Baltimore, 2005
Para bien o para mal, estaba hecho. A Reena el corazón le latía con violencia, se sentía la garganta seca y notaba un hormigueo en el estómago que lo mismo podía ser de pánico que de entusiasmo.
Se había comprado una casa.
Estaba en los escalones de mármol blanco, con las llaves en la mano sudada. Ya habían cerrado el acuerdo, había firmado los papeles. Tenía una hipoteca.
Una hipoteca del banco, pensó, a tantos años que cuando terminara de pagar estaría a punto de jubilarse.
«Hiciste los cálculos, ¿no? —se recordó—. Saldrá bien. Ya va siendo hora de que tengas una casa. Oh, Dios, era propietaria de una casa».
Y además, se había enamorado de aquel sitio. Se parecía tanto a la casa de sus padres… No estaba muy segura de lo que eso decía de ella, pero había sido un flechazo. Todo en aquella casa la atraía.
El emplazamiento, la familiaridad, incluso el interior, que parecía estar suplicando que lo animaran. Y hasta tenía un patio; sí, a lo mejor era tan estrecho que con un escupitajo podía llegar de un extremo al otro, pero al menos era un patio con césped de verdad. Incluso con un árbol.
Lo que significaba que tendría que cortar el césped y rastrillar las hojas, que a su vez significaba que tendría que comprar un cortacésped. Y un rastrillo. Pero para una mujer que había vivido durante los últimos diez años en diferentes pisos, la idea era maravillosa.
Así que allí estaba, instalándose en una casita adosada de dos plantas, a tres manzanas de la casa donde seguían viviendo sus padres.
«En el mismo barrio», pensó. Y tan lejos como si estuviera en la luna.
Pero estaba bien. Estaba muy bien. ¿No habían inspeccionado ya sus tíos y su padre el lugar de arriba abajo? No hubo manera de detenerlos. Había que hacer algunas reparaciones, claro. Y necesitaba muchos más muebles de los que tenía.
Pero todo llegaría.
Lo único que tenía que hacer era meter la llave en la cerradura y entrar. Y ya estaría en su casa.
En vez de eso, se dio la vuelta y se sentó en los escalones para recuperar el aliento.
Había tenido que utilizar buena parte de sus ahorros, además de una generosa aportación de sus abuelos… y el resto de sus familiares.
«¡Mira qué has hecho! Endeudarte. Y una casa ¿no chupa y chupa dinero? Seguro, impuestos, reparaciones, mantenimiento…». Hasta entonces había conseguido evitar aquellos desagradables detalles. Siempre habían corrido a cargo de sus padres o de su casera, no de ella.
Había conseguido evitar aquello, pensó, y cualquier cosa que significara un compromiso. Tenía su trabajo, su familia, amigas de la infancia.
Pero era la única de los Hale que no se había casado. La única hija de Gibson y Bianca Hale que no se había casado para multiplicarse. No tenía tiempo, eso era lo que decía a su familia cuando bromeaban con ella o insistían en el tema. No había encontrado al hombre adecuado.
Cierto, totalmente cierto. Pero ¿cuántas veces había evitado una posible relación en los últimos años?
«Quedar con hombres estaba bien, practicar el sexo también, pero no me pidas que me comprometa». Xander decía que pensaba como un hombre. Podía ser.
A lo mejor se había comprado aquella casa para compensar. Igual que hacen algunas mujeres solteras o las parejas sin hijos cuando se compran una mascota.
«¿Ves? Cuando quiero puedo comprometerme. Me he comprado una casa».
Una casa en la que no parecía encontrar el momento de entrar a pesar de que todo estaba firmado y arreglado.
Quizá podía deshacerse de ella. Darle una mano de pintura, arreglar algunas cosillas aquí y allá, y venderla. No había ninguna ley que la obligara a quedársela durante treinta años.
Treinta años. Se oprimió el vientre. ¿Qué había hecho?
Tenía treinta y un años, maldita sea. Era una policía con una década de servicio a sus espaldas. Pues claro que podía entrar en una estúpida casa sin tener una crisis. Además, una parte de la familia tenía que pasar a verla al cabo de un rato y no quería que la encontraran sentada en la entrada con un ataque de histeria.
Se puso en pie, abrió la puerta y entró con decisión.
De pronto, como si hubiera descorchado una botella con la etiqueta de estrés, la tensión se desvaneció.
