26

Sí, Reena tenía razón. Una velada en Sirico’s era justo lo que necesitaba. Su cabeza y su estómago se habían tranquilizado.

Fue interesante y educativo pasar una hora en compañía de los mejores amigos de Bo.

«Ellos son su familia —pensó—, tanto como para mí puedan serlo mis hermanos».

—Me gustan tus amigos —le dijo cuando estaba abriendo la puerta de la casa.

—Bien, porque si no te hubieran gustado, lo nuestro habría sido historia. —Y le dio unas palmaditas en el trasero—. No, de verdad, me alegra que te gusten. Son muy importantes para mí.

—Y el uno para el otro.

—¿Lo descubriste antes o después de que empezaran a babear?

—Antes. —Reena estiró la espalda—. Cuando entré. Había vibraciones entre ellos.

—Me está costando un poco hacerme a la idea.

—Eso es porque estás acostumbrado a verlos como tu familia, o al menos desde que tú y Mandy dejasteis de acostaros juntos. Pero el hecho de que ahora sean ellos dos los que se acuestan juntos no quiere decir que sean menos familia.

—Creo que de momento lo que necesito es borrar de mi cabeza la imagen de la cama. —Le puso las manos en los brazos a Reena y los frotó—. ¿Cansada?

—Menos que antes. En Sirico’s he recargado las pilas. —Le puso las manos en las caderas—. ¿Dónde se te ocurre que podría emplear esa nueva energía?

—Ya veremos. Ven, vamos al patio. Quiero enseñarte una cosa.

—¿En el patio? —Se rio, mientras Bo la llevaba de la mano—. ¿De qué vamos ahora, de chico silvestre?

—Sexo, sexo y más sexo, no sabes pensar en otra cosa. Gracias, señor. —Y la sacó de un tirón por la puerta de atrás.

En el cielo, una bonita media luna emitía una intensa luz blanca. En los tiestos había flores que Bo había cogido de algún sitio y había plantado allí a toda prisa.

El aire era cálido, algo sofocante, perfumado con el aroma a verde del verano.

Y, bajo el arce frondoso, había un columpio.

—¡Un columpio! Me has conseguido un columpio para el patio.

—¿Conseguir? ¡Qué herejía! Tendría que haberme dejado puesto el cinto con las herramientas.

—¡Lo has hecho tú! —Sus ojos adoptaron una expresión soñadora. Esta vez fue ella la que lo arrastró—. Me has hecho un columpio. Oh, Dios ¿cuándo lo has hecho? Qué bonito. Oh, y qué suave. —Pasó los dedos sobre la madera—. Parece de seda.

—Lo he terminado hoy, me ha ayudado a despejar la cabeza. ¿Quieres probarlo?

—¿Bromeas? —Se sentó, extendió los brazos sobre el respaldo y se puso a columpiarse—. Es genial, me encanta. Acabas de quitarme de encima otros cinco kilos de estrés, Bo. —Le tendió la mano—. Eres un sol.

Bo se sentó junto a ella en el columpio.

—Ya sabía que te gustaría.

—Es una maravilla. —Y apoyó la cabeza en su hombro—. Es estupendo. Mi casa, mi patio en una cálida noche de junio. Y un hombre sexy sentado conmigo en un columpio que ha hecho con sus propias manos. Hace que todo lo que pasó anoche parezca totalmente irreal.

—Creo que los dos necesitábamos olvidarnos de eso por unas horas.

—Y tú lo has hecho construyendo esto para mí.

—Si te gusta lo que haces no es ningún sacrificio.

Ella asintió.

—Sí, te resulta gratificante.

—Si. Y mira, por lo visto mañana voy a ir a por una nueva camioneta. —Sus dedos juguetearon con los rizos de Reena—. Tu madre viene conmigo. Su primo tiene un concesionario de coches de segunda mano.

