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Behr comenzó temprano, sumergiéndose en la laberíntica ventisca de detalles. Las cuentas corrientes de los Gabriel eran modestas y estaban en orden, tal como había esperado encontrarlas. Habló en primer lugar con la maestra, la señorita Preston, revisó las hemerotecas de los periódicos en busca de noticias relacionadas con el caso y después se dirigió a entrevistar al entrenador de fútbol. Behr permaneció sentado en el interior de su coche a cierta distancia durante todo un entrenamiento, comprobando si había alguien más cerca de los críos que estuviera haciendo lo mismo. Permaneció allí hora y media mientras el equipo corría campo arriba, campo abajo, amontonándose ocasionalmente alrededor de la pelota y motivando que el entrenador hiciera sonar el silbato y agitara los brazos hasta que volvían a adoptar una formación más adecuada. Behr levantó sus prismáticos Zeiss 12 × 25 en miniatura e inspeccionó las calles adyacentes al campo; vio que era el único al acecho. Los padres comenzaron a aparecer y los chavales corrieron, manchados de barro, hacia los coches. Behr abrió la puerta, estiró las piernas y se dirigió hacia el terreno de juego. El entrenador supervisó la marcha de sus últimos jugadores y había comenzado a recoger los conos de color naranja que marcaban el campo cuando Behr llegó hasta él.

El entrenador Finnegan usaba gafas de montura de plástico, chaqueta de chándal y una rodillera flexible en la pierna derecha, por debajo de unos pantalones cortos marca Umbro. El tipo llevaba seis años entrenando a los Wayne Hornets desde que se había mudado allí proveniente de Colorado Springs. A diferencia de la maestra, Andrea Preston, que era un pilar de la comunidad, Finnegan, según el historial investigado por Behr, estaba divorciado, había sido denunciado por demorarse seis pagos en la pensión y en una ocasión se había declarado culpable de un delito por entregar un cheque sin fondos. Había tenido que pagar multas.

—¿No tiene frío? —dijo Behr, señalando las rojas piernas del entrenador.

—Siempre los llevo —dijo Finnegan refiriéndose a sus pantalones cortos—, incluso a finales de año.

—¿Es usted Finnegan? —preguntó Behr como formalidad.

—Ajá. ¿Y usted?

—Estoy aquí para hablar sobre Jamie Gabriel.

—Solía jugar para mí —asintió el entrenador—. Muy triste lo que le pasó. Era delantero. —El rostro del hombre no reveló nada—. ¿Alguna novedad? —preguntó como ocurrencia tardía.

—Trabajo para la familia —le dijo Behr, para evitar tener que responder.

No pensaba contarle una mierda a aquel tipo. Para la mayoría de policías e investigadores, el principal obstáculo a la hora de detectar engaños y averiguar la verdad es su tendencia natural a creer a la gente. Behr carecía de tal problema: había visto demasiado. Tampoco podía evitar tener sus prejuicios particulares. Reservaba una pequeña dosis de suspicacia para cualquier hombre que trabajara con niños. Las maestras contaban con su confianza. Los profesores universitarios le parecían algo lógico. Pero cualquier hombre adulto que trabajase con niños pequeños despertaba algo en la parte de su ser que dudaba de la humanidad. Sabía que era una estupidez y había conocido incontables criminales de sexo femenino que demostraban lo contrario. Behr escrutó al entrenador de fútbol. ¿Podrían sus problemas emocionales o psicológicos haberle llevado a hacer lo indescriptible? El tipo parecía el típico machote de instituto venido a menos; probablemente estaba más allá de cualquier reproche.

—¿Alguna vez ha visto rondando por el campo a alguien que no debiera estar aquí?

—¿Se refiere a cuando Jamie…?

—En cualquier momento. Antes o después.

—Pues no. Si hubiese visto a alguien así, lo habría abordado —dijo el entrenador, todo un ciudadano responsable.

—¿Alguna vez ha mencionado alguno de sus jugadores problemas con un adulto?

—Solo con sus familias. Lo normal. «Mi padre no me dejará seguir jugando si no saco mejores notas». «El novio de mi madre es un capullo».

—Entiendo.

Finnegan aplanó con la punta del pie un pedazo de césped suelto. Behr miró a uno y otro extremo del campo.

—¿Cómo se lleva a cabo el transporte?

