10

Baltimore, 1999

El fuego se inició en un edificio desocupado del sur de Baltimore, en una gélida noche de enero. Dentro, los bomberos se movían en un infierno de fuego y humo. Fuera, tenían que combatir temperaturas bajo cero, y un viento helado que convertía el agua de las mangueras en hielo y avivaba las llamas.

Era el primer día de Reena como miembro de la unidad de delitos incendiarios de la policía de la ciudad.

Ella sabía que si había conseguido ese puesto y ahora trabajaba a las órdenes del capitán Brant era porque John había movido unos cuantos hilos. Pero no era la única razón. Había trabajado como una esclava para ganárselo, estudiando, entrenándose, dedicando un número incontable de horas que nadie le iba a pagar… y en ningún momento había apartado la vista de su objetivo.

Dejando aparte la influencia de John, se había ganado su reluciente placa por sí misma.

Cuando tenía tiempo, seguía colaborando con el departamento de bomberos del barrio como voluntaria. Ya se había tragado todo el humo que le tocaba.

Pero eran la causa y el efecto lo que seguían motivándola, descubrir qué o quién había provocado el incendio. A quién afectaba, a quién beneficiaba.

Cuando Reena y su compañero llegaron a la escena al amanecer, el edificio era un abismo de ladrillo negro y cascotes cubiertos de caprichosas cascadas de hielo.

Como compañero le habían asignado a Mick O’Donnell, que le llevaba quince años de ventaja. Era de la vieja escuela, pero en opinión de Reena tenía olfato.

Podía oler un incendio provocado a kilómetros.

El hombre vestía una parka y botas con puntera metálica, y llevaba un sombrero encima de una gorra de lana. Ella vestía un atuendo similar y, cuando llegaron al lugar de los hechos con las primeras luces, se quedaron cada uno a un lado del coche, estudiando el edificio.

—Es una pena que dejen que un edificio como este se eche a perder. —O’Donnell desenvolvió dos barritas de chicle y se las metió en la boca—. Los yuppies aún no se han interesado por embellecer esta parte de Baltimore.

—Hacia 1950. Fibrocemento, cartón yeso, placas en el techo chapado barato. Y si añadimos la basura que han ido acumulando en los alrededores los vagabundos y los yonquis, tendremos un montón de combustible.

Reena sacó del maletero el maletín con su material de trabajo y se metió una cámara digital, guantes de repuesto y una linterna en los bolsillos. Al mirar, reparó en la furgoneta del equipo forense,

—Parece que aún no se han llevado el cuerpo.

O’Donnell mascaba con gesto contemplativo.

—¿Crees que podrás mirar un cuerpo carbonizado?

—Sí. —Ya lo había visto otras veces—. Espero que no lo hayan movido. Me gustaría tomar mis propias fotografías.

—Vaya, ¿te estás haciendo un libro de recortes, Hale?

Ella se limitó a sonreír, mientras caminaban hacia el edificio. Los policías asignados a la zona les hicieron un gesto de asentimiento con la cabeza cuando la pareja se agachó para pasar bajo el cordón policial.

El fuego y las labores de extinción habían convertido la planta baja en un cúmulo de madera chamuscada y empapada, placas quemadas en el techo, metal retorcido, cristales. Según los informes preliminares, el edificio era frecuentado por drogadictos. Reena sabía que encontrarían agujas bajo los escombros, así que se puso unos guantes de piel para evitar pinchazos.

—¿Quieres que empiece a procesar la zona desde aquí?

—Lo haré yo. —O’Donnell examinó el lugar, sacó un cuaderno para hacer unos esquemas—. Eres más joven, así que te toca subir.

Reena miró la escalerilla de mano que habían colocado, porque las escaleras se habían desplomado. Sujetando con fuerza su maletín, se abrió paso entre los escombros y empezó a subir.

Fibrocemento, pensó otra vez mientras estudiaba la pauta de las llamas y se detenía a tomar fotografías de las paredes y después una panorámica desde arriba de la planta baja para el archivo.

La pauta del fuego indicaba que había subido desde abajo, que era lo habitual, y consumió el techo. Había material de sobra para alimentarlo, pensó, y suficiente oxígeno para que no se apagara.

