—Dime una cosa —preguntó Bo cuando volvían a casa—. ¿He superado la prueba?
—Lo siento. —Reena hizo una mueca de dolor—. Las preguntas, los análisis de sangre.
—Mañana iré a que me hagan uno.
Reena le dio una palmadita en el brazo.
—Eres un buen chico, Goodnight.
—Sí, pero ¿he aprobado?
Ella lo miró y vio que hablaba en serio.
—Yo diría que sí. Aunque siento mucho lo que pasó con Bella.
—No ha sido para tanto.
—Ha sido una grosería, totalmente fuera de lugar, pero no era nada personal. Estaba preocupada por algo que no tiene que ver contigo. Está pasando por una crisis, y hasta esta noche yo no estaba al corriente.
—No pasa nada.
—Mi madre no descansará hasta que tenga su pérgola.
—Y tu padre, ¿me matará cuando le dé el presupuesto?
—Depende del presupuesto. —Reena lo cogió del brazo—. ¿Sabes? De pequeña siempre soñaba con volver a casa una cálida noche de verano del brazo de un joven apuesto que estuviera loco por mí.
—No creo que sea el primero que ha convertido tu sueño en realidad, así que me esforzaré porque esta vez sea memorable.
—Eres el primero.
—Venga ya.
—No, cuando… —Se refrenó—. Pero ¿cuántos de mis secretos más oscuros y profundos te voy a contar?
—Cuéntamelos todos. Cuando qué.
—Cuando tenía once años estaba convencida de que al llegar a la adolescencia todo ocuparía su lugar. Mi cuerpo, los chicos, mis dotes para relacionarme en sociedad, los chicos, los chicos. Los chicos. Y entonces llegué a la adolescencia y no todo encajó en su sitio. En parte…, creo que en parte es por el incendio que hubo en Sirico’s.
—Algo he oído sobre eso. La gente del barrio todavía habla de aquello. Un hombre que tenía algo contra tu padre y trató de quemarle el negocio.
—Esa es la versión abreviada. Para mí todo cambió aquel verano. Me dediqué a estudiar, siempre andaba con John… John Minger, el inspector de incendios que se encargó de nuestro caso. Y frecuentaba mucho el parque de bomberos. Cuando entré en el instituto, estaba bastante… bueno, era bastante rara.
—No me lo creo.
—Pues sí. Era estudiosa, atlética, obediente, tímida con los chicos. Yo era la compañera de laboratorio de los sueños de cualquier hombre, su compañera de estudios, su paño de lágrimas, pero no la chica a la que se le habría ocurrido invitar el baile del instituto. Estudié mucho y terminé la tercera de mi clase, y podía contar las citas que había tenido con chicos con los dedos de una mano. Y me moría por salir.
Se llevó una mano al pecho y suspiró exageradamente.
—Soñaba con el chico que se sentaba a mi lado para que le ayudara con una prueba de química, o para contarme los problemas que tenía con su novia. Yo quería ser como esas chicas que saben cómo comportarse, que saben hablar, y coquetear y salen con cuatro chicos a la vez. Las estudiaba. Era una observadora nata, catalogaba. Estudiaba, documentaba, practicaba en la intimidad de mi habitación. Pero nunca conseguí reunir el valor para abrirme con nadie. Hasta aquella noche, con Josh, cuando tú me viste. Esa noche pasó.
—El vio en ti lo que los demás no habían sabido ver.
—Eso es muy bonito.
—Es fácil, porque yo también lo vi.
Por acuerdo tácito, los dos giraron al llegar a la casa de él.
—Después de Josh, algo se cerró en mi interior, por un tiempo. —Pasó adentro cuando él abrió la puerta—. Ya no quería tener novio. El fuego había tratado de llevarse el tesoro de mi familia, su herencia, y ahora se había llevado la vida del primer chico que me había tocado. Durante meses no hice más que estudiar y trabajar. Cuando me apetecía, me acostaba con algún chico y disfrutaba de él. Dejaba que él disfrutara de mí. Y seguía mi camino.
Reena pasó a la sala de estar, sin saber muy bien por qué le estaba contando algo tan profundo y serio.