Al demonio con las hipotecas y los préstamos y el pánico a elegir los colores de la pintura. Aquello era lo que quería. Aquella casa grande, vieja y de techos altos, con su cenefa tallada y el suelo de parquet.
Evidentemente, era demasiado espacio para una sola persona. No importaba. Utilizaría uno de los dormitorios como trastero, cuando tuviera algo que guardar, claro. Otra de las habitaciones le serviría como estudio, en la otra se montaría un gimnasio y la última la dejaría como habitación para invitados.
Sin hacer caso del eco, del vacío, pasó a la sala de estar. A lo mejor de momento, aceptaría los muebles que le habían ofrecido diferentes familiares. Colgaría algunos de los dibujos de su madre en las paredes. Convertiría aquel espacio en un lugar acogedor y cómodo.
La salita serviría para la biblioteca. Y claro, necesitaría una mesa grande para el comedor. Y montones de sillas para cuando viniera su familia.
La cocina estaba bien, pensó mientras recorría la planta baja. Era uno de los elementos que la habían ayudado a decidirse. Los anteriores propietarios la habían equipado con electrodomésticos negros de calidad que aún servirían durante muchos años. Montones de repisas lisas de color arena y armarios de color miel. Quizá cambiaría algunas puertas por otras de cristal. Vidrieras o cristales con aguas.
Se lo pasaría muy bien cocinando allí. Bella era la única de las hermanas que no había heredado la pasión por la cocina. Sobre el fregadero había unas ventanas bonitas y generosas, con vistas al raquítico patio.
Las lilas estaban floreciendo. Sus lilas. Podía comentar con el tío Sal la posibilidad de crear una zona para comer. Y que Bella la ayudara a diseñar un pequeño jardín.
Claro que, desde hacía años, lo más que había plantado era algún que otro geranio. Sí, recordó, atrás quedaban los tiempos en que ella y Gina tenían tomates y pimientos y cosmos en el patio de la casa que compartían entre varios en la universidad.
Pero, al menos con la perspectiva, le parecía recordar que disfrutaba cavando y arrancando malezas.
«Esta vez probablemente me limitaré a las flores —decidió—, y de las que no requieren demasiado trabajo». Sí, Bella sabría orientarla.
Cuando se trataba de flores, moda o del mejor sitio para que la vean a una, Bella era perfecta.
Pensó en subir, recorrer el primer piso, amueblarlo mentalmente. Pero decidió terminar antes con la planta baja y salió un momento al patio.
Quería caminar sobre su césped.
El patio estaba bordeado a ambos lados por una verja de tela metálica. El vecino de la derecha tenía una especie de arbusto trepador que la cubría. «Un bonito detalle», pensó Reena. Seguramente pondría algo parecido. No solo era bonito, sino que daba sensación de intimidad.
Y a la izquierda…
Vaya, vaya, pensó. No podía decir gran cosa del patio, pero su ocupante no estaba nada mal.
Por suerte para ella, no había arbustos que taparan la vista.
El hombre estaba de espaldas. Una retaguardia prometedora. Las temperaturas de mediados de mayo no habían impedido que se quitara la camisa. Pero a lo mejor lo que estaba haciendo con aquella madera y las herramientas eléctricas le daba calor.
Los vaqueros le quedaban bastante bajos, y el cinturón con las herramientas más todavía. Pero se las había arreglado para que no se le viera la raja del culo, y eso le hizo ganar muchos puntos a ojos de Reena. Llevaba una gorra de béisbol al revés —eso quizá restaría unos cuantos puntos al total—, y parecía que debajo de la gorra había un montón de pelo negro y ondulado.
Mientras trabajaba, podía observarlo. Junto a los caballetes tenía el radiocasete encendido, y eso le hizo ganar más puntos, porque estaba a un volumen razonable. Distinguía a duras penas la voz de Sugar Ray.
Metro ochenta y siete. Unos setenta kilos de músculo. No quería echarle ninguna edad sin antes haberle visto la cara. Pero, por el momento, para lo que suelen ser los vecinos, no estaba nada mal.
El de la inmobiliaria había mencionado que en la casa de al lado vivía un carpintero, por si necesitaba que le hiciera algún arreglo. Pero se había olvidado de decir que el carpintero de la casa de al lado tenía un culo excelente.
