Bo fue hacia Reena sin apartar los ojos de ella. En la mirada de Reena había una expresión desafiante, y un destello divertido y sensual. Cuando se pegó a ella ya estaba excitado. ¿Qué hombre no lo habría estado?
Reena siguió con las manos apoyadas en la barra incluso cuando la besó.
—¿Llevas la pistola? —preguntó él con su boca sobre la de ella.
Reena se puso algo tensa.
—En el bolso. ¿Por qué?
—Porque esta vez si alguien llama a la puerta, vamos a tener que usarla.
Reena se concedió un instante de relax. Se rio y luego él la cogió con fuerza en sus brazos.
—Ya fregaremos los platos después.
—Hum. Qué convincente.
—Aún no has visto nada. —Pero sintió que las rodillas le flaqueaban cuando Reena le clavó los dientes en el cuello. «Concéntrate (se ordenó a sí mismo mientras la sacaba en brazos de la habitación). No lo fastidies»—. Y no lo vamos a hacer en el suelo de la cocina. No tengo nada en contra. —Volvió la cabeza para poder verle la cara—. Pero esta vez no.
Ella le acarició el pelo, y le sonrió.
—Esta vez no. ¿Piensas llevarme arriba en brazos?
—Escarlata, esta noche no vas a pensar en Ashley.
Mientras la subía, Reena le echó los brazos al cuello y le cubrió el rostro de besos.
Bo había olvidado dejar una luz encendida —tanta planificación…—, pero conocía el camino. Y aún quedaba suficiente luz del día para que pudiera orientarse.
La dejó sobre la cama, pero Reena siguió rodeándole el cuello con los brazos y le hizo agacharse, sin dejar de besarle. Bo sentía el latido de su corazón como un tambor de la jungla en sus oídos.
—Espera. Está demasiado oscuro. —Probó el sabor de su cuello, bajo el mentón. Sus manos ardían por tocarla—. Quiero verte. Necesito verte.
Se apartó y rebuscó en el cajón de la mesita de noche tratando de encontrar una cerilla para encender la vela que había puesto allí pensando en ella.
Cuando se dio la vuelta, ella estaba apoyada contra los codos, con el pelo en un revoltijo rebelde de ámbar.
—Eres un romántico.
—Contigo.
El revoltijo de pelo brilló cuando Reena ladeó la cabeza.
—Normalmente, desconfío de los hombres que dicen las palabras justas en el momento oportuno. Pero debo decir que contigo está funcionando. ¿Crees que recordarás dónde estaba tu sitio?
Él bajó hasta ella, notó cómo suspiraba.
—Sí, es este.
La fantasía de Reena le había acompañado durante toda su vida de adulto. En ella Reena podía ser todo que él quería. Pero la realidad era mucho mejor. Piel, labios, aromas, sonidos. Todo desbordado sobre él en una marea ardiente de necesidad, deseo y asombro.
Lo que notaba moverse bajo su cuerpo no era ningún sueño, lo que contestó a su boca con un calor anhelante. Y aquella mujer real salió de sus sueños para envolverlo.
Bo la excitaba, hacía que el pulso le latiera con violencia; su mente era un borrón de movimientos y texturas. El choque de dientes, la lengua, la mezcla de alientos y suspiros. La boca de Bo parecía febril y sin embargo paciente. Como si se contentara con dejar que se consumieran solo con los besos.
Y entonces, cuando Reena creía que no podía más, cuando su cuerpo se arqueó hacia él para ofrecer más, él utilizó las manos.
Manos fuertes y duras, que rozaban, torturaban, sujetaban, poseían. Pechos, muslos, caderas, con un calor tan intenso que a Reena le sorprendió que su piel no estallara en llamas.
Bo le sacó la camiseta por la cabeza, y su boca se desbordó sobre sus pechos, sobre el encaje del sujetador, y su lengua tanteó el camino por debajo del tejido, para probar, juguetear.
Con un jadeo, rodaron y ella se puso a tirarle de la camisa y a pelearse con los botones. Echó el pelo hacia atrás y se puso a horcajadas sobre él, y le pasó las manos por el pecho.
—Estás en forma, Goodnight. —Su respiración era pesada, irregular—. Pero que muy en forma. Y tienes unas buenas cicatrices. —Deslizó los dedos sobre una que le recorría la caja torácica y sintió que se estremecía. Y entonces bajó la cabeza para rozar su piel con los labios, los dientes, la lengua.
