2

Quería volver directamente a la cocina, portarse bien. Como Fran. Pero oyó la voz de Pete, parecía como si estuviera llorando. También oyó a su padre, pero no pudo entender lo que decía.

Así que fue sigilosamente hacia la sala de estar.

Pete no estaba llorando, pero daba la sensación de que lo haría de un momento a otro. El pelo largo le caía sobre la cara, y se estaba mirando las manos, cruzadas sobre el regazo.

Tenía veintiún años. Le habían hecho una pequeña fiesta en Sirico’s, solo para la familia. Porque el chico trabajaba allí desde que tenía quince años y era como si fuese de la familia. Cuando dejó preñada a Theresa y tuvo que casarse, sus padres les habían dejado el apartamento del piso de arriba con un alquiler muy bajo.

Reena sabía todo esto porque había oído al tío Paul hablando con su madre. Siempre tenía que hacer penitencia por escuchar las conversaciones de los demás. Pero valía la pena rezar un par de avemarías de más.

En aquellos momentos su madre estaba sentada junto a Pete, con la mano en su pierna. Su padre estaba sentado delante, en la mesita auxiliar… y eso que a ellos nunca les dejaban sentarse ahí. Reena seguía sin entender lo que decía su padre, porque hablaba demasiado bajo, pero Pete hacía que no con la cabeza todo el rato.

Y entonces levantó la cabeza y sus ojos brillaron.

—Lo juro, no dejé nada encendido. Lo he repasado mil veces en mi cabeza, todo. Dios, Gib, si la hubiera cagado te lo diría. Tienes que creerme. No me estoy cubriendo las espaldas. Theresa y el bebé… si les hubiera pasado algo yo…

—Pero no les ha pasado nada. —Bianca le oprimió la mano.

—Theresa estaba tan asustada… Los tres lo estábamos. Cuando sonó el teléfono. —Miró a Bianca—. Cuando llamaste y dijiste que había un incendio y teníamos que salir fue como un sueño. Cogimos al niño y echamos a correr. Ni siquiera noté el olor del humo hasta que tú llegaste para ayudarnos a salir.

—Pete, quiero que pienses detenidamente. ¿Cerraste bien?

—Claro, yo…

—No. —Gib meneó la cabeza—. No me digas que sí y ya está. Trata de recordar paso a paso. A veces hacemos las cosas de forma tan mecánica que podemos saltarnos algo sin darnos cuenta. Piensa. ¿Quiénes fueron los últimos clientes en salir?

—Ah. Dios. —Pete se pasó una mano por el pelo—. Jamie Silvio y la chica con la que está saliendo. Una nueva. Compartieron unos pepperoni, y tomaron un par de cervezas. Y Carmine. Se quedó hasta la hora de cerrar, tratando de convencer a Toni para que saliera con él. Se fueron más o menos a la misma hora. Toni, Mike y yo acabamos de recoger. Yo hice caja… oh, Dios, Gib, el sobre del banco todavía está arriba. Yo…

—No te preocupes por eso ahora. ¿Tú, Toni y Mike salisteis juntos?

—No, Mike se fue antes. Toni se quedó mientras yo terminaba. Debían de ser las doce; se queda más tranquila si alguien vigila mientras ella va hasta su casa. Salimos… y recuerdo que yo saqué las llaves y ella me dijo que le gustaba el llavero. Theresa hizo que me pusieran una foto de Rosa en el aro. Recuerdo que Toni dijo que era muy bonito cuando yo estaba cerrando la puerta. Cerré, Gib, te lo juro. Puedes preguntárselo a Toni.

—De acuerdo. Todo esto no es culpa tuya. ¿Dónde vas a quedarte?

—Con mis padres.

—¿Necesitáis algo? —preguntó Bianca—. ¿Pañales para el bebé?