—No hubo muchos, y no significaron gran cosa. No quería que significaran nada. Quería trabajar, adquirir los conocimientos que necesitaba para hacer bien mi trabajo. Me gradué, luego vinieron las prácticas, el trabajo de campo, el trabajo de laboratorio. Porque el fuego también estaba dentro de mí, y no dejaba que nadie se me acercara demasiado.
Dejó escapar un suspiro.
—Hubo otro chico con el que sentí una pequeña chispa. Acabábamos de empezar a plantearnos las cosas en serio cuando lo mataron.
—Debió de ser un golpe realmente duro. Ya has tenido más que de sobra.
—Sí. Y, si me paro a pensarlo, creo que me amargó bastante. Cuando parece que por fin hay alguien que puede significar algo para mí, lo pierdo.
Bo se sentó junto a ella, la cogió de la mano, jugueteó con sus dedos. «Jugando con fuego», pensó.
—¿Y qué ha cambiado?
—Me temo que eres tú.
—¿Temes?
—Un poco, sí. Creo que es justo que te diga que, puesto que las cosas han cambiado, o podrían estar cambiando, lo que está pasando entre nosotros tiene que ser exclusivo. Para mí es inaceptable que quieras ver a otras mujeres.
Él levantó la vista de los dedos de Reena y la miró a los ojos.
—La única mujer a la que quiero ver eres tú.
—Si cambias de opinión, espero que me lo digas.
—De acuerdo, pero…
—Con eso me basta. —Se dio la vuelta y se sentó a horcajadas sobre él—. De momento lo dejaremos en de acuerdo.
Parecía el típico incendio en una cocina. Todo hecho un desastre, daños provocados por el humo, heridas menores.
—La esposa estaba preparando la cena, friendo pollo en la cocina, salió un momento de la habitación, la grasa se encendió y el fuego prendió en las cortinas. —Steve señaló con el gesto el pollo quemado, las paredes ennegrecidas, los restos chamuscados de las cortinas.
—Dice que pensaba que había bajado el fuego, pero que debió de equivocarse y en vez de eso lo subió. Y se fue al cuarto de baño, contestó una llamada. No se acordó hasta que oyó que saltaba la alarma. Trató de apagarlo ella sola, se quemó las manos, salió corriendo y llamó al 911 desde la casa de los vecinos.
—Ajá. —Reena avanzó sobre el suelo ennegrecido y fue a estudiar la pauta del fuego en el escurreplatos, bajo los muebles—. ¿Y los del 911 llegaron hacia las cuatro treinta?
—Cuatro treinta y seis.
—Un poco pronto para preparar la cena. —Miró la encimera, el feo reguero que el fuego había dejado al quemar la grasa en la superficie—. ¿Y entonces? Dice que cogió la sartén y acabó derramando el aceite y la soltó. —Se inclinó sobre la sartén, y olió el pollo aceitoso.
—Algo por el estilo. Ha sido bastante incoherente. Los sanitarios le estaban curando las manos. Tiene quemaduras de segundo grado.
—Supongo que estaba demasiado asustada para coger esto. —O’Donnell dio unos toquecitos sobre el extintor casero que había dentro del armarito para la escoba.
—Hace falta una llama muy intensa para alcanzar esas cortinas —comentó Reena—. El pollo se estaba cocinando aquí. —Se colocó junto a la cocina—. Mucho fuego tenía que haber en la sartén para saltar hasta unas cortinas que están a un metro. Debe de ser una cocinera muy patosa. —Señaló los fogones—. Tenemos aceite aquí encima, que gira y sigue hasta la pared. Como si tuviera ojos. Y entonces, fushhh, oh, Dios mío, ¡qué he hecho! Coge la sartén, la lleva en las manos otro metro en dirección contraria, derramando más aceite, y entonces la suelta y sale corriendo.
O’Donnell le sonrió.
—La gente hace muchos disparates.
—Sí, ya lo creo. Qué armarios más feos —comentó—. La superficie de la encimera está muy gastada, arañada. Los electrodomésticos son de mala calidad, viejos. El suelo de vinilo ha tenido mejores momentos, incluso antes del incendio. —Levantó la vista—. El teléfono está ahí, en la pared. Inalámbrico. ¿Dónde está el cuarto de baño?
—Dice que utilizó el que está junto a la sala de estar —le comunicó Steve.
