21

—Me gustaría saber más cosas sobre esa chica con la que sales.

Bo siguió dando martillazos mientras montaba el nuevo cobertizo para el jardín que la señora Malloy se había empeñado en que necesitaba, y solo hizo una pausa para guiñarle un ojo.

—Señora Malloy, no se me ponga celosa. Usted sigue siendo el amor de mi vida.

Ella suspiró y dejó la limonada que acababa de prepararle sobre un tablón. Su pelo seguía siendo de un intenso rojo, y llevaba unas modernas gafas de sol con cristales de color ámbar. Y un delantal muy florido.

—Tus ojos me dicen que me has sustituido. Quiero saber cosas de ella.

—Es guapa.

—Dime algo que no haya deducido por mí misma.

Bo dejó a un lado el destornillador eléctrico y cogió su limonada.

—Es inteligente, divertida, apasionada y dulce. Sus ojos son como los de una leona, y tiene un pequeño lunar justo aquí. —Y se dio un toquecito sobre el labio—. Viene de una familia numerosa. Tienen un restaurante italiano en el barrio donde vivo. Ella se ha criado allí. Eh, a lo mejor su hermano la conoce. ¿No era policía?

—Lo es. Desde hace veintitrés años. ¿Es que la han detenido?

Bo se rio.

—Lo dudo. Es policía. De Baltimore. Unidad de delitos incendiarios.

—Mi hermano también.

—¡Venga ya! Pensaba que era… bueno, no sé. Seguramente se conocen. ¿Cómo se llama su hermano? Se lo preguntaré.

O’Donnell. Michael O’Donnell.

Bo dejó la limonada, se quitó las gafas de protección.

—Vale, aquí es cuando suena la música de Dimensión desconocida. O’Donnell es su compañero. Se llama Catarina Hale.

—Catarina Hale. —La señora Malloy cruzó los brazos—. Catarina Hale. ¿La misma con la que traté de emparejarte hace años?

—No. ¿Hizo usted eso?

—Mi hermano me dijo que su nueva compañera era muy guapa, y yo que le pregunto, ¿está soltera? Y él me dice, sí. Y yo le digo, conozco un chico muy majo, el que se encarga de hacerme las reparaciones en casa. Y le pedí que le preguntara si quería salir contigo. Pero me dijo que ya salía con alguien, que al final resulto que no era precisamente un buen chico. Pero Mick no le quiso volver a decir nada. Así que…

—Uau. Es curioso. Reena y yo llevamos años girando el uno alrededor del otro y nunca hemos entrado en contacto. ¿La conoce?

—La vi una vez, en una fiesta de Mick. Muy guapa y educada.

—Mañana voy a cenar a casa de sus padres.

—Lleva flores.

—¿Flores?

—Llévale un bonito ramo de flores a su madre, pero sin caja. —Y meneó el dedo—. Sería demasiado formal. Flores alegres que le puedas entregar cuando entres.

—De acuerdo.

—Eres un buen chico —dictaminó, y entonces lo dejó trabajando y entró en la casa para llamar a su hermano y conseguir más información desde dentro de la tal Catarina Hale.

Flores, lo de las flores no sería difícil. En el supermercado vendían y, de todos modos, tenía que pasar por allí para comprar algunas cosas. Paró en la tienda que había cerca de la casa de la señora Malloy y cogió un carrito. Leche, siempre se quedaba sin leche.

Cereales. ¿Por qué no ponían los cereales cerca de la leche? ¿No sería lo más lógico?

Quizá no estaría de más que comprara un par de chuletas y las cocinara en la parrilla para él y Reena. Con aquello en la cabeza, cogió unas cuantas cosas más y fue hacia el puesto de flores.

Con los pulgares metidos en el bolsillo, Bo se quedó mirando las flores expuestas en la nevera.

La señora Malloy había dicho alegres. Las amarillas —creía que eran azucenas— parecían alegres. Pero ¿no eran esas las flores que se usan en los funerales? No, no sonaba muy alegre.

—Es más difícil de lo que pensaba —musitó en voz alta, y entonces levantó la vista, ligeramente abochornado, porque un hombre se situó junto a él.

—¿Has caído en desgracia?

—¿Cómo dice?

El hombre le dedicó a Bo una sonrisa sufrida y miró las flores expuestas con el ceño fruncido.

—Pensaba que a lo mejor has tenido problemas con tu pareja, que es lo que me pasa a mí desde ayer. Tengo que llevarle unas flores a mi mujer, a ver si la ablando.