Una buena parte del primer piso se había desplomado y formaba parte de la zona que O’Donnell tenía que procesar. En esta también se había extendido por el techo, abriéndose paso por las placas, el contrachapado, el fibrocemento, alimentado por ellos y por la porquería que habían dejado allí los inquilinos no oficiales del edificio.

Vio lo que quedaba de un viejo sillón, una mesa de metal. El endeble techo había permitido que el fuego se extendiera a sus anchas, haciendo que el humo y los gases se esparcieran uniformemente en todas direcciones y se había llevado consigo al hombre sin identificar cuyos restos estaba viendo en el suelo, acurrucado, según parecía, en el interior de un armario. Había un hombre acuclillado junto al cadáver. Por lo que vio, tenía unas piernas muy largas. Mucha pierna para estar en aquella postura.

El hombre llevaba guantes, botas de trabajo, una gorra de lana con orejeras y una bufanda de cuadros rojos enrollada varias veces alrededor del cuello.

—Hale. Unidad de delitos incendiarios. —Su aliento brotaba en penachos; se agachó.

—Peterson, médico forense.

—¿Qué puede decirme de la víctima?

—Está carbonizado. —Le dedicó el fantasma de una sonrisa, al menos sus ojos lo hicieron. Tendría cuarenta y pocos años, era alto y negro, y debajo de las capas de ropa de abrigo, daba la sensación de que era flaco como una serpiente—. Parece que el muy idiota creyó que podía escapar del fuego escondiéndose en el armario. Seguramente el humo le hizo perder la conciencia, y luego se frio. Le diré más cosas cuando lo examine.

Reena avanzó con cautela, comprobando el suelo a cada paso.

El hombre habría tenido suerte si se había asfixiado primero, Reena lo sabía. El cuerpo estaba totalmente carbonizado, con los puños en alto, como suele pasar con las víctimas de incendios. El calor hacía contraerse los músculos, y por eso parecía que el último acto de la persona había sido tratar de contener las llamas.

Reena levantó la cámara, esperó a que el otro le diera permiso y tomó varias fotografías.

—¿Cómo es posible que no hubiera nadie más aquí dentro? —se preguntó en voz alta—. Anoche estábamos a bajo cero. Los sin techo suelen resguardarse en sitios como este, y dicen que por aquí siempre había drogadictos. Los informes preliminares indican que había mantas, un par de sillones viejos, incluso una pequeña cocina en la segunda planta.

Peterson no dijo nada cuando Reena se acercó y se acuclilló junto al cuerpo.

—¿Hay señales de traumatismo?

—De momento no. Es posible que encuentre algo cuando le examine. ¿Cree que alguien provocó el incendio para ocultar el asesinato?

—No sería la primera vez. Pero primero tenemos que descartar la muerte accidental. ¿Por qué no había nadie más aquí dentro? —volvió a preguntar—. ¿Cuánto tardará en conseguir una identificación… aproximadamente?

—Quizá consiga alguna huella. Placas dentales. Unos días.

Al igual que había hecho O’Donnell, Reena sacó un cuaderno e hizo unos esquemas como complemento de las fotografías.

—¿Qué cree… varón de cuánto, metro setenta y cinco, ochenta? Por lo visto aún no han podido localizar al propietario. ¿No sería interesante?

Reena estableció una cuadrícula para procesar la habitación, dividiéndola en zonas de una forma muy similar a como hacen los arqueólogos en sus excavaciones. Trabajaría capa a capa, cribaría, documentaría y guardaría las pruebas en bolsas.

La huella que habían dejado las llamas en la pared del fondo le hizo pensar igual que al investigador de la brigada antiincendios, que se había utilizado un acelerador. Reena tomó muestras y las guardó en botes con sus respectivas etiquetas.

La bombilla del techo se había fundido. Hizo una fotografía, otra del techo y del rastro del fuego.

Y lo siguió, pasando sobre los escombros empapados, entre la ceniza. «Cuatro pisos», pensó, visualizando la fotografía del edificio antes del incendio. Sin inquilinos, ruinoso, en malas condiciones de habitabilidad.

Pasó sus dedos enguantados por la madera chamuscada, por una pared, cogió más muestras. Y entonces cerró los ojos y las olió.

