Laura Pastorelli trabajaba en la barra de un 7-Eleven cerca del límite entre Maryland y Washington. Tenía cincuenta y tres años y llevaba sus años muy mal en un cuerpo raquítico. Su cara estaba surcada de arrugas, fruto de las preocupaciones y las penas más que de la edad, enmarcada por un pelo entrecano sin arreglar. Llevaba una cruz de plata al cuello. Aparte de la alianza, no lucía más joyas.
Cuando O’Donnell y Reena entraron, la mujer levantó la vista. Sus ojos miraron a Reena sin reconocerla.
—¿Puedo ayudarles? —dijo sin ningún interés.
No era más que una frase que repetía docenas de veces cada día.
—¿Laura Pastorelli? —O’Donnell le enseñó la placa, y Reena vio la mueca instintiva de sus labios antes de que los frunciera.
—¿Qué quieren? Estoy trabajando. No he hecho nada malo.
—Tenemos que hacerle unas preguntas en relación con su marido y su hijo.
—Mi marido vive en Nueva York. Hace cinco años que no le veo. —Sus dedos se deslizaron sobre su pecho huesudo para acariciar la cruz.
—¿Y Joey? —Reena esperó hasta que los ojos de Laura se posaron en ella—. ¿No me recuerda, señora Pastorelli? Soy Catarina Hale, del barrio.
El recuerdo reptó hasta ella tan lentamente como los dedos. Cuando la reconoció, apartó la mirada.
—No la recuerdo. Hace algunos años que no voy por Baltimore.
—Sí me recuerda —dijo Reena con amabilidad—. Quizá podríamos hablar en un sitio más tranquilo.
—Estoy trabajando. Van a hacer que pierda mi trabajo, y no he hecho nada. ¿Es que no pueden dejarnos en paz?
O’Donnell se acercó a un joven de veintipocos años con la cara pastosa que ni siquiera se molestaba en disimular que no quería perder detalle de lo que decían. Llevaba una tarjeta con su nombre: Dennis.
—Dennis, ¿por qué no te encargas de atender a los clientes unos minutos mientras la señora Pastorelli se toma un descanso?
—Tengo que hacer inventario.
—Te pagan por horas, ¿no? Ocúpate del mostrador. —O’Donnell volvió con Reena—. ¿Por qué no salimos fuera, señora Pastorelli? Hace un buen día.
—No pueden obligarme. No pueden.
—Será mucho más complicado si tenemos que volver otro día —dijo Reena—. No nos gustaría tener que hablar con su supervisor ni ponerle las cosas más difíciles.
Sin decir nada. Laura salió de detrás del mostrador y se fue hacia la calle con la cabeza gacha.
—Él ya pagó. Joe pagó por lo que pasó. Fue un accidente. Había estado bebiendo. Tu padre lo empujó a hacerlo. Le dijo todas aquellas mentiras sobre Joey y por eso se emborrachó, nada más. Nadie resultó herido. Y el seguro lo pagó todo ¿no es verdad? Tuvimos que marcharnos de allí. —Levantó la cabeza, con los ojos llenos de lágrimas—. Tuvimos que marcharnos, y Joe fue a la cárcel. ¿Es que no es suficiente castigo?
—Joey estaba muy enfadado, ¿verdad? —dijo Reena.
—Se llevaron a su padre. Esposado. Delante de todos los vecinos. Él solo era un crío. Necesitaba a su padre.
—Fueron unos momentos muy duros para su familia.
—¿Duros? Aquello destruyó mi familia. Tu… tu padre dijo unas cosas terribles sobre mi Joey. Y la gente lo oyó todo. Lo que Joe hizo no estuvo bien. «Mía es la venganza, dijo el Señor», pero no fue culpa suya. Había estado bebiendo.
—Tuvieron que alargarle la condena —señaló O’Donnell—. Se metió en algunos líos cuando estaba dentro.
—Tenía que protegerse, ¿no? La cárcel lo destrozó. Después de aquello ya no volvió a ser el mismo.
—Su familia guarda mucho rencor a la mía. A mí.
Laura la miró frunciendo el ceño.
