Behr se subió a su Toronado y lo puso en marcha. El motor se despertó con ronquera para luego recobrar su tono habitual. Se alejó de la casa de los Gabriel, sorprendido consigo mismo por haberle mencionado a Tim a aquella pareja a la que apenas hacía unos minutos que conocía, sus empleadores. No entró en detalles cuando le preguntaron, pero aun así lo había mencionado. Y ahora, en el coche, se encontró recordando los sucesos que condujeron a la muerte de Tim, intentando por milésima vez desenredar el nudo en el que se habían convertido.
Behr atravesó County Line y giró a la izquierda para dirigirse a Donohue’s cuando se le antojó un churrasco y una Beck’s negra, que se tomaría mientras revisaba las notas de su nuevo caso. Esperaba que el ruido y la agitación del viejo local, mal iluminado y con sus reservados de color granate, bastarían para bloquear el torrente de recuerdos y le ayudarían a concentrarse en la nueva tarea que le aguardaba.
Behr llegó a Donohue’s justo cuando comenzaba a llenarse, apenas un paso por delante de los recuerdos de Linda chillando en los pasillos del hospital, del horror del tanatorio. El ataúd, cerrado debido al estado del cuerpo. El silencio vacío e indefenso que siguió al funeral, que había estrangulado su corazón y asesinado lentamente todo lo que de decente había en su vida. Behr se sentó en el último reservado que quedaba libre, notando cómo el vinilo crujía silenciosamente bajo su peso.
Desde la barra, Arch Currey lo saludó mediante un asentimiento desde detrás de su blanco bigote. Behr le devolvió el saludo y levantó un dedo que envió a Arch al grifo para servirle su primera jarra de Beck’s negra. Behr había sido un gran bebedor en el pasado, lo cual le había creado problemas, particularmente en los meses anteriores y posteriores a la muerte de Tim. Después había llegado a mantenerse abstemio durante dos años. Actualmente era un caso singular, un ex alcohólico capaz de beber sin pasarse cuando le apetecía. Incluso a él le resultaba extraño, simplemente otra de esas cosas que no era capaz de comprender sobre sí mismo y el mundo.
Behr miró hacia el reservado del rincón, el lugar habitual de Pal Murphy, el propietario. Había visto su Lincoln aparcado atrás y esperaba encontrarlo allí, delgado como un palillo, con su inmaculada camisa blanca de vestir y su chaqueta de cuero suave, gafas de vidrio tintado encaramadas sobre su nariz, encorvado sobre una taza de café. Pero Pal debía de estar en su despacho, ya que el reservado se hallaba vacío en aquel momento. Pal y Behr eran en cierto modo amigos. La edad y el porte de Pal hacían que Behr se sintiera cómodo, como si todos los problemas y desafíos fuesen temporales, algo que uno podía dejar atrás solo con ser capaz de resistir, que el tiempo resolvía todas las situaciones sin importar lo confusas que fuesen. El vínculo había nacido tras la muerte de Tim y se había reforzado cuando su relación con Linda se vino abajo.
Behr abrió la libreta y comenzó a repasar sus anotaciones. Las palabras se desdibujaban frente a sus ojos, carentes de información. Extrajo las fotos de Jamie y las estudió, percibiendo los cambios en el muchacho con el paso del tiempo. De pequeño era rubio. Con los años su pelo se había ido oscureciendo, pero solo un poco. Unas cuantas pecas aparecieron en sus mejillas. En el transcurso de unas cuantas fotos perdió los dientes de leche, asomaron los de adulto y finalmente acabaron por salir del todo. En las últimas instantáneas, Jamie parecía a punto de pegar el estirón. En el momento de su desaparición medía uno cuarenta y cinco y pesaba cuarenta y ocho kilos.
—¿Fotos de la familia? —preguntó Kaitlin, dejando su Beck’s negra sobre un posavasos de papel.
Después retrocedió y se quedó esperando a su lado, con el cuaderno de las comandas en la mano. Behr deslizó las fotos bajo su libreta.
—No exactamente.
—¿Qué tomarás esta noche, el combinado A o el combinado B? ¿O quieres saber qué tenemos aparte de la carta?
—Combinado A —dijo Behr, pidiendo su acostumbrado filete con patatas al horno. El combinado B era su segunda comida más habitual: pollo rebozado con patatas fritas—. Y estas que no dejen de llegar.
Alzó la cerveza y se bebió la mitad de un trago mientras Kaitlin se dirigía de regreso a la cocina.
Donohue’s se abarrotó a su alrededor. Behr vio por el rabillo del ojo que Pal Murphy se sentaba en su rincón habitual. Este se alisó con la mano los endebles cabellos de color óxido pegados a su cráneo y después asintió en dirección a Behr. Pal iba acompañado de un hombre joven al que Behr no conocía, lo cual tampoco era una sorpresa. El pub solo era una de sus muchas aventuras empresariales. Varios individuos a los que Behr conocía lo saludaron desde la barra; otros a los que no, lo observaron en silencio: un hombre grande y solitario que acaparaba un reservado pensado para cuatro. En cualquier caso, nadie iba a llamarle la atención por ello; Arch conservaba una cachiporra colgada de la pared por detrás de la barra, a plena vista de todos, y estaba dispuesto a usarla para mantener la paz.