—¿Quieres un consejo? Deja que hable ella. —Alguna de las cosas que Bo había plantado tenía un aroma fuerte y dulzón. Como una vaharada de vainilla—. Le hará bajar el precio de venta al límite. No intervengas hasta que no veas que al tío Sal se le saltan las lágrimas.

—Vale.

—Estás llevando todo esto muy bien.

—Tampoco podría hacer nada.

—Sí que puedes. Podrías estar furioso, echando pestes, ponerte a aporrear la pared…

—Luego tendría que volver a enyesar.

La risa de Reena afloró de forma espontánea.

—Eres un hombre fuerte, eso es lo que eres, Bowen. Sé que por dentro estás furioso, pero lo controlas. No me has preguntado si ha habido progresos en la investigación.

—Imaginaba que me lo dirías.

—Lo haré. Antes tengo que hablar con una persona, pero después te contaré lo que pueda. Contigo todo es tan fácil…

—Bueno, es que estoy enamorado. ¿Por qué te iba a poner las cosas difíciles?

Por un momento, Reena hundió el rostro contra su hombro, dejándose empapar con aquella serenidad tan suya. Resultaba turbador pensar lo mucho que lo quería, la rapidez con que había entrado en su corazón y se había adueñado de ella, tanto que a veces habría jurado que sentía ese amor palpitando en las yemas de sus dedos.

—El destino —susurró, y le rozó con los labios la mandíbula—. Creo que tienes que ser mío, Bo. Creo que sí.

Cambió de posición y se colocó a horcajadas sobre él, y cruzó las manos detrás de su cuello.

—Me da un poco de miedo —le dijo—. Solo lo justo para darle más emoción. Pero sobre todo me resulta dulce y agradable. Me siento como… —Echó la cabeza hacia atrás, miró la media luna, las estrellas—. No como esperaba —siguió diciendo, y volvió a bajar la cabeza para mirarle—. No como cuando estás esperando un autobús que te lleve a donde tú quieres. Es como si fuera yo quien conducía, con un destino en la cabeza, haciendo lo que quería. Y entonces me dije, eh, ¿por qué no coges esa carretera? Creo que es por ahí por donde me gustaría ir. Y ahí estabas tú.

Él inclinó la cabeza para besarle la clavícula.

—¿Y yo qué hacía? ¿Iba haciendo autostop?

—Creo que ibas caminando, que también tenías un destino muy concreto en mente. Y decidimos llevar juntos el volante, compartirlo. —Le cogió el rostro entre las manos—. Esto no funcionaría si lo único que hubieras visto en aquella fiesta fuera una chica con un top rosa.

—Aquel día vi a una chica, y vi cómo era. La veo cómo es ahora. Y me vuelve loco.

Las manos de Reena seguían sujetándole el rostro cuando su boca buscó la de él y se besaron.

—Has preparado una pizza —musitó Reena con aire soñador.

—Y estaba buena, por mucho que Brad no haya dejado de decir que se le iba a indigestar y de hablar de la tomaína.

—Has preparado una pizza —repitió ella, rozándole con los labios las mejillas, las sienes, la boca, el cuello—. Y me has hecho un banco para columpiarme. —Le cogió el labio inferior entre sus labios, tironeó, y luego le metió la lengua en la boca, concentrando todo su ser en el beso—. Tengo que expresarte mi gratitud.

—Y yo tengo que aceptarla. —La voz se le había puesto algo ronca, y sus manos empezaron a tocarla—. Vamos dentro.

—Mmm. Quiero comprobar lo resistente que es el columpio. —Le quitó la camiseta y la tiró hacia atrás por encima de su hombro.

—Reena, no podemos…

Su boca le hizo callar. Sus manos buscaron el botón de sus pantalones.

—¿Qué te apuestas a que sí? —Le mordió el hombro y le bajó la cremallera del pantalón. Cuando notó que se ponía tenso, se agarró al respaldo del columpio para que no se levantara. Sus ojos brillaban en la oscuridad.

