19

Bo estaba tan excitado cuando Reena abrió por fin la puerta que la cerró empujándola contra ella.

Ella dejó caer su bolso, le quitó la camiseta a Bo. Le clavó los dientes en el hombro.

—Aquí, aquí mismo. —Reena ya le estaba desabrochando el botón de los tejanos.

Bo no podía pensar. No podía parar. El sonido de sus caderas golpeando contra la puerta mientras él empujaba contra ella resultaba furiosamente excitante.

Fue violento, rápido, increíble, y cuando quedaron exhaustos, se dejaron caer sobre el suelo hechos polvo.

—Dios. Dios. —Bo miraba al techo, y respiraba como un motor de vapor—. ¿Cómo será cuando ganan?

Reena se rio con tantas ganas que tuvo que llevarse las manos a las costillas. De alguna forma consiguió ponerse encima de él.

—Maldita sea, Bo. Maldita sea. A ver si va a resultar que eres perfecto.

El teléfono sonó y Reena se subió los pantalones. La cabeza aún le daba vueltas cuando contestó.

—Sorpresa.

Se maldijo a sí misma por ser tan descuidada y no haber encendido la grabadora ni haber comprobado el número en el panel. Lo hizo.

—Hola, estaba esperando que llamaras. —Levantó una mano, indicándole a Bo que no hablara.

—Brendan Avenue. Ya lo verás.

—¿Es ahí donde estás? ¿Vives ahí? —Comprobó la hora. Aún era pronto. No habían dado las doce de la noche.

—Ya lo verás. Será mejor que te des prisa.

—¡Mierda! —dijo en voz baja cuando el hombre colgó—. Tengo que irme.

—¿Quién era?

—No lo sé. —Fue corriendo al armarito de la entrada y cogió su arma del estante más alto—. Un cabrón que me ha estado llamando… me envía mensajes extraños, algo sexual —siguió diciendo mientras se ponía la pistolera—. Seguramente ha clonado un móvil.

—Eh, espera. ¿Adónde vas?

—Ha dicho que tenía algo para mí en Brendan Avenue. Voy a comprobarlo.

—Voy contigo.

—No, no vendrás. —Cogió una chaqueta para disimular la pistola, y Bo se interpuso con calma ante la puerta.

—No pienso dejar que vayas sola a comprobar la llamada de un chiflado. Si no quieres que vaya yo, perfecto. Pero llama a tu compañero.

—No pienso despertar a O’Donnell por algo así.

—Vale. —Hablaba con tono agradable, e implacable—. ¿Conduzco yo?

—Bo, apártate. No tengo tiempo para esto.

—Llama a O’Donnell o a… un coche patrulla, si no tendré que ir contigo. Si no, ya te puedes ir poniendo cómoda, porque no dejaré que vayas a ningún sitio.

La rabia le atenazaba la garganta, hizo que apretara los dientes.

—Es mi trabajo. Que me haya acostado contigo…

—No, no, no sigas por ahí. —Y la dureza de su voz, la repentina frialdad de su mirada, hicieron que Reena lo viera con nuevos ojos—. Sé cuál es tu trabajo, Reena, pero no incluye que vayas sola a ningún sitio porque un desgraciado se está metiendo contigo. Bueno, ¿qué decides?

Ella se abrió la chaqueta.

—¿Ves esto?

Él miró.

—Es difícil no verla. Lo dicho, ¿qué decides?

—Mierda, Bo, apártate. No quiero hacerte daño.

—Yo tampoco. A lo mejor me dejas fuera de combate. Espero que no tengamos que comprobarlo. Pero sí pasa, si me vences, arrastraré mi culo humillado hasta mi camioneta y te seguiré. Hagas lo que hagas, no dejaré que vayas sola. Si es por orgullo, luego podemos hablarlo. Pero estás perdiendo el tiempo.

Reena rara vez insultaba en italiano. Lo reservaba para cuando estaba más furiosa. Y soltó una retahíla de coloridos juramentos mientras él la observaba con expresión plácida.

—Yo conduzco —espetó, y puso mala cara cuando él le abrió la puerta—. Vosotros no lo entendéis. Nunca lo entendéis.

—Supongo que te refieres a los machos de la especie —comentó cuando Reena pasó como una exhalación ante él.

