Reena estaba paseando al bebé de Xander y An por la salita de su apartamento para muñecas. Ya habían empezado a recoger sus cosas.
Reena se había ido del apartamento que había encima de Sirico’s, y en breve su hermano y su pequeña familia se iban a instalar allí.
Las ventanas —las dos que había— estaban abiertas para que pudiera oír el sonido del tráfico y los gritos de los niños que jugaban en el parque.
El pequeño ya había eructado, pero Reena no quería dejarlo aún.
—Así que hemos cenado un par de veces en Sirico’s. Nos hemos quedado un rato charlando en los escalones de la puerta de su casa. Me ha hecho un diseño de una mesa para el comedor. Es genial. Perfecto. No sé qué hacer con él.
—No, ve al grano. —Y siguió doblando la ropa del bebé—. ¿Por qué no lo has hecho con él?
—Bonito tema de conversación, mamá.
—En estos momentos, entre el parto, el cuidado de la pequeña, el trabajo y los preparativos para el traslado, mi vida sexual no pasa por su mejor momento. Tendré que poner mis necesidades en algún sitio. ¿Qué tal está de besos?
—No sé.
—¿Aún no lo has besado? —Tiró un pelele a un lado y se llevó la mano al pecho—. Te mudaste hace, ¿cuánto, tres semanas? Me acabas de partir el corazón.
—Él trabaja, yo también. —Reena se encogió de hombros—. Aunque vivimos al lado, no nos vemos cada día. A lo mejor incluso preferimos no vernos cada día. Él no ha hecho ningún movimiento y yo tampoco. Estamos… —y giró un dedo en el aire— dando vueltas alrededor del tema sin llegar a tocarlo. Yo espero continuamente que él lo haga. Y creo que él espera que yo lo espere y por eso se contiene, y eso me hace perder un poco el equilibrio. Desde luego eso se lo tengo que admirar.
—Vale, le admiras, has estado a ratos con él, y ahora debes disfrutar de él. Te parece atractivo y sin embargo no te lanzas.
—No. —Reena apartó a Dillon para poder mirarle la cara—. ¿Qué problema tengo?
—Te da un poco de miedo, ¿verdad?
—Yo no le tengo miedo a ningún hombre. —No podía, no se permitiría tenerlo—. Ni siquiera de este, que se acaba de ensuciar los pañales. Anda, cielo, ve con mamá.
An cogió al bebé y lo llevó a la habitación que hasta entonces habían compartido los tres. Lo tumbó en el cambiador.
—Pues yo creo que te asusta un poco —siguió diciendo—. Al principio a mí también me daba miedo Xander. Era maravilloso y divertido, y además es un médico increíble. Me daban ganas de comérmelo. Y luego, cuando empezamos a salir, me daba muchísimo miedo conocer a tu familia. No sé, tenía una imagen muy particular en la cabeza. Como los Soprano, pero sin los crímenes, claro.
—Está bien saberlo.
—Pero, una gran familia, una familia italiana. ¿Cómo iba a encajar una chica china como yo en su familia?
—Como una flor de loto, elegantemente enroscada en una parra.
—Bonita imagen. Los quiero mucho, y tú lo sabes. Creo que empecé a quererlos incluso antes de querer a Xander. A él le deseaba, le admiraba, pero la familia, uau, la familia me deslumbraba. Y ahora mira lo que he conseguido. —Le dio un beso en la barriga a Dillon, y le pasó a Reena un brazo por la cintura—. ¿No es la cosita más linda que has visto?
—Sí, más o menos.
—La primera vez que Xander me pidió que nos casáramos, le dije que no.
—¿Cómo? —Reena miró al reluciente pelo de su cuñada con sorpresa—. ¿Le dijiste que no?
—Estaba muerta de miedo. No, le dije, ¿estás loco? Dejémos las cosas como están. No tenemos por qué casarnos. Así estamos muy bien. Y Xander dejó el tema… hasta la siguiente hora. Volvió y me dijo que dejara de comportarme como una idiota.