¡O’Donnell! He encontrado lo que parecen múltiples focos.

Hay evidencia de la presencia de aceleradores. Hay demasiadas grietas y agujeros en este viejo suelo y se han filtrado.

Se puso a cuatro patas y asomó la cabeza por un agujero irregular donde el suelo había cedido. O’Donnell también había establecido una cuadrícula y estaba procesando la planta baja por secciones.

—Quiero volver a comprobar si podemos localizar al propietario, que alguien de la casa nos ponga en antecedentes.

—Tú llamas.

—¿Quieres echar un vistazo aquí arriba?

—¿No querrás que suba por esa escala?

Ella le sonrió desde arriba.

—¿Quieres que te explique mi teoría inicial?

—Pruebas, Hale. Primero pruebas, luego teorías. —Hizo una pausa—. Pero explícamela de todos modos.

—Inició el fuego en el lugar equivocado. Tendría que haber empezado por el fondo, e ir avanzando hacia las escaleras, que eran su vía de escape. A lo mejor estaba borracho, o quizá solo era un idiota, pero quedó atrapado y acabó friéndose en el armario.

—¿Has encontrado algún bote, algo donde pudiera llevar el acelerador?

—No. A lo mejor está por aquí. O ahí abajo. —Y señaló—. Está tan asustado al ver que el fuego le rodea que se le cae. El fuego alcanza el recipiente con el acelerador. Y, boom, ya tenemos un agujero en el suelo, y el fuego que se extiende a la planta de abajo.

—Bueno, pues si eres tan lista, ven aquí abajo y procesa tú esta planta.

—Enseguida. —Pero antes se apartó del agujero y sacó su móvil.

Era un trabajo sucio y tedioso. A Reena le encantaba. Ya sabía por qué O’Donnell quería dejar que se ocupara ella, y se lo agradecía. Quería comprobar si era capaz de aguantar el hedor y la porquería, la monotonía y el esfuerzo físico.

Y si Reena era capaz de pensar.

Cuando encontró la lata de treinta y ocho litros debajo de un montón de escombros y cenizas, todo encajó.

O’Donnell.

Él se volvió desde el lugar que estaba examinando.

—Un punto para la nueva.

—Hay unos pequeños orificios en la base. Fue dejando un reguero, lo encendió, dejó un nuevo reguero, lo encendió. La trayectoria que siguió el fuego ahí arriba indica la presencia de materiales inflamables. El muerto no puede ser alguien que estaba aquí casualmente o una víctima. Un fuego espontáneo no avanza de ese modo. La persona que lo inició tuvo que quedar atrapada. Hay barrotes bloqueando las ventanas en las plantas baja y primera, así que por ahí no pudo salir nadie. Apuesto a que el muerto es el propietario.

—¿Y por qué no un pirómano, un drogadicto o alguien que tenía algo en contra del propietario?

—Los bomberos que acudieron a sofocar el incendio dicen que todas las puertas estaban cerradas. Tuvieron que echarlas abajo. ¿Y los barrotes de arriba? ¿Quién pone barrotes en las ventanas de un primer piso? Y son nuevos. Parecen bastante nuevos. Solo un propietario hace algo así. Cerrar el edificio a cal y canto para que no entre la chusma. Y él tiene las llaves.

—Termina con tu trabajo y haz un informe. Quizá tengas razón, Hale.

—Sí, lo haré. Llevo esperando esto desde que tenía once años.

Aquella noche, todavía acelerada, Reena estaba sentada a una mesa con Fran, atiborrándose de marinara de cabello de ángel.

—Así que no podemos localizar al propietario del edificio, que tiene tres hipotecas distintas sobre él y un seguro millonario. La gente con la que hemos hablado dice que no dejaba de quejarse porque los yonquis y los vagabundos le habían arruinado su inversión. No podía deshacerse de la propiedad. Me imagino que el forense acabará confirmando que el cadáver pertenece al propietario, o que está borracho en algún sitio, desmoralizado al ver que lo del incendio salía mal. Aún queda mucho trabajo que hacer sobre el terreno, pero las piezas empiezan a encajar. De manual.

—Mírate. —Fran se rio, dio un sorbo a su agua mineral—. Mi hermana pequeña de investigadora. Espera a que mamá y papá sepan que ya has resuelto tu primer caso.