—Mi madre tiene siempre en casa para cuando vamos. Solo quería venir para deciros lo que ha pasado. Para saber si puedo hacer algo. Solo quería pasarme a ver. No nos dejan entrar, han precintado la pizzería. Pero tiene mala pinta. Quiero saber si puedo hacer algo. Tiene que haber algo que pueda hacer.

—Habrá mucho que hacer cuando nos dejen entrar a limpiar. Pero de momento, ve con tu mujer y tu hija.

—Podéis llamarme a casa de mi madre si necesitáis algo. A la hora que sea. Siempre os habéis portado muy bien conmigo, con nosotros. —Y se adelantó para darle un abrazo a Gib—. Para lo que sea.

Este fue hasta la puerta y entonces se volvió hacia Bianca.

—Quiero ir a echar un vistazo.

Reena entró a toda prisa en la habitación.

—Yo también quiero ir. Voy contigo.

Gib abrió la boca, y Reena supo que le iba a decir que no. Pero Bianca lo miró y negó con la cabeza.

—Sí, ve con tu padre. Luego hablaremos de tu afición a escuchar las conversaciones de los demás. Y esperaré a que volváis para llamar a mis padres. A lo mejor hay alguna novedad y la cosa no es tan grave como pensamos.

No, en realidad era peor, o al menos a Reena se lo parecía. A la luz del día, los ladrillos negros, el cristal roto, los restos empapados tenían un aspecto terrible y olían aún peor. Parecía imposible que el fuego hubiera hecho tanto daño en tan poco tiempo. Reena vio el interior arrasado a través de la abertura donde antes estaba la enorme cristalera con la pizza pintada. El desorden donde antes estaban los bancos naranjas y las viejas mesas, el metal retorcido de lo que antes eran las sillas. La luminosa pintura amarilla había desaparecido, igual que la enorme pancarta con el menú que había en la zona donde su padre, y a veces también su madre, trabajaba la masa para entretener a los clientes.

El hombre con el casco de bombero y la linterna salió con una especie de caja de herramientas en la mano. Era mayor que su padre. Reena lo sabía porque tenía más arrugas en la cara, y el pelo que veía debajo del casco estaba casi blanco.

El inspector había estudiado brevemente al padre y la hija antes de salir. El padre, Gibson Hale, era de esos hombres larguiruchos y delgados que rara vez se vuelven más corpulentos. Y después de la noche que había pasado se le veía muy desmejorado. Tenía una buena mata de pelo rizado, de color arena, con las puntas desvaídas. De salir al sol cuando no debía sin sombrero.

John Minger no estudiaba solo el fuego, sino a la gente que se veía implicada.

La niña era preciosa, incluso con aquella mirada cansada por la falta de sueño. Tenía el pelo más oscuro que el padre, pero los rizos eran los mismos. A John le dio la impresión que sería igual de alta que él, o incluso más.

Los había visto la noche antes cuando llego al lugar de los hechos A la familia entera, todos juntos, como los supervivientes de un naufragio. La mujer era un bombón. De las que no es fácil ver fuera de una pantalla de cine. Según le parecía recordar, la hija mayor se le parecía mucho. Y la mediana no llegaba a la puntuación de uau por muy poco. El chico era guapo, y aún tenía ese aire robusto de la infancia. La niña que iba con el padre parecía ágil, y los moretones y los arañazos que tenía en sus largas piernas le hicieron pensar que seguramente pasaba más tiempo correteando con su hermano que jugando con muñecas.

—Señor Hale, me temo que todavía no puedo dejarle entrar

—Solo venía a ver. ¿Han encontrado… sabe ya cómo empezó?

—En realidad quería hablarlo con usted. ¿Quién es esta señorita? —preguntó dedicándole una sonrisa a Reena.

—Mi hija Catarina. Lo siento, he olvidado su nombre.

—Minger, inspector John Minger. Dijo usted que una de sus hijas vio el fuego y le despertó.

—Fui yo —dijo Reena enseguida. Seguramente era pecado estar orgullosa por aquello. Pero supuso que solo sería un pecado venial—. Yo lo vi primero.