Él se incorporó, y la levantó para que sus piernas se cerraran sobre él. Las manos que recorrieron la espalda de Reena estaban curtidas y llenas de callos, y eso las hacía aún más excitantes. Con un movimiento de los dedos, Bo le soltó el sujetador. Ella se arqueó y gimió cuando él deslizó sus labios por su cuerpo.
Bo sentía los latidos de su corazón bajo los labios, prácticamente notaba su sabor. Reena tenía un cuerpo tan suave, tan ágil… tronco y caderas estrechas, kilómetros de piernas. Quería pasar horas y horas explorando… días, puede que incluso años. Pero aquella noche, los largos años de espera le empujaban a tomar, solo tomar.
La hizo tenderse y le quitó los pantalones, siguiéndolos con las manos y la boca. El cuerpo de Reena se arqueaba y, cuando Bo volvió a subir, se sacudió.
Las manos de la mujer se aferraban a su cabeza, apretándolo contra su cuerpo cada vez más excitada, gritó, se estremeció. La sangre de Bo respondió con violencia cuando le quitó las bragas.
Reena lo arrastraba, con palabras incomprensibles mientras rodaban sobre la cama. Desnudándolo, con manos rápidas. En cuerpo y alma. Con su boca ardiente y hambrienta, y el cuerpo encendido.
No lo soltó cuando Bo abrió un condón, y lo arrastró al borde de la locura cuando se lo quitó de las manos para hacer ella misma los honores.
De nuevo se sentó a horcajadas sobre él. Bo la miraba. Miraba su piel, el pelo, los ojos, bañados por la luz dorada de la vela.
Y lo llevó a su interior.
Una vez más su cuerpo se arqueó entre fuertes sacudidas de placer. Y por su interior, un calor de seda, convulsiones de terciopelo. Reena se movía sobre él, llevándolo más adentro, con la alegría exultante de la desesperación con que las manos de Bo la sujetaban por las caderas.
Punto de ignición, pensó vagamente cuando el orgasmo se encendía en su interior. Y su cuerpo descendió sobre el de él.
La cabeza aún le daba vueltas, y apenas lo notó cuando Bo la hizo rodar para ponerse encima de ella. Estaba dentro de ella, muy adentro. Reena oía su respiración jadeante mezclada con la suya.
Sus manos se aferraron a los hombros de Bo. Sus ojos estaban tan verdes, pensó, como cristal. Y la bruma que los cubría se había disipado por el fuego de la pasión.
Bo empujó con fuerza, dejándola incluso sin los jadeos. Empujó, con tanta fuerza que los dedos de Reena se hundieron en sus hombros y su organismo entero se sacudió.
Pensó que había gritado. Oyó un sonido anhelante salir de su boca mientras la sangre corría por su interior desbocada. Su cuerpo se preparaba para recibir más, quería más, incluso cuando el placer era tan intenso que resultaba innombrable.
Los músculos a los que se aferraba se endurecieron como acero e, incluso en el momento de implosionar, Reena supo que él estaba con ella.
Y, cuando sus manos se deslizaron con flacidez sobre la cama, pensó, deslumbrada, «deflagración».
Reena estaba tendida como un muerto debajo de Bo. Como un soldado caído en batalla. Sudada y magullada. Bo no se movía desde hacía varios minutos, así que supuso que aquella guerra había terminado en empate.
—¿Está sonando el teléfono? —musitó ella.
Él se quedó como estaba, tendido sobre ella, con la cara hundida en su pelo.
—No. ¿Qué pasa?
—Espera. —Reena respiró con calma, se concentro—. Dios, son mis oídos. Tengo pitidos en los oídos. Uau.
—Dejaré de aplastarte en cuanto recupere el uso de mis extremidades.
—No hay prisa. ¿Sabes?, tenías razón. Hace trece años no estábamos preparados para esto. Nos hubiéramos muerto.
—Pues no estoy tan seguro de que no estemos muertos. Pero está bien. Pueden enterrarnos tal como estamos.
—Si estamos muertos no podremos volver a hacer el amor.
—Claro que sí. Si en el cielo no hay sexo y sexo y más sexo, entonces, ¿para qué sirve?
¿Había conocido alguna vez a un hombre que la hiciera reír tan fácilmente?
—Creo que un comentario como ese bastaría para enviarte al infierno.
