Era peor de lo que había pensado. Behr estaba en una cómoda silla en la sala de estar de la pareja. Tenía a su lado una taza de café a medio beber y en el regazo un álbum de fotos. Los padres estaban sentados delante de él en silencio, observando, esperando y haciendo precisamente aquello que les había dicho que no hicieran y que sabía que no podían evitar hacer: esperanzarse.
—Un caso como este es una enorme pared resbaladiza en la que cuesta encontrar asidero —dijo Behr.
Era algo de lo que se había dado cuenta la primera vez que ojeó el expediente. Seleccionó una serie de fotos del muchacho, Jamie, a diversas edades y las extrajo cuidadosamente del álbum.
—La idea es que entre todas podrían indicar una tendencia, una proyección de en qué aspectos podría haber cambiado en el transcurso del último año —informó Behr.
Paul y Carol asintieron. En realidad, él necesitaba cierta variedad para enseñárselas a forenses y policías que pudieran haberse encontrado con un cuerpo en condiciones impredecibles. A lo mejor algún pequeño rasgo físico presente en una de las fotos podría corresponderse con lo que quedase del muchacho.
—Díganme, ¿ninguno de los dos tiene enemigos, personas que pudieran desearles mal? —Behr sabía que era improbable, pero de todos modos lo preguntó. La pareja se miró entre sí con una expresión aún más vaga que la mostrada hasta aquel momento—. ¿Alguna asistenta a la que hayan despedido, algún conflicto con alguien en el trabajo? Se dedica usted a los seguros. ¿Algún cliente airado al que le hayan sido negados los pagos de su póliza?
—No. Nada por el estilo.
Behr asintió. La estancia quedó en silencio. Aquella era solo la primera de lo que acabarían siendo una multitud de conversaciones entrecortadas e insatisfactorias. Behr bien lo sabía y también sabía que no había manera de evitarlo.
—Necesitaré toda la información posible. En qué escuela estudiaba, quiénes eran sus profesores. ¿Practicaba algún deporte?
—Jugaba al fútbol —dijo Paul.
—Necesitaré saber el nombre de su entrenador, de sus compañeros de equipo —dijo Behr dirigiéndose al padre, que asintió.
El silencio volvió a apoderarse de la habitación. Behr se dio cuenta de que habían alcanzado la parte que más temía de la primera entrevista. La respuesta a su siguiente pregunta revelaría si estaba cerca del comienzo del caso o en realidad a punto de llegar a su resolución. Debía preguntarle a la pareja si había tenido alguna implicación en la desaparición de su hijo.
Después de que la pregunta hubiese abandonado sus labios, los estudiaría a ambos con particular atención mientras respondían. Había una miríada de pistas, tanto verbales como no verbales, en las respuestas de la gente a preguntas directas y penetrantes. La mayor parte de los policías con carreras activas y de cierta longevidad desarrollan poderosas habilidades para intuir cuándo se les está mintiendo. Para muchos se trata simplemente de la incómoda sensación de que lo que están oyendo no es la verdad. La proverbial corazonada, tan a menudo citada, era en experiencia de Behr una realidad. Para otros, distinguir los hechos de las falsedades es una ciencia.
El enfoque de Behr quedaba a medio camino. Tenía buen instinto, pero nunca se había conformado con eso. Durante su segundo año en el cuerpo se pagó de su propio bolsillo un viaje a San Francisco para participar en un seminario de tres días titulado «Técnicas estratégicas de interrogatorio y análisis táctico del comportamiento», dirigido por un ex agente de la CIA. A su esposa no le hizo ninguna gracia, teniendo en cuenta que el curso costaba varios miles de dólares que no se podían permitir. Fue allí donde Behr aprendió las habilidades que posteriormente iría perfeccionando con el transcurso de los años. Habilidades que le habían ayudado a ganarse la vida desde entonces. No llegaría tan lejos como para afirmar que era un detector de mentiras humano, nada parecido al ex espía que había dado el curso, pero sí que había desarrollado un olfato condenadamente bueno. Tan pronto como intuía un indicio de engaño, disponía de las herramientas para extraer la verdad.
Behr se aclaró la garganta y realizó la pregunta:
—¿Tuvo alguno de ustedes dos algo que ver con la desaparición de Jamie?
Paseó la vista entre marido y mujer, en busca de tics, protestas o respuestas diseñadas para convencerlo de su inocencia en vez de para aportar información.
—No —dijo el padre.
La madre se limitó a negar con la cabeza, lloró y después musitó un «Nnn… nnn…»
Behr les creyó. Ahora tenía una cantidad incalculable de trabajo por delante. En cualquier caso, se sintió aliviado. Más tarde, cuando llegara a casa, entraría en internet y peinaría las bases de datos financieras. Comprobaría las finanzas de la familia para asegurarse de que no hubiera irregularidades, ninguna retirada de dinero que pudiera indicar problemas con el juego o la drogadicción que hubieran podido conducir a un espantoso crimen.