Salieron de la cocina.
—Bonitos muebles —dijo Reena—. Nuevos. Todos los colores están coordinados, todo está limpio y ordenado. En esa mesita hay otro inalámbrico. —Fue hasta la puerta del tocador—. Toallas de colores coordinados también, jabones con formas bonitas, huele a limón y parece sacado de una revista. Apuesto a que la cocina era un asco.
—El garbanzo negro de su casa —añadió O’Donnell.
Reena levantó la tapa del váter, vio el agua azulada.
—Una mujer que tiene su casa tan limpia, tan aireada y bien decorada no deja que se le acumule grasa en la cocina. En eso estamos de acuerdo, ¿verdad, Steve?
—Oh, sí.
—Será mejor que tengamos una charla con ella.
Estaban sentados en la bonita sala de estar con Sarah Greene, que tenía las manos vendadas sobre el regazo. Tenía el rostro abotagado de llorar. Era una mujer de veintiocho años, con el pelo castaño recogido en una larga cola. Su marido, Sam, estaba sentado junto a ella.
—No entiendo por qué estamos hablando con la policía —empezó a decir el hombre—. Ya hemos hablado con los bomberos. Ha sido una situación muy desagradable para Sarah. Y ahora necesita descansar.
—Solo tenemos que hacer algunas preguntas, para aclarar ciertos puntos. Trabajamos en colaboración con los bomberos. ¿Cómo tiene las manos, señora Greene? —preguntó Reena.
—Me han dicho que podía haber sido peor. Me han dado algo para el dolor.
—Cuando pienso en lo que podía haber pasado… —Sam le frotó el hombro.
—Lo siento. —Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas—. Me siento una estúpida.
—El fuego es algo que asusta. Señora Greene, trabaja para Barnes & Noble, ¿verdad?
—Si. —Trató de sonreírle a O’Donnell—. Soy directora. Este es mi día libre. Quería darle a Sam una sorpresa preparando yo la cena. —Su sonrisa se torció—. Menuda sorpresa.
—Cielo, no pasa nada.
—Se puso un poco temprano —comentó Reena.
—Sí. Fue algo impulsivo.
No, pensó Reena, no fue nada impulsivo. Puesto que el envoltorio donde venía el pollo, que Reena había rescatado de la basura junto con el tiquet de compra del supermercado, indicaba que lo había comprado el sábado antes.
Lo que significa que estaba en el congelador y, por tanto, había tenido que sacarlo bastante antes para que se descongelara.
—Tiene una casa muy bonita.
—Gracias. Desde que la compramos hace dos años, la hemos estado arreglando.
—Yo acabo de comprarme una casa adosada. Me está pidiendo a gritos que la modernice, que la arregle un poco. Y para eso hace falta mucho tiempo y esfuerzo, por no hablar del dinero.
—Dígamelo a mí. —Sam levantó los ojos al techo—. Arreglas una cosa, y te encuentras con seis más. Como un dominó.
—Tiene toda la razón. Yo he empezado a mirar pinturas. Y me he dado cuenta de que cuando pinte, tendré que cambiar las cortinas, el suelo y seguramente empezar a cambiar los muebles Y cada vez tendré que tener a los trabajadores en casa, seguramente durante semanas.
—Se hace eterno —concedió Sam.
—Pero, ya que vas a vivir ahí, lo mejor es que lo pongas a tu gusto —y, al decirlo, miró a Sarah con una sonrisa.
—Bueno, es su casa. —Sarah frunció los labios, y evitó mirar a Keena a los ojos.
—No le tire de la lengua —dijo Sam riendo, y se inclinó para besar a su mujer en la mejilla.
—Supongo que tendré que pedir presupuesto, al menos para las cosas que no pueda hacer yo sola. —Reena hablaba con tono informal, sociable—. Las cañerías, el trabajo con madera. Me han dicho que normalmente la cocina es lo que sale más caro. ¿Qué presupuestos les han hecho a ustedes por la suya?
—Nos dieron uno hace un par de semanas. Veinticinco mil. —Sam meneó la cabeza—. Si quieres los armarios a medida y superficies de trabajo compactas, el precio puede doblarse. Es ridículo. —Agitó una mano—. No me tiren de la lengua a mí tampoco…
—Debe de ser muy duro que buena parte de la casa esté decorada a su gusto y tener una cocina vieja y anticuada, señora Greene. Como una llaga.