—¿No fue Dios quien inventó el sexo? —consiguió apoyarse sobre los codos para mirarla—. Y no me digas que esto no ha sido una experiencia religiosa.
—Yo he oído cantar, aunque no sé si eran ángeles.
—Era yo. —Y entonces bajó la cabeza y la besó con dulzura.
Comieron pastel en la cama y volvieron a hacer el amor con el regusto a limón en la boca y migas en las sábanas.
Ella le dio un beso largo y luego se levantó de la cama para coger su ropa.
—¿Te vas?
—Son casi las dos de la mañana. Y los dos tenemos que trabajar.
—Podrías quedarte y dormir aquí. No vives tan lejos. Y recuerda, tengo galletitas para desayunar.
—Es tentador. —Se puso los pantalones, la camiseta, se metió la ropa interior en los bolsillos. Se sentía gloriosamente cansada, con ese cansancio que solo sientes después de una sesión de sexo saludable y bueno—. Pero ¿crees que podríamos dormir? Estamos demasiado calientes.
—No creo que pudiera aguantar otra ronda —se defendió él—. Estoy hecho polvo.
Ella ladeó la cabeza y estudió su rostro a la luz de la vela.
—Mentiroso.
Él sonrió.
—Demuéstralo.
Ella se rio y meneó la cabeza.
—Gracias por la cena, por el postre y por todo lo demás.
—Ha sido un placer. Un gran placer. ¿Qué tal si repetimos mañana por la noche?
—Sí, ¿qué tal? No hace falta que te levantes —dijo Reena cuando Bo se sentó en el borde de la cama y cogió sus pantalones—. Ya conozco el camino.
—Te acompañaré. ¿Cenamos mañana? En mi casa, en la tuya, donde sea.
—En realidad es posible que consiga un par de entradas para el partido de mañana de los Orioles. Si sale, ¿te interesa?
—¿Tú qué crees? ¿Te gusta el béisbol? —dijo señalándola.
—No. —Se pasó los dedos por el pelo para dejarlo más o menos presentable—. Me encanta el béisbol.
—¿En serio? A ver, ¿quién ganó la liga en… 2002?
Ella frunció los labios un momento.
—Fue el año de California. Los Ángeles ganaron a los Giants en el séptimo. Lackey les dio la victoria.
—Oh, Dios mío. —Mirándola con ojos desorbitados, se llevó el puño al corazón—. Realmente eres la chica de mis sueños. Cásate conmigo, sé la madre de mis hijos. Pero esperemos hasta después del partido.
—Así tendré tiempo de comprar el vestido. Ya te avisaré si consigo las entradas.
—Si no, ya intentaré conseguir un par de entradas para el siguiente partido que hagan aquí. —La tomó de la mano mientras bajaban la escalera.
Reena cogió su bolso.
—No tienes que acompañarme hasta la puerta, Bo.
—Pues claro que sí. Podría haber alguien. O extraterrestres. Nunca se sabe.
Cogió las llaves y se las metió en el bolsillo al salir.
—¿Ves? Eres un romántico. Y anticuado.
—Pero también soy masculino y tengo los reflejos de una pantera.
—Que nos serán muy útiles contra los extraterrestres.
Bajaron los escalones de la casa de Bo y luego subieron los que llevaban a la puerta de Reena, donde dejó que la besara.
—Vete a casa —musitó ella.
—Podrías acompañarme. Tú eres la policía.
—Vete. —Y le dio un pequeño codazo, luego abrió la puerta—. Buenas noches, Goodnight —dijo, y cerró.
La vigilo. Porque yo sé esperar, sé planificar las cosas. Nunca pensé que me llevaría tanto tiempo, pero caray, pasan cosas. Y además, la espera lo hace más emocionante. La muy puta se está tirando al vecino. Muy oportuno.
Podría matarlo ahora. Ir y llamar a su puerta. Él viene a abrir, claro. Porque se cree que es su puta. Y yo que voy y le clavo un cuchillo en la tripa. ¡Sorpresa!
Pero es mejor esperar. Esperar y vigilar. Ya me ocuparé de él mas adelante.
Cuando la ciudad arda.
La luz se ha encendido. La luz del dormitorio. Apuesto a que está desnuda. Acariciándose donde ha dejado que él la acariciara. Perra.
Pienso probarla, oh, sí, pienso probarla antes de prenderle fuego.
La luz de la ventana desaparece. Se acuesta.