—Oh, no. Mañana voy a cenar a casa de los padres de mi novia. Creo que para hacer las paces con su mujer lo mejor serían las rosas.

—Mierda. Es verdad. —Fue hasta el mostrador y habló con la dependienta—. Parece que necesito de esas rosas. De las rojas. Mujeres —le dijo a Bo, y se rascó la cabeza por debajo de la gorra.

—Dígamelo a mí. Creo que yo me llevaré aquellas. —Bo miró a la dependienta—. Esas de diferentes colores con la cabeza tan grande.

—Margaritas Gerbera —le dijeron.

—Las margaritas son alegres, ¿no?

La dependienta le sonrió mientras preparaba las rosas.

—Creo que sí.

—Bien. Pues entonces quiero un enorme ramo de margaritas cuando termines. Mézclalas todas.

—Apuesto a que las esposas salen más caras que las madres —dijo el hombre en tono quejumbroso.

Bo volvió a mirar las margaritas. ¿Estaba escatimando? Él buscaba algo bonito y alegre, no barato. ¿Por qué tenía que ser tan complicado? Esperó a que la dependienta terminara de envolver las rosas.

—Adiós.

—Sí. —Con aire ausente Bo inclinó la cabeza a modo de despedida—. Buena suerte —añadió, y entonces decidió ponerse en manos de la dependienta—. Mira, es para una cena familiar, con la familia de mi novia. ¿Están bien las margaritas? ¿Bastará con una docena? Ayúdame.

La chica volvió a la nevera.

—Son perfectas. Flores informales y alegres.

—Bien. Gracias. Estoy agotado.

Qué fácil vigilarlo. Cambio de paso para seguir al vecino de al lado y observarlo de cerca. El muy imbécil trabajando en sábado.

Podía haberle atacado en el aparcamiento. Podía haber esperado a que saliera con el puñado de floripondios y haberlo apuñalado.

Eh, amigo, ¿me puede echar una mano? Los que son como él vienen corriendo como unos jodidos cachorros. Y clavarle el cuchillo en el pescuezo cuando el hijo puta aún esta sonriendo.

Tiro las rosas en el asiento del acompañante. Problemas con mi mujer, y qué más. Como si fuera yo a dejar que alguna mujer me mandara. Todas son unas putas. Hay que mantenerlas a raya. Mantenerlas a raya formaba parte de la diversión.

De todas formas, espero y observo. Observo cómo sale y va hasta su camioneta con un par de bolsas. Las ridículas margaritas sobresalen por arriba. Seguro que es maricón. Seguro que mientras se la estaba tirando no dejaba de pensar en metérsela a otro marica.

Hazle un favor al mundo y córtale el pescuezo. Un marica menos. ¿Cómo se sentiría si el mariposón que se está tirando la diñara en el aparcamiento del supermercado?

Hay formas mejores de hacerlo, días mejores.

Y arranco para seguirlo. Bonita camioneta. Y yo que pienso una cosa. Sería divertido quemar la bonita camioneta. Y más divertido aún si él está dentro. Vale la pena pensarlo.

La señora Malloy había acertado, decidió Bo. Cuando le entregó las flores el domingo por la tarde. Bianca no solo sonrió, sino que le dio sendos besos en las mejillas.

Parte de la familia ya estaba allí. Xander, el hermano, despatarrado en un sillón en la sala de estar, con el bebé en brazos. Jack, el cuñado —¿podía pasarle alguien un papel para ir anotando la puntuación?— estaba tirado en el suelo, jugando a coches con uno de los niños.

Fran, la hermana mayor, salió de la cocina desplazando la mano con movimientos circulares sobre su vientre, como hacen las embarazadas.

Otro niño asomó la cabeza desde detrás de Fran y lo miró tan serio como un búho.

Reena se comportaba como si no se hubieran visto desde hacía meses, repartiendo besos y abrazos. Y entonces cogió en brazos al pequeño búho, y la expresión seria se convirtió en una risita.

A Bo le ofrecieron una bebida, un asiento. Y entonces las mujeres desaparecieron.

Xander dejó de mirar el partido y le enseñó a Bo los dientes en una amplia sonrisa.

—Vaya, cuando te cases con mi hermana podías derribar el muro que separa las dos casas. Tendréis espacio para cinco o seis críos.

