me adore. Nunca podré tener algo así.

—Tienes unos hijos maravillosos.

—Sí —concedió ella sonriendo un poco—. Tengo unos hijos maravillosos. Y creo que vuelvo a estar embarazada.

—Crees que…

Pero Bella meneó la cabeza enseguida, interrumpiendo la conversación porque uno de los niños se acercó corriendo.

—Mamá, ¿podemos comernos un cucurucho? Solo con una bola. La abuela ha dicho que te preguntemos a ti. Por favor ¿podemos?

—Claro. Claro que podéis. —Le rozó la mejilla—. Pero solo una bola. Los quiero tanto… —le dijo a Reena cuando el pequeño se fue corriendo para dar la buena noticia—. No puedo hablar de esto ahora. No se lo digas a nadie. —Se puso en pie—. ¡Sophie, ven y ayúdame con los cucuruchos!

Bella entró en el edificio, y los niños corrieron tras ellas dando gritos de alegría. Sophie entró la última.

Con mala cara, vio Reena, pero obedientemente. Y aún era lo bastante joven para desear secretamente poder comerse un cucurucho.

—No sé para qué quiere que la ayude. Siempre tengo que ser yo.

—Eh, ¿por qué te quejas? —le preguntó Reena—. Sí te pones en primera línea, ¿quién se va a fijar si tienes una bola o dos en tu cucurucho?

Los labios de Sophia se curvaron.

—¿Quieres uno?

—Hay helado de limón, así que ¿tú qué crees? —Reena fue y le pellizcó la mejilla—. Sé amable con tu madre. Y no me pongas esa cara. Hazlo. Creo que la harías muy feliz si fueras amable solo por un día.

Le dio un beso en la mejilla que le había pellizcado y se acercó a donde estaba su madre. Bianca le pasó un brazo por la cintura.

—Llegas justo a tiempo. Tu padre acaba de darse cuenta de lo evidente. Que yo tenía razón.

Reena y su madre observaron mientras Bo, Gib, Larry y algunos más iban hasta la esquina del edificio. Bo hizo un gesto con el bote de spray, Gib contestó encogiéndose de hombros y Bo se puso a trazar una línea sinuosa sobre la hierba.

—¿Qué hace? —preguntó Reena.

—Está perfilando el sendero que he propuesto desde la esquina. Así la gente podrá venir a la parte de atrás directamente desde la calle. No como ahora, que si quieren sentarse aquí fuera primero tienen que entrar y pasar por el restaurante. Pueden salir a caminar, a escuchar música…

—¿Música?

—Voy a instalar altavoces. Cuando tengamos la pérgola habrá música. Y pondré luces a lo largo del sendero. Y grandes tiestos de flores. —Se golpeó las caderas con las manos mientras daba una vuelta, el gesto de una mujer satisfecha que controla la situación—. Árboles ornamentales, limoneros. Y allí, en aquella esquina, una pequeña zona de juegos para que los niños no se aburran. Y…

—Mamá. —Con una risa, Reena se llevó las manos a las sienes—. La cabeza me da vueltas.

—Es un buen plan.

—Sí, un buen plan. Y a gran escala.

—Me gustan las cosas grandes. —La mujer sonrió y vio que Bo iba señalando puntos con los dedos mientras Gib fruncía el ceño—. Me gusta tu Bo. Nos hemos divertido mucho hoy. Ha hecho que al primo Sal se le llenaran los ojos de lágrimas, y eso es divertido, y me ha comprado una hidrangea.

—¿Te ha comprado una planta?

—Y la ha plantado. O te casas con él o tendré que adoptarlo, pero no pienso dejar que se vaya.

Los niños salieron corriendo con sus cucuruchos. Gina y su madre se acercaron, y los ojos de Bo se cruzaron con los de Reena y le sonrió.

No era momento para hablar de un pirómano y asesino en serie.

Reena no podía quedarse, aunque las excusas que puso para irse fueron recibidas con protestas.

—Solo quiero concretar todo esto lo más posible —le dijo Bo—. Así tus padres podrán hablarlo esta noche y decidir si realmente es lo que quieren. Si puedes esperar media hora, me voy contigo.

