20

Cuando Reena se marchó eran más de las seis de la mañana. Se separó de O’Donnell para ir al parque de bomberos con Steve. Su compañero introduciría la información y redactaría el informe inicial. Ella hablaría con los bomberos del equipo que había estado en la escena que aún estuvieran despiertos.

Cuando acabara, podía darse una ducha allí mismo. Siempre llevaba una muda de ropa en el maletero. Además, en el parque de bomberos seguramente le ofrecerían una buena cena, y en noches como aquella tenía un hambre voraz.

—Así, con ese tal Goodnight ¿qué pasa? —Al ver la mirada afable de Reena, Steve encogió los hombros—. Gina me va a acribillar a preguntas. Se enfada mucho cuando no le doy detalles.

—De todos modos luego me acribillará a mí también. Tú dile que venga directa a la fuente.

—De acuerdo.

—Lleva muy bien tu trabajo, ¿verdad? Nunca ha sido un problema entre vosotros.

—Se preocupa, desde luego. Pero no, no es un problema. Cuando perdimos a Bigg el año pasado, fue muy duro. No solo para mí, sino también para ella. Lo hemos hablado muchas veces. —Se tocó la oreja—. Es un trabajo de riesgo. Pero va todo junto. No siempre funciona, pero Gina es una mujer fuerte, y tú lo sabes. Tenemos a los niños. Y el que está en camino. Tiene que ser fuerte.

—Gina te quiere. Y el amor es algo duro. —Reena aparcó en el parque de bomberos—. Cuando la llames esta mañana, pregúntale si podría llamar a mis padres. Para que sepan que estoy con este caso y que todo va bien. Y ¿podrías saltarte los detalles, al menos por ahora?

—Claro.

Había un par de hombres lavando la bomba de agua. Steve se entretuvo a hablar con ellos. Reena se limitó a saludarlos y entró con su ropa limpia.

Estuvo lavándose la ceniza del pelo hasta que los brazos le dolieron, y entonces cerró los ojos y dejó que el agua le cayera sobre la cabeza, el cuello, la espalda.

Se notaba los ojos cansados, como si tuviera arenilla por dentro, pero se le pasaría. En cambio, el sabor seguiría allí, por mucha agua que bebiera, eso lo sabía. El sabor del fuego siempre permanecía, pero, incluso cuando desaparecía, no podía olvidarlo.

Reena dedicó tiempo para mimarse. Se puso crema aromatizada, y otra hidratante. Podía entrar en un edificio en llamas, pero no pensaba sacrificar su piel. Ni su vanidad, pensó, mientras se aplicaba cuidadosamente el maquillaje.

Cuando estuvo vestida, se echó el bolso al hombro y fue hacia la cocina para comer algo.

Daba la sensación de que allí siempre había algo cocinándose. Grandes ollas de chile o estofado, un buen pedazo de carne, una sartén de huevos revueltos. Después de cada comida, las largas encimeras y la cocina se limpiaban meticulosamente, pero el ambiente siempre olía a café y comida caliente.

Reena había hecho prácticas en aquel parque de bomberos, y con frecuencia en su tiempo libre iba allí como voluntaria. Dormía en las literas, cocinaba, jugaba a las cartas o veía la televisión en la sala de recreo.

A nadie le sorprendió verla entrar. La recibieron con gestos somnolientos de la cabeza, alegres saludos y un gran plato de beicon con huevos.

Reena se sentó junto a Gribley, un hombre que llevaba doce años de servicio, con una cuidada perilla y cicatrices de quemaduras en la clavícula. Cicatrices de guerra.

—Dicen que el pirómano de anoche te dio un toque de atención.

—Es verdad. —Comió huevo y lo bajó con ayuda de una Coca Cola que había cogido de la nevera—. Parece que tiene algo pendiente conmigo. El incendio ya se había iniciado cuando llegué. Unos diez minutos después de que llamara.

—Un tiempo de reacción bastante malo —comentó Gribley.