—Los padres los traen y los recogen. Si hay partido fuera, tenemos el minibús del equipo y los padres pueden llevarles si lo prefieren. Si alguien que no es uno de los padres ha de venir a recoger a un jugador, tienen que avisarme por teléfono antes. Más de un par de veces he tenido que negarle a una tía o a un tío que se llevase a casa a uno de los chicos porque el padre o la madre se habían olvidado de llamar.

Finnegan dijo aquello con media sonrisa. Quería que alguien lo felicitase por su compromiso con la seguridad de sus pupilos. A Behr le fastidió mucho decepcionarle.

Bajó la mirada hacia su libreta y la cerró.

—Bueno, con eso me basta. Llámeme si sucede cualquier cosa —dijo tendiéndole una tarjeta al entrenador.

Después cruzó el campo en dirección a su coche.

Behr recorrió la ruta de entrega de los periódicos antes de las seis de la mañana, tal como Jamie tenía por costumbre, rodando lentamente por la calle Richards para adentrarse en el barrio. Recorrió Cypress, Grace, la calle Dieciséis, Perry y después Tibbs. Al entrar en Tibbs se cruzó con un corredor, un tipo grandote con pantalones cortos de nailon, calcetines de deporte bien subidos y una gruesa cinta de felpa en la frente, resollando a unos ocho kilómetros por minuto. Behr repasó sus anotaciones mientras giraba para internarse por Mooresville, y seguía luego por Lynhurst. La ruta era ambiciosa en lo que a longitud se refería. El muchacho acarreaba cantidad de periódicos a lo largo de una distancia considerable.

Al salir de Lynhurst, Behr se cruzó con un viejo Civic que venía en dirección contraria. Un hispano conducía mientras otro, del tamaño de un jockey, iba encogido en el maletero abierto, desde donde lanzaba los periódicos hacia las casas. Los sustitutos del chico, pensó Behr mientras terminaba de recorrer la ruta. El vecindario no le aportó nada; las casas eran fachadas inalterables. Behr se quedó sentado con el coche al ralentí y se comió un sándwich de jamón mientras observaba la calle por la que acababa de llegar. Dejó que su mente vagara. Alguien que fuese a partir rumbo al trabajo, a una hora tan temprana y por lo tanto sin preocuparse por el tráfico, sale marcha atrás de su casa y… bum, se lleva por delante a un chaval en bicicleta. Nadie más se ha despertado aún, el muchacho está tirado en el suelo, inerte, de modo que el conductor lo mete en el maletero junto con su bicicleta y sale de la ciudad en busca de un lugar donde poder librarse de él.

Behr sacudió la cabeza. Lo más probable era que Jamie ni siquiera hubiera recorrido su ruta aquel día. Podía haber pasado cualquier cosa que lo distrajese de su rutina, lo cual implicaba que la policía había estado buscando en el lugar equivocado. Igual que estaba haciendo él.

Behr hojeó el expediente que estaba creando sobre el caso. Llegó a uno de los artículos que había encontrado en la hemeroteca digital del periódico. Era de la página dos, un faldón publicado tres días después de la desaparición del chaval. No había ninguna foto. Un condenado mocoso desaparece durante media hora y ya le están dedicando fotos en primera plana y reportajes en los noticiarios televisivos. Sin embargo, un muchacho lo suficientemente mayor para tener ideas propias genera demasiadas dudas sobre lo que podría haber sucedido, lo cual le hace menos noticiable. Behr se terminó el sándwich, hizo una pelota con el papel encerado en el que venía envuelto y regresó al punto de partida de la ruta para realizar una batida a pie.

A Behr nunca dejaba de sorprenderle el número de personas que encontraba en casa cada vez que realizaba una batida puerta a puerta. No solo amas de casa, ancianos e inválidos, sino hombres y mujeres jóvenes en edad de trabajar. Al principio imaginaba que deberían estar todos trabajando, pero en numerosas ocasiones no era el caso. Tenían turno de tarde o turno de madrugada o era su día libre o estaban entre empleos. El ochenta por ciento de los timbres a los que llamaba en algunos barrios recibían respuesta. Mount Auburn era otra historia. Era un barrio trabajador. Incluso a las nueve menos cuarto de la mañana, no había casi nadie en casa, lo cual significaba que no iba a obtener información alguna. Consultó el informe de la policía y vio que habían realizado tres visitas —a primera hora, a mediodía y por la tarde— y ni siquiera así habían conseguido contactar con todo el mundo. Behr encontró a un par de señoras de la limpieza, ninguna de las cuales trabajaba aún allí en la época de la desaparición, y dos propietarios con recuerdos vagos debido al tiempo transcurrido desde entonces.