—Tienes cosas que hacer. Y muchas. Y yo quería estudiar unos archivos. Una hora para poder pensar tranquilamente es justo lo que necesito.

—¿Quieres que te lleve la cena?

—Estaría muy bien. Cualquier cosa. Sorpréndeme.

Xander la alcanzó cuando estaba siguiendo por curiosidad el sendero que discurría entre las sinuosas líneas naranjas.

—Te llevaré a dar un paseo. —Y le tiró del pelo, como hacía siempre.

Ella le clavó el codo en las costillas con el mismo buen humor.

—¿Qué tal si me voy contigo a tu casa —le dijo el hermano— y me quedo un rato para hacerte compañía? Ya nunca…

—No. Tengo trabajo, y no necesito que mi hermano pequeño monte guardia.

—Soy más alto que tú.

—Por muy poco.

—Lo que significa que sí, a lo mejor soy el hermano menor, pero no el más pequeño. De todas formas, ese hombre podría ir a tu casa, Catarina.

—Sí, podría. Sabe dónde vivo. Y estoy preparada, Xand. No puedo tener a alguien vigilándome las veinticuatro horas. Pero quiero que tengas cuidado. —Se volvió hacia él y le puso las manos en los hombros—. Joey Pastorelli. Si no me equivoco, quiere desquitarse. Tú eras casi tres años más joven, y sin embargo te enfrentaste a él y le pegaste. Te aseguro que no lo habrá olvidado. Quiero que tengas cuidado, que vigiles a tu mujer y tu hijo. No te preocupes por mí y yo no tendré que preocuparme por ti. ¿Hecho?

—Si ese cabrón se acerca a An o a Dillon…

—Eso es. —Entre los hermanos cruzaron una mirada de connivencia—. Eso es exactamente. No los pierdas de vista. Tú y Jack tenéis que vigilar a Fran y Bella, a los niños. Mamá y papá. He puesto algunas patrullas de vigilancia, pero nadie conoce el barrio como nosotros. Si ves algo, cualquier cosa que se salga de lo normal, avísame. Prométeme que lo harás.

—No hace falta ni que lo digas.

—Hace mucho calor —dijo Reena tras un momento de silencio—. Esta noche va a hacer mucho calor. El verano empieza a apretar.

Luego subió al coche y fue hasta su casa. Pero cuando llegó, se quedó sentada en el coche, estudiando la casa, la calle, la manzana. Conocía a varias de las personas que vivían allí, a algunas de toda la vida.

Conocía aquel lugar, era el lugar donde había querido vivir. Podía caminar en cualquier dirección y cruzarse con media docena de personas que la conocían por su nombre.

Y ahora ninguno de ellos estaba a salvo.

Reena cogió los archivos, bajó del coche y lo cerró. Estudió las marcas y abolladuras que tenía, un pequeño recordatorio de lo grave que podía haber sido la explosión en la camioneta de Bo.

¿Cuánto tardaría en prender fuego a su coche?, se preguntó. ¿Dos minutos, tres? Podía hacerlo mientras ella dormía, mientras se duchaba, mientras preparaba algo de comer.

Pero eso habría sido poca cosa. Estaba convencida de que subiría el listón.

Caminó hasta la puerta, saludó con la mano a Mary Kate Leoni, tres puertas más abajo, que estaba fregando los escalones de mármol de su casa. Ocupándose de su casa, pensó. La vida transcurre con cosas tan simples como ocuparse de la casa, atender las mesas, comer cucuruchos.

Abrió la puerta de su casa, dejó los archivos. Y se sacó el arma. Por mucho que dijera a los demás o se dijera a sí misma, que sí podía arreglarse ella sola o que quería un rato para estar tranquila, estaba lo bastante inquieta para recorrer la casa de arriba abajo. Pistola en mano.

Cuando terminó, satisfecha, aunque no muy tranquila, bajó para coger los archivos y ponerse algo fresco de beber. Ya era hora de aprovechar el despacho que había empezado a montarse en la segunda planta. Hora de que hiciera lo que mejor se le daba: organizar, estudiar, diseccionar.

Encendió el ordenador y se volvió hacia el tablero que había colocado sobre un caballete poco después de instalarse en la casa. De los archivos sacó fotografías, recortes de periódico, copias de informes. Imprimió otras fotografías e informes que tenía en el ordenador.