Tenía el césped bien cortado, y parecía saber muy bien lo que hacía con aquella herramienta tan grande y sexy. Manos fuertes y cuidadas sin anillos. Ni tatuajes ni piercings visibles.
Las posibilidades iban aumentando.
Su casa era parecida a la de ella, aunque él ya tenía su zona para comer, con un bonito empedrado. Sin flores… «¡Qué pena!», pensó, porque eso demostraría que era una persona con talento, lo bastante responsable para plantar y cuidar plantas. Aun así, se veía limpia y había una parrilla.
Si el resto estaba a la altura de lo que se veía por detrás, tenía que conseguir que la invitara a una chuleta a la parrilla.
El chico hizo una pausa, dejó a un lado lo que a Reena le pareció un destornillador eléctrico. El ruido paró, y la voz de Ray Sugar le llegó con mayor claridad, mientras el carpintero echaba mano de una gran botella de agua y se la llevaba a la boca.
Retrocedió unos pasos y, al hacerlo, Reena pudo ver su perfil. Buena nariz, boca fuerte… es lo bastante listo para protegerse con unas gafas especiales pero que le hagan sexy. Todo indicaba que la cara iba a estar a la altura del resto del paquete.
«Treinta y pocos años», pensó. ¿No era perfecto?
Cuando el chico volvió la cabeza y miró hacia donde estaba ella, Reena levantó la mano en lo que consideró un saludo amistoso de una vecina nueva.
Él se quedó petrificado, como si le estuviera apuntando con un arma en lugar de saludándole. Levantó el brazo lentamente y se quitó las gafas. Reena no podía distinguir el color de sus ojos, pero notaba la intensidad de su mirada.
La sonrisa apareció en su cara como una explosión. Tiró las gafas al suelo, fue derecho hacia la verja y saltó por encima.
Se movía con rapidez y agilidad. Verdes, notó. Los ojos eran de un verde indefinido… y tenían un brillo demasiado demencial para que Reena se sintiera a gusto.
—Estás aquí —dijo él—. Maldita sea. Estás aquí.
—Sí, estoy aquí. —Reena le dedicó una sonrisa cauta. El chico olía a serrín y a sudor… lo cual habría resultado muy atractivo de no ser porque la miraba como si estuviera a punto de comérsela de un bocado—. Catarina Hale. —Le ofreció la mano—. Acabo de comprar la casa.
—Catarina Hale. —Él le cogió la mano y la sujetó con la suya callosa—. La chica de mis sueños.
—Hum. —La puntuación acababa de caer en picado—. Bueno, encantada de conocerte. Tengo que volver adentro.
—Todo este tiempo. —El chico seguía mirándola—. Todos estos años. Eres mejor de lo que recordaba. ¿Qué te parece?
—¿Qué me parece? —Reena se soltó, retrocedió.
—No me lo puedo creer. Estás aquí. Uau. O a lo mejor es una alucinación.
Hizo ademán de volver a cogerle la mano y Reena le puso la suya en el pecho.
—Me parece que sí. A lo mejor te ha dado demasiado el sol. Será mejor que vuelvas a tu patio, señor carpintero.
—No, espera. No lo entiendes. Tú estabas allí, y después no estabas. Y luego te vi otra vez, y luego otra. Y siempre desapareces antes de que pueda alcanzarte. Y ahora estás aquí, hablando conmigo. Y yo estoy hablando contigo.
—Ya no. —Nadie había mencionado que el carpintero de la casa de al lado era un chiflado. ¿No tendrían que haberla puesto sobre aviso?—. Vete a tu casa. Échate un rato y busca un psicólogo.
Reena se dio la vuelta y echó a andar hacia la puerta.
—Espera, espera. —Él corrió tras ella.
Reena se volvió con rapidez y lo agarró del brazo, lo derribó y le puso el brazo a la espalda.
—No me obligues a arrestarte, por Dios. Y ni siquiera me he instalado.
—La poli. La poli. —Se rio, giró la cabeza para dedicarle una sonrisa—. Olvidé que me habían dicho que venía a vivir una poli. Eres policía. Es genial.
—Estás a punto de meterte en un grave problema.
—Y hueles de maravilla.
—Se acabó. —Lo empujó contra la pared del patio de su casa—. Abre las piernas.