Empezó en Richards con intención de recorrer a pie las mismas calles por las que había conducido. Reunió datos de contacto y mantuvo breves entrevistas con las escasas personas que respondieron a sus puertas, pero apenas tuvo suerte hasta que llegó al número 3 de la avenida Tibbs, la segunda vivienda de la manzana. La casa, según su callejero, pertenecía a una tal Esther Conyard. Estaba mal cuidada, en comparación con las circundantes, y tan pronto como Behr vio a la mujer a través de la puerta exterior de plexiglás supo por qué. Era anciana, prácticamente nonagenaria, y no una de esas nonagenarias todavía ágiles. Llevaba un jersey de lana por encima de una bata por encima del vestido; el tipo de anciana que se queja del fresco en un día húmedo a treinta grados. No estaba en condiciones ni de salir a la calle, mucho menos de arreglar la casa.

—¿Es usted la señora Conyard? —preguntó Behr cuando la anciana llegó junto a la puerta.

—Lo soy. Pero no voy a comprarle nada. Tengo una renta fija, ¿sabe usted? —dijo la mujer.

—No soy vendedor, señora —aclaró Behr—. Estoy investigando la desaparición de un muchacho el año pasado en este barrio. —La observó para comprobar si aquello despertaba algún recuerdo, pero la mujer continuó inexpresiva. Prosiguió—: ¿A lo mejor oyó a alguien comentar algo al respecto? Era el repartidor de periódicos…

Aquello pareció suscitar una respuesta y la anciana asintió enfáticamente, pero Behr se dio cuenta de que estaba actuando. Aun así, la mujer vivía enclaustrada, y Behr sabía que muchos miembros de la tercera edad siguen horarios extraños. O bien no podían dormir y se quedaban despiertos hasta tarde o no podían dormir hasta tarde y se despertaban temprano. Y para una anciana como aquella, por muy miope que pudiera ser, ¿qué otra cosa quedaba salvo mirar por la ventana?

—Me preguntaba si me permitiría entrar para que hablemos del caso.

Behr vio que el temor a los desconocidos batallaba con su anhelo de compañía.

—No sé si debería.

Behr le mostró su licencia, que guardaba en una billetera junto a su vieja placa de tres cuartos. Después extrajo la foto colegial de Jamie.

—Este es el muchacho. A lo mejor lo vio pasar montado en su bicicleta…

La anciana miró la foto del chaval, con el remolino tan mono en el flequillo, y fue incapaz de seguir negándose. Abrió la puerta de par en par.

—Me temo que no sé nada de nada sobre el caso —dijo, con la voz trémula por el esfuerzo de recorrer el pasillo—, pero responderé a cualquier pregunta que pueda.

Lo condujo hasta la sala de estar y Behr experimentó un intenso cosquilleo que le recorría la columna al ver lo que allí guardaba: pilas y más pilas de periódicos. La habitación estaba repleta de ejemplares del Star sin leer que debían sumar varios años. Muchos de ellos amarilleados. La señora Conyard se dio cuenta de que Behr los estaba mirando.

—Siempre tengo la intención de leer el periódico por la noche, pero al final pongo la tele… —Behr asintió para que siguiera hablando—. Me gusta resolver los acertijos de La rueda de la fortuna y acabo dejándolo para otro día.

Con la cantidad de periódicos sin leer que había allí acumulados, a Behr no le habría extrañado que la anciana creyese que Carter seguía en la presidencia.

—¿Sabe, señora Conyard? Me pregunto si me permitiría echarles un vistazo a sus periódicos para ver si aquel día le entregaron el suyo.

—Claro, claro, adelante —dijo ella. Behr ya se estaba arrodillando y retirando pilas, acercándose a la fecha del día de la desaparición—. No hago más que pensar que debería librarme de los más viejos… A lo mejor al final servirán para algo.