—Cerrado… y todavía no lo he hecho. Aún hay que reconstruir buena parte de lo sucedido y comprobar los antecedentes. Aunque esperaba que llamaran mientras estoy aquí.

—Reena, en Florencia son más de la una de la mañana.

—Es verdad. —Reena meneó la cabeza—. Es verdad.

—Han llamado esta tarde. Se lo están pasando maravillosamente. Papá ha convencido a mamá para que alquilaran una de esas pequeñas escúteres. ¿Te los imaginas en moto por Florencia como un par de adolescentes?

—Sí, —Reena cogió su vino y levantó el vaso para brindar. Bebió—. No podrían haberlo hecho sin ti.

—No es verdad.

—Desde luego que sí. Tú eres la única que continúa. La única que ha asumido una parte tan importante del trabajo y la responsabilidad en el restaurante que pueden permitirse viajar. Bella…, bueno, aquí ella no es capaz ni de coger un vaso si no es para beber, y eso cuando viene. Y yo no soy mucho mejor.

—El domingo pasado estuviste atendiendo las mesas. Y el martes, después de tu jornada de trabajo, estuviste ayudando más de una hora.

—Vivo en el piso de arriba, así que no es gran cosa. —Aun así, esbozó una sonrisa algo perversa—. No has dicho nada de Bella.

—Bella es Bella. Y tiene tres hijos de los que ocuparse.

—Y una niñera, una asistenta, un jardinero… oh, lo olvidaba, y un capataz. —Reena sacudió una mano al ver la cara que ponía su hermana—. Vale, vale, no me mires así. Ya me callo. En realidad no estoy enfadada con ella. Creo que me siento un poco culpable porque tú te lo estás cargando todo. Y Xander te está ayudando mucho, y eso que tiene mucho trabajo en la facultad de medicina.

—Déjate de culpas. Cada uno hace lo que es más importante para él. —Miró más allá y le sonrió al hombre que estaba trabajando la masa en la mesa.

Tenía las manos grandes, y una expresión dulce y hogareña. Su llamativo pelo rojo le caía sobre la frente como pequeñas lenguas de fuego. Y cuando miraba a su mujer, como hacía en aquellos momentos, sus ojos parecían divertidos.

—Bueno, ¿quién nos iba a decir que te ibas a enamorar de un irlandés que conoce la cocina italiana? —Reena comió más pasta, con expresión divertida—. ¿Sabes? Tú y Jack aún tenéis esa luz, aunque ya lleváis juntos, ¿cuánto? Tres años, ¿no?

—En otoño hizo dos. Pero a lo mejor es que hay alguna cosa especial que nos da esa luminosidad. —Fran estiró los brazos y cogió a su hermana de las manos—. No puedo esperar. Quería decírtelo cuando terminaras de comer, para que Jack y yo te lo dijéramos juntos, pero no puedo esperar ni un minuto más.

—Oh, Dios ¡estás embarazada!

—De cuatro semanas. —Sus mejillas se sonrojaron—. Aún es pronto. Lo mejor sería no decir nada. Pero no puedo callármelo y…

Pero calló cuando vio que Reena se levantaba de un salto y la abrazaba por el cuello.

—Oh, vaya, vaya, vaya. Espera. —Y dicho esto se fue corriendo a la mesa de las pizzas y le saltó a Jack sobre la espalda—. ¡Felicidades, papá!

El rostro de su cuñado se puso del mismo color que su pelo cuando Reena le estampó un beso en la mejilla.

—Champán para todos. Invito yo.

—Solo queríamos que lo supiera la familia. —Jack sonrió como un tonto cuando ella lo soltó.

Reena miró a la gente que aplaudía y se acercaba corriendo para felicitar a Fran.

—Demasiado tarde. Sacaré el vino.

La noticia de Fran y su primer día en el trabajo hicieron que Reena bebiera más de lo aconsejable. Pero se sentía muy bien cuando rodeó el restaurante para subir a su apartamento por la escalera de atrás.

Gina y Steve se habían casado hacía casi un año. No tenía sentido mantener ella sola un apartamento de dos habitaciones.