—Relájate. Solo estamos tú y yo. —Se puso a besuquearle el mentón, la cara mientras se empapaba de su sabor—. Nosotros somos el mundo entero. Vamos a columpiarnos —susurró llevando las manos de él a sus pechos—. Tócame. No dejes de tocarme.

Bo no pudo contenerse. Sus manos se deslizaron bajo la camisa de Reena, pero no fue suficiente, entonces no. Se peleó con los botones buscando más. La acarició, la besó, mientras el columpio se balanceaba suavemente.

Había algo mágico en todo aquello, el aire saturado, el movimiento, el olor a hierba, a flores y a mujer, y la sensación de tenerla en sus manos.

En aquellos momentos tenían la sensación de que el mundo se acababa en ellos dos, en la oscuridad salpicada de estrellas y el aire perfumado del verano.

La piel de Reena, con un tono plateado por la luz de la luna, moteada por la sombra de las hojas, parecía flotar sobre él. Y su estómago se estremecía con una necesidad incontenible, cuando ella subía y bajaba. Cuando lo envolvía.

Reena gemía, suavemente. Y lo miraba con los ojos entrecerrados. Los dos se miraban, mientras sus bocas se encontraban y sus susurros se confundían. El placer y la excitación se mezclaban, aumentaban, temblaban. Muy suave y lento, lento y suave, como si se deslizaran sobre seda.

Y se fundieron en una satisfacción tan suave como el balanceo del columpio.

—Trabajas muy bien —susurró Reena.

—En realidad, yo diría que lo has hecho todo tú.

Ella rio y le acarició el cuello con los labios.

—Me refería al columpio.

A las siete de la mañana, Reena tenía beicon crujiente en el horno, café recién hecho, y todo lo necesario para preparar una tortilla a la francesa.

Se sentía culpable por haber echado a Bo a las seis y media sin otra cosa que unas tostadas preparadas a todo correr. Pero quería hablar con John a solas.

Ya estaba lista para irse al trabajo, hasta se había puesto la pistolera, y se iría corriendo en cuanto su entrevista con John hubiera terminado.

Este fue puntual. Reena lo daba por supuesto; sabía que con John podía contar con eso y mucho más.

—Gracias, de verdad.

Lo recibió con un beso en la mejilla.

—Sé que es muy temprano, pero me toca el turno de ocho a cuatro. O’Donnell me cubrirá si me retraso un poco. Estaba a punto de prepararte una tortilla francesa de primera para compensarte por las molestias.

—No hace falta. Podemos hablar con un café y ya está.

—Definitivamente no. —Y fue delante de él hasta la cocina—. He dejado reposar todo esto en mi cabeza durante la noche. Y ahora lo que quiero es soltártelo todo. —Le sirvió una taza de café—. ¿De acuerdo?

—Escupe.

—Todo esto se remonta al principio, John.

Mientras hablaba, se puso a preparar la tortilla. John no la interrumpió, dejó que lo dijera como lo sentía.

Reena se movía como su madre, pensó John. Con fluidez, enfatizando las palabras con movimientos elegantes. Y pensaba como un policía… pero eso ya lo había notado cuando la conoció de pequeña. Lógica y observadora.

—Vamos a comprobar lo de las joyas. —Le puso el plato delante y ella se sentó con su desayuno: unas tostadas y una loncha solitaria de beicon—. Quizá no sean de Nueva York, pero averiguaremos dónde las robó. Nos será de gran ayuda conseguir una orden. Fue una estupidez y, aunque no es ningún tonto, es muy propio de él. Necesita fanfarronear, darse importancia. Para eso provoca incendios —añadió—. Muchas veces los pirómanos actúan porque necesitan darse importancia y alardear. Pero en su caso también es una forma de demostrar algo. Si mi padre lo hizo, yo también. Solo que mejor y más grande.

—Hay más, ¿verdad?