—Qué romántico.
—Pues sí, en realidad fue muy romántico. Estaba tan acelerado y tan sexy… Yo te quiero, tú me quieres, así que ¿por qué no tener una vida en común? Yo dije que sí y ya está. —Cogió al bebé en brazos, apretó su mejilla contra la de él—. Gracias a Dios. Y si te digo todo esto —añadió— es solo para que veas que no es malo estar un poco asustada. Pero es mejor que des el paso.
«Sí, quizá tendría que hacerlo», pensó cuando conducía de vuelta a casa. ¿Qué la retenía? An tenía razón… ella siempre tenía razón. Lo mejor era mover ficha. Porque, se recordó a sí misma, normalmente la persona que mueve primero, tiene ventaja.
No tenía por qué tener ventaja en una relación, pero tampoco le importaba especialmente que así fuera. Y, si se paraba a pensarlo, la verdad es que era lógico. El chico la había llevado en su imaginación durante… ¿qué había dicho? Siete diecisieteavas partes de su vida. ¿No era un poco fuerte? Así que, lógicamente, eso significaba que tendría toda clase de ideas e imágenes preconcebidas sobre ella. Y sin duda, la mayoría serían exageradas e inexactas.
Pero, si daba el paso, si movía pieza, habrían entrado en el campo de juego.
Y a ella le gustaba jugar.
A veces hay que dejarse llevar, decidió cuando aparcó el coche y cogió su bolso. No tenía sentido darle tanta importancia o tratar de analizar tanto.
Así que fue directa a la puerta de la casa de Bo y llamó con los nudillos. Tardó tanto en salir a abrir que Reena pensó si no estaría trabajando en el patio, como hacía algunas noches. Pero, cuando abrió, ella tenía una sonrisa seductora en los labios.
—Hola, pasaba por aquí, y he pensado… —Parecía afectado y se le veía muy pálido—. ¿Qué pasa?
—Yo… tengo que irme. Lo siento. Tengo que… —Se interrumpió, miró atrás con expresión perdida, como si hubiera olvidado lo que estaba haciendo.
—Bo, ¿qué ha pasado?
—¿Qué? Tengo que… mi abuela.
Ella lo cogió del brazo y le habló con calma. Sabía reconocer a una víctima cuando la veía.
—¿Qué le ha pasado a tu abuela?
—Ha muerto.
—Oh, lo siento. Lo siento mucho. ¿Cuándo ha sido?
—Acaban… acaban de llamarme. Tengo que ir a su casa. Está en su casa. Tengo que ocuparme de sus cosas. No sé.
—Vale. Te llevo.
—¿Qué? Espera, dame un segundo. —Se apretó los ojos con los dedos—. Estoy un poco confuso.
—Claro que lo estás. Por eso te llevo.
—No, no, no pasa nada. —Dejó caer las manos, meneó la cabeza—. Está muy lejos, en Glendale.
—Vamos, iremos en mi coche. ¿Tienes las llaves de la casa?
—Las… —Se metió una mano en el bolsillo y las sacó—. Sí, sí. Oye, Reena, no tienes por qué hacerlo. Solo necesito un momento y enseguida estaré bien.
—Es mejor que no conduzcas, hazme caso. Y no tendrías que ir solo. Cierra la puerta —le dijo, y fueron hasta su coche—. ¿Dónde de Glendale?
Él se restregó la cara como si tratara de quitarse el sueño de encima y le dio una dirección y algunas indicaciones imprecisas.
Reena conocía la zona bastante bien de cuando estudiaba en la universidad.
—¿Estaba enferma tu abuela?
—No, no tenía nada importante. Que yo supiera. Un montón de pequeñas puñetas, lo normal cuando uno tiene ochenta y siete años, u ochenta y ocho. Mierda. No me acuerdo.