—También me gustaría que habláramos de eso. —Levanto la vista porque vio que un coche patrulla paraba junto a la acera—. Si me perdonan un momento… —Sin esperar respuesta, se acerco al coche y habló en voz baja con el hombre que iba dentro—. ¿Hay algún sitio donde podamos hablar tranquilos? —preguntó cuando volvió con ellos.

—Vivimos en esta misma calle.

—Estupendo. Perdonen otra vez. —Fue hasta otro de los coches y se quitó lo que Reena vio que era un mono. Debajo llevaba ropa normal. Lo dejó todo en el maletero, junto con la caja de herramientas y, después de cerrarlo, hizo una señal a los policías con la cabeza.

—¿Qué hay ahí? —quiso saber Reena—. En la caja de herramientas.

—De todo. Si quieres un día te lo enseño. Señor Hale, ¿podemos hablar un momento? ¿Puedes esperarnos aquí, Catarina?

Tampoco ahora esperó la respuesta, simplemente, se alejó un poco.

—¿Hay alguna información que pueda darme? —dijo Gib.

—A su debido tiempo. —Sacó un paquete de cigarrillos, un encendedor. Dio la primera calada mientras volvía a guardar el encendedor en su bolsillo—. Tengo que hablar con su hija. Sé que su instinto hará que usted quiera rellenar los detalles por ella, sugerirle las cosas. Prefiero que no lo haga. Deje que hablemos ella y yo solos.

—De acuerdo. No hay problema. Es una niña, ah… es muy observadora.

—Bien. —Volvió a donde estaba Reena. Los ojos de la niña tenían más de ámbar que de marrón y, a pesar de las ojeras, parecían muy agudos—. ¿Viste el fuego desde la ventana de tu habitación? —preguntó Minger mientras caminaban.

—No. Desde los escalones. Estaba sentada en los escalones del porche.

—Un poco tarde para que estuvieras levantada, ¿no?

Reena pensó bien en aquello, en cómo contestar sin tener que dar embarazosos detalles personales pero sin mentir.

—Tenía calor y me levanté porque no me encontraba bien. Bajé a la cocina a ponerme un ginger ale y salí al porche a bebérmelo.

—Vale. ¿Puedes enseñarme dónde estabas sentada cuando lo viste?

Ella se adelantó corriendo y se sentó obedientemente en los escalones de mármol blanco, tan cerca de donde se había sentado la noche antes como podía recordar. Y esperó hasta que los dos hombres llegaron.

—Aquí se estaba más fresco. El calor sube. Lo aprendimos en el cole.

—Está bien. Bueno. —Minger se sentó junto a ella, miró calle abajo, como ella—. Te sentaste aquí con tu ginger ale y viste el fuego.

—Vi luces. Vi luces en la cristalera y no sabía qué eran. Pensé que Pete se había olvidado de apagar las luces de dentro, pero no lo parecía. Se movían.

—¿Cómo se movían?

Reena levantó un hombro, se sintió idiota.

—Como si bailaran. Era bonito. No sabía qué era y por eso me levanté y caminé un poco para acercarme. —Se mordió el labio, miró a su padre—. Sé que no tendría que haberlo hecho.

—Ya hablaremos de eso después.

—Solo quería ver. La abuela Hale dice que soy demasiado curiosa para mi bien, pero yo solo quería saber qué pasaba.

—¿Hasta dónde caminaste, puedes enseñármelo?

—Vale.

El hombre se levantó y caminó junto a ella, imaginando cómo se sentiría una niña caminando por una calle oscura en una noche calurosa. Exaltada. Llena de la emoción de lo prohibido.

—Llevaba el ginger ale en la mano y bebí un poco mientras caminaba. —Frunció el ceño por la concentración, tratando de recordar paso a paso—. Creo que me paré por aquí, porque vi que la puerta estaba abierta.

—¿Qué puerta?