—Tú eras una niña. Y no se puede culpar a un niño.
—Hay quien lo hace. ¿Sabe si su marido o su hijo han vuelto recientemente a Baltimore?
—Ya se lo he dicho, Joe está en Nueva York.
—No está tan lejos. A lo mejor quería verla.
—No, a mí no me habla. Y se ha apartado de Dios. Rezo por él todas las noches.
—Pero seguro que todavía ve a Joey.
Ella encogió ligeramente un hombro, pero incluso ese pequeño gesto parecía exigirle un esfuerzo demasiado grande.
—Joey no viene mucho por aquí. Está ocupado. Tiene mucho trabajo.
—¿Cuándo ha sabido de él por última vez?
—Hace unos meses. Está ocupado. —Su voz adquirió un tonillo estridente, casi como si lloriqueara. Reena aún recordaba cómo lloró contra aquel trapo amarillo.
—La policía siempre tiene que estar señalándolo. Se llevaron a su padre y a él. Sí, se metió en algunos problemas, hizo algunas cosas malas. Pero ahora está bien. Tiene un trabajo.
—¿Qué clase de trabajo?
—Es mecánico. Aprendió mecánica cuando estaba en la cárcel. Aprendió sobre coches, ordenadores, de todo. Recibió una educación, ha conseguido un trabajo bueno y estable en Nueva York.
—¿En un taller mecánico? —preguntó O’Donnell—. ¿Sabe cómo se llama?
—Auto Rite o algo así. En Brooklyn. ¿Porqué no le dejan en paz?
—No me había reconocido —comentó Reena cuando volvieron al coche—. Pero cuando le he dicho quién era, no le ha sorprendido que fuera policía. Alguien la ha mantenido al día con las noticias sobre su antiguo vecindario.
O’Donnell asintió, mientras hacía una llamada y garabateaba un número.
—Tengo un Auto Rite en Brooklyn. —Tras vacilar un instante, le dio la hoja con el número a Reena—. Tú encárgate del hijo, yo me ocuparé del padre.
Cuando volvieron a la comisaría, Reena hizo una llamada al taller. Con un considerable ruido de fondo y la música de los Black Crowes, mantuvo una breve conversación con el propietario.
—Joey trabajó en el taller un par de meses, el año pasado —le dijo a O’Donnell—. En esos dos meses hubo varios allanamientos, y robaron material y herramientas. La última vez alguien robó también un Lexus. Otro de los mecánicos del taller dijo haber oído a Joey jactándose de lo fácil que eran aquellos robos. El propietario informó a la policía y lo interrogaron. No pudieron acusarle, pero le despidieron. Cinco meses después, vuelven a entrar en el taller en lo que parece un acto de vandalismo. Destrozaron los coches, llenaron las paredes de pintadas y prendieron fuego a la basura.
—Y ¿dónde estaba nuestro chico cuando empezó la fiesta?
—Supuestamente en Atlantic City. Hay tres personas que lo corroboran. Las tres están relacionadas, O’Donnell. Los Carbionelli, una familia de Nueva Jersey.
—¿El vengador de tu infancia tiene contactos?
—Vale la pena investigarlo. Investigaré a las tres personas que lo respaldaron.
—Bueno. Pues el padre está en paro. Ha trabajado en la limpieza en un par de bares y lo echaron por las libertades que se tomaba con las bebidas. Hace seis semanas.
—Uno o los dos están en Baltimore.
—Oh, sí. ¿Por qué no llamamos a nuestros amigos de Nueva York y les pedimos que lo comprueben?
Reena sentía un nudo en el estómago, algo que no estaba preparada para compartir ni siquiera con su compañero de trabajo. Trató de sobreponerse concentrándose en la rutina del trabajo. Reuniendo datos, esbozando las líneas generales, redactándolo todo. Hasta que estuvo lista para informar a su compañero y su capitán.
Un caso. Tenía que ver aquello como un caso más, objetivamente, con cierta distancia. Dado que no podía investigar el incendio de la camioneta de Bo oficialmente, hizo una señal a Younger y a Trippley antes de entrar con O’Donnell en el despacho del capitán.