Reena sabía que a sus padres les parecía una tontería que viviera allí teniendo una habitación en casa. Y habían discutido porque no querían que les pagara alquiler. Reena tuvo que recordarles que le habían enseñado a ser una persona responsable y a labrarse su propio camino.

Para ella el apartamento era un primer paso. Con el tiempo, tendría su propia casa. Pero eso sería con el tiempo. Y había algo reconfortante y tranquilizador en el hecho de vivir encima del restaurante, a un tiro de piedra de la casa de sus padres. A una manzana de donde vivían Fran y Jack.

Cuando llegó a la parte de atrás, vio que la luz de su salita estaba encendida. Instintivamente, se abrió la chaqueta para poder acceder sin problemas a su arma si era necesario. En todos los años que llevaba en la policía, solo había tenido que sacarla en dos ocasiones. Siempre se le hacía extraño tenerla en la mano.

Empezó a subir los escalones, repasando todos sus movimientos. Había salido de casa antes del amanecer, a lo mejor se había olvidado de apagar la luz. Pero no, aquello era un hábito, su madre siempre insistía en que no malgastaran electricidad, y se lo había inculcado desde pequeña.

Con una mano sobre el arma, comprobó el pomo de la puerta.

Esta se abrió, empezó a desenfundar la pistola. Y entonces la volvió a dejar en su sitio con un bufido.

—¡Luke! ¿Cuánto hace que estás aquí?

—Un par de horas. Ya te dije que a lo mejor me pasaba esta noche.

«Es verdad», pensó mientras el ritmo de su corazón se normalizaba. Se había olvidado. Feliz por tenerlo allí, Reena entró y le ofreció los labios.

El beso fue breve, funcional, e hizo que Reena arqueara las cejas. Normalmente él siempre estaba impaciente por ponerle las manos encima. Y ella también. Luke Chambers tenía una elegancia y una sensualidad que le resultaban de lo más excitantes. Al igual que el romanticismo con que la había pretendido desde el momento en que se conocieron.

Había disfrutado enormemente mientras le estuvo yendo detrás, cuando la cortejaba con ramos de flores y llamadas, con cenas románticas y largos paseos junto al río.

Le gustaba que alguien la viera como una mujer, como un ser delicado. Un bonito cambio de la imagen de persona recia y competente que tenían de ella sus compañeros de trabajo.

Seguramente esa era la razón por la que no le costó mucho llevarla a la cama. Pero eso sí, Reena había tardado tres meses en darle las llaves.

—Me he quedado un rato abajo para cenar algo y charlar con Fran. —Se quitó la bufanda, la gorra, e hizo un pequeño baile—. He tenido un día genial, Luke, y tengo una noticia que…

—Me alegro de que alguien haya tenido buen día. —Se apartó de su lado, apagó el televisor y se desplomó sobre una silla.

«Vale», pensó Reena. Era sexy, interesante y a menudo romántico. Pero también era una persona difícil. No le importaba. En realidad, como pasaba buena parte del día inmersa en un mundo mayoritariamente de hombres, disfrutaba cuando podía mostrarse más dulce y atenta en una relación.

—¿Mal día? —Se quitó el abrigo, los guantes, lo dejó todo en el armario.

—Mi ayudante me ha dicho que me deja dentro de dos semanas.

—Oh. —Reena se pasó los dedos por sus largos rizos y pensó ociosamente en cambiar de estilo. Se sintió culpable por no prestar más atención—. Lamento oír eso. —Se inclinó para desatarse los cordones—. ¿Por qué se va?

—Ha decidido que quiere volver a Oregón. Así, sin más. Ahora tendré que entrevistar a gente y meter a alguien a toda prisa para que pueda enseñarle antes de que se vaya. Y eso además de las tres reuniones que he tenido hoy fuera de la oficina. La cabeza me está matando.

—Te traeré una aspirina. —Se acercó y se inclinó para darle un beso en la coronilla. Tenía un pelo bonito y sedoso, marrón armiño, como los ojos.

Cuando se incorporó, él la cogió de la mano y le sonrió débilmente.

—Gracias. La última reunión se ha alargado hasta muy tarde, y yo lo único que quería era verte. Descompresión.

—Tenías que haber entrado en el restaurante. La descompresión forma parte del menú de Sirico’s.