—La de la pizzería. Estaba abierta. Vi que estaba abierta y pensé, lo primero que pensé fue «Jolín, cómo se puede haber olvidado Pete de cerrar la puerta. Mamá lo va a despellejar». Porque en casa es mamá quien despelleja a los pollos. Pero entonces vi que había fuego, y salía humo por la puerta. Me dio miedo. Grité muy fuerte y corrí a casa. Subí arriba y creo que no dejaba de gritar porque papá ya se había levantado y se estaba poniendo unos pantalones, y mamá estaba cogiendo su bata. Todo el mundo gritaba. Fran no dejaba de decir: «¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Es la casa?». Y yo le dije: «No, no, es la tienda». Porque nosotros la llamamos así. La tienda.

«Lo ha repasado a conciencia —pensó John—. Lo ha repasado todo en su cabeza pensando bien en cada detalle».

—Bella se puso a llorar. Llora mucho, porque es lo que hacen las adolescentes, aunque Fran no lloraba tanto. Bueno, el caso es que papá miró por la ventana y le dijo a mamá que llamara a Pete (Pete vive encima de la tienda) y le dijera que saliera y sacara a su familia de allí. Pete se casó con Theresa y tuvieron un bebé en junio. Le dijo que le dijera a Pete que había un incendio y que saliera de allí, y luego que llamara a los bomberos. Y se lo dijo bajando a toda prisa por las escaleras. Y dijo que llamara al 911, aunque mi madre ya estaba llamando.

—Un buen informe.

—Recuerdo más cosas. Todos nos pusimos a correr, pero papá iba más rápido. Fue corriendo hasta allí. Había más fuego que antes. Y la cristalera estalló y el fuego salía por la ventana. Papá no entró por delante. Yo tenía miedo de que entrara y le pasara algo. Que se quemara, pero él fue por la parte de atrás y subió por las escaleras a la casa de Pete.

Hizo una pausa, apretó los labios.

—Para ayudarles a salir —apuntó John.

—Porque ellos son más importantes que la tienda. Pete llevaba a la niña, y mi padre cogió a Theresa del brazo y bajaron corriendo. Ya había gente que había salido de su casa. Y todo el mundo gritaba. Creo que papá quería entrar, con fuego y todo, pero mamá lo cogió fuerte y dijo: «No, no lo hagas». Y no lo hizo. Se quedó con ella, y dijo: «Oh, Dios, mi niña». A veces llama así a mi madre. Y entonces oí las sirenas y llegaron los camiones de bomberos. Los bomberos bajaron y conectaron las mangueras. Y mi padre les dijo que ya no había nadie dentro. Pero algunos entraron. No sé cómo lo hicieron, con todo ese fuego y tanto humo, pero entraron. Parecían soldados. Soldados fantasma.

—No se te escapa nada, ¿eh?

—Tengo una memoria de elefante.

John le echó una mirada a Gib y sonrió.

—Tiene una auténtica mina aquí, señor Hale.

—Gib, llámeme Gib. Y sí, es una mina.

—Muy bien, Reena, ¿puedes decirme qué más viste? Cuando estabas sentada en los escalones, antes de que vieras el fuego. Ahora vamos a volver atrás y nos sentaremos otra vez para que pienses.

Gib miró al restaurante, luego al John.

—Han sido unos vándalos, ¿verdad?

—¿Por qué dice eso?

—La puerta. La puerta abierta. He hablado con Pete. Anoche cerró él. Yo fui con la familia a ver el partido.

—Los Orioles dieron una paliza a los Rangers.

—Sí. —Gib consiguió esbozar una tenue sonrisa—. Pete cerró, con otra de las chicas… de las empleadas. Dice que cerró, y lo recuerda perfectamente porque él y Toni, Antonia Vargas, hicieron unos comentarios sobre el llavero cuando estaba cerrando. Pete nunca se ha dejado una puerta abierta. Así que, si estaba abierta, es porque alguien entró.