—Bueno, pues ahora habrá que arreglarla —terció Sam. Y rodeó a Sarah con el brazo—. El triunfo después de la tragedia. El seguro cubrirá la mayor parte. Pero no merece que Sarah se hiciera daño. —Con delicadeza, levantó una de las manos heridas de su mujer por la muñeca y le besó el vendaje—. Vamos, cariño, no ha sido tan grave. No llores. ¿Todavía te duele?
—Sarah, si no reclaman el dinero del seguro —dijo Reena con delicadeza— podemos olvidarnos de esto. Haremos la vista gorda. Pero no si reclama el dinero. Porque entonces estaríamos ante un fraude. Tendríamos un incendio provocado. Y eso es un delito.
—¿De qué están hablando? —La pregunta de Sam denotaba una cierta ira—. ¿Cómo que fraude? ¿Incendio provocado? ¿Es así como tratan a la gente cuando tiene problemas?
—Estamos tratando de facilitarles las cosas —le dijo O’Donnell—. A los dos. Tenemos razones para pensar que el fuego no empezó exactamente como nos ha contado, señora Greene. Si mete de por medio a la compañía de seguros, no podremos ayudarla.
—Quiero que se marchen. Mi esposa está herida. Y ustedes están ahí tratando de decir que lo ha hecho a propósito. Están locos.
—No quería hacerlo.
—Por supuesto que no, cariño.
—Solo quería una cocina nueva.
Reena sacó unos pañuelos de papel de su bolso y se los pasó.
—Así que usted provocó el incendio.
—No lo hizo…
—Estaba furiosa —dijo la mujer interrumpiéndole, y se volvió hacia él, que la miraba completamente perplejo—. Estaba tan enfadada contigo, Sam… detesto tener que cocinar ahí, o que vengan nuestros amigos. Te lo dije, pero tú no haces más que decir que ahora no podemos, que tendremos que esperar, y que estabas harto de tener la casa siempre patas arriba
—Oh, Dios, Sarah.
—No pensaba que sería así. Lo siento. Fue terrible, y me asusté tanto… De verdad, me entró el pánico —le dijo a Reena—. Pensé que se quemarían las cortinas, y parte de la encimera, pero se extendió tanto y tan deprisa que me asusté. Y cuando cogí la sartén la segunda vez, después de haberla dejado sobre el mármol, estaba tan caliente que me quemé. Pensé que se iba a quemar toda la casa, por eso corrí a la casa de los vecinos. Tenía tanto miedo… Lo siento.
—Sarah, podías haberte matado. Podías… por una cocina. —La abrazó cuando se puso a sollozar, y miró a Reena por encima de la cabeza de su mujer—. No reclamaremos el dinero del seguro. Por favor, no presenten cargos.
—Es su casa, señor Greene. —O’Donnell se puso en pie—. Mientras no haya intento de fraude, no hay delito.
—Sarah, a veces la gente hace tonterías. —Reena le tocó el hombro—. Pero el fuego es una cosa muy seria. Espero que no lo vuelva a hacer. —Se sacó una tarjeta de visita y la dejó en la mesita auxiliar—. Si tienen alguna pregunta o necesitan hablar de lo que ha pasado, no duden en llamarme. Ah, seguramente no es asunto mío, pero cuando decidan reparar los desperfectos, conozco a alguien que podría hacerles un presupuesto más asequible.
—La gente está como una cabra —comentó O’Donnell cuando iban hacia el coche.
—Me he sentido como si estuviera azuzando a un cachorrito, con un palo. —Se volvió a mirar a la casa—. O se toman esto a risa… tragedia mas tiempo es igual a comedia. «Oh, sí, nos encantan estos mármoles. Los pusimos porque Sarah quemó los viejos». O en un par de años ya están divorciados. ¿Qué piensas del divorcio, O’Donnell?
—Nunca lo he probado. —Se instaló en el asiento del acompañante—. Mi mujer no me deja.
Reena rio con disimulo y cogió el volante.