—Vale, vale, espera. —No dejaba de reírse, y se daba golpecitos con la frente en la pared—. Sé que parece que estoy loco, pero es por la sorpresa. Huy, oh, mierda. No me esposes… al menos hasta que nos conozcamos un poco. College Park, mayo de 1992. Una fiesta… mierda, no sé de quién era la casa. La compartían entre varios, fuera del campus. Jill, Jessie… no. Jan. Me parece que un tal Jan loquesca vivía allí.
Reena vaciló, con las esposas aún en la mano.
—Sigue.
—Te vi. Yo no conocía a nadie. Fui con un amigo y te vi al otro lado de la habitación. Llevabas un top rosa… y tenías el pelo más largo, te llegaba más abajo de los hombros. Me gusta cómo lo llevas ahora. Es como una explosión alrededor del mentón.
—Le diré a mi peluquera que te gusta. ¿Te conocí en una fiesta en College Park?
—No. No pude llegar hasta ti. La música se detuvo. Para mí fue un momentazo. ¿Puedo darme la vuelta?
No parecía un loco… no, exactamente. Y Reena estaba intrigada. Retrocedió.
—Las manos quietas.
—Claro —dijo él levantándolas, y luego las volvió a bajar y se metió los pulgares por el cinturón de las herramientas—. Te vi y para mí fue… puf. —Se dio con el puño en el corazón—. Pero cuando llegué al sitio, porque aquello estaba lleno de gente, te habías ido. Miré por todas partes. Arriba, fuera, por todas partes.
—¿Me viste hace más de diez años al otro lado de una habitación en una fiesta universitaria y te acuerdas de lo que llevaba puesto?
—Fue como… por un momento solo exististe tú. Suena raro, pero así fue. ¿Y la otra vez? Una amiga me llevó a rastras a un estúpido centro comercial un sábado y te vi en la planta de arriba. Allí mismo. Y me puse a buscar como un loco las malditas escaleras. Pero cuando llegué arriba habías vuelto a desaparecer. Uau. Uau.
Sonrió como un demente, se echó la gorra más hacia atrás.
—Y luego, lo del invierno del noventa y nueve. Yo estaba con el coche en un atasco de tráfico, venía de la casa de un cliente. Encontré en la radio una del Boss. «Growin’Up». Y entonces, miro a la derecha y te veo en el coche de al lado. Estabas tamborileando con los dedos en el volante. Estabas ahí. Y yo…
—Oh, Dios. El tipo raro.
—¿Perdón?
—El tipo raro que se me quedó mirando con los ojos desorbitados cuando iba al centro comercial.
La sonrisa volvió a aparecer, aunque esta vez parecía divertida, no demencial.
—Seguro que era yo. A veces pensaba que eras producto de mi imaginación. Pero no. Estás aquí.
—Eso no significa que no sigas siendo un tipo raro.
—Pero no soy un criminal. Podemos hablar. Podrías invitarme a tomar un café.
—No tengo café. Todavía no tengo nada.
—Podías tomarte el café en mi casa… pero yo tampoco tengo. Ves, estás aquí al lado. Puedes venir y tomarte una cerveza o una Coca-Cola. O pasarte el resto de tu vida en mi casa.
—Creo que paso.
—¿Y si te preparo la cena? O te llevo a cenar a algún sitio. O vamos a Aruba.
A Reena la risa le temblaba en la garganta, pero se la tragó.
—Lo de Aruba solo lo aceptaré bajo prescripción médica. Y lo de la cena, es la una de la tarde.
—Pues a comer. —El chico se rio, se quitó la gorra y se la metió en el bolsillo de atrás, se pasó sus dedos largos por su espesa mata de pelo negro—. No me puedo creer que lo esté estropeando todo de este modo. No esperaba encontrarme a la chica de mis sueños en la casa de al lado. Deja que empiece otra vez. Bo, Bowen Goodnight.
Ella aceptó la mano. Era fuerte, y le gustó; le gustó su tacto curtido y calloso.
—Bo.
—Tengo treinta y tres y estoy soltero, no tengo historial delictivo. He pasado sin problemas mi última revisión física. Dirijo mi propio negocio. Carpintería a medida Goodnight. Y tengo una inmobiliaria con un socio. El tipo con el que fui a la fiesta. Puedo traerte referencias, informes médicos, justificantes financieros. Por favor, no vuelvas a desaparecer.
—¿Cómo sabes que no estoy casada y con tres hijos?