—No me dijo que hubiera prendido fuego a nada, entonces me habría dado más prisa. La próxima vez lo haré.

Del otro lado de la mesa, uno de los hombres levantó la cabeza.

—¿Esperas que haya una próxima vez? ¿Crees que esto se repetirá?

—Estoy preparada. Y vosotros tendríais que estarlo también. Esta vez me lo ha puesto fácil. Ha sido como una prueba. Como cuando estiras el brazo para pasarlo por el hombro de una mujer. Creo que quería ver cómo reaccionaba. ¿Os fijasteis en el primer piso, en la pared del extremo más oriental?

—Sí. —Gribley asintió—. En esa zona el fuego estaba en pleno apogeo cuando llegamos. Parte de la pared estaba levantada, y había agujeros de ventilación en el techo.

—Lo mismo que en la planta baja —siguió diciendo Reena—. El hombre se tomó su tiempo. Encontramos cuatro cajas de cerillas, y una no prendió.

—Había material combustible repartido por toda la primera planta, y bajaba hasta la planta baja. —El hombre que tenía enfrente, Sands, cogió su tazón de café—. No habían prendido del todo cuando llegamos. Si quieres mi opinión, ese hombre ha hecho una chapuza.

—Sí. —Pero ¿había sido por descuido o lo había hecho a propósito?

—Ha sido casi una niñería. —Reena estaba sentada repantigada en su silla. O’Donnell la imitó—. Gasolina, papel y cerillas. El tipo de cosas con las que jugaría un crío. Si dejamos aparte los orificios que hizo para ventilar, es cosa de niños, o de aficionados. Cajas de cerillas que no llegan a prender… para que podamos encontrarlas. ¿Creía que no descubriríamos lo de la ventilación, o al contrario, lo hizo para que lo descubriéramos?

—Sí lo que quieres es psicoanalizarlo, yo diría que sí, quería que tú lo vieras. Los demás solo estamos de relleno. Tú eres la protagonista.

—Gracias, me tranquilizas mucho. —Se sentó bien, silbó—. ¿Quién? ¿Por qué? ¿Dónde se han cruzado nuestros caminos? O tal vez solo se han cruzado en su cabeza.

—Revisaremos otra vez los casos antiguos. Y empezaremos a hablar con las personas implicadas. A lo mejor se trata de alguien a quien mandamos a la cárcel. O no. A lo mejor es alguien con quien tuviste una relación y no le gustó que terminara.

Ella meneó la cabeza.

—No he tenido una relación seria con nadie. No he querido tener una relación seria con nadie desde… —dejó la frase sin acabar, y cuando vio que O’Donnell seguía mirándola fijamente, se puso a frotarse la nuca—. Tú ya lo sabes, O’Donnell. No he ido en serio con nadie desde lo de Luke.

—Mucho tiempo para no ir en serio.

—Puede, pero lo prefiero así. Y si se te ha pasado por la imaginación que podría ser Luke, olvídalo. Nunca se le ocurriría arrastrarse por un sucio edificio. Se ensuciaría su traje de diseño.

—A lo mejor llevaba ropa especial. ¿Aún está en Nueva York?

—Que yo sepa sí. De acuerdo. —Levantó las manos—. Lo comprobaré. Y detesto tener que comprobarlo.

—¿Alguna vez te has parado a pensar lo mal que se portó contigo?

—Jo, solo me hizo un par de moretones. Me he hecho cosas peores jugando al touch football.

—No estoy hablando de tu cara, Hale. Estoy hablando de cómo dejaste que te afectara. Es una pena que le dieras esa satisfacción. Voy a por un café. —Se levantó y se alejó para darle tiempo para pensar.

Sin embargo Reena renegó por lo bajo y se volvió hacia su ordenador para buscar datos actualizados sobre Luke Chambers.

Cuando O’Donnell volvió con un tazón de café, Reena habló con voz rígida.

—Luke Chambers tiene una dirección en Nueva York y sigue trabajando para la misma empresa de asesoramiento financiero que le llevó a Wall Street. Se casó en diciembre de 2000 con Janine Grady No tuvieron hijos. Su mujer murió el 11-S. Trabajaba en la planta sesenta y cuatro de la Torre Uno.