—Qué estricta. En mi familia también somos muy estrictos con esas cosas. Por eso de que somos católicos. Algunos de mis primos han pasado por momentos difíciles en su matrimonio, pero ninguno se ha divorciado. Por eso da un poco de miedo dar el paso hacia el matrimonio. Es algo muy serio.
—¿No estarás pensando en casarte? ¿Con tu carpintero?
—No. Bueno, sí, es el carpintero, pero nada de bodas, no. Solo hablaba en general. —Vaciló, y entonces pensó, un compañero es un compañero, y eso equivale a familia—. Mi hermana Bella me ha dicho que su marido tiene una aventura. Por lo visto hace años que va con otras mujeres, pero ahora lo hace abiertamente.
—Qué fastidio.
—¿Alguna vez has tenido una aventura?
—No. Mi mujer no me deja.
—El muy cerdo. —Reena suspiró—. No sé qué va a hacer. La verdad es que me ha sorprendido que no se lo haya contado a todo el mundo, que se lo haya estado callando todo este tiempo.
—Es un tema delicado.
—En mi familia nos encantan los temas delicados. Y Bella ha estado visitando a una psicóloga… otra sorpresa. Eso me hace pensar que el matrimonio es como un campo de minas. Un campo de minas muy íntimo. Del adulterio a los incendios en la cocina. No hay tiempo para aburrirse.
O’Donnell cambió de posición para mirarla.
—¿Vas en serio con ese chico?
Ella quiso evitar la pregunta, luego se encogió de hombros.
—Yo sí. Si me paro a pensarlo mucho, me sudan las manos. Así que prefiero pensar en otra cosa, como por ejemplo, que mi pirómano no me ha llamado desde la noche que incendió la escuela,
—¿No creerás que ya se ha acabado?
—No, no, claro que no. Lo que me gustaría saber es cuánto tiempo piensa hacerme esperar. ¿Te importa si damos un rodeo? Tengo que hacer una cosa.
—Tú llevas el volante.
El bufete donde trabajaba Vince estaba en el centro, y desde su oficina tenía vistas al puerto. Reena solo había estado allí una vez, pero se acordaba. Se preguntó si la despampanante morena que tenía como administrativa era la mujer con la que estaba liado.
La sala de espera era moderna, opulenta, decorada en tonos neutros, con algunas pinceladas de morado. Reena no tuvo que esperar mucho; enseguida la acompañaron hasta la espaciosa oficina de Vince, con sus amplios ventanales y las paredes cubiertas de cuadros.
Vince la recibió con un par de besos. Ya había un refresco con hielo y una bandeja con queso y galletas en la mesita de la zona que tenía para sentarse.
—¡Qué sorpresa! ¿Qué te trae por aquí? ¿Necesitas un abogado?
—No. Y no te entretendré mucho. No tengo tiempo para sentarme, gracias.
Él sonrió, encantador, guapo, amable.
—Tómate unos minutos. La ciudad se lo puede permitir. Nunca tenemos ocasión de hablar los dos solos.
—Sí, eso parece. Te saltas buena parte de las reuniones familiares.
Él sonrió con expresión de pesar.
—El trabajo me tiene demasiado absorbido.
—Y las mujeres también. Estás engañando a Bella, Vince, y eso es algo que queda entre vosotros dos.
—¿Cómo dices? —La expresión encantadora desapareció de su rostro.
—Pero en el momento en que has decidido restregárselo por la cara, humillarla, hace que también sea asunto mío. ¿Quieres probar otros platos? Adelante. Puedes violar el voto del matrimonio. Pero no permitiré que sigas haciendo que mi hermana se sienta como un trapo. Es la madre de tus hijos, y eso tienes que respetarlo.
Vince conservó la calma.
—Catarina, no sé lo que Bella te habrá dicho, pero…
—Mira, no se te ocurra acusar a mi hermana de mentirosa. —Era muy duro, y tuvo que hacer un gran esfuerzo, pero también ella conservó la calma—. Puede que sea una quejica, pero no es ninguna mentirosa. Si acaso el mentiroso lo serás tú. Mentiroso y adúltero.
Hubo un destello de ira. Reena lo sintió, lo vio arder en sus ojos.
—No tienes ningún derecho a venir aquí y hablarme de ese modo sobre cosas que no te incumben.