Su cara pareció perpleja. En realidad, se puso blanco.
—No puede ser. Dios no puede ser tan cruel.
Ella ladeó la cabeza, divertida.
—Podría ser lesbiana.
—No he hecho nada para merecer una bofetada tan perversa del destino. Catarina, son trece años, dame un respiro.
—Lo pensaré, y llámame Reena —añadió—. Los amigos me llaman Reena. Tengo que irme. Espero visita.
—No desaparezcas.
—No, no me iré hasta que pague la hipoteca. Ha sido interesante conocerte, Bo.
Y volvió adentro, dejándolo allí plantado.
Trajeron comida, por supuesto. Y vino. Y flores.
Y casi todos sus muebles.
Bueno, ya que le iban a hacer el traslado, Reena decidió que lo mejor era ponerse manos a la obra. Hizo varios viajes al apartamento que había encima del restaurante para recoger cajas y maletas con su ropa. Para dar un último adiós.
Había estado muy a gusto allí, pensó. Tal vez demasiado. La comodidad puede convertirse en una trampa si no vas con cuidado. Pero es que echaba de menos poder bajar en un momento a comer, o solo para charlar. Echaba de menos la comodidad de caminar hasta la casa de sus padres y quedarse a dormir allí.
—Cualquiera diría que me voy a Montana y no a unas manzanas de aquí. —Se volvió hacia su madre y vio que estaba llorando—. Oh, mamá.
—Es una tontería. Tengo mucha suerte por tener a todos mis hijos tan cerca. Pero me gustaba tenerte aquí mismo. Estoy muy orgullosa de que te hayas comprado una casa. Es una cosa buena e inteligente. Pero añoraré saber que te tengo aquí mismo.
—Sigo estando aquí mismo. —Cogió la última caja—. Aunque me da miedo que todo esto sea demasiado para mí.
—No hay nada que mi chica no pueda sacar adelante.
—Espero que tengas razón. Recuérdamelo cuando tenga que llamar al lampista.
—Puedes llamar a tu primo Frank. Y tendrías que hablar con tu primo Matthew sobre la pintura.
—Tengo las bases cubiertas. —Reena fue hasta la puerta y esperó a que su madre le abriera—. Y tengo un manitas al lado.
—No contrates a nadie que no conozcas para trabajar en tu casa.
—Pues parece que sí le conozco… o al menos él me conoce a mí.
Y le contó la historia mientras terminaban de cargar el coche y salían hacia la nueva casa.
—¿Te vio una vez en una fiesta cuando estabas en la universidad? Y está loco por ti.
—No sé. Me recordaba. Y es muy majo.
—Hummm.
—Se lo tomó muy bien cuando amenacé con esposarle.
—A lo mejor es que está acostumbrado. A lo mejor es un criminal. O le gusta el masoquismo.
—¡Mamá! A lo mejor no es más que un tipo majo y algo raro con un culo genial y herramientas eléctricas. Mamá, ya soy mayorcita. Y llevo pistola.
—No me lo recuerdes. —Bianca hizo un gesto despectivo con la mano—. ¿Y qué clase de nombre es Goodnight?
—No es italiano —musitó Reena. Paró junto al bordillo y vio que la puerta de la casa de al lado se abría—. Vaya, parece que vas a poder averiguarlo por ti misma.
—¿Es él?
—Ajá.
—Es guapo —comentó Bianca, y bajó del coche.
Reena vio que se había aseado. Aún tenía el pelo mojado; se había puesto una camiseta limpia y ya no llevaba el cinturón con las herramientas.
—He visto que estabais entrando cosas. He pensado que podía echar una mano. ¿Le llevo esto? —le dijo a Bianca—. Uau, veo que en su familia todas son muy guapas. Soy Bo, el vecino de al lado.
—Sí, mi hija ya me ha hablado de ti.
—Piensa que estoy loco… porque le he dado motivos. Pero normalmente no soy tan raro.
—Entonces, eres inofensivo.
—Dios, espero que no.
Eso la hizo sonreír.
—Bianca Hale. Soy la madre de Catarina.
—Encantado.
—¿Llevas mucho tiempo aquí?
—En realidad no, unos cinco meses.
—Cinco meses. No recuerdo haberte visto en Sirico’s.