—Y el ruido —dijo él cuando Reena entró en el lavabo—. Tenía ganas de pasar una velada tranquila.

—Ahora se está tranquilo. —Sacó el bote de aspirinas y fue ala pequeña dependencia, con su vieja cocina y las alegres encimeras amarillas—. Yo también tomaré un par de ellas. He bebido demasiado champán abajo. Estaban de celebración.

—Sí, tenías cara de estar pasándotelo muy bien. Miré por la ventana antes de subir.

—Bueno, al menos podías haber asomado la cabeza. —Le pasó la aspirina y el agua.

—Me dolía, Cat. Y no quería sentarme en un restaurante ruidoso a esperar que terminarais la fiesta.

«Pues si te dolía la cabeza —pensó Reena—, ¿por qué demonios no te has tomado antes una aspirina? A veces los hombres eran tan infantiles…».

—Habría terminado antes mi fiesta de haber sabido que estabas aquí. Y Fran está embarazada.

—¿Mmm?

—Mi hermana Francesca. Ella y Jack acaban de saber que van a tener un hijo. Cuando me lo dijo tenía la expresión tan radiante que podía haber iluminado Baltimore entero.

—¿No se acaban de casar?

—Hace un par de años, y llevan intentándolo casi desde el principio. En mi familia tenemos tendencia a ir a por los hijos enseguida. Bella ya tiene tres, y ya está hablando de tener otro.

—Cuatro hijos en estos tiempos. Es una irresponsable.

Reena se sentó en el brazo del sillón y le frotó el brazo.

—Eso es lo que pasa con las familias italianas y católicas. Y ella y Vince se lo pueden permitir.

—No estarás pensando en tener un hijo cada par de años, ¿verdad?

—¿Yo? —Se rio, tragó agua—. Yo lo de tener hijos aún lo veo muy lejos. Acabo de iniciar mi carrera profesional. Hablando de eso, hoy he tenido mi primer caso importante. ¿Has oído lo de ese edificio de apartamentos desocupado en Broadway, con una víctima?

—Hoy no he tenido tiempo para las noticias. He trabajado doce horas seguidas, y una buena parte la he pasado tanteando a un cliente potencial muy importante.

—Eso es estupendo.

—Todavía no lo tengo, pero estoy en ello. —Su mano, dedos largos, palma estrecha, se deslizó suavemente por la pierna de Reena—. He quedado para cenar con él y su mujer el jueves por la noche. Te pondrás algo especial, ¿verdad?

—¿El jueves? Luke, mis padres vuelven de Italia el jueves. Teníamos que cenar en la casa, ya te lo dije.

—Bueno, puedes verlos el viernes, o el fin de semana. Por el amor de Dios, vivís en la misma calle. Y yo te hablo de una importante suma, Cat.

—Entendido. Siento que no puedas venir a la cena de bienvenida.

—¿Me estás escuchando? —La mano que estaba sobre la pierna se cerró en un puño—. Te necesito a mi lado. Este es el tipo de actividad social que necesito para asegurarme el cliente. Es lo que se espera. Y ya hemos quedado.

—Lo siento. Yo también había quedado, y además fue antes de que tú acordaras esa cena para el jueves. Si quieres cambiarla a otro día, yo…

—¿Por qué iba a cambiarla de día? —Se levantó bruscamente del sillón, levantó los brazos—. Se trata de negocios. Esta es una gran oportunidad para mí. Podría significar el ascenso por el que tanto he luchado. Tú vives prácticamente con tu familia. ¿Por qué es tan importante comer unos jodidos espaguetis cuando puedes hacer lo mismo todos los días?

—En realidad comeremos manicotti. —Pero contuvo la irritación y se puso de pie—. Mis padres han estado fuera tres semanas. Les prometí que estaría presente a menos que me llamaran para una emergencia en el trabajo. Cuando lleguen se enterarán de que su hija mayor va a tener su primer hijo. En mi mundo eso es muy importante, Luke.

—Entonces, ¿lo que yo necesito no cuenta?

—Claro que cuenta. Y si me lo hubieras dicho antes de quedar, te habría recordado que yo ya me había comprometido y tú podrías haber propuesto otro día.