Había una suerte de relajada organización, de izquierda a derecha, en el orden de los periódicos. En apenas diez minutos Behr había encontrado octubre del año indicado y lo que vio no le sorprendió demasiado. La señora Conyard tenía todos los periódicos anteriores al día de la desaparición de Jamie, pero no el de aquel día. Ni tampoco los de los dos días siguientes. La señora Conyard recordó la interrupción en el servicio. Le había resultado desconcertante. Después el reparto se reanudó, a partir del tercer día.

—Un hombrecito moreno. En coche. Así es como lo hacen ahora —dijo.

—Es el progreso —dijo Behr sin mirar a la anciana, revisando las pilas de periódicos más cercanas para asegurarse de que ninguno hubiera acabado fuera de lugar.

Ninguno lo estaba. Seguían un orden bastante meticuloso.

—¿Sabe qué? —le dijo la señora Conyard al tiempo que la luz del recuerdo le iluminaba el rostro—. Ahora que me acuerdo de que la policía estuvo aquí haciendo preguntas. —Behr asintió a modo de acicate para sus recuerdos, que por desgracia no contenían mayor información. La anciana no había visto coches o individuos sospechosos ni aquel día ni desde entonces—. Es un barrio muy seguro. Por eso he seguido aquí todos estos años, desde que falleció mi esposo.

La señora Conyard cruzó la estancia hacia un retrato de su difunto marido que descansaba sobre el televisor.

—Este es el señor Conyard… mi John… —dijo levantando el retrato para que Behr lo inspeccionase.

Este le echó un vistazo y buscó una manera de despedirse.

A continuación, Behr pasó varias horas metido en el coche, aparcado en Tibbs, hablando por el móvil con el departamento de distribución del Star. Tardó un buen rato en dar con la persona adecuada, una tal Susan Durant, que llevaba trabajando allí muchos años y tenía no solo un buen conocimiento de su trabajo sino además una memoria a juego. Recordaba haber perdido a su joven repartidor. Fue un día triste en el periódico, a pesar de que nadie recordaba haber llegado a conocerlo en persona. Y casi se produjo un motín en la sección cuando la noticia únicamente obtuvo un espacio marginal en un faldón. Durant revisó sus registros y vio que los propietarios del número 5 de la avenida Tibbs habían presentado una queja por falta de reparto el 24 de octubre. Otros vecinos situados más adelante en la ruta habían realizado la misma llamada. Susan también confirmó que no hubo sustituto para los repartos durante los dos días siguientes. Todos los suscriptores de la ruta reclamaron esos días también.

—No, no hubo ninguna queja en la ruta por parte de ningún suscriptor anterior al 5 de Tibbs —dijo Susan Durant desde su oficina en el centro, haciendo que Behr volviera a sentir aquel cosquilleo en la columna, como si pensara que estaba estrechando el cerco en torno al lugar en el que algo podría haberle sucedido a Jamie.

—Le debo una cena en un italiano, Susan —ofreció Behr a cambio de su tiempo y esfuerzos al otro lado del teléfono.

—Oh, no como carbohidratos, Frank —dijo Susan con pesar, y después añadió animosa—: Pero no le diría que no a un solomillo.

—Eso está hecho, Susan.

Behr prometió llamarla cuando hubiera terminado de trabajar en el caso. Después desconectó el teléfono y se acomodó para esperar a que Louis Cranepool, residente del número 1 de la avenida Tibbs, regresara de trabajar. Mientras esperaba, Behr repasó varias posibilidades en su cabeza. En los casos de niños desaparecidos, los padres siempre eran los primeros y más rigurosamente escrutados por la policía. Behr estaba seguro de que en el expediente policial —en el oficial, no en la copia— había un informe que demostraba que los Gabriel habían sido exhaustivamente investigados, quizás incluso sometidos a un examen de polígrafo. En otras circunstancias puede que Behr también hubiera comenzado por centrarse más a fondo en el padre y la madre. La veracidad de la pena no era indicador de inocencia en los crímenes acaecidos en el seno de una familia. Pero tras haber estado con ellos, Behr reconocía la condición completamente cegadora de su absoluta falta de conocimiento respecto a lo sucedido con su hijo. Aquello era mucho más difícil de fingir. Behr notó que la goma color nuez del cubrevolante se hundía bajo sus palmas. Bajó la mirada y se dio cuenta de que tenía los nudillos completamente blancos. Relajó las manos e intentó evitar que se convirtieran en puños mientras consideraba cuál podría ser el alcance de la implicación de Cranepool.