Deja que duerma. Será más divertido si está dormida. Tómate tu tiempo, no hay prisa.
Fúmate un cigarrillo. Relájate.
Luego sacas el teléfono. Con una bonita imagen de ella en tu cabeza. Desnuda, en la cama.
Despierta, puta.
El teléfono sonó y la despertó. Reena echó un vistazo al reloj y se dio cuenta de que apenas llevaba diez minutos en la cama. El número que vio en el visor hizo que frunciera el ceño. Llamada local, número desconocido.
—¿Diga?
—Creo que es un buen momento para darte tu sorpresa.
—Oh, por Dios.
—Muy caliente y brillante. Y sabrás que es para ti. ¿Estás desnuda, Catarina? ¿Estás mojada?
Cuando oyó que la llamaba por su nombre, Reena sintió una punzada en el corazón.
—¿Quién…? —Y se puso a renegar cuando la persona que llamaba colgó. De nuevo, anotó el número y la hora.
A primera hora de la mañana, pensó con aire sombrío, alguien iba a recibir una bonita llamada.
Se levantó y cogió su arma. Comprobó si estaba cargada. Luego, llevando la pistola con ella, comprobó las puertas, las ventanas. Se tumbó en el sofá de la sala de estar, dejó la pistola en la mesita y trató de dormir un poco.
—Los dos eran móviles. —Reena estaba informando a su capitán, con O’Donnell al lado—. Registrados a nombre de personas diferentes, pero ambos son números de Baltimore.
—La llamó por su nombre.
—Sí, señor, en la segunda llamada.
—¿No reconoció la voz?
—No, señor. Quizá la está forzando. Hablaba muy flojo, algo ronco. Pero no me sonaba de nada. La primera vez pensé que sería algún guarro. Pero ahora sé que es personal.
—Comprueben las direcciones de los titulares.
—Me siento como una estúpida, meterte en todo esto —le dijo Reena a su compañero cuando salieron a buscar el coche—. Preferiría llevarlo como algo personal.
—Un tipo te amenaza por teléfono…
—No me amenazó.
—Implícitamente sí —dijo O’Donnell, y puso mala cara porque Reena se plantó en el lado del conductor antes que él—. Hay una amenaza implícita, a una policía… y además conoce al policía por su nombre. Es un asunto oficial.
—Mucha gente conoce mi nombre. Y por lo visto una de esas personas es un pervertido. —Salió de la plaza de aparcamiento marcha atrás—. La dirección que nos queda más cerca es la del trabajo del titular del teléfono desde donde se hizo la segunda llamada. Es de una tal Abigail Parsons.
Abigail Parsons daba clases de quinto curso en una escuela. Era una mujer de sesenta años con proporciones generosas, que llevaba calzado cómodo y un vistoso vestido azul.
En opinión de Reena, parecía emocionada por haber tenido que salir en medio de una clase para hablar con la policía.
—¿Mi móvil?
—Sí, señora. ¿Tiene su móvil?
—Por supuesto. —Abrió un bolso del tamaño de Rhode Island y sacó un pequeño Nokia de dentro, meticulosamente ordenado—. Está apagado. Nunca lo tengo encendido durante las clases, pero lo llevo conmigo. ¿Hay algún problema? No lo entiendo.
—¿Puede decirme si alguna otra persona tiene acceso a este teléfono?
—No. Es mío.
—¿Vive usted sola, señora Parsons? —preguntó O’Donnell.
—Sí, desde que mi marido murió hace dos años.
—¿Recuerda cuándo fue la última vez que lo utilizó?
—Ayer. Llamé a mi hija cuando salí del colegio. Había quedado para cenar con ella en su casa y quería saber si necesitaba que llevara algo. ¿De qué va todo esto?
El segundo número los llevó a un gimnasio donde la titular estaba dando una clase de aeróbic. Cuando interrumpió la clase, sacó su móvil de un bolso que guardaba en las taquillas. Era una joven chispeante de veintidós años, y dijo que la noche antes había estado fuera con unas amigas y luego volvió sola a casa. Vivía sola.
No apareció ninguna llamada al número de Reena en la memoria de ninguno de los dos móviles.
—Los ha clonado —dijo O’Donnell cuando salieron.
—Sí, y es muy raro. ¿A quién conozco yo que se tome la molestia de clonar unos móviles para poder despertarme en mitad de la noche?
—La pregunta más bien es quién te conoce a ti. Podemos revisar los archivos de los casos antiguos, a ver si sale algo.