Behr sabía cocinar. No le había quedado más remedio que aprender después de que su relación con Linda terminase, pero algunas noches necesitaba el murmullo y el ajetreo de un lugar como Donohue’s. Lo cierto era que últimamente lo necesitaba cada vez más a menudo. Behr acometió su tercera cerveza y pensó en ella. Linda. No había vuelto a hablar con su ex mujer desde el 6 de enero de hacía tres años. Ahora vivía en Vallonia, cerca de sus padres. Behr condujo hasta allí varias veces al mes durante el primer par de años de su separación, pero nada de lo que dijera o hiciese sirvió para volver a recuperarla. La muerte de Tim había abierto entre ellos un abismo que no iba a poder salvar por mucha carrerilla que tomase. Para conseguirlo, tendrían que haber sido ambos quienes saltasen para encontrarse a medio camino, en el centro del oscuro vacío que se abría bajo ellos. Era algo que Behr sabía ahora. Lo sabía a pesar de que había fracasado y ya era demasiado tarde, y había renunciado. Aquel 6 de enero Linda le dijo que había comenzado a salir con un tipo que tenía un taller de cambios de aceite y un pequeño supermercado en su barrio. Behr había dejado de ir, había dejado de intentarlo. Según había oído, ahora vivían juntos.
—No es que sea un hombre mejor —le había dicho ella—. Simplemente no me recuerda cosas que no quiero recordar.
Behr suponía que aquello pretendía servirle de consuelo, pero lo sintió como justo lo contrario.
Cuando terminó de cenar, Behr se bebió tres tazas de café para amortiguar el efecto de las cervezas y comenzó a trazar mentalmente un plan de acción.
Lo primero: cuando salió de Donohue’s, Behr se acercó hasta Market Square. Recorrió las oscuras calles, avanzando lentamente en el Toronado como un pescador que pretendiese capturar la mejor pieza al primer intento. Esperaba cruzarse con el muchacho en la calle, hambriento pero ileso, dispuesto a volver a casa. Escudriñó a través de las ventanillas la ciudad que llevaba dos décadas siendo su hogar.
Indianápolis, la Ciudad Circular, la duodécima más grande del país. Debido a la convergencia de importantes carreteras, vías fluviales y ferrocarriles, era conocida desde hacía tiempo como «la encrucijada de América». La capital de los Hoosiers, sede del campeonato nacional de atletismo y cuna de la Indy 500 en el Brickyard. Los impuestos eran moderados, las escuelas buenas y el precio del metro cuadrado entraba dentro de lo razonable. Behr se conocía la perorata de la Cámara de Comercio y veinte años atrás quizá le hubiera importado, cuando acababa de salir de la Universidad de Washington con un graduado en criminología y vio en la oficina de colocación de su academia que había plazas disponibles en el cuerpo de policía de Indianápolis.
Pero mientras conducía, notó que todo aquello quedaba atrás y comenzó a ver a los depredadores, canallas y desechos humanos que poblaban la noche de la ciudad. Los policías de a pie, si tienen intención de perdurar en su trabajo, desarrollan rápidamente un sexto sentido para captar todo lo que se mueve ahí fuera. Allí donde una persona normal vería a un tipo con una chaqueta de cuero ajustada, un mendigo pidiendo limosna o una mujer nerviosa, un policía ve un monstruo armado con una pistola, un yonqui a punto de perder la chaveta, una mujer que acaba de matar a su marido. Se trata de una habilidad terriblemente necesaria al principio, una que parecía casi imposible de afinar a la velocidad precisa. El problema, pensaba Behr, era que, una vez que la habías adquirido, resultaba imposible volver a desconectarla por mucho que quisieras.
Recorrió las calles con nombre de estados: Maryland, Washington, Georgia. Vio figuras vestidas con largos abrigos charlando en mitad de la calle, sentadas en portales, acurrucadas, pero ninguna cuya edad o talla sugiriese las del muchacho al que estaba buscando. Pasó lentamente frente al pabellón deportivo Fieldhouse, oscuro y monolítico, vacío aquella jornada. Circuló por Delaware y South, aparcó y recorrió a pie la terminal Amtrak/Greyhound y Union Station. La guardia nacional estaba allí, con sus rifles colgados del hombro. Había varios grupos de adolescentes que regresaban a los suburbios. Niños ninguno. Behr les mostró la foto a varios reservistas, que negaron con la cabeza.
Regresó a su coche y rodeó el RCA Dome antes de atajar por West. Como la mayoría de las veces que había ido a pescar, se volvía a casa con las manos vacías. Al día siguiente tendría que comenzar la investigación de verdad. Para eso le pagaban los Gabriel. Eso era lo que se merecía el crío.