—Ya hablaremos de eso. —Volvió a sentarse con Reena—. Este sitio está bien. Está bien para beber algo fresco una noche de calor. ¿Sabes qué hora era?

—Mmm, pasarían unos diez minutos de las tres. Vi el reloj de la cocina cuando me puse el ginger ale.

—Imagino que a esas horas todo el mundo estaría durmiendo en el barrio.

—Todas las casas tenían las luces apagadas. La luz del porche de los Casto estaba encendida, pero casi siempre se olvidan de apagarla, y se veía un poco de luz en la habitación de Mindy Young. Siempre duerme con una luz encendida, aunque tiene diez años. Oí ladrar a un perro. Me parece que era Fabio, el perro de los Pastorelli, porque ladraba igual. Parecía entusiasmado, y luego paró.

—¿Pasó algún coche?

—No, ni uno.

—A esas horas, con tanto silencio, seguramente lo habrías oído si alguien hubiera arrancado un coche calle abajo, o al cerrar la puerta.

—Todo estaba en silencio. Menos el perro, que ladró un par de veces. Oía el zumbido del aparato de aire acondicionado de los vecinos. Y nada más que yo recuerde. Ni siquiera cuando iba hacia la tienda.

—Muy bien, Reena. Buen trabajo.

La puerta se abrió y una vez más John se vio sorprendido por tanta belleza.

Bianca sonrió.

—Gib, ¿no piensas hacer pasar a este señor? ¿Ofrecerle un refresco? Por favor, pase. Tengo limonada fresca.

—Gracias. —John ya se había puesto en pie. Aquella mujer era de las que hacen poner en pie a un hombre—. No me importaría beber algo fresco, y robarles un poco más de su tiempo.

La sala de estar era muy colorida. John pensó que los colores llamativos casaban perfectamente con una mujer como Bianca Hale. Todo estaba ordenado y, aunque los muebles no eran ni mucho menos nuevos, se habían abrillantado tan recientemente que aún se notaba un leve aroma a cera de limón. Había bocetos en las paredes, retratos de la familia hechos en tiza con tonos pastel, con marcos sencillos. Alguien tenía ojo y talento.

—¿Quién es el artista?

—Me parece que yo. —Bianca sirvió la limonada con unos cubitos de hielo—. Es mi hobby.

—Son muy buenos.

—Mamá también tiene dibujos en la tienda —añadió Reena—. A mí el que más me gustaba era el de papá. Tenía puesto un gorro de cocinero y estaba arrojando al aire la masa de una pizza. Ya no está, ¿verdad? Se ha quemado.

—Haré otro. Y mejor que el primero.

—Y estaba el dólar viejo. Mi abuelo hizo enmarcar el primer dólar que ganó cuando abrió Sirico’s. Y el mapa de Italia, y la cruz que la abuela llevó para que el Papa la bendijera y…

—Catarina. —Bianca levantó una mano para detener aquella letanía—. Cuando algo desaparece es mejor pensar en lo que todavía te queda y lo que puedes hacer con ello.

—Alguien le ha prendido fuego a la tienda. Y no le importaba ni la cruz ni tus dibujos ni nada. Ni siquiera le importaban Pete y Theresa y la pequeña.

—¿Cómo? —Bianca se agarró con una mano al respaldo de una silla—. ¿Qué estás diciendo? ¿Es verdad?

—Nos estamos adelantando un poco. Un inspector especializado en incendios provocados…

—Provocado. —Bianca se dejó caer sobre la silla—. Oh, Dios mío. Jesús santo.

—Señora Hale. He hecho llegar un informe preliminar sobre mis indagaciones a la unidad de delitos incendiarios del departamento de policía. Mi trabajo es examinar el edificio y determinar si debe investigarse un posible delito. Alguien de la policía vendrá para realizar una investigación.

—¿Y por qué no lo hace usted? —preguntó Reena—. Usted ya sabe.

John la miró, miró sus ojitos cansados e inteligentes. «Sí», pensó. Él sabía.