—Si llamo a mi compañero masculino por algo que seguramente no es más que una tontería, es porque soy una chica.

—Yo no lo veo así. —Se instaló en el asiento del pasajero y esperó a que ella rodeara el coche y subiera—. Eres una chica, de eso no hay duda, pero es de sentido común que no vayas sola a comprobar algo así.

—Sé cuidarme sólita.

—Apuesto a que sí. Pero no me vas a convencer corriendo riesgos innecesarios.

Reena le lanzó una mirada asesina y acto seguido arranco haciendo chirriar los frenos.

—No me gusta que me digan lo que tengo que hacer.

—¿Y a quién le gusta? Bueno, entonces, ¿cuántas veces te ha llamado ese tipo? ¿Qué te dice?

Ella tamborileó con los dedos sobre el volante, trato de controlar el mal humor.

—Esta es la tercera llamada. Dice que tiene una sorpresa para mí. La primera vez la tomé por una de esas llamadas obscenas aleatorias. La segunda me llamó por mi nombre, así que lo comprobé. Los números son de móviles, y parece que son clonados.

—Sí conoce tu nombre es que es algo personal.

—Potencialmente.

—Y qué más. —Ya no había nada plácido en la expresión de Bo—. Sabes perfectamente que es personal, y por eso estás tan enfadada.

—Te has interpuesto en mi camino.

—Sí.

Reena esperó un momento.

—En mi familia cuando discutimos gritamos.

—Yo prefiero ser más sutil, la estrategia de apalancarme y dejar que te rompas los cuernos tratando de moverme de sitio. —Y se volvió para dedicarle una mirada larga y fría—. Y si no, mira quién ha ganado.

—Por esta vez —replicó ella.

Cuando se acercaban a Brendan Avenue, Reena redujo la velocidad, buscando con la mirada. «Cuando lo veas lo sabrás». Recordaba la voz.

Y el corazón le dio un vuelco.

—Mierda, mierda. —Cogió su teléfono y llamó al 911—. Detective Catarina Hale, número de placa 45391. Hay un incendio en el 2800 de Brendan Avenue. En la capilla de la escuela de primaria Littie Flower. A primera vista, parece que el fuego está en pleno apogeo. Avisen a los bomberos y la policía. Posiblemente provocado.

Detuvo el coche bruscamente junto al bordillo.

—Quédate en el coche —le ordenó a Bo, y cogió una linterna. Se apeó y marcó con rapidez el número de O’Donnell—. Tenemos un incendio —dijo sin preámbulos, le dio la dirección y fue a toda prisa hacia el edificio—. Me llamó para decírmelo. Estoy en la escena. Te he dicho que te quedaras en el coche —le espetó a Bo.

—Evidentemente mi respuesta ha sido no. ¿Ya está aquí la policía?

—No creo, pero eso no significa que no haya nadie dentro. —Se metió el móvil en el bolsillo y sacó su arma mientras se acercaba a las amplias puertas de la planta baja.

El mensaje de aquel hombre estaba pintado con spray en las puertas, en un brillante rojo:

¡SORPRESA!

—El muy cabrón. Quédate detrás de mí, Bo. Lo digo en serio. No pienses con la polla. Recuerda quién lleva la pistola. —Estiró el brazo y tiró para abrir la puerta—. Cerrada.

Reena se debatía consigo misma. Podía dejar a Bo allí, expuesto, o llevarlo con ella a rodear el edificio.

—No te apartes de mi lado —le ordenó. Y oyó las primeras sirenas mientras rodeaba el edificio. Encontró la ventana rota. A través de ella, vio que el fuego procedía de un aula, y estaba devorando mesas, subiendo por las paredes, saliendo al pasillo.

—No pienso dejar que entres ahí —le dijo Bo.

Ella negó con la cabeza. No, no entraría sin equipo. Pero desde donde se hallaba vio perfectamente que el punto de origen estaba allí, y que habían colocado material inflamable —papel encerado tal vez— para hacer que se extendiera al pasillo y de ahí pasara a las otras aulas. Olía a gasolina, y aún podían verse algunos regueros brillando sobre el suelo.

¿La estaría observando?

Retrocedió para escudriñar los edificios vecinos y notó que algo crujía bajo su pie. Enfocó la linterna y se acuclilló.