—Sí. Todos estos incendios los provocó por venganza. Si no me equivoco, y no lo creo, John, yo diría que es él. A lo mejor trabaja en colaboración con su padre, o no. Y quieren vengarse de mí y los míos porque en su opinión somos responsables de lo que le pasó al padre.

—Es demasiado bueno para haber hecho esto tan pocas veces —comentó John—. Demasiado organizado, demasiado concienzudo y preparado.

—Sí, a lo mejor la familia de Nueva Jersey lo utilizaba para provocar incendios, o que haya ido por libre. No le importa esperar. Evidentemente, algunos de los lapsos coinciden con temporadas que ha pasado en la cárcel, pero no le importa esperar para elegir el momento más oportuno. Esperó tres meses cuando su tío lo echó de casa para vengarse prendiendo fuego a la casa de su primo. Tuvo que ser él, seguro.

—Con eso te puedo ayudar. Tengo amigos en el condado de Frederick.

—Esperaba que me ayudaras, gracias. Vamos a reabrir el caso de Josh Bolton. —Dio un sorbo a la Diet Pepsi que se acababa de servir—. Estoy segura de que fue él, John. Incluso si no consigo ninguna otra cosa con todo esto, necesito demostrar que fue él quien mató a Josh. —No podía controlar el temblor de su voz, de su corazón—. Por Josh.

—Si dejas que se convierta en algo personal, te estás poniendo en sus manos, Reena.

—Lo sé. Estoy trabajando en eso. Quiere que sepa que es él. Por mucho que prepare el escenario y trate de cubrir sus huellas, quiere que lo sepa. Pero ¿por qué ahora? ¿Por qué esperar todos estos años para salir a la luz así, sin más? Algo tiene que haber cambiado, algo que ha encendido la mecha.

John asintió y pinchó más tortilla con el tenedor.

—Te ha seguido los pasos todos estos años y te ha ido asestando golpes. Quizá es algo que ha cambiado en tu vida. Podría ser tan simple como el hecho de que has comprado esta casa. O que has iniciado una relación con el vecino de al lado.

—Puede ser. —Pero meneó la cabeza—. Pero ha habido otros momentos importantes en mi vida. Yo me licencié en la universidad… y él se sacó el graduado escolar en la cárcel. Yo conseguí mi placa, y en cambio él ha estado cambiando de trabajo continuamente. He tenido relaciones con otros hombres, y en cambio que sepamos él no ha tenido ninguna. No puede leerme el pensamiento y saber cómo me he sentido con cada uno de esos hombres, si iba en serio o no. Desde fuera, mi relación con Luke parecía seria. Y sí —dijo antes de que John lo dijera—, le quemó el dichoso coche, pero no se puso en contacto conmigo. No inició un diálogo.

—Quizá sea el momento. Ahora se cumplen veinte años de aquello. Y después de todo los aniversarios siempre son importantes. Pero te sería de gran ayuda si descubrieras el motivo. Tenemos que atraparlo antes de que se canse de jugar y vaya a por ti. Porque sabes que lo hará, Reena. Sabes que es peligroso.

—Sí, lo sé. Sé que es un psicópata con tendencias misóginas. Nunca dejará sin castigar un desaire, real o imaginario. Pero no creo que venga a por mí, al menos de momento. Esto es demasiado excitante para él, le hace sentirse importante. En cambio sí es posible que vaya a por la gente que quiero. Y eso me asusta, John. Tengo miedo por mi familia, por ti, por Bo.

—Le estás dando lo que él quiere.

—Lo sé. Soy una buena policía. ¿Lo soy, John?

—Lo eres.

—Hasta ahora, mí trabajo ha consistido básicamente en investigar los incendios. Resolver el enigma. Trabajar sobre las pruebas, los detalles, mis observaciones, el aspecto psicológico y fisiológico. No soy una agente de calle. —Aspiró con fuerza—. Podría contar las veces que he tenido que sacar mi arma. Y no he tenido que dispararla ni una vez. He tenido que capturar a sospechosos, pero solo me he topado con uno que estuviera armado. El mes pasado. Y las manos no dejaron de temblarme. Yo tenía una nueve milímetros, él un cuchillo y, por Dios, las manos no dejaban de temblarme.