—Qué fuerte. Una cosa así tiene que afectar mucho. No le habría pasado si hubieras hecho lo que él quería.

—Por Dios, eres como un perro con un hueso. Vale. Me pondré en contacto con la policía de la zona para que comprueben si anoche estaba en Nueva York.

O’Donnell fue hasta la mesa de Reena y le puso delante la lata de Diet Pepsi que llevaba metida en el bolsillo.

—Si me hubiera pasado a mí, insistirías para que yo hiciera lo mismo. Y si no, tú lo harías por mí.

—Estoy cansada, nerviosa. Y saber que tienes razón solo hace que me den ganas de pegarte.

Con una sonrisa de satisfacción, O’Donnell volvió a sentarse ante su mesa.

Fue un alivio volver a casa. Lo único que quería en aquellos momentos era dormir.

Cuando entró, dejó el monedero sobre la pilastra de la escalera. Pero por un momento se le apareció la cara de desaprobación de su madre, así que lo cogió y lo guardó en el armarito.

«Bueno ¿ya estás contenta?».

No hizo caso de la luz que parpadeaba en el contestador y fue directa a la cocina.

Arrojó el correo sobre la mesa y dejó al lado el dossier del caso, que se había traído de la oficina. Primero a dormir, se dijo a sí misma, pero al final se rindió y fue a escuchar los mensajes.

En cuanto la máquina anunció que el primer mensaje se había recibido a las dos y diez de la madrugada, su corazón empezó a latir con fuerza.

—«¿Te ha gustado la sorpresa? Apuesto a que sí, porque veo que todavía sigues allí. Todo ese fuego… rojo y dorado, azul incandescente. Apuesto a que te has puesto caliente. Que te daban ganas de entrar y dejar que ese vecinito te follara mientras el edificio se quemaba. Yo lo haré mucho mejor. Tú espera. Espera y verás».

Ahora su respiración era muy fuerte, y rápida. Apretó pausa y cerró los ojos hasta que consiguió controlarse.

La había estado observando. Sabía que Bo estaba con ella. Que había ido hasta la ventana.

Había estado lo bastante cerca para observarla, y sin embargo ella no se había dado cuenta. ¿Era una de las personas que salieron de los edificios vecinos? ¿Uno de los conductores de los coches que pasaban? ¿Uno de los rostros entre la multitud?

Que la miraban. Que miraban cómo miraba las llamas.

Sintió un estremecimiento. Quería asustarla, y Reena no podía evitarlo. Pero sí podía controlar lo que hacía al respecto.

Escuchó el resto de los mensajes.

El segundo era de las siete y media.

—«¿Aún no estás en casa? —Y se rio, como si contuviera un poco el aliento—. Estás muy ocupada, mucho, mucho».

—Eres muy atrevido, ¿eh, cabrón? —dijo ella en voz alta—. Eso es un error.

El tercer mensaje era de las siete cuarenta y cinco.

—«Reena».

Reena se sobresaltó, luego dejó escapar un suspiro al reconocer la voz de Bo. Sí, la verdad es que estaba muy asustada.

—«Tu coche no está, así que supongo que aún estás trabajando. Hoy tengo que preparar un presupuesto, y tengo que salir a por material. Parece poca cosa después de la aventura de anoche. De todas formas, si luego estás en casa, llámame».

El siguiente mensaje llegó una hora después… Gina, que quería verla para que la pusiera al corriente de todo lo relacionado con su nuevo chico.

—Me parece que llegas tarde. —Reena emitió una especie de silbido y chasqueó los dedos—. Ahora está, ahora no.

Y luego frunció el ceño cuando oyó la voz llorosa de su hermana Bella.

—«¿Por qué nunca estás cuando te necesito?».

Como no decía nada más, Reena echó mano del teléfono. Pero se contuvo. A veces tenía que pensar primero como policía, luego como hermana.