—A las mujeres no nos importa que no os acordéis de nuestra edad. —Y le pasó una mano por la suya—. ¿Quieres contarme lo que ha pasado? ¿O prefieres que vayamos en silencio?
—No lo sé. No sé. La encontró su vecina. Estaba preocupada porque no contestaba al teléfono. Y esta mañana no salió a recoger el correo. Es… mi abuela era mujer de costumbres, ¿sabes?
—Sí.
—Y tiene las llaves. La vecina. Fue a ver qué pasaba. Aún estaba en la cama. Supongo que murió mientras dormía. No sé. Estuvo allí todo el día, sola todo el día.
—Bowen, es duro perder a alguien. Pero deja que te haga una pregunta, cuando te llegue el momento, ¿no crees que no hay una forma mejor de morir que en tu cama, en tu casa, mientras duermes?
—Seguramente. —Respiró hondo—. Hablé con ella ayer mismo. La llamo cada dos o tres días. Solo para ver cómo está. Me dijo que el grifo de la cocina volvía a gotear, así que tenía que pasarme hoy o mañana para arreglarlo. Hoy he estado demasiado ocupado para ir. Mierda.
—Te preocupabas por ella.
—No, solo le arreglaba las cosas de la casa. Iba a verla cada dos semanas más o menos. No lo bastante. Tendría que haber ido más. ¿Por qué siempre te das cuenta de estas cosas cuando ya es tarde?
—Porque somos humanos y tenemos tendencia a culparnos. ¿Tienes algún otro familiar cerca?
—No. Mi padre está en Arizona. Dios, ni siquiera le he llamado. Mi tío vive en Florida. Tengo un primo en Pensilvania. —Echó la cabeza hacia atrás—. Tengo que buscar los números.
La imagen empezaba a cobrar forma, y esa imagen le decía a Reena que el chico estaba solo en aquello.
—¿Sabes qué quería? ¿Te dijo alguna vez cómo quería que la enterraran?
—La verdad es que no. Una misa. Habría querido una misa.
—¿Eres católico?
—Ella sí. Lo era. Yo no soy practicante. Los ritos finales. Mierda. Es demasiado tarde para eso. Me siento tan idiota… —dijo con un suspiro—. Nunca he hecho nada de esto. Mi abuelo murió hace casi veinte años en un accidente de coche. Y los padres de mi madre están en Las Vegas.
—¿Tus abuelos viven en Las Vegas?
—Sí. Les encanta. La última vez que la vi, ¿cuándo fue, hace dos semanas? Tomamos un té realmente espantoso… ya sabes, de ese que guardas en un tarro, azucarado y con sabor a limón.
—Tendría que estar prohibido.
—Sí. —Se rio un poco—. Tomamos un té espantoso y Chips Ahoy! en su patio. No era de las que preparan galletitas caseras y esas cosas. A ella le gustaba jugar al pinacle y tragarse todos los programas catastrofistas de la tele. De los que sacan ataques de mascotas, o vacaciones que salen fatal. Le encantaba esa basura. Fumaba tres cigarrillos al día. Virginia Slims. Tres. Ni uno más ni uno menos.
—Y tú la querías.
—Sí. Nunca me lo planteé, pero sí, la quería. Gracias. Gracias por ayudarme con esto.
—No pasa nada.
Ya más tranquilo, Bo le estuvo dando indicaciones en la parte final del trayecto, hasta que llegaron a una bonita casa de ladrillo con un jardín muy cuidado.
Tenía postigos blancos y un pequeño porche también blanco. Supuso que Bo los había pintado… y seguramente también había construido el pequeño porche.
Una mujer de cuarenta y tantos años salió de la casa. Tenía los ojos enrojecidos de llorar. Llevaba puesto un chándal azul y se había recogido el pelo castaño claro en una cola.