—¿Y conseguiste detenerle?

—Sí. —Se pasó una mano por el pelo—. Sí, lo detuve. —Cerró los ojos—. Vale.

Reena pasó el día ocupada con las numerosas y agobiantes tareas propias de su trabajo. Leyendo informes, redactándolos, haciendo llamadas, esperando llamadas.

El trabajo de campo la llevó de vuelta a su barrio para interrogar a un antiguo amigo de Joey.

En aquel entonces, Tony Borelli era un crío flacucho con cara de pocos amigos y que iba un año por delante que ella. Su madre era una gritona, recordó Reena. De las que se plantan en los escalones de su casa o en la acera a chillarle a sus hijos, a los vecinos, a su marido. O incluso a algún desconocido.

Había muerto a los cuarenta y ocho por unas complicaciones cuando tuvo un ataque.

A Tony no le faltaban tampoco delitos en su historial. Hurtos en tiendas, conducción temeraria, posesión, y había cumplido una breve condena a los veintipocos años por su relación con una banda de la zona sur de Baltimore que se dedicaba a desmontar coches robados y los vendían por piezas.

Seguía siendo igual de flaco, un saco de huesos con unos tejanos manchados de grasa y una camiseta roja descolorida. Llevaba puesta una gorra con las palabras Stenson’s Auto Repair.

Tenía un Honda Accord sobre la plataforma y se limpió el aceite de las manos con un pañuelo que quizá en sus tiempos era azul.

—¿Joey Pastorelli? Dios, no le veo desde que éramos pequeños.

—En aquella época erais muy buenos amigos, Tony.

—Éramos unos críos. —Se encogió de hombros y siguió sacando el aceite del depósito del Honda—. Sí, íbamos mucho juntos. Creíamos que éramos muy malos.

—Lo erais.

Tony lanzó una mirada, casi sonrió.

—Sí, creo que sí. Eso fue hace mucho tiempo, Reena. —Sus ojos se desviaron a O’Donnell, que andaba entretenido cerca de una de las mesas de trabajo, como si le fascinara aquel despliegue de herramientas y piezas—. Algún día hay que crecer.

—Yo sigo teniendo muchas de la amigas de aquella época. Incluso algunas que se fueron del barrio. Hemos mantenido el contacto.

—A lo mejor con las chicas es distinto. Joey se fue a Nueva York cuando teníamos… ¿cuánto, doce años? Hace mucho tiempo.

Siguió trabajando, y Reena vio que de vez en cuando miraba con nerviosismo a O’Donnell.

—Tú también has tenido algunos problemas.

—Sí. He estado en la cárcel. Y hay gente que piensa que cuando vas a la cárcel nunca cambias. Ahora tengo mujer y un hijo. Tengo un trabajo. Soy un buen mecánico.

—Oficio que te permitió conseguir un trabajo desmontando coches robados.

—Tenía veinte años, por el amor de Dios. Ya he pagado mi deuda con la sociedad. ¿Qué quieres de mí?

—Quiero saber cuándo viste o hablaste con Joey Pastorelli por última vez. Porque ha venido algunas veces a Baltimore. Y cuando uno vuelve a su antiguo barrio, lo normal es que visite a sus viejos amigos. Si insistes en ocultarme la verdad, te puedo causar muchos problemas. No me gustaría tener que hacerlo, pero lo haré.

—Todo esto viene por aquella vez que te tiró al suelo cuando éramos pequeños. —Y señaló con un dedo manchado de grasa—. Yo no tuve nada que ver con eso, yo no soy así. Yo no pego a las mujeres. ¿Has visto algo en mi historial sobre maltrato a mujeres?