Borró todos los mensajes menos los dos primeros, sacó la cinta y la guardó en una bolsa antes de poner una nueva en el contestador.

Llamó a O’Donnell para meterle prisa.

—Así que estaba allí.

—Seguramente. O aquí, porque me vio marcharme con Bo. Es posible que me estuviera vigilando y luego me siguiera hasta allí No he puesto nadie que vigile mi casa, y lo había estado pensando.

—Haremos otro sondeo por la mañana —le dijo—. Llamaré para que te pongan un coche patrulla delante de casa esta noche.

Ella quiso protestar, pero calló.

—Buena idea. Alguien de nuestra unidad, ¿de acuerdo? Si ve un coche patrulla a lo mejor se acobarda. Es mejor que vaya camuflado.

—Lo diré. Y ahora descansa un poco.

Reena pensó en la llamada de Bella.

—Sí. —Y se restregó sus ojos cansados—. Lo haré.

Miró el teléfono. Tenía que llamar a su hermana. Por supuesto que tenía que llamarla. El hecho de que seguramente aquel arrebato se debiera a algo tan insignificante como que se había roto una uña no tenía importancia. Era injusta con ella. Su hermana no era tan ridícula. Casi, pero no tanto.

A lo mejor se trataba de los niños, aunque de ser así seguramente habría recibido media docena de llamadas de otros familiares. Si fuera tan urgente, sus padres la habrían llamado al móvil.

Pero ¿qué decía de ella que diera tantas vueltas a una simple llamada?

Reena cogió el auricular y marcó el teléfono de su hermana de memoria.

No supo muy bien si sentirse aliviada o irritada cuando la asistenta le informó de que Bella estaba en el salón de belleza. Porque eso también podía significar que había una crisis, pensó Reena cuando colgó. Su hermana se iba al salón de belleza igual que otra gente se iba a urgencias.

Estaba a punto de subir cuando oyó que llamaban a la puerta. Se preguntó si sería Bo, notando un hormigueo por las costillas. Pero cuando abrió, a quien encontró en la puerta fue a una exuberante Gina, embarazada de seis meses.

—Steve me ha dicho que estarías en casa. Solo quería ver cómo estabas. —Y le dio un fuerte abrazo—. Menuda nochecita, ¿verdad? ¿Estás bien? Pareces cansada. Tendrías que dormir un poco.

—No me iría mal, no —dijo Reena cuando Gina pasó.

—Bueno, sentémonos. Mi madre se queda a los niños un par de horas. Que Dios la bendiga con juventud y belleza eternas. —Se dejó caer en el sofá, se dio unas palmaditas en su vientre hinchado y sonrió mirando las paredes, que los anteriores propietarios habían pintado de un extraño verde kiwi—. ¿Ya has elegido los colores? Tendrías que ponerte ahora que hace buen tiempo, así podrías dejar las ventanas abiertas para que se fuera el olor. Steve te echará una mano.

—Se agradece. La verdad es que todavía no me he decidido por nada. Estoy pensando en algo un poco más clásico.

—Cualquier cosa sería más clásica que esto. Puedo ayudarte. Me encanta elegir colores. Es como un juego. ¿Ya estás más animada?

—¿Es que parece que necesito que me animen?

—Steve me lo cuenta todo, Reene. No te preocupes, no he dicho nada a tu familia ni a nadie. Y no lo haré si es lo que quieres. Me preocuparé por ti yo sola.

—No tienes por qué preocuparte.

—Por supuesto que no. Solo porque un pirómano está lo bastante obsesionado con mi mejor amiga como para quemar nuestra escuela de primaria.

Reena suspiró, y se levantó para ir a la cocina a servir un par de vasos altos de San Pellegrino.

—¿Tienes algo para acompañar? —preguntó Gina desde detrás—. Algo con grandes cantidades de azúcar.

Reena sacó lo que quedaba de un pastel de café.

—Es de hace unos días —le advirtió.