—Bo. Bo, lo siento. —Lo abrazó y no dejó de estremecerse—. Me alegro tanto de que estés aquí. —Suspiró, se echó hacia atrás—. Lo siento —le dijo a Reena—. Soy Judy Dauber, la vecina de al lado.
—Esta es Reena. Catarina Hale. Judy, gracias por… por esperar con ella.
—Por supuesto, cariño. Por supuesto.
—Tengo que entrar.
—Ve. —Reena lo cogió de la mano y le dio un apretón—. Yo entraré enseguida.
Reena espero en el césped, y vio cómo iba hacia la puerta y entraba en la casa.
—Pensé que estaba dormida —empezó a decir Judy—. Pero solo un momento. Pensé, bueno, por Dios, Marge, ¿qué haces en la cama a estas horas? Era muy activa. Y entonces lo comprendí, me di cuenta. Hablé con ella ayer mismo. Me dijo que Bo vendría dentro de uno o dos días para arreglarle el grifo. Y que cuando viniera le tendría preparada una lista de pequeñas cosas que hacer. Estaba muy orgullosa de él. No tenía nada bueno que decir del padre, pero a Bo no dejaba de elogiarlo.
Se sacó un pañuelo de papel y se limpió los ojos.
—Lo elogiaba mucho. Él era el único que se preocupaba por ella, no sé si me entiende. El único que le prestaba atención.
—Usted también.
Judy la miró y las lágrimas empezaron a caer otra vez.
—Judy. —Reena le rodeó los hombros con un brazo y caminaron hacia la casa.
—Bo dice que su abuela era católica. ¿Conoce usted el nombre de la iglesia adonde iba, del cura?
—Oh, sí, sí, por supuesto. Tendría que haberlo pensado.
—Podemos llamar. Y a lo mejor podemos encontrar el teléfono de sus hijos.
La muerte podía llegar de la forma más simple, pero invariablemente lo que venía después era complicado. Reena hizo lo que pudo y se puso en contacto con el cura mientras Bo llamaba a su padre. Los papeles estaban organizados con eficiencia en un cajón archivador de un pequeño despacho que había en la habitación libre. El seguro, el nicho, una copia del testamento, la escritura de la casa, los papeles del viejo Chevy que, según le dijeron a Reena, Marge Goodnight usaba para ir a la iglesia o a la tienda.
El cura llegó tan deprisa y con expresión tan solemne que Reena dedujo que Marge había sido un miembro destacado de la parroquia.
En aquella casa Reena vio una nueva faceta de Bo. El orden ciertamente era obra de Marge. Pero el mantenimiento era cosa de Bo. No se veían las reparaciones y arreglos chapuceros que solían encontrarse en las casas y apartamentos de la gente mayor.
Como Judy había dicho, le prestaba atención. Se preocupaba por ella.
Bo se ocupó de los detalles, hizo las llamadas, habló con el cura, tomó las decisiones. Hubo un momento en que vio que vacilaba y lo cogió de la mano.
—¿Qué puedo hacer?
—Ellos, hum… quieren saber qué ropa llevará. Para el funeral. Tengo que elegir algo.
—¿Por qué no me ocupo yo de eso? Los hombres nunca sabéis qué nos gusta.
—Te lo agradecería. Sus cosas están ahí, en el armario. Puedes esperar. Todavía no… vaya, que todavía está ahí.
—Vale, no te preocupes. Yo me ocupo.
A lo mejor era un poco surrealista entrar en el dormitorio de una mujer a la que nunca había visto e inspeccionar su armario mientras su cuerpo estaba en la cama. Por respeto, primero Reena fue hasta la cama y bajó la vista.
Marge Goodnight tenía el pelo gris, y lo llevaba corto y liso. No era una mujer ostentosa, decidió. Su mano izquierda, con el anillo de bodas puesto, estaba apoyada sobre la sábana.
Supuso que Bo habría estado sentado allí, y le habría sujetado la mano mientras se despedía.