—Eh, vosotros dos, tenéis que oír esto —les dijo.
El capitán Brant los hizo pasar a los cuatro.
—Estamos trabajando sobre una hipótesis —empezó a decir O’Donnell, y entonces señaló con el gesto a Reena para que expusiera la situación.
La detective lo explicó todo, desde el incendio en Sirico’s cuando ella tenía once años hasta la destrucción de la camioneta de Bo la noche antes.
—Pastorelli hijo frecuenta la compañía de tres miembros de la familia Carbionelli, de Nueva Jersey. Cumplió condena en Rikers con un tal Gino Borini, primo de Nick Carbionelli. Fueron Carbionelli, Borini y otro personaje de los bajos fondos los que corroboraron la coartada de Pastorelli para la noche en que destrozaron el taller.
»Daba la impresión de que habían sido unos críos —siguió diciendo—. Habían pasado cinco meses desde que lo despidieron, y lo preparó todo para que pareciera cosa de un puñado de críos, o de aficionados. El destrozo, el robo de la calderilla, un fuego chapucero para tratar de encubrirlo. No lo investigaron con demasiado empeño.
—La policía de la ciudad va a hacer algunas comprobaciones —añadió O’Donnell—. No está en su lista de prioridades, pero mandarán a dos detectives a sus últimas direcciones conocidas.
—Hay muchas similitudes entre el incendio del coche de Luke Chambers hace años y el de anoche. —Miró a Trippley—. Quizá utilizó el mismo artilugio en el depósito de gasolina.
—Lo comprobaremos.
—Capitán, quiero reabrir el caso de Joshua Bolton.
—Younger se ocupará. Una perspectiva nueva, detective —le dijo a Reena—. Lleva años revisando regularmente el caso. Pincharemos su teléfono y el de Goodnight. Y hay que volver a visitar a la esposa.
El turno de Laura Pastorelli había terminado, así que fueron a su casa. Era una vivienda pequeña y ordenada en una calle estrecha. Delante había un viejo Toyota Camry. Reena vio que en el salpicadero tenía un imán de San Cristóbal.
Cuando llamaron a la puerta, salió a abrir una mujer que tendría la misma edad que Laura, pero mucho menos desmejorada. Tenía el rostro redondo y llevaba su pelo castaño oscuro de peluquería. Vestía con pantalón azul oscuro y una camiseta blanca metida pulcramente por los pantalones.
Un pomerano se sentó a sus pies; no dejaba de ladrar.
—Calla Missy, vieja loca. Le encanta lamer los tobillos —dijo la mujer—. Yo se lo aviso.
—Sí, señora. —Reena le enseñó la placa—. Queremos hablar con Laura Pastorelli.
—Está en la iglesia. Siempre va después del trabajo. ¿Ha habido algún problema en la tienda?
—No, señora. ¿En qué iglesia está?
—Sant Michael’s, en Pershing. —Entrecerró los ojos—. Si no ha habido problemas en el trabajo, entonces o es por el inútil del marido o por el inútil del hijo.
—¿Sabe usted si mantiene contacto con Pastorelli padre o hijo?
—Si lo hiciera tampoco me lo diría. Soy su cuñada. Patricia Azi. La señora de Frank Azi. Creo que es mejor que pasen.
O’Donnell miró con expresión recelosa a aquella bola de pelo que no dejaba de ladrar y Patricia esbozó una leve sonrisa.
—Déme un momento. Por el amor de Dios, Missy, ¿quieres parar de una vez? —Obligó al perro a levantarse y se lo llevó. Oyeron un portazo. Luego la mujer volvió.
—Mi marido está prendado de esta estúpida perra. Hace once años que la tenemos y aún está medio loca. Pasen. Si quieren hablar con Laura, seguramente terminará de fustigarse con el cilicio en una media hora. —Suspiró con fuerza y señaló hacia una pequeña y acogedora salita—. Ha sido un comentario cruel, lo siento. No es fácil vivir con una mártir.
Reena tanteó el terreno, le dedicó a la mujer una sonrisa comprensiva.