Sus dedos se morían por tocarla, pero no lo hizo, no tocó la caja de cerillas de madera. Y el corazón se le puso en un puño cuando vio el familiar logo de Sirico’s.

—Hazme un favor. En el maletero tengo mi maletín, dentro hay bolsitas para las pruebas. Necesito una.

—No se te ocurra entrar —repitió él.

—No, no entraré.

Reena se quedó donde estaba, pensando en aquellas cerillas, y luego levantó la vista y estudió la zona. De acuerdo, aquel hombre la conocía y quería asegurarse de que Reena lo entendía.

¿Necesitaba estar cerca para ver el fuego?

La gente empezaba a salir de sus casas, y los coches se detenían al pasar. Se oían voces exaltadas, y el sonido distante de las sirenas.

Cuando Bo volvió con la bolsita, Reena metió la caja de cerillas y la selló.

—Esperaremos. —Volvió corriendo a la parte delantera, se puso la placa en el cinturón y empezó a ordenar a la gente que retrocediera.

—¿Qué puedo hacer? —le preguntó Bo.

—Quitarte de en medio —dijo ella, y guardó la prueba de las cerillas en el coche—. Tendré que informar al jefe de bomberos cuando llegue. Tienes buen ojo, Bo. Fíjate en la gente que mira. Si ves a alguien que parece especialmente interesado, dímelo. Buscamos a un hombre adulto. Estará solo. Y me observará a mí tanto como al fuego. ¿Puedes hacerlo?

—Sí.

Bo nunca había visto en acción a un equipo de bomberos, al menos no fuera de la pantalla. Todo fue tan rápido, tan colorido y ruidoso y vertiginoso… Como un acontecimiento deportivo, pensó cuando los camiones de bomberos llegaron y los hombres entraron en acción.

Le hizo pensar en el partido que habían visto aquella tarde. La misma concentración y trabajo en equipo. Pero en vez de bates y pelotas, aquellos hombres llevaban mangueras y hachas, bombonas de oxígeno y mascarillas.

En vez de huir del fuego como el resto de los mortales, ellos corrieron hacia él. Y se adentraron en el humo y el calor con los cascos relucientes.

Mientras Bo observaba, parte de los bomberos derribaron la puerta y entraron en el edificio, mientras otros lo remojaban con las mangueras.

La policía puso enseguida barreras para evitar que la gente pasara. Como le había pedido Reena, Bo estudió las caras de la gente, tratando de identificar a la persona que buscaban. Veía las llamas en los ojos sorprendidos y desorbitados de los curiosos, el resplandor rojizo y dorado en su piel, y supuso que él debía de tener el mismo aspecto. Había parejas y solitarios, familias con niños en brazos, en pijama, descalzos. Y gente vestida que se apeaba de los vehículos que se detenían al pasar.

Entrada libre, pensó, y volvió a mirar al edificio. Era un infierno.

El fuego se había extendido al tejado y las llamaradas se sacudían en medio de una densa columna de humo. Empezaban a escocerle los ojos, y ya había ceniza en el aire. Los bomberos empezaron a arrojar agua, montones de agua, con tanta violencia que Bo se preguntó si la estructura podría aguantar.

Oyó cristal que se rompía y al levantar la vista vio la lluvia de cristales de una ventana que estallaba. Alguien gritó entre la multitud.

Incluso desde donde él estaba el calor resultaba opresivo. ¿Cómo podían aguantarlo? Un calor abrasador, tempestuoso, y el hedor del humo.

Acercaron las escalas, con hombres en lo alto como banderas, arrojando más agua con las mangueras.

Un hombre avanzó entre la multitud. Bo se dispuso a entrar en acción, aunque no sabía muy bien cómo, y vio el destello de una placa, los gestos de asentimiento de los otros policías, de los bomberos. Un hombre grande, con hombros anchos, barriga, y un feroz rostro irlandés. Fue directo hacia Reena.

O’Donnell, decidió Bo, y se relajó un poco.

Podía haberse quedado donde estaba, pero vio que el hombre ayudaba a Reena a ponerse el equipo de bombero. Se abrió paso entre la gente, y ya estaba apartando las barreras cuando los policías le cerraron el paso.

—¡Reena, maldita sea!