—Es demasiado para él —dijo con voz callada—. Elegir un vestido para usted sería demasiado. Espero que no le importe que yo me ocupe de eso.
Abrió el armario y sonrió cuando vio los estantes hechos a mano.
—Los hizo él, ¿verdad? —Miró a Marge por encima del hombro—. A usted le gustaba tenerlo todo ordenado y a él construir cosas. Es un buen diseño. A lo mejor le contrato para que me haga algo parecido. ¿Qué le parece este traje azul, Marge? Es digno, pero no rígido. Y la blusa con un poquito de blonda por la abertura. Bonita pero no chillona. Creo que me habría gustado usted.
Encontró una bolsa para trajes, colgó las prendas en ella y, aunque se daba cuenta de que no era necesario, eligió unos zapatos y la ropa interior.
Antes de salir de la habitación, se volvió de nuevo a la cama.
—Encenderé una vela por usted y pediré a mi madre que rece un rosario. Nadie reza los rosarios como mi madre. Buen viaje, Marge.
Reena se tomó dos horas de su tiempo para asuntos personales para asistir al funeral. Bo no le había pedido que fuera. En realidad, estaba convencida de que lo había hecho expresamente. Se sentó al fondo, y no le sorprendió ver que la iglesia estaba tan llena. Su breve conversación con el cura había confirmado su impresión de que Marge Goodnight era un miembro destacado de la parroquia.
La gente había llevado flores, como suelen hacer los amigos y vecinos, así que la iglesia olía a azucenas, incienso y cera. Reena se puso en pie y se arrodilló, se sentó y habló, siguiendo el ritmo de la misa, que era tan familiar para ella como el latido de su corazón. Cuando el cura habló de los muertos, se refirió a la difunta con palabras personales y afectuosas.
Le importaba, pensó Reena. La mujer había dejado una huella. Y ¿no era eso lo que importaba?
Cuando Bo se acercó al altar para decir unas palabras, a Reena se le ocurrió que seguramente a Marge no le importaría que admirara lo guapo que estaba con aquel traje negro.
—Mi abuela —empezó— era una mujer dura. No soportaba a la gente estúpida. Ella pensaba que tenemos que utilizar el cerebro que Dios nos ha dado, porque si no lo único que haces es ocupar espacio. Ella hizo mucho más que ocupar un espacio. Me contó que durante la Depresión ella trabajaba en una tienda, que ganaba un dólar al día. Cada día tenía que andar tres kilómetros de ida y tres de vuelta, lloviera o hiciera sol. No pensaba que fuera ninguna gran cosa, pero hizo lo que tenía que hacer.
»Me contó que en una ocasión pensó en hacerse monja, pero al final decidió que prefería el sexo. Espero que no esté mal que lo diga aquí —añadió, porque se oyeron unas risas—. Se casó con mi abuelo en 1939. Tuvieron lo que ella llamaba una luna de miel de dos horas y luego tuvieron que volver al trabajo. Por lo visto, se las arreglaron para concebir a mi tío Tom en ese espacio tan corto. Mi abuela perdió a una hija de seis meses, perdió a un hijo que no llegó a los veinte en Vietnam. Perdió a su marido, pero no perdió nunca su fe. O su independencia, que para ella era igual de importante. Ella me enseñó a montar en bicicleta y a terminar lo que empiezo.
Se aclaró la garganta.
—Deja a dos hijos, a mi primo Jim y a mí. La voy a echar de menos.
Reena esperó fuera de la iglesia mientras la gente hablaba con Bo antes de marcharse. Hacía una bonita mañana, el sol brillaba con fuerza y olía a hierba recién cortada.
Se fijó en las dos personas que estaban junto a Bo. Un hombre que tendría su misma edad, de metro ochenta aproximadamente, con unas modernas gafas con montura metálica y traje y zapatos oscuros de calidad. Y una mujer de unos treinta años, con pelo corto y rojo, que llevaba gafas de sol y un vestido negro sin mangas.