—Mi abuela siempre decía que dos mujeres no pueden convivir a gusto bajo el mismo techo, por mucho que se aprecien. La cocina solo puede ser de una.
—En realidad no molesta mucho, y no puede permitirse pagarse una casa. Nosotros tenemos espacio. Los chicos ya son mayores. Y ella trabaja mucho, insiste en pagarnos un alquiler. ¿Piensan decirme de qué va todo esto?
—El marido y el hijo de Laura podrían tener información sobre un caso que estamos investigando —empezó a decir Reena—. Esta mañana hablamos con la señora Pastorelli y nos dijo que hacía tiempo que no sabía nada de ninguno de los dos. Solo queríamos verificarlo.
—Como le he dicho, si los hubiera visto o hubiera hablado con ellos a mí no me lo diría. Y a Fran tampoco, desde que le dejó las cosas tan claras.
Parte del trabajo de un policía consistía simplemente en seguirle la veta a cada persona. Así que Reena sonrió y dijo:
—Oh.
—Se presentó el año pasado, sin avisar, justo antes de Navidad. Laura se puso a llorar y llorar, como si pensara que sus plegarias habían sido escuchadas o algo así. —Levantó los ojos al techo.
—Estoy segura de que se alegró de volver a ver a su hijo.
—Cuando se te mete una piedra en el zapato, lo mejor es sacártela antes de que te haga una herida.
—Veo que usted y su sobrino no se llevan bien —apuntó O’Donnell.
—Lo diré sin tapujos, me da miedo. Es peor que su padre, más solapado y mucho más listo.
—¿La ha amenazado alguna vez, señora Azi?
—No directamente… solo con la mirada. Ha estado en la cárcel algunas veces, imagino que ya lo saben. Laura siempre le está excusando, pero lo cierto es que es una mala pieza. Y ahí lo tengo, a la puerta de mi casa. No nos hizo ninguna gracia a Frank y a mí, pero claro, no puedes cerrarle la puerta a un familiar. Al menos si puedes evitarlo. Así que se presenta… Lo siento, no les he ofrecido ni un café.
—No pasa nada —le aseguró Reena—. ¿Joey vino a ver a su madre por las fiestas?
—Puede. Sé que estaba muy orgulloso. Vino con un cochazo, vestido con ropa cara. Y le regaló a su madre un reloj con diamantes alrededor de la esfera y unos pendientes también de diamantes. No me extrañaría que los hubiera robado, pero no dije nada. Él decía que tenía un negocio importante entre manos, una discoteca que él y unos «socios» —e hizo la señal de las comillas en el aire— iban a abrir en Nueva York y que les iba a dar montones de dinero. Mi marido le preguntó cómo pensaba hacerlo, si podía conseguir una licencia para vender alcohol teniendo ficha policial y ese tipo de cosas. A Joey le sentó fatal, se notaba, pero se limitó a poner su sonrisa burlona y dijo que había formas. De todos modos, esto no es importante. —Agitó la mano como desechando el tema—. Se quedó a cenar. Dijo que tenía una suite en un hotel, y se pasó una hora fanfarroneando. Pero cada vez que Frank le preguntaba algo concreto sobre su nuevo negocio, él contestaba con evasivas y se ponía nervioso. La cosa se calentó y, ¿qué creen que hizo Joey? Barrió la mesa con el brazo y me rompió los platos y se puso a tirar comida a las paredes, gritando e insultando a Frank. Él le plantó cara. Mi marido no es de los que se acobardan y no está dispuesto a tolerar ese tipo de comportamiento en su casa. —Hizo un gesto de asentimiento con la cabeza—. Tiene todo el derecho a preguntar y expresar su opinión en su propia casa. Laura, cómo no, se pone de parte del chico, le coge del brazo, y ¿qué hace él? La golpea. ¡Golpeó a su propia madre en la cara!
Patricia se golpeó el pecho con una mano.
—Tenemos mal genio en la familia, pero nunca había visto nada igual. Nunca. ¡Un hombre que pega a su madre! La llamó puta llorona o algo así.
Se ruborizó ligeramente.