—Sí, como si eso importara. —Y, con una risa, cogió un trozo—. Comería corteza de árbol si llevara azúcar. —Se sentó a la vieja mesa de carnicero que Reena utilizaba como mesa para la cocina—. Vale, yo he estado ocupada y tú también. Pero ya es hora de que me cuentes todos los detalles sobre ese carpintero. Mi madre se enteró por tu madre de que le conociste en la universidad. Yo conocía a la misma gente que tú, y no recuerdo a nadie que se llamara Goodnight.

—Porque no le conocíamos. Al menos yo no. Él me vio cuando estábamos en la universidad.

—Mi madre nunca se entera. —Gina cogió otro trozo—. Siéntate y cuenta, cuenta.

Al hacerlo, la terrible sensación de agotamiento se apaciguó con las exclamaciones, los «Oh, Dios mío» y el gesto de llevarse la mano al corazón con que Gina aderezaba sus palabras.

—Te vio en la otra punta de una habitación y no ha podido olvidarte. Durante todos estos años te ha llevado en su…

—Poll…

—Oh, calla. Qué romántico. Como Heathcliff y Catherine.

—Estaban locos.

—Oh, por Dios. Vale, pues como Algo para recordar. Me encanta esa película.

—Claro. Si quitamos que no vivimos cada uno en una punta del país, que yo no estoy prometida a otro y él no es un viudo con un hijo, es más o menos lo mismo.

Gina la señaló con el dedo.

—No pienso dejar que me lo estropees. Llevo seis años casada y estoy esperando mi tercer hijo. Ya no me pasan cosas tan románticas. Bueno, ¿y es guapo?

—Mucho. Está muy en forma. En parte seguramente es por el trabajo que hace. Todo manual.

—Y ahora al grano. ¿Y en la cama?

—¿Quién te ha dicho que nos hemos acostado?

—¿Cuánto hace que nos conocemos, Reena?

—Vale. Me has pillado. Es fuera de lo común.

Gina se echó hacia atrás.

—Nunca habías dicho algo así.

—¿Decir qué?

—Siempre dices que es genial, o intenso. A veces divertido, o mediocre. Si tuviera que utilizar una puntuación, diría que ninguno de tus hombres ha pasado del ocho.

La frente de Reena se arrugó.

—He tenido algún diez. Y me parece que estás demasiado obsesionada con mi vida sexual.

—¿Para qué están las amigas? ¿Cómo es el mejor sexo del que has disfrutado en tu joven y aventurera vida?

—Yo no he dicho… vale, lo es. No sé. Es genial, intenso y divertido, y romántico. Incluso cuando es más salvaje. Pero después de lo de anoche, se acabó.

—¿Qué? ¿Por qué? Si acabo de enterarme.

Reena sirvió más agua con gas, se sentó y se quedó mirando las burbujas.

—Arrastrar a un hombre a la escena de un delito en el que además de profesionalmente, también estás implicada de modo personal, dejar que te vea con el traje de bombero, gritando órdenes, algunas a él, que además es consciente de que hay un chiflado obsesionado contigo. Le quita todo el encanto a la relación, Gina.

—Pues entonces es que la tiene muy pequeña.

Reena meneó la cabeza con una risa.

—No, no es verdad. Ni simbólica ni literalmente. Acabábamos de empezar a bailar. Y cuando la canción cambia de forma tan brusca, la cosa se complica mucho.

Gina dio un bufido y se recostó en el asiento.

—Bueno, pues si esa es su actitud, entonces no me gusta.

—Te gustaría. Es muy atractivo. Y no se lo reprocharé si se echa atrás.

—Lo que significa que todavía no lo ha hecho.

—Anoche me dio la impresión de que lo haría. Pero aún no es oficial.

—¿Sabes cuál es tu problema, Reena? Eres una pesimista. Cuando se trata de hombres, eres demasiado pesimista. Por eso… —Se interrumpió, frunció el ceño, dio un sorbito a su agua.

—Venga, no te calles ahora.