—Si el fuego ha sido provocado, entonces es un delito, y tiene que ocuparse la policía.

—Pero usted también sabe.

No, a aquella niña no se le escapaba ni una.

—Llamé a la policía porque cuando inspeccioné el edificio encontré indicios de que se había forzado la entrada. Los detectores de incendio estaban desactivados. Y parece haber numerosos focos.

—¿Qué es un foco?

—Significa que el fuego empezó en varios sitios a la vez, y por la trayectoria que siguió, por la forma en que las llamas señalaron ciertas zonas del suelo, las paredes, el mobiliario y el resto de materiales, parece que utilizaron gasolina como acelerador, además de otra cosa que llamamos combustibles, que son otras cosas que prenden con facilidad, como periódicos, papel encerado, cajas de cerillas. Parece ser que alguien entró, colocó combustibles por la zona del comedor y la cocina. Además de lo que ya había dentro: latas presurizadas, muebles de madera. Estructuras, mesas, sillas. Lo más probable es que echaran gasolina por el suelo y por las paredes y las mesas. El fuego ya estaba en pleno apogeo cuando Reena salió.

—¿Y quién iba a hacer algo así deliberadamente? —Gib meneó la cabeza—. Yo pensaba que un par de críos estúpidos habrían forzado la entrada y habrían provocado el incendio sin querer, pero lo que usted dice es que alguien trató deliberadamente de quemar nuestro negocio, con una familia dentro. ¿Quién haría algo así?

—Eso es lo que querría saber. ¿Hay alguien que tenga algo en contra de usted o su familia?

—No. No, por Dios, hace quince años que vivimos en este barrio. Bianca se crio aquí. Sirico’s es toda una institución.

—¿Alguien de la competencia?

—Conozco a todos los que tienen restaurantes en la zona. Y estamos en muy buenos términos.

—Un antiguo empleado tal vez. O alguien que trabaje para usted y al que haya tenido que llamar la atención.

—Definitivamente no. Se lo aseguro.

—¿Ha discutido usted con alguien, o alguien de su familia o de sus empleados? ¿Un cliente?

Gib se frotó la cara con las manos, y se levantó para ir hasta la ventana.

—Nadie. No se me ocurre nadie. Tenemos un negocio familiar. De vez en cuando recibimos alguna queja, es imposible tener un restaurante y no recibir nunca una queja. Pero nada que pueda desencadenar algo así.

—Es posible que alguno de sus empleados haya tenido un altercado, aunque no fuera en horas de trabajo. Quiero una lista con sus nombres. Tendré que hablar con ellos.

—Papá.

—Ahora no, Reena. Hemos procurado ser unos buenos vecinos y dirigir el local como los padres de Bianca. Hemos modernizado un poco la técnica, pero en esencia sigue siendo la misma. —Había pena en su voz, pero por debajo se notaba la ira—. Es un negocio estable. Trabajamos duro para ganarnos la vida. No conozco a nadie que pueda hacernos algo así.

—Hemos estado recibiendo llamadas de los vecinos toda la mañana —apuntó Bianca cuando el teléfono volvió a sonar—. He puesto a nuestra hija mayor a contestar por nosotros. La gente no deja de decir lo mucho que lo sienten, y si pueden ayudar. Con la limpieza, trayendo comida, en las labores de reconstrucción. Me he criado aquí. En Sirico’s. Y la gente quiere mucho a Gib, sobre todo a él. Para hacer algo así tienes que odiar mucho, ¿no es verdad? Nadie nos odia.

—Joey Pastorelli me odia.

—Catarina. —Bianca se pasó la mano por la cara con gesto cansado—. Joey no te odia. No es más que un matón.

—¿Por qué dices que te odia? —quiso saber John.

—Me tiró al suelo y me pegó, y me rompió la camiseta. Me dijo un insulto, pero nadie me quiere decir qué significa. Xander y sus amigos lo vieron y vinieron a ayudarme, y Joey se fue corriendo.