—Y cosas peores, la verdad. Yo ya iba hacia el teléfono para llamar a la policía, pero Laura me suplicó que no lo hiciera. Ya ven, ahí estaba, con la nariz sangrando, y suplicándome que no llamara a la policía. Así que no lo hice. El muy cobarde ya iba hacia la puerta. Mi Frank es más corpulento que él, y es mucho más fácil golpear a una mujer flacucha que a un hombre de setenta y cinco kilos. Salió detrás de él y le dijo que no volviera. Y que si lo hacía lo mandaría de vuelta a Nueva York de una patada.
Tomó aliento, como si se hubiera quedado sin aire después de aquella larga explicación.
—La verdad, estoy muy orgullosa de él. Y cuando a Laura se le pasó el ataque de histeria, Frank se sentó con ella y le dijo que, mientras siguiera viviendo en nuestra casa, no volviera a abrirle la puerta a Joey, porque si lo hacía sería por su cuenta y riesgo.
Suspiró.
—Tengo hijos, y nietos, y sé que se me partiría el corazón si no pudiera verlos. Pero Frank hizo lo que debía. Un hombre que pega a su madre es lo peor.
—¿Fue la última vez que le vio? —preguntó Reena.
—Sí, y que yo sepa también fue la última vez que Laura lo vio. Nos estropeó las fiestas, pero lo superamos. Las cosas se fueron calmando, como suele pasar. Después de aquello, lo más emocionante que nos ha pasado fue un incendio en la casa que mi hijo está construyendo en el condado de Frederick.
—¿Un incendio? —Reena y O’Donnell se miraron—. ¿Cuándo fue eso?
—A mediados de marzo. Solo afectó a parte del tejado. Unos críos entraron, se divirtieron un poco, y llevaron unas estufas de queroseno por el frío. Una de las estufas se cayó, alguien tiró una cerilla y cuando los bomberos llegaron ya se había quemado la mitad de la casa.
—¿Cogieron a los chicos? —preguntó O’Donnell.
—No, y fue una pena. Meses de trabajo convertidos en ceniza.
Cuando la puerta de la calle se abrió. Patricia miró a Reena y se puso en pie.
—Laura…
—¿Qué hacen ellos aquí? —Laura tenía los ojos hinchados y enrojecidos. Reena supuso que habría pasado más tiempo llorando que rezando en la iglesia—. Ya les he dicho que no he visto ni a Joe ni a Joey.
—No hemos podido localizar a su hijo, señora Pastorelli. Ya no trabaja en el taller.
—Entonces es que ha encontrado algo mejor.
—Seguramente. Señora Pastorelli ¿está usted en posesión de un reloj y unos pendientes que su hijo le dio el pasado mes de diciembre?
—Fueron un regalo. —Las lágrimas, que ya estaban a punto de desbordar, se deslizaron por sus mejillas.
—Ahora vamos a subir a su habitación y los cogeremos. —Reena le pasó un brazo con delicadeza por los hombros—. Le daré un comprobante. Así podremos aclarar todo esto.
—Creen que los robó, ¿verdad? ¿Por qué todo el mundo piensa siempre lo peor de mi chico?
—Es mejor que lo aclaremos todo —repitió Reena, y subió con Laura arriba.
—Los había robado —gruñó Patricia—. Lo sabía.
—Piaget —dijo Reena mientras examinaba el reloj—. Cuarenta diamantes tallados alrededor de la esfera. Oro de dieciocho quilates. Costará unos seis o siete mil dólares.
—¿Cómo sabes esas cosas?
—Soy una mujer a la que le encanta mirar escaparates, sobre todo cuando se trata de cosas que nunca podré permitirme. Los pendientes, seguramente de dos quilates cada uno, con bonitos diamantes con la forma cuadrada clásica en un encaste clásico. Por Navidades nuestro chico se sintió generoso con su madre.
—Comprobaré con Nueva York si hubo robos en alguna joyería o en alguna casa donde falten piezas que respondan a estas características.