Cuando todo estuvo colocado en el tablón, Reena se alejó un poco y examinó el conjunto. Luego se sentó ante el teclado y redactó la secuencia de hechos, empezando aquel día de agosto, cuando tenía once años.

Tardó más de una hora, aunque el tiempo pasó sin darse cuenta. Cuando el teléfono sonó, soltó un taco, y estaba tan absorta en el pasado que casi ni pensó. Sus dedos estaban a punto de levantar el auricular cuando se detuvo. Miró el visor.

Dejó que sonara una segunda vez y respiró hondo. Aunque sabía que tenía pinchado el teléfono y que en algún lugar habría un policía grabándolo todo y tratando de localizar la llamada, encendió su propia grabadora antes de contestar.

—Hola, Joey.

—Hola, Reena. Has tardado.

—Oh, no sé qué decirte, no creo que lo haya hecho tan mal, considerando que no he pensado en ti ni una vez en veinte años.

—Pero ahora sí piensas en mí, ¿verdad?

—Sí. Estaba pensando en el pequeño cabrón que eras cuando vivías aquí. Y parece que te has convertido en un gran cabrón.

—Tú siempre con esa boquita. Muy pronto vas a tener dónde emplearla, ya verás.

—¿Qué pasa, Joey? ¿No eres capaz de conseguir una mujer? ¿Sigues con el método de golpearlas y violarlas?

—Ya lo descubrirás. Tenemos muchas cosas que arreglar tú y yo. Y tengo otra sorpresita para ti. Lo he escogido especialmente para ti.

—¿Por qué no nos saltamos toda esta mierda, Joey? ¿Por qué no quedamos? Dime dónde y cuándo y podremos entrar en materia.

—Siempre has pensado que soy idiota, ¿verdad? Que soy menos que tú y tu maravillosa familia. Pero ¿quién está aún en el barrio, amasando pizzas grasientas?

—Oh, venga, Joey, no hay nada grasiento en Sirico’s. Podemos vernos allí…, te invito a una grande.

—Es una pena que el tipo que te estás tirando no estuviera en la camioneta cuando estalló. —Ahora su respiración era más agitada, y hablaba resollando. «Se está poniendo nervioso», pensó Reena. «Es como azuzar a una cobra con un palo»—. La próxima vez. O a lo mejor tendrá un accidente en su casa, en la cama. Esas cosas pasan, ¿sabes? Olía como un cerdo asándose. El primero. ¿Lo recuerdas, Reena? Pude oler el sitio donde te habías corrido en las sábanas que utilicé para quemarlo.

—Hijo de puta. —Reena se dobló por el estómago con un fuerte dolor—. Hijo de puta.

Él se rio, y su voz se convirtió en un susurro.

—Alguien se va a quemar esta noche.

Bo tardó casi dos horas en salir de Sirico’s. Iba a ser un trabajo interesante, como poco. Y además, mientras estaba tomando medidas, había atendido media docena de preguntas sobre reparaciones, remodelaciones y armarios de otras personas que salieron al patio. Antes de poder salir con su pollo a la parmesana para llevar, había dado una docena de tarjetas.

Incluso si solo salía una tercera parte de aquello, tendría que pensar seriamente en contratar un operario a jornada completa.

«Un buen trecho», pensó. Hay un buen trecho entre eso y tener a alguien que le ayudara a media jornada o convencer a Brad para que le ayudara cuando el trabajo que tenía era demasiado para una persona sola o iba apurado de tiempo.

Para él, que hasta entonces había estado la mar de feliz trabajando solo, aquello suponía una responsabilidad. Tendría que pagar a alguien regularmente… y ese alguien dependería de él. Cada semana.

Definitivamente, tendría que pensarlo.

Pasó una mano por la capota de la camioneta cuando la estaba rodeando. «Un bonito trasto», pensó. Y lo había conseguido a un precio mejor de lo que cabía esperar. Bianca prácticamente lo había robado.

Pero, maldita sea, iba a echar de menos su vieja tartana.

Cogió las llaves y miró al otro lado de la calle, más arriba, porque oyó que alguien silbaba.