—Vale, pero que conste que si te digo esto es porque te quiero. Por eso tus relaciones nunca duran y nunca pasan a un plano más profundo. Ha sido así desde la universidad. Desde lo del pobre Josh, y desde que pasó lo de Luke, ha ido a peor. Menudo cabronazo —añadió Gina cuando vio que Reena farfullaba—. De eso no hay duda. Pero lo que pasó con él te hizo liarte aún más, y ha hecho que te cierres a la posibilidad de establecer un vínculo más fuerte con nadie.

—Eso no es verdad. —Pero era consciente de la poca convicción que transmitían sus palabras.

Gina estiró el brazo y la cogió de la mano.

—Cielo, te estoy oyendo y hablas de ese hombre de una forma que no te oía desde que éramos niñas. Veo mucho potencial, y en cambio ya estás dispuesta a renunciar. Demonios, ya te estás haciendo a la idea. ¿Por qué no esperas a ver qué pasa antes de tachar su nombre?

—Porque me importa —dijo en voz baja, y Gina le oprimió la mano—. Porque me mira y me importa. Nunca me había sentido así. Ni una vez, con nadie. Y para mí era perfecto no poder o no querer sentir eso por nadie. Perfecto. Tengo todo lo que necesito en mi vida. Mi familia, mi trabajo. Si quisiera un hombre, los hay a montones ahí fuera. Pero él me importa, me importa tanto que no quiero hundirme cuando se vaya.

—¿Estás enamorada?

—No estoy segura. Y tengo miedo.

Gina se levantó con una amplia sonrisa en los labios y fue a rodear a Reena con sus brazos. La besó en la coronilla.

—Felicidades.

—Creo que anoche lo estropeé todo.

—Tú espera a ver. Recuerda lo desastre que fui yo cuando la cosa empezó a ir en serio con Steve.

Reena sonrió.

—Estuviste muy bien

—Estuve espantosa. —Se puso derecha y masajeó los hombros de Reena con aire ausente—. Quería irme a Roma y pasar un año allí, y tener una aventura salvaje con un artista atormentado. ¿Cómo se suponía que iba a hacerlo si un bombero había alterado todos mis esquemas? Y sigue haciéndolo, aún me da miedo. A veces lo miro y pienso qué haría yo si le pasa algo y lo pierdo. Si él se enamorara de otra. Dale una oportunidad. —Le puso una mano en la mejilla—. Ni siquiera le conozco y ya te estoy diciendo que le des una oportunidad. Ahora me iré a recoger a mis hijos y volveré al circo que es mi vida. Llámame mañana.

—Lo haré. Gina. Me has animado, de verdad.

—Entonces he hecho bien mi trabajo.

Reena durmió tres horas y despertó con el corazón acelerado y los últimos coletazos de una pesadilla en la cabeza. Fuego y humo, miedo, oscuridad… una maraña de elementos que no querían fusionarse. Seguramente es lo mejor, pensó, acurrucándose para esperar a que se le normalizara el pulso.

Tenía pesadillas de vez en cuando, sobre todo cuando estaba estresada o demasiado cansada. Los policías tenían tendencia a tenerlas. Nadie ve lo que ve un policía, nadie toca o huele lo que ellos.

Pero se desvanecería, como siempre. Y Reena podía vivir con esas imágenes porque su trabajo implicaba que hacía algo para solucionarlas.

Se incorporó en la cama y encendió la luz. Comería un poco, adelantaría algo de trabajo. Así ahuyentaría aquel acceso de insomnio y preocupación.

Aún estaba algo dormida cuando bajó las escaleras. Gina tenía razón, decidió mientras pasaba los dedos por una pared. Tendría que plantearse en serio lo de la pintura, elegir algunas muestras y hacer la casa suya.

¿Pánico al compromiso? Llevaba años deseando comprar una casa y no había hecho más que posponerlo. Y ahora no se implicaba en su casa, estaba evitando convertirla en un reflejo de sus gustos y su estilo.

Bueno, el primer paso era reconocer que tenía un problema. Así que compraría la maldita pintura y daría el paso.