Bo se dio cuenta de que se le abría la boca y se oyó barboteando algo en respuesta. Aparte de eso, y de la retransmisión del partido, la habitación estaba en silencio.

Y entonces Xander soltó una carcajada y le dio con el pie a su padre.

—Ya te dije que sería divertido. Parece que se ha tragado una cabeza de ajos.

Gib seguía mirando la tele.

—¿Tienes algo en contra de los niños?

—¿Cómo? No. —Con cierto desespero, Bo miró a su alrededor—. ¿Yo? No.

—Bien. Pues toma el mío. —Y, dicho esto, Xander se levantó y, ante la expresión perpleja de Bo, le puso al bebé en el regazo—. Vuelvo enseguida.

—Oh, bien. —Miró al bebé, que a su vez lo miraba a él con sus ojos grandes y oscuros. Tenía miedo de moverse, así que dirigió su mirada a Gib. Sabía que en sus ojos había pánico, pero no podía evitarlo.

—¿Qué, nunca has cogido un bebé en brazos?

—No tan pequeño.

El niño que estaba en el suelo lo miró.

—No hacen nada. Mi mamá va a tener otro. Y será mejor que sea niño. —Se volvió y miró muy serio a su padre.

—Yo he hecho lo que he podido, chico —dijo Jack.

—Ahora tengo una canguro —le dijo el niño a Bo—. Y le gustan los bebés de juguete.

Siguiendo con la conversación, Bo meneó la cabeza con lástima.

—Es terrible.

Sintiendo visiblemente que estaban hermanados, el niño se subió al brazo del sillón.

—Yo soy Anthony. Tengo cinco años y medio. Tengo una rana que se llama Nemo, pero la yaya no me deja traerla para comer.

—Las mujeres son así de raras.

En sus brazos el bebé se revolvió y lanzó un grito. O, más bien un berrido, en opinión de Bo, que movió las piernas sin esperanza.

—Puedes cogerlo —le dijo Ryan—. Solo tienes que ponerle una mano bajo la cabeza, porque el cuello se le va. Luego lo apoyas contra tu hombro y le das unas palmaditas en la espalda. Eso les gusta.

El bebé siguió lloriqueando y, como nadie acudió en su ayuda —los muy sádicos—, Bo puso una mano bajo la cabeza del bebé con mucho cuidado.

—Sí, así —dijo el experto en bebés—. Y la otra la colocas debajo del culito. Se mueve mucho, así que ve con cuidado.

El pánico hizo que empezara a resbalarle el sudor por la espalda. ¿Por qué tenían que hacer a los bebés tan pequeños? Y ruidosos. Seguro que había formas mejores de asegurar la propagación de la especie.

Conteniendo el aliento, Bo levantó al bebé, lo ladeó, lo colocó, y volvió a dejarlo escapar cuando los berridos bajaron a gimoteos.

En la cocina, Fran estaba batiendo unos huevos en un cuenco, Reena troceaba verduras y Bianca estaba embadurnando el pollo. Para Reena era un momento de paz. Un momento íntimo entre mujeres.

La puerta de atrás estaba abierta a la brisa cálida y agradable, y la habitación olía a comida y otros olores. Habían colocado las flores de Bo en un jarrón alto y transparente, y su sobrina estaba ocupada golpeando un cuenco de plástico con una cuchara.

El trabajo y las preocupaciones que conllevaba estaban en otro mundo. Una parte de Reena seguía siendo como una niña en aquella casa, y siempre lo sería. Eso era reconfortante. Y otra parte era una mujer. Eso la enorgullecía.

—Vendrá para acá en cuanto termine en la clínica. —Bianca se incorporó, cerró la puerta del horno—. Llegará tarde, como siempre. Bueno, bueno, mírala. —Se puso las manos en las caderas y estudió a su hija pequeña—. Tienes cara de felicidad.

—¿Y por qué iba a tenerla?

—Será el amor —dijo Fran y, después de dejar a un lado el cuenco, se inclinó tanto como se lo permitió la barriga—. ¿Vais en serio?

—Cada cosa a su tiempo.

—Es muy fogoso. ¿Qué? —Fran se echó hacia atrás, encogiendo los hombros—. ¿No puedo pensar que es fogoso? Y además tiene esa mirada de cachorrito… así que tienes dulzura y fogosidad en una misma persona, como caramelo fundido de hombre.

—¡Fran! —Reena habló con una risa sorprendida, mientras miraba a su hermana con los ojos desorbitados—. Pero qué dices.