—Sí. —Sostuvo los diamantes a contraluz—. Tengo la sensación de que estas fiestas alguna buena mujer no ha recibido los diamantes que esperaba de Santa Claus. —Bajó el espejo del parasol y se colocó uno de los pendientes junto a la oreja—. Bonito.
—Vaya, si resulta que eres una mujer.
—Tienes toda la razón. O sea, que el chico se presenta para presumir delante de su madre y restregárselo por la cara al tío. Coche, ropa y regalos caros. No creo que le tocara la lotería. Pero en vez de poner cara de admiración el tío se pone pesado y él se enfada. Hay una escena, lo echan. Y no está dispuesto a dejar que quede así.
—Tiene paciencia, desde luego. Tiene mucha paciencia.
—Ahí es donde él ha superado a su padre. Espera, planifica, piensa. Y va a por la familia. ¿Cómo hacer pagar al padre? Jodiendo al hijo.
—Conseguiremos el archivo del incendio en la casa de Frederick.
—Es un trabajo de lo más elemental, igual que lo del taller de Nueva York. Hace que parezca que han sido unos críos, o un aficionado, nada especial… al menos en apariencia. Es muy bueno, O’Donnell. Muy bueno.
Muy listo, muy listo. Le doy a mi vieja un móvil y un número al que llamar cuando y si. Zorra estúpida. He tenido que explicarle mil veces cómo funciona el jodido teléfono. Será nuestro pequeño secreto, ma, tú y yo frente al mundo.
Así tengo ventaja, como siempre.
Y sale a cuenta. ¡La pequeña puta del barrio por fin tiene una pista! Hacer que recuerde ha sido muy agradable.
Y ahora las tornas van a cambiar. La mala suerte, los malos momentos. Todo va a cambiar.
Todo va a arder, incluida esa puta que empezó todo esto.
Cuando entró en Sirico’s Reena tenía la cabeza llena de datos, teorías, preocupaciones. Normalmente ir a la pizzería bastaba para borrar el mal sabor de un día difícil. Y además aquella noche Bo la esperaba allí.
Al principio no lo vio, pero sí vio a la pelirroja —Mandy, recordó— instalada en uno de los reservados con un hombre de unos treinta años con el pelo castaño claro. Moderno pero informal él; retro hippy ella.
Estaban tomando el tinto de la casa, y estaban sentados muy juntos.
También vio a John en una de las mesas para dos. Saludando como hacía siempre mientras pasaba por las mesas, se dirigió hacia él.
—Justo la persona que andaba buscando.
—La salsa de ostras está muy buena.
—Lo tendré en cuenta. —Reena se sentó frente a él, indicó a la camarera que se acercaba a la mesa que no quería nada—. Tengo algo.
Él pinchó con el tenedor más linguini.
—Te escucho.
Reena se recostó en su silla.
—Papá te ha llamado.
—¿Es que pensabas que no lo haría? ¿Por qué no me llamaste tú?
—Iba a hacerlo. Necesito que me escuches, necesito que me ayudes a pensar, pero no aquí. ¿Podemos vernos mañana por la mañana y desayunamos juntos? Yo te prepararé el desayuno.
—¿A qué hora?
—¿Podría ser un poco temprano? ¿Hacia las siete?
—Creo que sí. Entretanto, ¿podrías darme algo en lo que ir pensando?
Reena iba a hacerlo, pero sabía que si empezaba John querría saberlo todo.
—Prefiero dejar reposar todo esto esta noche, ordenarlo un poco.
—Entonces, a las siete.
—Gracias.
—Reena —dijo cuando iba a levantarse poniendo la mano sobre las de ella—, ¿es necesario que te pida que tengas cuidado?
—No. —Reena se levantó y se inclinó para darle un beso en la mejilla—. No, no es necesario.
Fue a la zona donde preparaban las pizzas y le lanzó un beso a Jack, que estaba echando salsa en un círculo de masa.
—¿Has visto a Bo? Se suponía que teníamos que encontrarnos aquí.
—Está atrás, en la cocina.
Reena rodeó con curiosidad la barra y entró en la cocina. Y se quedó en la puerta, viendo cómo su padre le daba a Bo una lección sobre el arte de preparar pizzas.