Resolvería aquel caso. Y luego se tomaría una semana libre y haría algo para ella. Pintar y empapelar, alguna visita a almonedas y tiendas baratas. Plantaría algunas flores.

Estuvo remoloneando por la cocina sin mucho interés. En realidad no tenía ganas de comer. Tenía ganas de pensar. No era culpa suya si era policía y a veces su trabajo era poco atractivo y absorbente. No era culpa suya si Bo no era capaz de tolerarlo. Pánico al compromiso y un cuerno. Estaba a punto de comprometerse con él por primera vez en su vida y él va y salta del barco ante la primera ola.

Lo había echado a perder.

Era él quien la había buscado. Con sus ojos verdes y soñadores y su boca tan sensual. El muy cerdo. Sacó ajo, tomates, y empezó a trocear mientras mentalmente hacía picadillo a Bo. ¿La chica de sus sueños? Qué estupidez. Ella no era la chica de los sueños de nadie y no tenía intención de serlo. Era lo que era y punto. Si le gustaba bien, y si no era su problema.

Calentó aceite de oliva en una sartén, sacó vino tinto.

No lo necesitaba. Había montones de hombres ahí fuera si le apetecía. No necesitaba ningún carpintero encantador, sexy y divertido que llenara los vacíos que había en su vida.

No había ningún vacío en su vida.

Echó el ajo en el aceite y se dio un susto cuando oyó que llamaban a la puerta de atrás. Que susto, pensó, pero cogió la pistola, que había dejado en el mármol.

—¿Quién es?

—Soy Bo.

Con un suspiro de alivio, dejó la pistola en el cajón de los trastos. Desentumeció los hombros y abrió.

Sentía una presión en el pecho, no podía evitarlo. Presión en el pecho, garganta seca, pesadez de estómago. Para ella aquello significaba un miedo desconocido y temible en lo que se refería a hombres.

Pero cuando abrió, le dedicó a Bo una sonrisa informal.

—¿Necesitas azúcar?

—No. ¿Has escuchado mi mensaje?

—Oh, sí. Lo siento. No llegué a casa hasta las cuatro, y tuve visita. He dormido un poco. Acabo de levantarme.

—Me lo imaginaba. Las cortinas de tu cuarto estaban cerradas cuando llegué a casa, así que supuse que estabas durmiendo. Cuando he visto que había luz he decidido arriesgarme. Hum… hay algo que huele muy bien, además de ti.

—Oh, mierda. —Fue corriendo hacia la cocina y retiró el ajo del fuego—. Me estaba preparando un poco de pasta. —Añadió los tomates troceados, y un chorrito de vino. A lo mejor no tenía mucha hambre, pero se alegró de tener algo que hacer con las manos. Luego agregó albahaca, molió un poquito de pimienta y dejó que se hiciera al fuego.

—Parece que se te da bien la cocina. Aún pareces cansada.

—Gracias. —A Reena su voz le sonó ácida como un limón—. Me gusta que me lo digas.

—Estaba preocupado.

—Lo siento, gajes del oficio.

—Sí, eso parece.

—Te voy a poner un poco de vino.

—Gracias. —Bo no apartó los ojos de ella—. No estaría mal. ¿Podrías decirme algo más sobre lo que pasó anoche?

—Allanamiento, incendio provocado con diversos focos de origen, mensajes dirigidos a la investigadora que lleva el caso. No hay víctimas. —Le pasó un vaso de vino tinto.

—¿Estás enfadada porque estás cansada, porque ese animal te está complicando la vida o es por mí?

La sonrisa de Reena fue tan ácida como su tono.

—Elige tú.

—Vale, entendido. ¿Por qué no me explicas lo que pasó?

Ella se apoyó contra el mármol.

—Hice lo que me han enseñado a hacer, lo que estoy obligada a hacer, por lo que me pagan.

Él esperó un momento, asintió.

—¿Y?

—¿Y qué?

—Eso es lo que quiero saber ¿y qué? ¿Quién está discutiendo?