—Bella me incumbe. Llevas siendo miembro de nuestra familia el tiempo suficiente para saber cómo funcionamos. Respeta a mi hermana o divórciate. Tú decides. Pero hazlo pronto, porque si no te voy a poner las cosas muy difíciles.
Él dejó escapar una risotada.
—¿Me estás amenazando?
—Sí. Sí, te amenazo. Trata a la madre de tus hijos con el respeto que merece o me encargaré de que la gente sepa dónde pasas las noches en lugar de estar con tu mujer. Mi familia tendría bastante con mi palabra —añadió—, pero aportaré pruebas. Cada vez que salgas con otra mujer, habrá alguien vigilándote, grabándolo. Cuando termine contigo habrás dejado de ser bienvenido en la casa de mis padres, y tus hijos querrán saber por qué.
—Mis hijos…
—Merecen algo mejor de su padre. ¿Por qué no piensas en eso? Honra tu matrimonio o disuélvelo. Tú decides.
Y se fue. Esta vez, mientras caminaba hacia el ascensor, no se sentía como si hubiera estado azuzando a un cachorrito. No, lo que sentía sobre sus hombros era pura satisfacción.
Bo entró en Sirico’s con el maletín que llevaba cuando quería impresionar a clientes potenciales. O, en este caso, a los padres de la mujer con la que se acostaba.
Le dio la impresión de que el turno de la cena estaba en su punto álgido. Seguramente tendría que haber elegido un momento más tranquilo. Y aún podía hacerlo. Pero, ya que estaba allí, pediría una pizza para llevar.
Antes de que tuviera tiempo de ir hasta el mostrador, Fran se acercó y le dio un par de besos en las mejillas. Bo no estaba muy seguro de lo que tenía que hacer.
—Hola, ¿qué tal? Enseguida te busco una mesa.
—No, no hace falta, solo quería…
—Siéntate. —Lo cogió del brazo y lo llevó hasta un reservado donde ya había dos personas comiendo pasta—. Bo, estos son mis tíos Grace y Sal. Este es Bo, el amigo de Reena. Puedes sentarte con ellos hasta que quede alguna mesa libre.
—No quiero…
—Siéntate —volvieron a ordenarle, esta vez la tía Grace, que lo estudió con mirada ávida—. Hemos oído hablar mucho de ti. Come un poco de pasta. ¡Fran! Tráele al novio de Reena un plato. Y un vaso.
—Yo solo venía para…
—Bueno. —Grace le dio un par de palmadas en el brazo—. Así que eres carpintero.
—Sí, señora. En realidad solo pasaba para entregarle algo al señor Hale.
—El señor Hale, ¡qué formal! —Le dio otro par de palmadas—. Vas a diseñar la pérgola de Bianca.
Las noticias volaban.
—Traía algunos bosquejos para que les echaran un vistazo. Sí.
—¿En el maletín? —Sal no había abierto la boca hasta entonces, y lo hizo apuntando su tenedor cargado de pasta hacia el maletín de Bo.
—Sí. Iba a…
—Echemos un vistazo. —Sal se metió la pasta en la boca, y con la mano libre le indicó que procediera.
Fran llegó con una ensalada y se la puso a Bo delante.
—Mamá dice que primero te comas una buena ensalada y luego te pondremos espagueti con salchicha italiana. —Y le puso delante un vaso de vino tinto con una sonrisa deliciosa—. Te gustará.
—Claro.
—Dile a tu padre que salga —le ordenó Sal a Fran mientras ponía vino de su botella en el vaso de Bo—. Vamos a mirar los bocetos de la pérgola.
—En cuanto tenga un momento. ¿Necesitas algo más, Bo?
—Parece que lo tengo todo.
Sal despejó el centro de la mesa y Bo sacó sus bosquejos.
—Tienen el plano general, uno lateral y otro desde arriba —empezó a decir.
—¡Eres un artista! —exclamó Grace, y señaló el dibujo al carbón de Venecia que había en la pared—. Como Bianca.
—No, ni mucho menos, pero gracias.
—Has puesto esas columnas en los extremos. —Sal miró por encima de sus gafas para leer—. Qué elegante.
—Queda más italiano.
—Y es más caro.
Bo levantó un hombro, decidió comer ensalada.