—Si el cliente dice que le va bien el jueves tiene que ser el jueves —espetó, y el mal genio hizo que sus mejillas enrojecieran—. Así es como funciona mi mundo. ¿Tienes idea de lo competitivo que es el sector de la planificación financiera? ¿El tiempo y el esfuerzo que hay que invertir para conseguir un cliente multimillonario?

—No, la verdad es que no. —Y la verdad, no le importaba lo más mínimo—. Pero sé que trabajas muy duro y que es importante para ti.

—Sí, ya se nota.

Él se dio la vuelta y Reena levantó los ojos al techo con exasperación. Pero fue hacia él, dispuesta a aplacarlo.

—Mira, de verdad que lo siento. Si puedes cambiarlo a otra noche, yo…

—Te lo acabo de decir. —Y, al darse la vuelta, levantó los brazos y la golpeó con fuerza en la mejilla con el dorso de su mano.

Ella retrocedió, abriendo los ojos desorbitadamente y apretándose la mano contra la mejilla.

—Oh, Dios, Dios, Cat. Lo siento. No quería… ¿Te he hecho daño? —La cogió por los brazos, con una expresión tan perpleja como supuso que parecía la de ella—. Ha sido un accidente. Lo juro.

—No pasa nada.

—Has venido directa. No me esperaba… soy tan torpe. Déjame ver. ¿Te va a salir un moretón?

—Solo ha sido un toque. —«Más o menos», pensó—. Ha sido más la impresión que el golpe en sí.

—Se te ha puesto rojo —musitó, y le acarició la mejilla con suavidad—. Me siento fatal. Me siento como un monstruo. Tu preciosa cara…

—No es nada. —Curiosamente, acabó consolándolo ella a él—. No lo has hecho a propósito, y no soy tan frágil.

—Para mí lo eres. —La atrajo a sus brazos—. Lo siento tanto… No tendría que haber venido estando de tan mal humor. Solo quería verte. Y entonces te he visto pasándotelo en grande ahí abajo. Yo solo quería estar contigo. —Le rozó la mejilla con los labios—. Necesitaba estar contigo.

—Ahora estoy aquí. —Le tocó el pelo—. Y siento no poder ayudarte con lo del jueves. De verdad.

Él retrocedió un poco, sonrió.

—A lo mejor puedes compensarme.

El sexo fue bien. Siempre iba bien con Luke. Y, como había tenido aquel arrebato y le había golpeado sin querer, estuvo particularmente tierno. El cuerpo de Reena, agotada después de una larga jornada, se relajó bajo el de él. Y, mientras su organismo llegaba al clímax, su mente se quedó totalmente vacía.

Satisfecha y somnolienta, se acurrucó junto a él.

—¿No has pensado nunca en buscar una cama más grande? —preguntó el hombre.

Ella sonrió en la oscuridad.

—Un día de estos.

—¿Por qué no te vienes a mi casa a pasar el fin de semana? Podemos ir a un par de discotecas el sábado por la noche, y desayunar tarde el domingo.

—Mmm. A lo mejor. Es posible que el sábado tenga que echar una mano en el turno de la comida, pero luego puede que sí.

Por un momento él no dijo nada, y Reena pensó que se había quedado dormido.

—El jueves podrías ver antes a tus padres y saltarte la cena, y así podrías reunirte conmigo en el restaurante a las siete.

—Luke, a mí no me va bien así.

—Vale. —Lo dijo de mal humor, se dio la vuelta y se levantó de la cama—. Al final vas a hacer lo que tú quieres, como siempre.

—Eso no es justo y tú lo sabes.

—Lo que no es justo —espetó él mientras empezaba a vestirse— es tu poca disposición a comprometerte con nada. Que lo pongas todo por delante de mí.

La felicidad poscoital desapareció.

—Si eso es lo que piensas, no sé qué haces conmigo.

—Pues en estos momentos creo que yo tampoco lo sé. Tomas mucho más de lo que das, Cat. —Se abrochó los botones de la camisa con movimientos bruscos—. Estoy empezando a cansarme.

—Te doy lo mejor que tengo.

Metió los pies en los zapatos.

—Pues es bien triste.

Cuando se fue, Reena volvió a tumbarse.

«¿Tan egoísta soy? —pensó—. ¿Soy tan miserable emocionalmente?». Luke le importaba, pero ¿se interesaba realmente por su trabajo? No mucho, cuando estaba tan inmersa en el suyo.