—No soy yo. Son las hormonas.

—Mire a donde mire, solo veo mujeres embarazadas. Hace un par de días vi a Gina. Se comió un cuarto de un pastel de café de hacía tres días.

—A mí me pasa con las aceitunas. Me comería una tonelada de ellas. Un bote detrás de otro. —E hizo el gesto de echárselas en la boca.

—Pues con los cuatro yo me moría por las patatas chips. —Bianca comprobó una olla que había al fuego—. Onduladas, cada noche. Nueve meses por cuatro. Madre de Dios, ¿cuántas patatas hace eso? —Rodeó la encimera, cogió el rostro de Reena entre las manos y lo sacudió ligeramente de un lado a otro—. Me gusta verte feliz. Me gusta este Bo. Creo que es tu hombre.

—Mamá…

—Creo que es tu hombre —siguió diciendo Bianca, sin inmutarse—, no solo porque te da esa chispa, porque te mira como si fueras la mujer más fascinante del mundo, sino porque a tu padre los ojos le hacen chiribitas cuando está cerca. No falla. «Así que ese chico se cree que se va a llevar a mi hija, ¿eh? Ya veremos, ya».

—¿Llevarme adónde? ¿A Plutón? Si vive en el mismo barrio.

—Es como tu padre. —Sonrió cuando vio que Reena fruncía el ceño—. Fuerte, sólido, fogoso y dulce —añadió, guiñándole un ojo a Fran—. Y eso, niña mía, es lo que habías estado buscando.

Antes de que Reena pudiera contestar, An entró con Dillon echado contra su hombro.

—Lo siento, llego tarde. ¿De qué hablabais?

—Del chico de Reena.

—Un bombón. Dillon le ha hecho pasar un mal rato. Pero el chico se lo ha tomado bien. —Se sentó a la mesa, se abrió la camisa y acercó la cara del bebé al pecho—. Tu padre le está hablando de su negocio —añadió y le hizo a Reena un gesto con la mano—. No, déjalo. Él también habla del suyo. Mama Bi, me parece que después de todo igual consigues esa terraza que querías para el restaurante.

—Oh, ¿en serio? —Bianca dio unos golpecitos con una cuchara en una olla—. Me gusta que mis hijas traigan a alguien útil a cenar.

Xander asomó la cabeza.

—Eh, nos vamos un momento al restaurante.

—La cena estará en una hora. Si para entonces no estáis sentados a la mesa, os voy a dar con la espátula.

—Sí, señora.

—Llévate a la pequeña. —Fran se inclinó para coger a su hija.

—Claro. —Xander se echó a su sobrina sobre la cintura, donde la cría se puso a botar y parlotear—. Oye, Reena. Ese chico está bien.

—Oh, menos mal —replicó ella cuando su hermano desapareció—. Solo llevamos saliendo unas semanas.

—Cuando la cosa va bien, va bien. —Bianca cogió unos pimientos y los llevó al fregadero para lavarlos.

Calle abajo, Bo estaba con Gib, Xander, Jack y dos de los niños. Estaba evaluando el espacio que había en la parte trasera del restaurante, la limitada zona que habían habilitado para que los clientes pudieran comer fuera durante el verano, el camino que había que recorrer entre las mesas y la puerta.

—Bianca quiere una terraza más grande —le explicó Gib—. De influencia italiana, con baldosas de terracota tal vez. Sería más fácil utilizar madera tratada, más rápido y más barato, pero ella quiere baldosas, o incluso yeso.

—Sí, podría instalarse una plataforma de madera fácilmente. Que venga desde la parte de atrás, por aquí, y haga esquina. Aplicar un tratamiento con pintura… algo con estilo italiano, ya sabe, un mural, o simplemente pintarla para que parezca baldosa o piedra. Y sellarla.

—Un mural. —Gib frunció los labios—. Puede que eso le guste.

—Pero…

—Oh, oh. —Xander sonrió, se balanceó sobre los talones—. Me parece que en ese pero hay muchos ceros.

—Pero —repitió Bo mientras medía la parte posterior de su terraza imaginaria tomando como referencia sus pasos—. Ya que lo hacen, por un poco más podía instalar una especie de cocina de verano. Ya que tienen esa cocina abierta dentro, podrían instalar otra fuera… pero más pequeña e informal.

—¿Cocina de verano?