Vio al hombre con los pulgares metidos en los bolsillos de delante. Gorra de béisbol, tejanos, gafas de sol, sonrisa dura. Le resultaba familiar, lo suficiente para que levantara la mano con las llaves y lo saludara.

Y entonces se acordó. El de las flores. El tipo que había comprado las rosas en el supermercado para reconciliarse con su mujer.

—Eh —llamó mientras abría la puerta de la camioneta—. ¿Cómo va?

Enseñando todavía los dientes con aquella sonrisa, el hombre fue hasta un coche y se subió. Bajó la ventanilla y se asomó. Y con el índice hizo como si tuviera una pistola y le disparara. Cuando pasó a su lado Bo oyó que decía: «Bang».

—Bicho raro. —Meneó la cabeza, dejó la bolsa con la comida en el asiento del acompañante y se sentó al volante. Miró calle arriba, calle abajo, y entonces arrancó e hizo un giro de ciento ochenta grados para cambiar de sentido e ir a casa de su novia.

Entró en la casa y gritó el nombre de Reena para que supiera que era él, y luego fue con la bolsa a la cocina. Notaba otro olor que no era de pollo, y decidió que lo primero que tenía que hacer era darse una ducha.

Sí, iría a su casa, se ducharía y cogería los bocetos y diseños que había preparado para Reena. Así podrían tener la cabeza ocupada en otras cosas por unas horas.

Salió de la cocina y empezó a subir las escaleras, llamando a Reena.

—Eh, me voy un momento a casa a darme una ducha. Vaya, parece que estoy hablando solo —dijo cuando vio que no estaba en su dormitorio.

Oyó que arriba se abría una puerta y subió.

—Eh, Reena, ¿por qué la gente como tú y como yo compramos casas donde hay que subir…? Eh, ¿qué pasa?

Estaba en la puerta de lo que Bo sabía que era un pequeño cuarto de baño. Y estaba blanca como la cera.

—Ven, es mejor que te sientes. —Ella negó con la cabeza, pero Bo ya la había cogido del brazo y la estaba llevando de vuelta al despacho—. Ha vuelto a llamar, ¿verdad?

Esta vez ella asintió.

—Necesito un momento.

—Te traeré un poco de agua.

—No, ya he bebido. Estoy bien. Sí, ha llamado y me ha dejado hundida. Yo lo tenía todo controlado, estaba tocando las teclas adecuadas, pero entonces me ha dado y lo he perdido. —A duras penas había podido llamar a O’Donnell, y luego se puso mala, muy mala—. Te he visto llegar. —Porque en aquel momento estaba asomada a la ventana, tratando de respirar.

—¿Qué te ha dicho?

En lugar de repetir sus palabras, Reena señaló la grabadora.

—Pásalo. Es mejor que lo escuches por ti mismo.

Mientras él escuchaba la cinta, Reena se acercó a la ventana y la abrió, aunque fuera el aire era caliente y bochornoso.

—No es precisamente lo que buscabas cuando te acercaste a mí —comentó ella sin volverse a mirarle.

—No, me parece que no.

—Nadie te lo echará en cara si quieres dejarlo, Bo. Si puede te hará daño. Ya te lo ha hecho.

—Oh, entonces ¿no te importa si me voy un par de semanas? Podría visitar algunos parques nacionales, o ir a Jamaica para hacer submarinismo.

—No.

—Una buena católica como tú va a tener que confesarse después de una mentira tan gorda.

—No es ninguna mentira.

—Entonces tienes una imagen muy mala de los hombres.

—No tiene nada que ver con la imagen. —Volvió a cerrar la ventana con impaciencia—. No quiero que te pase nada malo. Estoy asustada.

—Yo también.

Reena se volvió y lo miró a los ojos.

—Quiero casarme contigo.

Él abrió la boca y volvió a cerrarla dos veces y, definitivamente, su cara perdió el color.

—Bueno. Uau. Uau, creo que hay muchas cosas sueltas flotando por esta habitación. Será mejor que me siente antes de que alguna se estrelle contra mi cabeza.

—¿Qué te crees, Goodnight? Soy una buena católica. Mira mi familia. Mírame a mí. ¿Qué crees que puedo querer cuando por fin encuentro a alguien que quiero y respeto y con quien lo paso bien?