—Tiene que quedar elástica, porque si no, no podrás extenderla bien. Y no queremos tener que estirarla o ver cómo sube llena de agujeros.
—Vale. Entonces solo tengo que… —Bo cogió una bola de masa de uno de los recipientes untados de aceite que había en la nevera y empezó a extenderlo.
—Ahora utiliza los puños como te he enseñado. Empieza a darle forma.
Totalmente concentrado, Bo empezó a trabajar la masa con los puños, con suavidad… y no lo hacía mal para ser un principiante, pensó Reena.
—¿Puedo darle yo la vuelta?
—Si se te cae, se acabó.
—Vale, vale. —«Con las piernas abiertas y los ojos entrecerrados por la concentración, como si estuviera a punto de ponerse a hacer malabarismos con unas teas», pensó Reena. Bo arrojó la masa al aire.
«Demasiado alta», en opinión de Reena, pero se las arregló para cogerla, siguió dándole vueltas y volvió a arrojarla al aire.
Le costó contener la risa al ver la cara de satisfacción que se le ponía. No quería interrumpirle, pero lo cierto es que parecía un crío que consigue mantenerse por primera vez solo en la bicicleta de dos ruedas.
—Es genial. Y ahora, ¿qué hago?
—Utiliza los ojos —le dijo Gib—. ¿Qué tienes ahí? Una grande, ¿no?
—Eso parece. Sí, eso parece.
—Ponla sobre la tabla.
—Vale. Allá vamos. —Bo dejó la masa sobre la tabla, limpiándose las manos con gesto ausente en el corto delantal que llevaba puesto—. No es precisamente redonda.
—Pero no está mal. Arregla un poco la forma y dame los bordes.
—¿Cuántas se le han caído antes de esta? —preguntó Reena, y entró.
Bo volvió la cabeza y sonrió.
—Esta me ha salido. He echado dos a perder, pero no se me ha caído ninguna al suelo.
—Aprende rápido —dijo Gib cuando su hija y él se dieron un par de besos.
—¿Quién iba a decir que era tan complicado hacer pizza? Tenéis esa enorme máquina que mezcla la masa. —Y señaló con el gesto la máquina de acero inoxidable donde mezclaban cantidades ingentes de harina, levadura y agua—. Hacen falta dos hombres bien fornidos para subir eso a la superficie de trabajo.
—Perdona, pero yo he hecho eso montones de veces, y no soy ningún hombre fornido.
—Ya lo puedes decir, ya. Luego se divide la masa, se pesa, se colocan los recipientes en la nevera, y cuando la masa sube hay que cortarla. Y todo eso antes de empezar. Creo que nunca volveré a menospreciar una pizza.
—Puedes terminar esta ahí fuera. —Gib cogió la tabla y la sacó fuera, donde Jack le hizo sitio en la mesa de trabajo.
—Ah, no me mires —le dijo a Reena—. Me estás poniendo nervioso. Ve a sentarte con Mandy y Brad. —Y señaló hacia donde estaban.
—Claro. —Cogió un refresco y fue a sentarse con ellos.
—¡Eh! Lo has conseguido. Reena, este es Brad. Brad, Reena. La conocí en un momento bastante embarazoso para mí.
—Entonces procuraré mostrarme muy digno para equilibrar la balanza. Encantado de conocerte… en carne y hueso, después de tantos años oyendo a Bo hablar de la chica de sus sueños.
—Igualmente. —Dio un sorbito, le sonrió a Mandy—. Cuando tenía quince años, un día llegaba tarde a clase y se me cayó la libreta. Cayó abierta y, antes de que pudiera agacharme para recogerla, un chico que se llamaba Chuck (alto, buenos hombros, rubio, grandes ojos azules) me la cogió. Y resulta que dentro yo había llenado páginas y páginas con las palabras «Reena y Chuck», de corazones con nuestras iniciales, o solo con su nombre.
—Oh, señor ¿y él lo vio?
—Era difícil no verlo.
—Eso sí debió de resultar embarazoso.
—Creo que mi cara tardó un mes en recuperar su tono normal. Bueno, ahora ya estamos iguales.