Bo miró a Gib. Había conseguido llamar su atención.

—Podría instalar otra cocina, otra mesa de trabajo. Pone celosías por los dos lados y planta alguna enredadera, con una pérgola por donde pueda trepar la planta, y a modo de tejado, unos listones. El sol podrá pasar, pero tamizado, y así los clientes no tendrán que quedarse dentro cuando haga demasiado calor para estar al sol.

—Es más elaborado de lo que tenía pensado.

—Vale. Entonces puede limitarse a ampliar lo que ya tiene. Poner un revestimiento o…

—Pero sigue, sigue. Decías de la pérgola.

Xander le dio con el codo a Jack y le dijo por lo bajo:

—Lo pilló.

—Mire… —Bo se tanteó los bolsillos, pero dejó la frase a medias—. ¿Alguien tiene un papel?

Al final cogió una servilleta de papel y, utilizando la espalda de Jack como apoyo, hizo un esquema.

—Uau, a mamá le encantará. Papá, eres un roñoso.

Gib apoyó el codo en el hombro de Xander y se inclinó para ver más de cerca.

—¿Cuánto me costaría algo así?

—¿La estructura? Puedo hacerle un presupuesto aproximado. Aunque primero tendría que tener las medidas exactas.

—¿Habéis terminado? Yo también quiero mirar —Jack se incorporó y estudió el dibujo de la servilleta. Luego miró a su suegro—. Roñoso. La única solución es hacer que Bo se coma la servilleta, matarle y deshacernos del cadáver.

—Ya lo había pensado, pero llegaríamos tarde a la cena. —Gib dejó escapar un suspiro—. Será mejor que volvamos y se lo enseñemos a Bianca. —Le dio una palmada en la espalda a Bo, y le dedicó una sonrisa feroz—. Veremos cuánto dura cuando nos dé el presupuesto.

—Lo dice en broma, ¿verdad? —le preguntó Bo a Xander mientras Gib salía.

—¿Has visto alguna vez Los Soprano?

—Pero si él ni siquiera es italiano. —Parecía un hombre corriente, agradable, que iba con su nietecita por la acera de camino a su casa.

—No se te ocurra decírselo. Me parece que ya no se acuerda. Solo estaba bromeando. Pero ¿ves este sitio? —Se detuvo ante la entrada—. Para mi padre lo más importante es mi madre, sus hijos, los hijos de sus hijos. Primero la familia, y luego el restaurante. No es solo un negocio. Y tú le gustas.

—¿Cómo lo sabes?

—Cuando Reena trae a alguien a cenar un domingo y a mi padre no le gusta, se muestra mucho más amable.

—¿Y eso por qué?

—Porque si no le gustaras, no le preocuparía; se diría a sí mismo que Reena nunca iría en serio contigo. No serías importante. Si mi padre tiene una favorita esa es Reena. Hay algo especial entre ellos dos. Ah, Bella y su troupe ya han llegado. —Y señaló con el gesto calle arriba, hacia un Mercedes SUV último modelo.

La primera en apearse fue una jovencita esbelta, una adolescente. Se echó una reluciente mata de pelo rubio sobre el hombro y fue hacia los Hale.

—La princesa Sofía —le dijo Xander a Bo—. La hija mayor de Bella. Ahora está en la etapa de soy guapa y estoy aburrida. Y esos son Vinny, Magdalene y Marc. Vince… socio de un bufete de abogados, con una familia de mucho, mucho dinero.

—No te gusta.

—Es buen tipo. Le ha dado a Bella lo que ella buscaba, el entorno que siempre ha dicho que merecía. Es un buen padre. Quiere mucho a sus hijos. No es de los que te encuentras charlando en el bar con una cerveza en la mano. Y, por último, pero no por ello menos importante, Bella.

Bo vio a Bella bajar del coche cuando su marido le abrió la puerta.

—Tenéis mujeres muy guapas en la familia.

—Sí, la verdad. Hace que estemos siempre atentos. Eh, Bella.

La saludó con la mano, cruzó la calle corriendo y levantó a su hermana del suelo en un abrazo.

El nivel de ruido era considerable. Era como llegar a una fiesta que llevaba años en marcha y que no daba muestras de aflojar, pensó Bo. El suelo estaba cubierto de niños de diferentes edades, y los adultos pasaban por encima o los rodeaban.

Reena apareció a su lado y le pasó una mano por el brazo.

—¿Aguantas?