—No lo sé. No lo sé. Para mí, toda esa… digamos «institución» no es…

—Para mí es un sacramento. El matrimonio es sagrado, y tú eres el único hombre con quien he deseado hacer los votos.

—Yo… Yo… yo… yo… Mierda, estoy tartamudeando. Creo que algo ha chocado contra mi cabeza.

—No me importaba si nunca me casaba y tenía hijos porque no había encontrado a nadie con quien quisiera hacerlo. Pero tú lo has cambiado todo y ahora tendrás que asumir las consecuencias.

—¿Estás tratando de asustarme para que vaya a visitar esos parques nacionales?

Reena se acercó a él, se inclinó, le cogió la cara entre las manos y le besó.

—Te quiero.

—Uau, madre mía.

—Dime que tú también me quieres. Si es verdad.

—Es verdad, te quiero.

Bo no apartó la mirada, y el hecho de ver en ellos un destello de miedo hizo que Reena sonriera.

—Lo que pasa… yo, nunca había completado esa parte en mi cabeza. Ya sabes, está la parte en la que lo pasamos muy bien juntos, a pesar del miedo. Luego viene la otra parte, cuando uno se pregunta si tendríamos que vivir juntos. Y entonces llega cuando pensamos ¿y ahora qué?

—Para mí las cosas no van así. Tengo treinta y un años. Quiero tener hijos, tus hijos. Y tener una vida contigo. Una vez me dijiste que sabías que yo era la mujer de tu vida porque la música paró. Pues yo lo sé porque para mí la música ha empezado. Tómate tu tiempo. —Volvió a besarle—. Piénsalo. Por el momento ya están pasando suficientes cosas.

—Suficientes.

—Aunque te fueras por un tiempo para huir de todo esto, seguiría queriendo casarme contigo.

—No voy a ir a ningún sitio. Y no entiendo cómo te ibas a… —le costaba decir aquella palabra, «casarse»—, cómo podrías pensar en estar con alguien que te ha dejado tirada para salvar el pellejo.

—Tu pellejo es muy importante para mí. —Dejó escapar el aliento—. Bueno, tanto rodeo me ha servido para tranquilizarme un poco. Le cogeremos, quizá no lleguemos a tiempo para evitar lo que ha preparado para esta noche o para mañana. Pero le cogeremos.

—Es bueno tener esa seguridad.

—Yo creo que el bien siempre superará al mal, sobre todo si el bien se esfuerza tantísimo. Del mismo modo que creo en el sacramento del matrimonio y en la poesía del béisbol. Para mí son una constante, Bo. Algo incuestionable. —Apartó la vista—. Él me conoce mejor de lo que yo le conozco a él, y eso le da ventaja. Lleva años espiándome, buscando mis puntos débiles. Pero estoy aprendiendo Y quiero saber por qué ahora, por qué considera que ahora puede o debe descubrir su identidad y lo que ha hecho. La policía ha estado siguiéndolo por toda la costa Este. Podía haberme matado sin que nadie supiera quién había sido o por qué.

—¿Porque no habría sido igual de importante, no le habría hecho sentirse igual de importante?

—Si, en parte es eso. Esa es la idea, lo que ha estado buscando desde hace veinte años. Dios ¿qué clase de persona pasa veinte años obsesionada con una mujer? No lo entiendo.

—Yo sí. —Bo se quedó donde estaba cuando Reena se volvió a mirarle—. No es lo mismo, pero sé muy bien lo que es tener a alguien dentro sin una razón lógica y no poder quitártela de la cabeza. Para mí ha sido algo mágico. Para él es algo enfermizo. Pero en cierto modo, para los dos has sido una fantasía. Solo que nos ha llevado por caminos diferentes.

Reena pensó en sus palabras, estudió el tablón.

—La de él se remonta a nuestra infancia. La suya y la mía. La violación no es solo sexo, es un acto violento. Una forma de demostrar quién tiene el poder y el control. El hecho de que me escogiera a mí, de que se concentrara en mí y tratara de violarme en realidad no era por mí, sino por quién era yo. La hija menor y seguramente bastante consentida de la familia Hale.

Dio un rodeo alrededor del tablón como si quisiera examinarlo desde diferentes ángulos.