—Una sorpresa para mí —musitó—. Grande y brillante. Con matices sexuales.
—¿Un antiguo novio? ¿O nuevo?
—No lo sé. —Reena abrió a puerta del coche—. Pero ha captado mi atención.
Reena dejó el caso a un lado, pero se sintió inquieta todo el día. ¿Quién iba a clonar dos teléfonos solo para confundirla? Clonar un móvil no era tan difícil si tenías el material necesario y las instrucciones. Y eso era fácil de encontrar.
Pero era algo que había que hacer de forma deliberada, planificarlo. Con un propósito.
Sabría que era para ella. ¿Qué es lo que era para ella? Reena se recostó en el asiento, cerró los ojos. La sorpresa grande y brillante.
¿Una sorpresa personal o profesional?
Pasó la mayor parte de la tarde en el juzgado, esperando para testificar en un caso de incendio provocado como venganza con consecuencia de muerte. Pasó a recoger las entradas para el partido de béisbol del despacho de un amigo de la oficina del fiscal del distrito. Y volvió a la comisaría con un hormigueo entre los homóplatos.
Conocía su nombre, ¿significaba eso que la vigilaba? Reena se sentía vigilada. Se sentía expuesta y vulnerable al caminar por la calle volvía a llamarla, cuando volviera a llamarla, lo retendría en la línea. Ya había instalado una grabadora. Le haría hablar. Y le sacaría algo que pudiera darle una pista.
Entonces se vería quién se llevaba una sorpresa.
Sacó su móvil y llamó a Bo al suyo. Ya había pasado a la categoría de relación seria. Tenía sus números programados.
—Hola, rubia.
Reena dio unos pasos y cantó.
—«Take me out to be ball game. Take me out with the crowd».
—Yo me encargo de comprar los cacahuetes y los snacks —dijo—. ¿A qué hora terminas?
—Si no sale nada, y toquemos madera para que no pase, a las seis y media.
—Estaré listo. ¿Qué haces ahora?
—Estoy caminando. Hace un día magnífico. Acabo de testificar en un juicio, y me parece que he puesto mi granito de arena para que un asesino quede fuera de circulación durante veinticinco años.
—Vaya, yo solo estoy colocando una cenefa. Es mucho menos emocionante.
—¿Has declarado alguna vez en un juicio?
—Me absolvieron.
Reena rio.
—Es muy aburrido. Estaré esperando esos snacks.
—La sorpresa del paquete la pondré yo. ¿Reena? —preguntó cuando vio que no decía nada.
—Sí, estoy aquí. Perdona. —Trató de relajar la tensión que sentía en la espalda—. Nos veremos luego.
Cerró el teléfono, pero se detuvo en el exterior de la comisaría y estudió detenidamente el tráfico y los peatones.
El teléfono sonó y Reena se sobresaltó, renegó. Y dejó escapar un suspiro de alivio cuando vio quién llamaba en el visor.
—Hola, mamá. No, aún no le he dicho nada del domingo. Pero lo haré.
Se dio la vuelta y entró en la comisaría oyendo la voz de su madre.
Encontrar aparcamiento en Candem Yards era imposible. Cuando veía aquel desbarajuste de coches Reena se alegraba de vivir lo bastante cerca para ir al campo a pie.
Le encantaba la gente, el bullicio, los atascos y la expectación de los que se dirigían hacia aquel estadio magnífico, casi tanto como el partido en sí.
Llevaba puestos sus tejanos más cómodos, una camiseta blanca sin mangas metida por el pantalón y una gorra con la colorida oropéndola de los Orioles.
Veía a niños en sus cochecitos, o dando brincos junto a sus padres. Como ella de pequeña, pensó, aunque en aquel entonces iban al viejo Memorial Stadium.
Ya podía oler los perritos calientes y la cerveza.
Cuando hubieron cruzado las barreras, Bo le pasó el brazo por los hombros. Iba vestido de forma muy parecida, aunque su camiseta era azul claro.
—Dime, ¿qué opinas de los sandwiches a la barbacoa Boogs?
—Tan buenos como el fielding de Wade Boogs en sus tiempos.
—Excelente. ¿Te parece que nos comamos uno antes del partido?
—¿Bromeas? Vamos a aprovisionarnos. Yo trago como un caballo durante los partidos.