—De momento, sí. Dijeron algo de asesinarme, pero al final decidieron que no porque se les hacía tarde para la cena.

—Tenemos nuestras prioridades —añadió ella—. ¿Qué habéis hecho…?

Pero dejó la frase a medias, porque en ese momento Bianca entró y dijo:

—¡A cenar!

No hubo exactamente una estampida, sino más bien un movimiento fluido. Por lo visto, cuando Bianca Hale hablaba, todos escuchaban. Acompañaron a Bo a su sitio, entre Reena y An, y le sirvieron al estilo familiar, con comida suficiente para una semana. El vino circulaba, al igual que la conversación. A nadie parecía importarle si lo interrumpían, si le discutían sus palabras, si no le hacían caso. Todos tenían algo que decir y lo decían cuando les apetecía.

Las normas habituales no servían allí. Si salía la política, pues hablaban de política, de comida, de negocios. Y lo azuzaron sin compasión para que hablara de su relación con Reena.

—Bueno… —Bella lo señaló con su vaso—. ¿A qué altura estáis tú y Reena?

—Ah, yo estoy unas cuatro pulgadas más arriba.

Ella le dedicó una sonrisa felina.

—El último al que trajo…

—Bella —le advirtió Reena.

—El último que trajo a cenar era actor. Al final llegamos a la conclusión de que si podía memorizar sus papeles era porque tenía la cabeza completamente vacía.

—Una vez yo salí con una chica igual —comentó Bo alegremente—. Podía decirte la ropa que llevaba cada uno, lo que decía, quién se había llevado los Oscar, pero no tenía muy claro quién era presidente de Estados Unidos.

—Bella puede hacer las dos cosas —dijo Xander—. Es polifacética. Vince, ¿cómo tiene tu madre el brazo?

—Mucho mejor. La semana que viene le quitan la escayola. Mi madre se rompió el brazo —le explicó a Bo—. Se cayó del caballo.

—Lo siento.

—Pero eso no ha hecho que lo deje. Es una mujer increíble.

—Todo un ejemplo —dijo Bella con una sonrisa muy, muy dulce—. ¿Qué hay de tu madre, Bo? ¿Reena tendrá que competir con ella y nunca logrará estar a su altura?

De pronto la tensión apareció en la mesa.

—En realidad, no veo nunca a mi madre.

—Entonces Reena tiene suerte. Disculpad. —Bella dejó su servilleta y salió corriendo de la habitación.

Reena se levantó y salió tras ella.

—Mira, Bianca, mira lo que Bo ha pensado para el local. —Gib se sacó la servilleta de papel del bolsillo y la alisó—. Pero recuerda, soy el padre de tus hijos, así que no puedes dejarme por este individuo solo porque sabe utilizar el martillo. Pásaselo —le dijo a Fran.

Bella cogió su bolso de mano y salió como una exhalación por la puerta, de atrás, con Reena detrás.

—¿Qué demonios te pasa?

—No me pasa nada, solo quería fumarme un cigarrillo. —Saco una pitillera adornada con piedras preciosas, extrajo de ella un cigarrillo y lo encendió con un encendedor a juego—. No se puede fumar dentro de la casa, ¿te acuerdas?

—Estabas pinchando a Bo.

—No más que los otros. —Tragó humo y lo dejó escapar en una nube de vapor.

—Le estabas pinchando y tú lo sabes. A ver, qué pasa.

—No pasa nada. Además, ¿qué importa? Te lo tirarás unas cuantas semanas y luego irás a por otro. Como siempre.

La furia hizo que Reena hiciera retroceder dos escalones a su hermana.

—Incluso si fuera verdad, es asunto mío.

—Eso, tú métete en tus asuntos, es lo que mejor se te da. Si estás aquí fuera hablando conmigo es porque estás enfadada, si no es imposible pillarte.

—Eso es una idiotez. Te devolví la llamada… dos veces. Y dejé dos mensajes.

Bella dio otra calada, le temblaban los dedos.

—No quería hablar contigo.

—Entonces, ¿por qué llamaste?

—Porque cuando llamé sí quería hablar contigo. —Su voz se quebró y se dio la vuelta—. Necesitaba hablar con alguien y tú no estabas.

—No puedo estar en casa cada minuto del día por si tú tienes una crisis, Isabella. Eso no sería normal.

—No te enfades conmigo. —Se volvió de nuevo hacia ella. Tenía lágrimas en los ojos—. Por favor, no te enfades conmigo.