—«Tu maravillosa familia», eso es lo que dijo. Nosotros éramos felices, respetados, teníamos montones de amigos. En su familia la violencia era algo normal, estaban aislados y él era el único hijo. Había otros como nosotros en el barrio, pero nosotros destacábamos más por el restaurante. Todo el mundo nos conocía En cambio a ellos nadie los conocía de verdad. Y yo tenía más o menos su edad. Su padre maltrataba a su madre… así que él aprende a ser violento con las mujeres. Pero su intento de ejercer la violencia sobre mí no solo le salió mal por culpa de mi hermano menor, sino que las consecuencias le han marcado para el resto de su vida. Desde su punto de vista, yo soy la culpable.

Dio otra vuelta más alrededor del tablón.

—Pero eso sigue sin aclarar por qué ahora y qué piensa hacer a continuación. Es un psicópata. Sin conciencia, sin remordimientos, pero también es egoísta. Cuando se siente atacado, no solo devuelve el golpe, quema. Algo ha hecho que se sienta atacado y ha desencadenado esto. Algo le ha empujado a volver y a darme a conocer su identidad.

Bo había dejado de escuchar. Se había levantado y se había acercado al tablón. Las últimas palabras de Reena no fueron más que un zumbido en su cabeza.

—¿Es este? ¿Este es Pastorelli?

—Sí, el hijo.

—Le he visto. Dos veces. La primera vez estaba tan cerca de mí como estás tú ahora.

—¿Cuándo? —espetó ella—. ¿Dónde?

—La primera vez fue el sábado antes de la cena con tu familia. Fui a un supermercado que había cerca de la casa de una cliente para comprarle unas flores a tu madre. Él se acercó a mi lado. ¡Dios, como he podido ser tan estúpido!

—No. Espera. Tú solo dime lo que pasó. ¿Te dijo algo?

—Sí. —Sus manos se habían cerrado en puños, pero los abrió, trató de recordar y le contó el incidente a Reena lo mejor que pudo—. El muy cabrón compró rosas rojas.

—Te ha estado siguiendo. Ha dedicado tiempo a conocerte. La casa de una cliente, el supermercado. Le gusta hablarme de ti. Le hace sentirse superior, poderoso. Necesito una pizarra. Oh, ¿por qué no se me habrá ocurrido comprar una pizarra?

Como no tenía pizarra, Reena sacó un mapa y lo sujetó con unas chinchetas a la parte de atrás del tablón.

—Enséñame dónde está la casa de la cliente y la tienda.

Cogió unas chinchetas y clavó las rojas en los dos lugares que Bo le indicó.

—Bien. Deja que marque también los otros lugares donde sabemos que le han visto. —Clavó otra chincheta roja en la calle de Tony Borelli—. ¿Dónde le viste la segunda vez?

—Ha sido hará unos veinte minutos —le dijo—. Delante de Sirico’s.

A Reena casi se le cae la caja de las chinchetas.

—¿Iba hacia allí?

—No. —Bo le puso una mano en el hombro—. Se fue. Estaba al otro lado de la calle, unas casas más allá. Cuando se aseguró de que le había visto y le había reconocido de la vez anterior, se subió en el coche.

—Marca, modelo.

—Hummm… —Tuvo que cerrar los ojos y pensar—. Toyota. Creo que era un 4Runners. Azul oscuro, puede que negro. No dice mucho de mí como hombre, pero la verdad es que no sé mucho de coches. Este lo conocía porque salí con alguien que tenía uno igual. Bueno, el caso es que le saludé con la mano, como haces cuando ves a alguien conocido. Y él pasó a mi lado con el coche y me hizo esto. —E hizo como que tenía una pistola con el índice y el pulgar—. Dijo «bang» y se alejó.

—Qué temerario. —Cuando pensó que podría haber llevado una pistola de verdad sintió que la garganta se le secaba—. Debía de estar delante de su antigua casa, vigilando el restaurante. Dijo que tenía otra sorpresa para mí esta noche. Pero es imbécil si cree que voy a darle la oportunidad de atacar Sirico’s. —Clavó una chincheta en el mapa. La ira la ayudó a aplacar los nervios—. Tengo que hacer unas llamadas.