Quizá lo mejor que podía ofrecer era muy poco.

Se dio la vuelta en la oscuridad y estuvo mucho rato tratando de dormirse.

Cuando Reena entró en la comisaría con O’Donnell después de pasarse buena parte de su turno de puerta en puerta entrevistando a testigos, tomando declaración a la exmujer del propietario del edificio, a su antiguo socio en el negocio y a su actual novia, había tres docenas de rosas blancas de tallo largo sobre su mesa.

Las flores provocaron un montón de comentarios entre los otros miembros de su unidad, pero la tarjeta hizo que Reena sonriera.

Cat, lo siento.

EL IDIOTA

Aun así, no se puso a olerlas hasta que se las llevó a la salita de descanso para hacer sitio y poder seguir trabajando en su mesa.

Tenía que redactar varios informes. Aunque aún no se había confirmado la identidad de la víctima, el propietario seguía desaparecido.

Fue con O’Donnell al despacho del comisario a informarle.

—Estamos esperando los informes del laboratorio —empezó a decir su compañero—. El propietario, James R. Harrison, fue visto por última vez bebiendo en un lugar llamado Fan Dance, un local de striptease que está a unas manzanas del lugar de los hechos. Tenemos el recibo de una tarjeta de crédito que indica que pagó a las doce cuarenta. En la parte de atrás del edificio hay aparcada una camioneta de marca Ford registrada a su nombre.

Miró a Reena, indicándole que siguiera ella.

—Encontramos una caja de herramientas entre los escombros en la primera planta, y un destornillador que coincide con los orificios de la base de la lata de gasolina que encontramos en la escena. Harrison fue fichado por fraude hace cinco años, así que sus huellas están archivadas. Coinciden con las que sacamos de la caja de herramientas, el destornillador y la lata de gasolina. El forense no pudo sacar las huellas del cadáver, así que están tratando de hacer unas placas de la dentadura.

—Para mañana ya lo tendremos —añadió O’Donnell—. Hemos hablado con algunos de sus socios. Tenía graves problemas de dinero. Le gustaban los caballos, pero a los caballos él no les gustaba.

El capitán Brant asintió, se recostó en su asiento. Su pelo era blanco, sus ojos de un azul glacial. Tenía fotografías de sus nietos en su mesa, tan ordenada como la salita para las visitas de su tía Carmela.

—Así que, según parece, él provocó el incendio para cobrar el seguro y quedó atrapado.

—Eso parece, sí. El forense no encontró signos de violencia, ni heridas ni traumatismos. Aún estamos esperando el resultado del análisis toxicológico —añadió Reena—. Pero no hay nada que indique que alguien quería matarlo. Tenía un pequeño seguro de vida. Cinco mil, que son para la ex. Nunca cambió el nombre del beneficiario. Ella se volvió a casar, tiene un trabajo a jornada completa, y su marido también. No parece que le haga falta.

—Enhorabuena —dijo el capitán, y añadió—: Un trabajo excelente.

—Yo redactaré el informe —se ofreció Reena cuando ella y O’Donnell salieron del despacho.

—De acuerdo. Tengo que ponerme al día con más papeleo.

Se sentó. Su mesa estaba frente a la de Reena.

—¿Es tu cumpleaños o algo así?

—No. ¿Por qué? Oh, las flores. —Se instaló delante del teclado con sus notas—. El tipo con el que salgo estuvo un poco idiota anoche. Y ahora me compensa.

—Tiene clase.

—Sí, de eso no le falta.

—¿Vais en serio?

—Aún no lo he decidido. ¿Por qué, me quieres hacer proposiciones?

Él sonrió y las puntas de las orejas se le pusieron rojas.

—Mi hermana conoce a un chico que le ha hecho algunos trabajillos. Carpintero. Trabaja muy bien. Y dice que es buen chico. Está tratando de encontrarle pareja.

—Vaya ¿y crees que saldría en una cita a ciegas con el carpintero de tu hermana?

—Dije que te lo preguntaría. —Levantó las manos—. Dice que es guapo.

—Pues entonces que se busque él una novia —sugirió Reena, y se puso a redactar el informe.