Con Bella casi siempre había lágrimas, pensó Reena. Pero los que la conocían sabían cuándo eran de ira, cuándo era cuento o cuándo la cosa iba en serio. Y esta vez iba en serio.

—Venga, ¿qué pasa? —Y se acercó, cogió a su hermana de la cintura y la acompañó hasta un banco en el extremo del patio.

—No sé qué hacer, Reena. Vince tiene una aventura.

—Oh, Bella. —Reena se inclinó sobre ella, para acercarla—. Lo siento, lo siento mucho. ¿Estás segura?

—Hace años que tiene aventuras.

—¿De qué estás hablando?

—Otras mujeres. Ha habido otras casi desde el principio. Antes… antes le importaba lo bastante como para ocultármelo. Para actuar con discreción. Para fingir al menos que me quería. Pero ya no. Pasa fuera dos o tres noches a la semana. Y cuando me enfrento a él me dice que me vaya de compras, que le deje en paz.

—No debes tolerarlo, Bella.

—¿Y qué otra opción tengo? —dijo su hermana con amargura.

—Si va con otras mujeres, si no hace honor a vuestro matrimonio, debes dejarle.

—¿Y ser la primera de la familia que se divorcia?

—Te está engañando.

—Me estaba engañando. Cuando engañas a alguien al menos tratas de ocultarlo. Pero ahora lo hace delante de mis narices. Traté de hablar con su madre… porque él siempre le hace caso. Y ¿sabes qué me dijo? Encogió los hombros y me dijo que su padre siempre tuvo amantes, ¿y qué? Tú eres la esposa, tienes todas las ventajas. La casa, los hijos, las tarjetas de crédito, la posición. Lo otro solo es sexo.

—Eso es una estupidez. ¿Has hablado con mamá?

—No puedo. Y tú tampoco. —Oprimió la mano de Reena y trató de contener las lágrimas—. Ella… Oh, Reena, me siento tan estúpida, tan fracasada… todos sois tan felices y yo… yo no lo soy. Fran y Jack, Xander y An, y ahora tú. He invertido trece años en este matrimonio. Tengo cuatro hijos. Y ni siquiera le quiero.

—Oh, Bella.

—Nunca le he querido. Pensaba que sí, de verdad que lo pensaba, Reena. Solo tenía veinte años y él era tan guapo y dulce… y rico. Era todo lo que yo quería. No es malo desear eso. Y le he sido fiel.

—¿Por qué no buscas ayuda?

Bella suspiró, miró más allá del patio, de la casa donde se había criado.

—Hace tres años que voy a una psicóloga. A veces yo también sé guardar un secreto. Ella dice que estoy progresando. Tiene gracia, porque a mí no me lo parece.

—Bella. —Reena le besó el pelo—. Bella, tienes a tu familia. No tienes por qué pasar por esto sola.

—A veces sí. Fran es la dulce, tú la inteligente. Y, aunque Fran es más guapa, yo siempre he sido la guapa porque me he esforzado más. Eso es lo que buscaba y es lo que he recibido.

—Te mereces algo mejor.

—Puede, o puede que no. Pero no sé si puedo romper la relación. Es un buen padre, Reena. Los niños le adoran. Es un buen padre y procura que no les falte de nada.

—Pero ¿te estás oyendo? Es un cochino adúltero.

Con una risa llorosa. Bella apagó su cigarrillo y abrazó a su hermana.

—Por eso te llamé a ti cuando no tenía a nadie. Es así, Reena. Porque sabía que me dirías algo parecido. A lo mejor yo tengo parte de culpa, pero no me merezco un marido que se acueste con otras mujeres.

—Así se habla.

—Vale. —Sacó un pañuelo de papel de su bolso, se secó la cara—. Volveré a hablar con él. —Se puso a retocarse el maquillaje—. Hablaré con mi psicóloga. Y puede que también con un abogado, solo para tantear el terreno.

—Puedes hablar conmigo siempre que quieras. A lo mejor no siempre estoy cuando me llamas, pero te devolveré la llamada. Lo prometo.

—Lo sé. Dios, qué aspecto tan horrible tengo. —Sacó una barra de labios—. Siento lo de antes. De verdad. Te compensaré, le compensaré. Es un chico majo, parece majo. Por eso me he puesto tan furiosa.

—No pasa nada. —Reena la besó en la mejilla—. Todo irá bien.