Por lo que Bo le había dicho, no podían ser parientes. Pero Reena reconocía a una familia en cuanto la veía.
Bo se separó de los demás y se acercó a Reena.
—Gracias por venir. No había tenido ocasión de hablar contigo, de darte las gracias.
—No pasa nada. Siento no poder ir al cementerio. Tengo que volver al trabajo. Ha sido un servicio encantador. Lo has hecho muy bien.
—Me daba mucho miedo. —Se puso unas gafas de sol para ocultar sus ojos cansados—. No había tenido que hablar delante de tanta gente desde la pesadilla de secundaria.
—Pues te ha salido perfecto.
—Me alegro de que ya haya pasado. —Miró más allá y apretó la mandíbula—. Tengo que irme con mi padre. —Y señaló con el gesto a un hombre vestido con traje negro. Pelo negro con un toque de blanco en las sienes, como unas alas relucientes.
«Moreno y en forma —pensó Reena—. E impaciente».
—Parece que no tenemos gran cosa que decirnos. ¿Cómo puede ser?
—No lo sé. Pero esas cosas pasan. —Y le dio un beso en cada mejilla—. Cuídate.
A las diez de una mañana lluviosa de junio, Reena estaba ante el cuerpo parcialmente calcinado de una mujer de veintitrés años. Lo que quedaba de ella estaba en una sucia habitación de un hotel. Decir que era un hervidero de pulgas sería poco.
Según el permiso de conducir que habían encontrado en su monedero, debajo de la cama, y el registro del hotel, su nombre era DeWanna Johnson.
Tenía el rostro y la parte superior del tronco totalmente destrozados, así que no podría confirmarse su identidad hasta más tarde. La habían liado en una manta y habían utilizado el relleno del colchón como combustible.
Reena tomaba fotografías mientras O’Donnell establecía una cuadrícula de trabajo.
—Bueno. DeWanna se registró en el hotel hace tres días con un hombre. Pagó por dos noches en efectivo. Aunque es posible que quisiera dormir en el suelo y se prendiera fuego ella misma, me huelo que aquí hay algo raro.
O’Donnell mascaba chicle con aire pensativo.
—A lo mejor la sartén cubierta de sangre y materia gris que hay allí te ha dado la pista.
—No sufrió. Jesús, DeWanna, apuesto a que primero te montó un espectáculo. Tenía un buen combustible con la manta y el relleno del colchón, y la grasa corporal de la víctima. Pero lo fastidió. Tendría que haber abierto la ventana, tendría que haber rociado la alfombra con un líquido inflamable. No había ni suficiente oxígeno ni un fuego de suficiente intensidad para acabar el trabajo. Espero que ya estuviera muerta cuando le prendió fuego. A ver qué dicen el forense y los radiólogos.
Reena examinó el resto de la habitación, con un aparte para la pequeña cocina. Platos rotos en el suelo, que identificó como buey picado con ketchup salpicado sobre el linóleo sucio.
—Parece que la mujer estaba preparando la cena cuando empezó la discusión. En la sartén hay restos de comida y de su cabeza. Seguramente él cogió la sartén directamente del fuego.
Le dio la espalda a la cocina, cruzó las manos como si estuviera sujetando el mango de una sartén y la agitó.
—La golpeó por detrás. La salpicadura de sangre que veo aquí parecería confirmarlo. Y luego repite con otro golpe lateral y la derriba. Y a lo mejor le dio unos golpes más, hasta que al final pensó: «Uau, mierda, qué he hecho».
Reena rodeó el cuerpo.
—Se le ocurre prenderle fuego para encubrir el asesinato. Pero la grasa animal no arde limpiamente. El fuego le destroza el tejido superficial, la cara, y poco más, pero no hace que la temperatura de la habitación cerrada se eleve lo bastante para que prenda el relleno o incluso la alfombra en la que está envuelta.