Podía mostrarse civilizada, se dijo Reena a sí misma. Civilizada y madura. Sacó una cacerola, la puso en el fregadero y la llenó de agua.

—Si tienes hambre, hay comida de sobra.

—Claro. ¿Estás enfadada conmigo porque anoche me interpuse en tu camino?

—No tendrías que haberlo hecho.

—Cuando alguien que me importa hace algo estúpido, algo peligroso, me interpongo en su camino.

—Yo no hago cosas estúpidas.

—Normalmente no, o eso parece. Pero ese hombre te hizo bajar la guardia.

—Y tú qué sabrás. —Llevó la cacerola a la cocina y encendió un fogón—. Casi no me conoces. —Y se puso muy rígida cuando él apoyó una mano en su mano y la hizo volverse hacia él.

—Sé que eres lista, entregada, que quieres mucho a tu familia y que cuando ríes lo haces con toda la cara. Sé que te gusta el béisbol y dónde te gusta que te acaricien. Que te gusta el pastel de merengue de limón y que no tomas café. Sé que no te asusta meterte en un fuego. Dime lo que quieras, y sabré más cosas.

—¿Por qué has venido, Bo?

—Para verte, para hablar contigo. Y de paso me zamparé un buen plato de pasta.

Ella retrocedió, cogió su vino.

—Pensé que después de lo de anoche te sentirías incómodo.

—¿Incómodo con qué?

—No seas obtuso.

Él levantó las manos.

—Lo intento. Incómodo… contigo.

Ella se encogió ligeramente de hombros, dio un sorbito.

—Y tenía que sentirme incómodo contigo porque… Vale, no me das opciones —dijo al ver que ella no decía nada—. ¿Porque discutimos por el hecho de que querías ir sola? No, no es eso, porque gané yo. ¿Porque tuve que mantenerme al margen? Tampoco puede ser porque yo no soy policía ni bombero. Lo reconozco, no lo entiendo.

—No te gustó que entrara en el edificio.

—¿En un edificio en llamas? —Bo profirió un sonido, como si escupiera una risa—. Tienes toda la razón. ¿Se supone que me tiene que gustar que te metas en medio de un fuego? Pues entonces es un problema, porque eso nunca pasará. Dejando aparte el hecho de que era mi primera experiencia con fuego, creo que me comporté. No salí corriendo detrás de ti y te saqué a rastras de allí, ni nada por el estilo. Cosa que me pasó momentáneamente por la cabeza. ¿Es que para estar contigo me tiene que gustar que arriesgues tu vida?

Ella lo miró.

—Dios. Soy una pesimista.

—Pero ¿de qué hablas? ¿Podrías traducirme ese extraño lenguaje femenino que usas para que pueda entender algo?

—¿Quieres estar conmigo, Bo?

Él levantó las manos. Era la viva imagen de un hombre frustrado.

—Estoy aquí, ¿no?

Ella rio, meneó la cabeza.

—Sí, estás aquí. Desde luego. Tendré que disculparme.

—Bien. ¿Por qué?

—Por dar por sentado que eras un imbécil. Que romperías conmigo porque no te gustaba lo que hago, lo que soy. Por convencerme a mí misma de que no me importaba si lo hacías. No lo había logrado aún, pero estaba en ello. Por estar enfadada contigo cuando en realidad era yo la que no estaba llevando bien lo que soy. Creo que tengo algunos problemas en ese campo… en el campo de las relaciones.

Se acercó a él, le puso las manos en las mejillas y lo besó con ternura.

—Perdona.

—Entonces, ¿puede decirse que ya hemos terminado nuestra primera discusión?

—Eso parece.

—Bien. —Le puso las manos sobre las mejillas y le devolvió el beso—. La primera siempre es la más dura. Hablemos de otra cosa mientras comemos, que espero que sea pronto porque lo único que he comido esta noche ha sido un sandwich de mantequilla de cacahuete.

Reena se dio la vuelta para coger la pasta.

—Pues esto estará mucho mejor.

—Ya lo está.