Ella miró en su dirección mientras se cargaba la bombona de oxígeno. Su expresión era irritada, pero le dijo algo a su compañero. El hombre fue hasta la barrera.

—Está con nosotros —dijo escuetamente—. ¿Goodnight? Soy O’Donnell.

—Sí, bien. ¿Qué está haciendo Reena? ¿Qué estás haciendo? —le preguntó a ella directamente, entrecerrando los ojos a causa del humo.

—Voy a entrar. Estoy entrenada para eso. —Se ajustó el casco.

—Para ser policía hace muy bien de bombero —comentó uno de los bomberos, y Reena le sonrió.

—Adulador. Luego te lo explico. Tengo que entrar.

Antes de que Bo pudiera protestar, O’Donnell le dio con una mano en el hombro.

—Sabe lo que hace —dijo, indicando con el mentón a Reena, que se dirigió hacia el edificio con otros dos bomberos—. Está perfectamente preparada.

—Igual que la docena de tipos que he visto entrar. ¿Por qué tiene que ir ella?

—Es un fuego provocado. —Una vaharada de humo llegó hasta ellos e hizo que O’Donnell se pusiera a toser. Su mano seguía apoyada en el hombro de Bo, y lo arrastró con él a una zona más despejada—. La extinción de un incendio puede destruir muchas pruebas. Si entra ahora, podrá ver más cosas antes de que el daño esté hecho. Alguien ha provocado este incendio por ella. Y Reena no es de las que se quedan al margen. Ya ha trabajado antes con esos chicos. Créeme, no la dejarían entrar si no supieran que puede defenderse.

—¿Es que no tiene bastante con ser poli? —musitó Bo, y O’Donnell enseñó los dientes en una sonrisa.

—Ser policía es mucho, pero ella pertenece a la brigada de delitos incendiarios. Y cruza continuamente la línea. Sabe más sobre ese hijo de puta que nadie que yo conozca. Sobre el fuego —dijo a modo de explicación cuando vio la mirada de desconcierto de Bo—. Esa chica conoce el fuego. Y ahora, dime lo que sabes.

—No sé nada. Fuimos a ver un partido, volvimos a su casa. Y la llamaron.

Ahora Bo no apartaba los ojos del edificio —al diablo con lo de estudiar a la gente—, y su corazón latía con violencia mientras trataba de ver sí salía.

—Me ha contado algo. Que un hombre la ha llamado tres veces, y la llamó por su nombre. A través de móviles clonados. Y esta vez le ha dicho que tenía algo para ella en esta dirección. El fuego ya se había iniciado cuando llegamos.

—¿Cómo has conseguido que te deje acompañarla?

Bo volvió a mirar a O’Donnell.

—Habría tenido que dispararme para impedirlo, y creo que no quería perder tanto tiempo.

Esta vez el irlandés se rio, y la palmada que le dio en el hombro fue más amistosa.

—¿Te ha dicho que el tipo ha escrito «Sorpresa» en las puertas?

—Sí, ya me ha puesto al corriente. —O’Donnell se sacó un paquete de chicles del bolsillo y le ofreció a Bo—. No le pasará nada —le aseguró, y se metió dos chicles en la boca—. ¿Por qué no me cuentas desde cuándo vas a ver partidos con mi compañera de trabajo?

Dentro, Reena se movía en medio de una densa nube de humo. Podía oír su respiración, el vacío del oxígeno de la bombona, el crepitar de las llamas que aún no se habían apagado.

Seguían buscando víctimas, pero por el momento, gracias a Dios, no habían encontrado a nadie.

Un objetivo sencillo para el pirómano, pensó Reena mientras avanzaba entre el humo. Había tenido mucho tiempo para planear el incendio. Pero lo que Reena veía era tan de aficionado, tan simple… En otras circunstancias lo habría atribuido a unos críos, o a un pirómano normal.

Y aquel hombre no lo era. Reena estaba segura, por mucho que hubiera utilizado cosas tan básicas como gasolina y papel encerado.

Tenía que averiguar más cosas.

El fuego se había desplazado por las escaleras, ayudado por la gasolina y los materiales combustibles. Si no la hubiera llamado, el edificio habría ardido como una antorcha.

Por tanto, está claro que no le importaba destruirlo.