—No, no he visto nada que hable de comportamiento agresivo, y punto. Pero sí he visto que mantuviste la boca cerrada cuando te condenaron por vender piezas de coches robados. No diste nombres. Crees que tienes que guardar lealtad, ¿Tony? Estamos investigando a Joey en relación con un asesinato. ¿Quieres pagar también por eso, quieres que te acusemos de encubrimiento?

—Eh, un momento. Espera. —Dio unos pasos atrás, con la llave inglesa en la mano—. ¿Asesinato? No sé de qué hablas. Lo juro por mi vida.

—Hablame de Joey.

—Vale, puede que se haya pasado por aquí un par de veces. Puede que nos tomáramos una cerveza. No hay ninguna ley que lo prohíba.

—¿Cuándo, dónde?

—Dios. —Se quitó la gorra, y Reena vio que el pelo empezaba a clarearle y tenía una entrada muy pronunciada desde la frente—. Después de aquel asunto del incendio, la primera vez que tuve noticias de él fue justo antes de meterme en lo del negocio de los coches robados. Vino y me dijo que tenía un asuntillo. Que si me interesaba ganar dinero que él conocía a esos tipos. Y me llevó al taller. Así es como me metí.

—Te detuvieron en 1993.

—Sí. Llevaba cosa de un año en el negocio.

Reena sintió que se le cerraba la garganta.

—Entonces, ¿Joey te fichó en el noventa y dos?

—Supongo.

—¿Cuándo? ¿En primavera, verano, invierno?

—Joder, ¿y cómo quieres que me acuerde?

—Dame alguna pista, Tony. Joey viene, hace un montón de años, visitáis un par de bares. ¿Fuisteis a pie? ¿Había nieve?

—No, se estaba bien en la calle. Me acuerdo. Yo estaba fumando algo de hierba, escuchando el partido. Ahora me acuerdo. Era a principios de la temporada, pero el tiempo era agradable. Sería abril o mayo.

En el taller hacía calor, mucho calor, pero el sudor que había aparecido en la cara de Tony se debía a mucho más que el calor.

—Mira, si mató a alguien, a mí no me lo dijo. No diré que me sorprenda, pero a mí no me dijo nada. —Se humedeció los labios—. Me habló de ti.

—¿Y eso?

—Tonterías. Me preguntó si todavía estabas por aquí… si, ya sabes, si había hecho algo contigo.

—¿Qué más?

—Yo estaba muy colocado. Solo recuerdo que charlamos de lo que suelen hablar los chicos, y luego me comentó sobre el negocio. Ya cumplí tres años de condena por eso y quedé limpio. Y desde entonces estoy trabajando aquí. Volvió a presentarse unos años después de que saliera.

—¿En el noventa y nueve?

—Sí. No tomamos algo por los viejos tiempos. Me dijo que tenía varios negocios entre manos, que podía ayudarme. Pero le dije que no pensaba seguir ese camino. Él se enfadó y nos pusimos a discutir. Y se piró, me dejó tirado en The Block, porque íbamos en su coche. Casi me congelo mientras trataba de encontrar un taxi que me llevara a casa.

—¿Hacía frío?

—Un frío de cojones. Me resbalé con el hielo y caí de culo. Unas semanas después conocí a Tracey y eso me ayudó a seguir por el buen camino. A ella no le gustan esas cosas.

—Me alegro por ella.

—Y por mí. Y, lo sé, Reena. La vez siguiente, cuando vi a Joey le dije directamente que ya no me dedicaba a esas cosas.

—¿Eso cuándo fue?

Tony cambió el peso de pie.

—Hace un par de semanas. Puede que tres. Pasó por casa. No sé cómo supo dónde vivo. Eran casi las doce de la noche. Tracey se asustó. Despertó al niño. Había estado bebiendo, y quería que saliera con él. No le dejé entrar, le dije que se fuera. Y eso no le gustó.

—¿Iba a pie?