Se abrieron paso entre la muchedumbre, llevando la comida entre los dos. Reena trataba de no mirar por encima del hombro, de no pensar y preguntarse por cada rostro que veía entre la gente. Allí sería fácil pasar inadvertido. Seguir a alguien. Solo tenías que pagar una entrada.
Pensar que podían estar vigilándola le hacía sentirse controlada, así que trató de sobreponerse a aquella sensación. No pensaba dejar que aquello le estropeara la velada.
Y cuando empezaron a subir la rampa hacia la puerta que les correspondía, respiró hondo y aguantó la respiración un momento.
—Esto me encanta. Ver cómo va apareciendo el campo conforme subes, todo ese verde, el marrón de las líneas de base, el blanco de los sacos, el graderío. Los sonidos, los olores.
—Me vas a hacer llorar, Reena.
Ella sonrió y, cuando llegaron arriba, volvió a detenerse para empaparse de la vista. El ruido, las voces, las conversaciones, los vendedores ambulantes, la música… la asaltaron. Y los problemas, aquellas llamadas sucias, las horas que había pasado en el juzgado, la factura de la Visa que le había llegado ese día con el correo electrónico… todo se disipó como la niebla bajo la luz del sol.
—Se puede encontrar la respuesta a todos los interrogantes del universo en un campo de béisbol —dijo.
—Una verdad como un templo.
Encontraron sus asientos y colocaron la comida sobre las piernas.
—El primer partido que recuerdo —empezó a explicar Reena y dio un buen bocado a su sandwich de carne a la parrilla— fue cuando tendría seis años. No me acuerdo de quién jugaba. —Tragó, estudiando el campo de juego—. Lo que recuerdo es la sensación, el movimiento, ¿entiendes? Tiene un sonido tan característico… Fue el inicio de mi pasión por el béisbol.
—Yo no fui a ningún partido de la liga nacional hasta el instituto y ya que has dicho lo de la sensación, la imagen que yo tenía del béisbol era la de la televisión. Y por televisión todo se ve más pequeño, tiene menos de espiritual.
—Vaya, entonces creo que ya tendrás un tema de que hablar con mi padre. Quieren que vengas a cenar con nosotros el domingo. Si estás libre.
—¿De verdad? —Una expresión de sorpresa y alegría le paso por el rostro—. ¿Qué será, una especie de iniciación? ¿Habrá un interrogatorio?
—Puede. —Se volvió a mirarle—. ¿Crees que estas preparado?
—Siempre se me han dado bien las pruebas.
Comieron, viendo cómo las gradas se iban llenando y la luz de aquel atardecer de primavera se suavizaba. Y lanzaron vítores cuando los Orioles salieron al campo y escucharon el himno.
Cada uno se tomó una cerveza durante los tres primeros innings.
A Bo le gustó ver que Reena gritaba, abucheaba, renegaba. Nada de aplausos femeninos. Se tiraba del pelo, le golpeaba a él en el hombro, mantuvo una breve conversación con el hombre que tenía sentado al otro lado sobre las posibles inclinaciones sexuales del árbitro cuando descalificó al corredor de su base.
Los dos estuvieron de acuerdo en que era un imbécil y un cegato.
Reena se comió una barrita de helado recubierto de chocolate en el séptimo inning —Bo no sabía de dónde había salido— y casi lo untó con ella cuando se levantó de un brinco para seguir la trayectoria de una bola que el bateador mandó bastante lejos.
—¡Uau, a esto me refería! —gritó, dio unos pasos de baile y volvió a sentarse—. ¿Quieres un poco?
—Ya lo he probado.
Ella se volvió y le sonrió.
—Me encanta el béisbol.
—Sí.
Perdieron, por un doloroso run, y ella lo achacó al mal trabajo del juez de la tercera base.
Bo no consideró oportuno confesar que nunca había disfrutado más de una derrota, o de un partido. De buena gana condenaría a sus amados Orioles a una temporada desastrosa si así podía verla entusiasmada en cada partido.
Cuando salieron del estadio, Reena lo empujó contra un árbol y pegó su boca a la de él.
—¿Sabes qué otra cosa me gusta del béisbol? —susurró.
—Estoy deseando que me lo digas.
—Me pone caliente. —Le acarició la oreja con los labios, respiró en ella—. ¿Por qué no te llevo a mi casa?
Lo cogió de la mano y volvieron a la acera. Y caminaron juntos entre la multitud, tomando el camino más corto para llegar a su casa.