El fuego se había cebado también con la primera planta. La temperatura y la densidad del humo aumentaron, y Reena supo sin lugar a dudas que allí había otro foco. Podía ver las siluetas de los hombres moviéndose entre la bruma del humo como fantasmas heroicos.

Sí, había restos de combustible. Cogió los restos carbonizados de una caja de cerillas, consiguió meterla en una bolsa y marco el lugar para documentar la prueba.

—¿Todo bien?

Era Steve. Reena le indicó que sí con el pulgar hacia arriba.

—¿Has visto la pauta que sigue el fuego en la pared este? Creo que tenemos un segundo punto de origen. —La voz de los dos sonaba débil y forzada—. Aquí el fuego subió hacia el techo. —Señaló hacia arriba—. El hombre se había ido hacía rato.

Avanzaron juntos, reuniendo pruebas, documentándolas, acercándose al corazón aún vivo del fuego.

El fuego, que lamía las paredes mientras los hombres trataban de contenerlo. Que bailaba sobre sus cabezas por el techo, con un rugido gutural que a Reena siempre le hacía sentir un escalofrío en la espalda.

Era magnífico, horriblemente bello. Seductor, con su luz y su calor, con su poderosa danza. Reena tuvo que censurar su miedo innato y la fascinación que le producía, y concentrarse en el combustible y el método, en la pauta que había seguido el pirómano.

Gasolina, allí se notaba un fuerte olor a gasolina, por debajo del olor acre del humo y el olor a mojado. Los hombres que luchaban contra las llamas tenían los rostros ennegrecidos por el humo, los ojos inexpresivos por la concentración. El agua salía a chorros de las mangueras y entraba desde fuera por las ventanas rotas.

Otra sección del tejado se desplomó con una especie de alegría y avivó el fuego, alimentándolo e inflamándolo.

Reena corrió a ayudar con una manguera, y pensó en un adiestrador de leones, tratando de contener a un felino con un látigo y una silla.

El esfuerzo se hizo sentir en sus músculos, la hizo sacudirse de la cabeza a los pies.

Vio que habían abierto una parte de la pared con un hacha y, a través del borrón de agua y humo, vio la marca del fuego, la pauta.

Lo había hecho aquel hombre, pensó. Un foco.

Y, con los brazos temblorosos, mientras el fuego se apagaba lentamente, supo que aquel no había sido su primer incendio.

Bo sintió un profundo alivio, una especie de estupefacción cuando la vio salir. A pesar del equipo y la altura, la reconoció en cuanto apareció en medio de la humareda.

A pesar de la seguridad que O’Donnell había manifestado, de lo que le había dicho, Bo oyó que dejaba escapar un suspiro cuando Reena apareció abriéndose paso entre el humo y los escombros.

Tenía la cara negra. Mientras se quitaba la bombona de oxígeno de la espalda, una lluvia de ceniza cayó de su traje especial.

—Esta es nuestra chica —dijo O’Donnell alegremente—. ¿Por qué no esperas aquí, amigo? Te la devuelvo en un minuto.

Reena se quitó el casco… y hubo una breve espiral de un dorado oscuro cuando se inclinó de cintura para abajo, apoyó las manos en las rodillas y escupió en el suelo.

Y se quedó así, inclinada, levantando la cabeza solo para asentir a las palabras de O’Donnell. Luego se puso derecha, despachó a un sanitario. Se dirigió hacia Bo desabrochándose la chaqueta.

—Tengo que quedarme, y luego tendré que volver a entrar. Haré que alguien te lleve a casa.

—¿Estás bien?

—Sí. Podía haber sido peor. Podía haber hecho algo más grave. Pero no ha habido víctimas, el edificio estaba vacío, cerrado por las vacaciones de verano. Solo quería hacer una demostración.

—Ha dejado una caja de cerillas del restaurante de tu familia. La demostración era para ti.

—No te lo discuto. —Miró hacia el sitio donde un par de bomberos sucios y empapados estaban encendiendo un cigarrillo—. ¿Has visto a alguien que te pareciera sospechoso?

—La verdad es que no. Tengo que reconocer que, desde que has entrado, no me he fijado mucho. Estaba demasiado ocupado rezando.

Ella sonrió un poco y arqueó las cejas cuando Bo le limpió un poco de hollín de la mejilla con el pulgar.