—No. Ah, me quedé mirando para asegurarme de que se iba. Y vi que se subía a un Jeep Cherokee negro. Parecía del noventa y tres.

—¿Pudiste ver la matrícula?

—No, lo siento. Ni me fijé. —Estaba retorciendo la gorra entre las manos, pero lo que Reena veía no eran los nervios de quien es culpable. Era miedo—. Asustó a mi mujer y mi hijo. Ahora las cosas han cambiado. Tengo una familia. Si ha matado a alguien, no quiero que se acerque a mi familia.

—Si vuelve a ponerse en contacto contigo, quiero que me avises enseguida. No le digas que has hablado conmigo. Si puedes, averigua dónde se aloja, pero no lo presiones.

—Me da miedo oírte, Reena.

—Bien, porque es un hombre peligroso. Si se enfada contigo, te hará daño. Hará daño a tu familia. No es broma, Tony, créeme.

Salió con O’Donnell del taller, y se dio la vuelta cuando oyó que Tony la llamaba.

—Ah, hay otra cosa. Es privado.

—Claro. Enseguida estoy contigo —le dijo a O’Donnell y fue hacia el lado del edificio con Tony.

—¿De verdad ha matado a alguien?

—Lo estamos investigando.

—¿Y crees que podría intentar hacer daño a Tracey o al niño?

—Siempre se venga, Tony. En estos momentos está demasiado ocupado para pensar en ti. Pero si no le atrapamos, seguramente sabrá encontrar el momento. Lo mejor es que te apartes de su camino y me llames si vuelve a ponerse en contacto contigo.

—Sí, lo he entendido. Cuando Tracey me dio una oportunidad, me reformé. No pondré eso en peligro por nada ni por nadie. Escucha. —Volvió a quitarse la gorra y se pasó la mano por el poco pelo que le quedaba—. Hummm, cuando éramos críos, ejem, bueno, antes de que pasara todo aquello, solía seguirte.

—¿Seguirme?

—Te espiaba por la escuela, por el barrio. Él… ejem, por las noches se escapaba de su casa y miraba por las ventanas de la tuya, y a veces se subía al árbol que había en la parte de atrás, para tratar de verte en tu habitación. A veces iba con él.

—¿Visteis algo interesante?

Él bajó la vista a sus zapatos.

—Iba a violarte. No lo dijo así, y la verdad, yo tampoco lo veía así en aquel entonces. Tenía doce años. Dijo que se te iba a tirar y que quería que yo lo hiciera también. Yo no quería tener nada que ver con eso, y además, pensaba que solo estaba fanfarroneando. Pensé que era un guarro, nada más. Pero cuando todo el mundo se entero de que te había tirado al suelo y… supe que lo había intentado. No le dije nada a nadie.

—Me lo dices ahora.

La miró.

—Tengo una hija. Acaba de cumplir cinco años. Cuando pienso… lo siento. Siento no haber dicho nada antes de que intentara hacerte daño. Quiero que lo sepas, te doy mi palabra, si vuelve a ponerse en contacto conmigo, no le diré que le buscas, y te avisaré enseguida.

—Muy bien, Tony. —Y para sellar el pacto, le estrechó la mano—. Está bien que tengas una familia.

—Sí, lo cambia todo.

—Es verdad.

—Tenemos confirmación de que Joey P. estaba en la zona por la época en que murió Josh Bolton y cuando quemaron el coche de Luke. De que estaba en Baltimore hacía dos o tres semanas.

Reena puso al corriente al equipo de delitos incendiarios y miembros del CSI.

—Cuando abandonó la residencia de Tony Borelli conducía un Jeep Cherokee negro, seguramente del noventa y tres. No hay ningún vehículo registrado a nombre de Joseph Pastorelli hijo ni a nombre del padre. La madre no tiene coche. Es posible que el vehículo se lo prestara un conocido, aunque lo más probable es que sea robado. Estamos revisando los informes sobre Cherokees robados. ¿Younger?