—Siempre pueden utilizarse postes. Sea como sea, yo los pintaría. Con colores fuertes. Alegres.
—Una cosa es hacer dibujos y otra construir. ¿Tienes alguna muestra de tu trabajo?
—Llevo una carpeta.
—¿En el maletín?
Bo asintió, siguió comiendo, y Sal le hizo otro gesto para indicarle que continuara.
—Gib está ocupado, pero termina en un minuto. —Bianca entró en el reservado—. Oh, los bosquejos. Son preciosos, Bo. Tienes muy buen gusto.
—Es un artista —dijo Grace asintiendo con decisión—. Sal le está intimidando.
—Pues claro que es un artista —coincidió Bianca, y se las arregló para darle un codazo a su hermano y coger uno de los bosquejos a la vez—. Es más de lo que imaginaba, más de lo que había pensado.
—Siempre podemos ajustarlo para…
—No, no. —Desechó las palabras de Bo—. Es mejor de lo que imaginaba. ¿Lo ves, Sal? Tú y Grace podríais estar sentados ahí fuera esta noche, con estas bonitas luces, las enredaderas, el aire cálido.
—Sudando en agosto.
—Así venderemos más botellas de agua.
—Una cocina separada. Lo que significa más personal, más gastos, más problemas.
—Mayor volumen de negocio. —Había una expresión desafiante en su rostro cuando se volvió para mirar cara a cara a su hermano—. ¿Quién ha dirigido este sitio en los últimos treinta y cinco años, tú o yo?
El hombre arqueó las cejas y las volvió a bajar como si encogiera toda la cara.
Y se pusieron a discutir… o eso supuso Bo, porque parte de la conversación era en un rápido italiano, acompañada con montones de gestos dramáticos. Bo prefirió no meterse y se concentró en la comida.
Poco después, retiraron su plato de ensalada y en su lugar le sirvieron espaguetis gratinados. Gib trajo una silla y se sentó en el extremo del reservado.
—¿Dónde está mi hija? —le preguntó a Bo.
—Hum… No lo sé. Aún no he pasado por casa. Pero me dijo que seguramente trabajaría hasta tarde.
—Mira, Gib. Mira lo que Bo nos va a hacer.
Gib cogió los bosquejos y se sacó unas gafas de lectura del bolsillo de su camisa. Los estudió con detenimiento con los labios fruncidos.
—¿Columnas?
—Podría pasar con unos postes.
—Quiero las columnas —dijo Bianca con decisión, y señaló a la cara de su hermano con un dedo cuando el hombre abrió la boca—. Basta!
—Es más de lo que esperaba.
—Mejor —dijo Bianca, y miró a su marido entrecerrando los ojos—. ¿Qué, necesitas otras gafas? ¿Es que no ves lo que tienes delante?
—No veo ningún precio.
Sin decir palabra, Bo volvió a abrir el maletín y sacó una hoja con el presupuesto. Y vio con placer que los ojos de Gib se abrían desmesuradamente.
—Es bastante caro. —Le pasó la hoja a Sal, que había extendido el brazo.
—Cobras la mano de obra a precio de oro.
—Mi trabajo lo vale —dijo Bo tranquilamente—. Pero no tengo nada en contra de los trueques. Estos espaguetis están deliciosos, Bianca.
—Gracias. Come, come.
—¿Y qué quieres trocar? —preguntó Gib.
—Comida, vino. —Le sonrió a Bianca—. Trabajaría a cambio de unos cannoli. De la publicidad. Estoy intentando establecerme en el barrio. Puedo conseguirles el material a precio de coste. Y si ustedes hacen parte del trabajo más fácil (cargar cosas, pintar) eso reduciría los costes.
Gib dejó escapar aire por la nariz.
—¿Cuánto?
Bo sacó un segundo presupuesto del maletín, se lo pasó a Gib. Gib lo estudió detenidamente.
—Deben de gustarte mucho los cannoli. —De nuevo le pasó la hoja a Sal, pero esta vez Bianca la cogió primero.
—Idiota —le dijo en italiano—. Lo que le gusta es tu hija.
Gib se recostó en la silla, tamborileó con los dedos sobre la mesa.
—¿Cuándo puedes empezar? —preguntó.
Y le ofreció la mano.