—Me parece que no estoy precisamente atractiva.

—No tengo palabras. Me has asustado. Los peros podemos dejarlos para otra ocasión, cuando tengamos más tiempo. —Se metió las manos en los bolsillos—. Creo que tenemos muchas cosas que decirnos, y prefiero hacerlo sin público.

Reena volvió la cabeza por encima del hombro. Estaban remojando el edificio. Lo peor ya había pasado.

—Buscaré a alguien que te lleve. Mira, siento que esto haya acabado así.

—Yo también.

Reena lo dejó y tomó disposiciones para que lo llevaran a su casa. Y pensó que el fuego había hecho mucho más que destrozar un edificio. Si no se equivocaba, acababa de convertir una relación en ciernes en ceniza.

Fue a su coche a buscar el maletín con su equipo y lo sacó, junto con una botella de agua. Steve se acercó.

—Vaya así que ese es el chico con el que Gina dice que sales.

—Salía. Me parece que acababa de decidir que todo este jaleo de policías y bomberos e incendios en mitad de la noche es demasiado complicado para él.

—Él se lo pierde.

—Puede, o a lo mejor es que ha tenido suerte y ha encontrado una vía de escape. Soy un desastre con los hombres, Steve.

Cerró el maletero con un golpe. Su coche estaba cubierto de ceniza. Y su cuerpo apestaba, no había duda. Se inclinó sobre el vehículo, abrió la botella y dio un largo trago para aclararse la garganta.

Le pasó la botella a Steve y se quedó como estaba hasta que O’Donnell se unió al grupo.

—En unos minutos nos darán permiso para entrar. ¿Qué tienes?

Reena sacó una pequeña grabadora de su maletín para asegurarse de que solo había que decirlo una vez.

—Llamada de un sujeto sin identificar al teléfono de mi domicilio, a las veintitrés cuarenta y cinco —empezó, y siguió con una detallada exposición de los hechos, sus observaciones, las pruebas que había encontrado en la escena.

Apagó la grabadora y volvió a dejarla en el maletín.

—¿Quieres mi opinión? —siguió diciendo—. Lo ha hecho para que parezca chapucero, sencillo. Pero se ha tomado la molestia de abrir la pared en la primera planta para asegurarse de que el fuego se extendía también desde el interior de las paredes y no solo por fuera. Cuando llegamos había una ventana rota arriba. Puede que lo hiciera él, o que ya estuviera así, pero la ventilación contribuyó a propagar el incendio. Ha utilizado materiales muy básicos. Gasolina, papel, cerillas. Pero son fundamentales porque, en las circunstancias adecuadas, funcionan muy bien. No parece obra de un profesional, pero me huelo que sí lo es.

—¿Crees que hemos topado antes con algo suyo?

—No sé, O’Donnell. —Se llevó la mano al pelo, con gesto cansado—. He estado revisando viejos casos. Y tú también. No he visto nada. Quizá se trate de algún chiflado con el que he coincidido en algún momento y que descarté como sospechoso, y esta es su forma de devolverme la pelota. Es la escuela del barrio. De mi barrio.

Abrió la puerta del coche y sacó la bolsita con la cajetilla de cerillas.

—De Sirico’s. Quiere que sepa que me conoce y que puede acercarse. Lo dejó donde pudiera encontrarlo. No dentro, porque si la cosa se desmandaba, podía haberse quemado, sino fuera, donde había muchas más probabilidades de que lo encontrara, delante del lugar por donde entró o por donde quiere hacernos creer que entró. Es algo personal.

Volvió a dejar la bolsa en el coche.

—Y, sí, es espeluznante. Estoy empezando a inquietarme.

—Hemos trabajado la escena, el caso. Y la próxima vez que llame —añadió O’Donnell— y se te ocurra ir a comprobar algo sin avisarme, no lo hagas.

Ella encogió los hombros.

—Me hizo salir. —Resopló—. Y tenía razón. Tenías razón. Pensaba que no era más que algún guarro… y eso lo puedo solucionar yo sola. Lo he hecho. Pero esto es algo más. —Contempló el edificio, desorientada por el humo—. Es más que eso, así que no hace falta que te preocupes, no volveré a hacer de las mías.

—Bien. Ahora vamos a trabajar.