El hombre se levantó.

—Aún estamos investigando, pero parece que el artilugio colocado en el depósito de gasolina de la camioneta de Goodnight era parecido al que se utilizó en el coche de Chambers hace seis años Un petardo flotando en una taza y unos trapos empapados a modo de mecha. Estamos revisando casos parecidos en Nueva York, Nueva Jersey, Connecticut y Pensilvania. También estamos revisando el homicidio de Hugh Fitzgerald. Y el caso de Joshua Bolton, cuya muerte se consideró accidental, ha sido reabierto.

Otro de los detectives señaló con el gesto al tablón donde habían sujetado las fotografías de las fichas policiales de los Pastorelli, junto con fotografías de las diferentes escenas del crimen.

—¿Estamos trabajando sobre la premisa de que este individuo lleva diez o más años provocando incendios y ha matado al menos a dos personas, y nunca ha despertado ninguna sospecha?

—Eso es —dijo Reena—. Es muy cuidadoso, es bueno. Es probable que contara con la protección de los Carbionelli, y seguramente ha provocado algunos incendios por encargo de ellos. Además, está el hecho de que, hasta ahora, no había tenido ningún motivo para descubrirse ante mí. ¿Cuál es el porqué de todo esto? Solo él lo sabe. Pero el hecho es que vuelve aquí una y otra vez.

—Tú eres parte de ese porqué —señaló Steve.

—Yo —concedió Reena—, su padre y lo que sucedió aquel verano del ochenta y cinco. Guarda rencor a la gente, y no le importa esperar. Hasta ahora, se había limitado a venir, dar el golpe y desaparecer. Esta vez se ha quedado. Volverá a llamar. Volverá a provocar un incendio. —Se volvió a mirar su fotografía—. Esta vez quiere terminar lo que ha empezado.

Cuando finalizó su turno, Reena recogió los archivos y las notas. Quería seguir trabajando en casa, sin todo aquel ruido de fondo. Y quería estar en casa la siguiente vez que llamara.

Contestó al teléfono haciendo equilibrios con varias carpetas.

—Unidad de delitos incendiarios. Hale. Sí, gracias por contestar. Es la policía de Nueva York —le dijo a O’Donnell, y dejó las carpetas sobre la mesa para poder tomar nota—. Sí, sí, ya lo tengo, sí. ¿Puede decirme el nombre de los inspectores que investigaron el incendio? ¿Y del detective que se encargó del robo? Se lo agradecería. Ya le llamaré.

Colgó el teléfono y miró a O’Donnell.

—El reloj, los pendientes y otros objetos fueron robados de un apartamento en el Upper East Side, el 15 de diciembre del año pasado. El edificio tuvo que ser evacuado porque se produjo un incendio en un apartamento vecino… El apartamento estaba vacío; los propietarios estaban de vacaciones. Cuando los bomberos terminaron con su trabajo y dejaron volver a la gente a sus casas, descubrieron que les habían robado. Dinero en efectivo, joyas, una colección de monedas.

—Cosas pequeñas y fáciles de camuflar.

—El edificio tiene portero, pero aquella noche uno de los inquilinos dio una fiesta. Hubo servicio de catering. Gente que entraba y salía. Invitados, camareros… No debió de ser difícil colarse en el edificio, entrar en un apartamento vacío y provocar un fuego.

—¿Se determinó la causa del fuego?

—Mañana tendremos aquí una copia de los archivos, pero parece ser que hubo varios puntos de origen. El armarito con el material de limpieza, el sofá, la cama. Y también robaron. Pequeñas obras de arte, joyas que no estaban en la caja fuerte.

—Alguien de dentro estaba metido.

—Pues no hubo ninguna detención, ni se recuperó ninguno de los objetos robados. La policía de Nueva York nos ha dado las gracias por la posible pista.

—Lo comido por lo servido —dijo O’Donnell.