—Así que probablemente no tenemos que buscar a ningún químico.
—Ni a alguien que ya lo tuviera planeado. Por lo que veo en la escena actuó en el calor del momento, no fue algo premeditado.
Reena pasó al cuarto de baño. La parte posterior del lavabo estaba cubierta de cosméticos. Laca, champú, rimel, lápiz de labios, colorete, sombra de ojos. Se acuclilló y empezó a rebuscar entre la basura con unos guantes puestos. Unos minutos después, salió con una cajita.
—Creo que ya tenemos un motivo. —Y sostuvo en alto el test de embarazo.
La vaga descripción que el recepcionista dio del hombre que se había registrado con la víctima recibió un fuerte impulso gracias a las huellas que Reena sacó de la sartén.
—Lo tengo —le dijo a O’Donnell, y dio la vuelta en su silla para ponerse de cara a la mesa de su compañero—. Jamal Eari Gregg, veinticinco años. Está fichado. Agresión, posesión e intento de venta de droga. Cumplió condena en Red Onion, Virginia. Salió hace tres meses. Aquí aparece una dirección en Richmond. En el permiso de conducir de DeWanna Johnson también había una dirección de Richmond.
—Bueno, parece que vamos a tener que hacer un viajecito.
—Hay una MasterCard a nombre de ella. Pero no estaba ni en su monedero ni en la habitación.
—Si se la ha llevado, seguro que la usará. Imbécil. Daremos aviso. A lo mejor podemos ahorrarnos el viajecito por la 95.
Reena redactó el informe, hizo una búsqueda para localizar posibles socios.
—El único vínculo que encuentro con Baltimore es un compañero de celda de Red Onion. El hombre aún está dentro. Está cumpliendo una condena de cinco años por tráfico.
—A Jamal lo encerraron por posesión de droga con intención de venderla. A lo mejor vino a Baltimore para tratar de introducirse en el mundillo aprovechando los contactos de su amigo de celda.
—DeWanna Johnson está limpia. No está fichada por ningún delito, ningún arresto. Pero ella y Gregg fueron al mismo instituto.
O’Donnell se bajó las gafas que tenía que ponerse para leer.
—¿Novios del instituto?
—Cosas más raras se ven. El hombre sale de la cárcel, la recoge y vienen a Baltimore… pagando ella, con el coche de ella. Debía de estar enamorada. Voy a comprobar la dirección que aparece en su permiso de conducir, a ver qué encuentro.
—Yo pondré al corriente al capitán —dijo O’Donnell—. A ver si quiere que vayamos a Richmond con esto.
Cuando O’Donnell volvió, Reena levantó un dedo para que esperara un momento.
—Le estoy muy agradecida, señora Johnson. Si sabe algo de su hija o de dónde para Jamal Gregg, por favor llámeme. Ya tiene mi número. Sí, gracias.
Reena se recostó en su silla.
—Novios del instituto. En realidad, se querían tanto que DeWanna tiene una hija de cinco años. Está con su madre. Jamal y DeWanna se fueron hace tres días… en contra de la voluntad de la madre. Por un asunto de trabajo. Dice que cuando se trata de ese inútil no le funciona el cerebro, y que espera que esta vez lo encerremos para bastante tiempo para que su hija tenga una oportunidad de hacer algo decente con su vida. No le he dicho que seguramente DeWanna ya ha perdido su oportunidad.
—Tiene una hija con ella. Sale de la cárcel, decidido a poner en marcha un negocio y ella le dice que vuelve a estar embarazada. Pierde los papeles, la golpea, le prende fuego, se lleva la tarjeta de crédito, el dinero en efectivo, el coche.
—Creo que lo tenemos.
—Tenemos vía libre para ir a Richmond. Espera un momento. —Y contestó a su teléfono, que estaba sonando—. Unidad de delitos incendiarios, O’Donnell. Sí. Sí. —Mientras hablaba, iba garabateando unas notas en un papel—. Consigue la autorización. Vamos para allá.