—Es un niño algo rudo —comentó Gib—. Y fue… —Miró a John a los ojos, y entre ellos pasó algo que Reena no comprendió—, fue algo desagradable. Como mínimo creo que tendría que verlo un psiquiatra. Pero tiene doce años. No creo que un niño de doce años haya entrado en mi negocio y haya hecho lo que dice usted que han hecho.

—Vale la pena comprobarlo. Reena, has dicho que oíste al perro de los Pastorelli cuando estabas sentada en el porche.

—Creo que era él. Da un poco de miedo, y tiene un ladrido muy seco. Como una tos que te duele en la garganta.

—Gib, estaba pensando que si un crío se metiera con mi hija tendría unas palabras con él, y con sus padres.

—Y lo hice. Yo estaba en el trabajo cuando llegaron Reena y Xander con otros críos. Reena estaba llorando. No llora casi nunca, así que supe que alguien le había hecho daño. Tenía la camiseta rota. Cuando me dijo lo que había pasado… estaba muy enfadado. Yo…

Se volvió lentamente hacia su mujer, con mirada de espanto.

—Oh, Dios, Bianca.

—¿Qué hizo, Gib? —John trató de atraer su atención.

—Me fui derecho a la casa de los Pastorelli. Pete estaba fuera, y se vino conmigo. Joe Pastorelli abrió. Lleva casi todo el verano sin trabajo. Me encendí. —Cerró los ojos con fuerza—. Estaba tan enfadado, tan preocupado… No es más que una niña, y le había roto la camiseta, tenía sangre en la pierna. Le dije que estaba harto de que su hijo se metiera con mi hija, y que esto tenía que acabarse. Que esta vez Joey se había pasado y que iba a llamar a la policía. Si él no era capaz de educar a su hijo, que lo hiciera la policía. Los dos nos pusimos a gritar.

—Te dijo que eras un jodido santurrón y que te metieras en tus asuntos.

—¡Catarina! —Bianca habló con voz cortante—. No utilices ese lenguaje en esta casa.

—Solo digo lo que dijo el señor Pastorelli. Dijo que papá estaba educando a un puñado de llorones inútiles que no saben dar la cara. Pero con más palabrotas. Y papá también dijo palabrotas.

—No le puedo decir exactamente lo que yo dije ni lo que dijo él —Gib se tocó el puente de la nariz—. No tengo una grabadora en la cabeza como Reena. Pero estábamos muy enfadados, y estuvimos a punto de llegar a las manos. Si los niños no hubieran estado delante, seguramente lo habríamos hecho. No quería ponerme a pelear delante de ellos, sobre todo porque si había ido a hablar con el padre era justamente por un problema de violencia.

—Dijo que alguien tendría que enseñarte una cuantas cosas a ti y a tu familia —añadió Reena—. Y le hizo unos gestos muy feos cuando él y Pete se iban. Cuando estábamos en la calle mirando el fuego, vi a Joey. Y me sonrió de una forma muy fea.

—¿Tienen algún otro hijo los Pastorelli?

—No, solo Joey. —Gib se sentó en el reposabrazos del asiento de su mujer—. A veces ese crío me da pena, porque parece que Pastorelli es muy duro con él, pero es un auténtico matón. —Volvió a mirar a Reena—. O algo peor.

—De tal palo, tal astilla —musitó Bianca—. Creo que maltrata a su mujer. Le he visto los moretones. Ella no dice nada, así que no puedo estar segura. Hace casi dos años que viven aquí, y prácticamente no he hablado nunca con ella. Una vez vino la policía, justo después de que lo echaran del trabajo. Los vecinos oyeron gritos y llamaron a la policía. Pero Laura, la señora Pastorelli dijo que no pasaba nada, que se había dado un golpe con una puerta.

—Parece un encanto de hombre. La policía querrá hablar con él. Siento mucho todo esto.

—¿Cuándo podremos entrar y empezar a recoger?