—¿Sirico’s? Las mejores pizzas de Baltimore. Siempre pido que me traigan algo por teléfono. Los espaguetis y las albóndigas son increíbles.
—Mis padres son los propietarios —dijo Reena, y abrió el maletero.
—¡No! ¿En serio?
—¿Por qué no te vienes a comer? —dijo Bianca.
—Lo haré. Es que llevo un par de meses que trabajo más horas que un reloj y… Deja, yo lo llevo. —Echó a Reena a un lado y se puso a sacar cajas mientras hablaba con la madre—. Últimamente no tengo tiempo de salir con nadie, con ninguna chica. Y no me gusta comer solo en un restaurante.
—¿Y qué problema tienes? —preguntó Bianca—. Eres un chico guapo, joven. ¿Por qué no sales con nadie?
—Ya salgo… bueno, salía. Y saldré. Pero tengo demasiado trabajo, y en mi tiempo libre me dedico a trabajar aquí.
—¿Has estado casado?
—Mamá…
—Estamos teniendo una conversación.
—Esto no es una conversación, es la inquisición.
—No me importa. No, señora, nada de matrimonios, ni compromisos. He estado esperando a Reena.
—Ya basta —ordenó esta.
—Estamos teniendo una conversación —le recordó él—. ¿Cree usted en el amor a primera vista, señora Hale?
—Soy italiana. Por supuesto que sí. Y llámame Bianca. Ven adentro y conocerás a la familia.
—Me encantaría.
—Pelota —musitó Reena cuando él se apartó a un lado para que Bianca pasara.
—Desesperado —la corrigió él.
—Puedes dejar eso aquí.
—Lo puedo llevar a donde haga falta.
—De momento déjalo ahí. —Señaló al pie de las escaleras, cerró la puerta.
—De acuerdo. Me gusta tu madre.
—¿Y por qué no te iba a gustar? —Se quitó las gafas de sol, y se dio unos golpecitos con ellas en la palma de la mano mientras lo estudiaba—. Ya que estamos, puedes venir… y recuerda, lo has pedido tú.
Reena volvió a la cocina, evitando a un par de sus sobrinos, que corrían en la dirección contraria. Allí, una salsa se estaba cociendo al fuego, estaban sirviendo vino y se oían varias conversaciones.
—Este es Bo —anunció Bianca, y se hizo el silencio—. Vive aquí al lado. Es carpintero y está loco por Reena.
—En realidad, estoy convencido de que es el amor de mi vida.
—¿Queréis dejarlo? —Pero Reena meneó la cabeza riéndose—. Este es mi padre, Gib, mi hermana Fran, su marido Jack, uno de los niños que hay corriendo por ahí es su hijo Anthony. Esta es mi hermana Bella… el otro crío que corría es su hijo Dom; sus otros hijos, Vinny, Sophia y Louisa estarán por algún sitio. Mi hermano Xander y su mujer An; su bebé se llama Dillon.
—Encantada de conocerte. —Fran le dedicó una sonrisa—. ¿Te apetece un vaso de vino?
—Claro, gracias.
—Fran y Jack llevan el restaurante en lugar de mis padres. El marido de Bella no ha podido venir. Xander y An son médicos y trabajan en la clínica del barrio.
—Encantado de conoceros a todos.
Reena sabía lo que el chico estaba viendo. Al hombre alto y guapo que había junto a la cocina evaluándolo con cuidado. Fran, adorable y embarazada, sirviendo vino, mientras el pelirrojo Jack llevaba a hombros a su hija pelirroja. A Bella, apoyada en la encimera, con sus zapatos de diseño y su pelo de club de campo. A Xander, dando sorbitos a su vino junto a su bella mujer de piel dorada, que hacía eructar al bebé de seis semanas.
Evidentemente, las preguntas llegaban de todas partes, pero él las evitaba con facilidad. Y no pareció sorprenderle ver a italianos, irlandeses y chinos mezclados en la cocina de una casa casi vacía. Se mezcló con ellos con tanta facilidad que a Reena le sorprendió cuando dijo que era hijo único.
—Mis padres se separaron cuando yo era pequeño. Me crie en el condado de Prince George. Ahora mi madre vive en Carolina del Norte. Mi padre está en Arizona. Yo diría que mi socio es como un hermano para mí. Nos conocemos desde siempre. A lo mejor le recuerdas —le dijo a Reena—. Salía con una chica que conocía a Jan, que estudiaba en Maryland. Me parece que se llamaba Cammie.