Reena ya se había levantado y estaba cogiendo su chaqueta.
—¿Adónde?
—Almacén de licores en Central.
Cuando iban hacia el lugar, Reena cogió la radio y pidió refuerzos.
Cuando llegaron ya se había ido, y Reena se quedó plantada bajo la lluvia, con una profunda sensación de frustración. Le dio una patada al neumático de atrás del coche que Jamal había dejado encima del bordillo. Su móvil empezó a sonar y Reena lo sacó.
—Hale. Vale. Lo tengo. —Cortó la comunicación—. La víctima estaba embarazada de seis semanas. Causa de la muerte, traumatismo.
—El forense ha trabajado deprisa.
—He sido muy persuasiva. No puede haber ido muy lejos. Incluso si ha decidido deshacerse del coche, no puede haber llegado muy lejos.
—Lo buscaremos. Sube al coche que te vas a mojar. —O’Donnell volvió a ponerse al volante—. Ya he dado aviso a todas las unidades. Va a pie. Está enfadado porque no ha conseguido la bebida.
—Un bar. ¿Dónde está el bar más cercano?
O’Donnell la miró y sonrió.
—Ahora te escucho. —Volvieron la esquina y O’Donnell asintió—. Echemos un vistazo.
El local se llamaba Hideout. Esconderse con una botella en una tarde lluviosa era lo que parecía que hacían allí varios clientes.
Jamal estaba en un extremo de la barra, bebiendo cerveza.
Bajó del taburete como un rayo y corrió hacia la parte de atrás.
«Sabe reconocer a los polis», fue lo único que pensó Reena cuando echó a correr tras él. Llegó a la puerta que daba al callejón tres zancadas antes que su compañero. Evitó el cubo metálico de basura que Jamal derribó. O’Donnell no.
—¿Estás bien? —gritó ella a su espalda.
—Ve a por él. Yo te sigo.
Jamal era rápido, pero Reena también. Cuando se encaramó por la reja que había al final del callejón y saltó, ella fue detrás.
—¡Policía! ¡Quieto!
Es rápido, volvió a pensar Reena, pero no conoce Baltimore. Ella también era rápida… y conocía muy bien la ciudad.
Esta vez, el callejón cubierto de charcos adonde habían ido a parar no tenía salida. El hombre se dio la vuelta, con mirada salvaje, y sacó un cuchillo.
—Ven aquí, puta.
Sin apartar los ojos de él, Reena sacó su arma.
—¿Eres idiota? Tira ese cuchillo antes de que te dispare, Jamal.
—No tienes pelotas.
Ella sonrió, aunque se notaba las manos pegajosas y tenía la sensación de que las rodillas se iban a poner a temblar.
—Pruébame.
Desde atrás, oyó que O’Donnell renegaba y resollaba. Fue como música a sus oídos.
—Y a mí —dijo O’Donnell apoyando su arma sobre la reja.
—Yo no he hecho nada. —Jamal tiró el cuchillo—. Solo estaba tomando una copa.
—Sí, eso díselo a DeWanna y al bebé que estaba esperando. —El corazón le latía con violencia contra las costillas cuando avanzó hacia Jamal—. Al suelo, cabrón. Las manos sobre la cabeza.
—No sé de qué hablas. —Se puso de rodillas, con las manos sobre la cabeza—. Os estáis equivocando de persona.
—Cuando estés en la cárcel, harías bien en estudiar las propiedades del fuego. Entretanto, Jamal Eari Gregg, estás detenido como sospechoso de asesinato. —Dio una patada al cuchillo para alejarlo y lo esposó.
Cuando oyeron las sirenas, estaban empapados. O’Donnell le dedicó una sonrisa feroz.
—Eres rápida, Hale.
—Sí.
Y, como todo había acabado, se sentó en el suelo mojado para recuperar el aliento.