—Tendrán que esperar un poco. La policía tiene que hacer su trabajo. Parece que la estructura ha aguantado bastante bien, y las puertas de incendios evitaron que el fuego se extendiera al piso de arriba. Su compañía de seguros tendrá que echar un vistazo. Estas cosas llevan su tiempo, pero haremos lo posible para acelerar los trámites. Le aseguro que habría sido mucho peor de no ser por la señorita ojos de lince. —Y se levantó dedicándole un guiño a Reena—. Siento mucho todo esto. Les mantendré informados.

—¿Volverá usted? —le preguntó Reena—. Para enseñarme lo que lleva en su caja de herramientas y para qué sirve.

—Lo intentaré. Me has sido de gran ayuda. —Le tendió la mano y por primera vez la mirada de la niña pareció cohibida. Pero se la estrechó.

—Gracias por la limonada, señora Hale. Gib, ¿le importa acompañarme hasta el coche?

Salieron juntos.

—No sé cómo no me he acordado de Pastorelli. Aún no me acabo de creer que haya podido hacer algo así. En mi mundo, cuando estás realmente indignado con alguien, le das un buen puñetazo.

—Un enfoque muy directo. Si ha sido él, quizá lo que quería era darle donde más le duele. Su tradición, su sustento. Él no tiene trabajo, y usted sí. ¿Y ahora quién es el que está sin trabajo?

—Bueno.

—Usted y su empleado le plantaron cara. Sus hijos estaban viendo todo desde la puerta del restaurante. Y me imagino que también los vecinos.

Gib cerró los ojos.

—Sí. Sí, salieron algunos vecinos.

—Destrozando su negocio le da una buena lección. ¿Puede decirme cuál es su casa?

—Aquella de la derecha. —Hizo un gesto con la cabeza—. La que tiene las cortinas echadas. Hace demasiado calor hoy para tener las cortinas echadas. El muy hijo de puta.

—Tendrá que mantenerse alejado. Controlar el impulso de enfrentarse a él. ¿Tiene coche?

—Una camioneta. Ese viejo Ford de allí. El azul.

—¿Hacia qué hora fueron usted y su empleado a la casa?

—Después de las dos, creo. Los clientes que vienen para comer ya casi habían terminado.

Mientras caminaban, varias personas se pararon, abrieron la puerta o se asomaron por la ventana para decirle algo a Gib. Cuando llegaron a la casa de los Pastorelli, las cortinas seguían echadas.

Había un pequeño grupo de gente delante del restaurante, así que John no habló hasta que se alejaron lo bastante para que nadie les oyera.

—Sus vecinos querrán hablar con usted, preguntarán cosas. Lo mejor es que no mencione nada de lo que hemos hablado.

—No lo haré. —Dejó escapar un suspiro—. Bueno, había estado pensando en cambiar la decoración. Creo que es un buen momento.

—Cuando pueda entrar en el local, verá que hay muchos destrozos, pero buena parte se deben a las labores de extinción. Pero la estructura ha aguantado muy bien. Denos unos días y cuando todo esté despejado volveré y entraré con usted. Tiene una familia estupenda, Gib.

—Gracias. Aún no los conoce a todos, pero sí.

—Los vi a todos anoche. —John sacó sus llaves, las sacudió en la mano—. Vi que sus hijos prepararon comida y sandwiches para los bomberos. La gente que trata de hacer algo positivo en los momentos de dificultad son de buena pasta. Aquí llegan los de la unidad policial. —Inclinó la cabeza cuando un coche aparcó—. Voy a hablar un momento con ellos. Estaremos en contacto —dijo, y le ofreció la mano.

John fue hacia el coche. Los dos detectives se apearon, y él les dedicó una sonrisa glacial.

—Hola, Minger.

—Hola —dijo él—. Bueno, parece que he hecho todo el trabajo por vosotros. —Se sacó un cigarrillo y lo encendió—. Permitidme que os ponga al corriente.