—No, lo siento. No hice mucha vida social en la universidad.
—Se pasaba la mayor parte del tiempo estudiando —terció Bella con una leve mueca—. Y entonces una tragedia le partió el corazón.
—Bella. —La voz de Bianca era áspera como una fusta.
—Oh, vamos, aquello fue hace años, si no lo ha superado ya, tendría que hacerlo.
—Cuando alguien se muere, sigue muerto pasen los años que pasen.
—Lo siento —dijo Bo, volviéndose hacia Reena.
—No tienes que disculparte por nada —dijo ella dedicando una larga mirada a su hermana—. Ten, aquí tienes un antipasto. —Cogió un plato—. Hasta que consiga hacerme con una mesa, tendremos que comer de pie o sentados en el suelo.
—Yo podría hacerte una.
—¿Una qué? ¿Una mesa?
—Sí. Es mi trabajo. En realidad es lo que más me gusta. Dame una idea de lo que quieres y te haré tu mesa. Ah, sería mi regalo para tu nueva casa.
—No puedes hacerme una mesa sin más.
—Chis. —Bianca intervino—. ¿Trabajas bien?
—Sí, hago un trabajo excepcional. Ya me he ofrecido a darle referencias a su hija. Quizá conoce al señor y la señora Baccho, de Fawn Street.
Bianca entrecerró los ojos.
—Los conozco. Dave y Mary Teresa. ¿Tú eres el chico que les hizo las vitrinas para la vajilla?
—Sí, las vitrinas de cristal y roble. Son obra mía.
—Es un buen trabajo. —Sus ojos se desviaron hacia su marido—. Me gustaría algo parecido. Ven, te enseñaré el comedor.
—Mamá.
—No hace ningún daño por echar un vistazo —le contestó su madre, y se llevó a Bo.
An le pasó el bebé a Xander. Era una miniatura de apenas cincuenta y dos centímetros, con una brillante melenita de pelo negro azabache y ojos muy negros. Cogió un champiñón del plato que Reena tenía en las manos.
—Está buenísimo —murmuró—. Pero que muy, muy bueno.
—Todavía no me he instalado y ya me está arreglando una cita con el vecino de al lado.
—Oye, lo peor que te puede pasar es que consigas una mesa gratis. —Y sonrió mientras comía el champiñón—. Y me da la sensación de que sabe manejar muy bien el martillo.
—Os estoy oyendo —dijo Xander.
—Creo que voy a separarlos. —Reena le dejó la bandeja a An y se fue corriendo al comedor.
Encontró a su madre gesticulando, con las manos separadas, hablando de los asientos que se necesitaban.
Bo la miró y se dio unos toquecitos en el corazón.
—Entra en la habitación y el corazón se me acelera.
Reena arqueó las cejas.
—Será mejor que dejes un poco eso.
—Es mi primer día, podrías ser más comprensiva. Estábamos pensando en una mesa plegable. Así, tendrías tu mesa de tamaño normal y podrías abrirla cuando tengas una cena de compromiso o con la familia.
—Aún no sé lo que quiero. —«Sobre la mesa, sobre ti», pensó. «Sobre nada que no sea el trabajo»—. De verdad, no sé.
—Te prepararé unos diseños. Para poner en marcha los engranajes. Es la misma disposición que tengo yo en mí casa, así que puedo tomar las medidas allí. Este sitio tiene mucho potencial. —Le sonrió—. Un potencial ilimitado. Será mejor que me vaya.
—Tendrías que quedarte —objetó Bianca—. A comer.
—Gracias, otro día. Si necesitas algo —le dijo a Reena—, estoy aquí al lado. Te he apuntado mi número. —Se sacó una tarjeta del bolsillo—. El móvil está en la tarjeta, el número de casa te lo he apuntado detrás. Si necesitas lo que sea, llama.
—Vale, te acompaño fuera.
Él le devolvió el vaso de vino.
—No hace falta. Ya conozco el camino. Quédate con tu familia. Pero le tomo la palabra con lo de la comida, Bianca.
—Eso espero.
Bianca esperó hasta estar segura de que no podía oírla.
—Tiene buenos modales. Bonitos ojos. Tendrías que darle una oportunidad.
—Tengo su número. —Reena se lo guardó en el bolsillo—. Lo pensaré.