—Si les parece bien, echaré un vistazo a su cuarto —dijo.
Los tres se levantaron.
Behr entró en la habitación e hizo una pausa antes de encender la luz. Paul y Carol aguardaban en el pasillo, a varios metros de distancia, temerosos de acercarse más. Behr deslizó la mano por la pared y pulsó el interruptor. Lo que vio le golpeó como un puñetazo en el estómago. Mantuvo la mano apoyada en la pared, sosteniéndose durante un largo momento. El cuarto era el de un bien atendido muchacho norteamericano. Una cama sencilla cubierta por un edredón de la NFL con cabecera de formica y su correspondiente mesilla de noche. Sobre la cama había paquetes envueltos en papel de colores, regalos de cumpleaños y navidades para un hijo que no estaba presente para abrirlos. Dos pósters dominaban la estancia: Albert Pujols golpeando una pelota y un Ferrari F430 Spider rojo. Los dos estaban pegados sobre cartón pluma. Una foto de veinticinco por treinta de un corpulento ciclista afroamericano arrancada de una revista había sido clavada con chinchetas en la pared junto a la cama. Un ordenador Compaq descansaba perezosamente sobre un pequeño escritorio junto a una pila de cuadernos escolares. Los cuadernos estaban junto a un vaso grande de Pizza Pizzazz repleto de monedas y un viejo muñeco cabezón de Reggie Miller. Varios libros de Harry Potter ocupaban las estanterías junto a maquetas de plástico bastante bien ensambladas de un F-15 y varios acorazados.
Behr se volvió y abrió el armario, tirando de un cordel que encendió la bombilla interior. De las perchas colgaban vaqueros junto a camisas de botones y varias chaquetas de diverso grosor. Al fondo a la izquierda había un pequeño traje oscuro. Sobre el suelo se apelotonaban un par de zapatillas de baloncesto, otras con clavos para jugar a fútbol, unos mocasines con marcas de roce, sandalias Teva y un par de botas de invierno. Behr tiró nuevamente del cordel y cerró el armario. Se volvió hacia una pequeña cajonera, obligándose a seguir. Camisetas, calcetines, ropa interior. El cajón inferior contenía camisas de vestir dobladas y dos corbatas. Por debajo de ellas, oculta, descansaba una foto plegada de una revista que mostraba a una pechugona cantante, joven y rubia, vestida con un corpiño y tocada con un micrófono que le cubría la cabeza como a un controlador aéreo. Estaba empapada en sudor y proyectaba sexo, juventud, inocencia. También había tres paquetes de petardos Black Cat, pero ninguna nota garabateada ni ningún otro tipo de información.
Behr vio que bajo la cama se había acumulado una ligera capa de polvo que iluminó lentamente con su mini Maglite como si fuera una superficie lunar. Había un pequeño reproductor portátil y varios cedés de música pop. Eminem, Green Day, Korn; un extraño menú de tres platos. Entre el somier y el colchón, descubrió un tesoro: un cromo de béisbol de Cal Ripken, de su temporada como novato, protegida por una funda de plástico. Al no encontrar nada más, estiró la ropa de la cama intentando volver a dejarla tal como la había encontrado.
Behr se sentó en la pequeña silla del escritorio, probando su resistencia, y hojeó rápidamente los cuadernos escolares. Todos iban encabezados con: «Devolver a Jamie Gabriel, aula 102, Escuela Secundaria Johnny Fulano Kennedy». Behr hizo un esfuerzo y los repasó todos. Deberes, notas personales, listas que organizaban y reorganizaban a los diez mejores atletas profesionales en cada una de sus respectivas disciplinas y en todas ellas combinadas. Kobe Bryant enfrentado a Dwayne Wade y Derek Jeter. Behr medio sonrió al comprobar que Peyton Manning había sido tachado en dos ocasiones antes de ser ascendido a lo más alto de la lista y al ver lo que aparecía escrito en décima posición: «Tiger Wood». No había nada que indicase que el muchacho hubiera conocido a alguien nuevo o que hubiera tenido planes de verse con alguien en el momento de su desaparición.
Encendió el ordenador y revisó varios documentos que resultaron ser trabajos para la escuela sobre materias como el plancton, Paul Revere y similares. Revisó el pedazo de papel que le habían entregado los padres e inició sesión en American Online para inspeccionar la cuenta de Jamie. En la libreta de direcciones de su correo electrónico únicamente encontró nicks infantiles. Su lista de favoritos estaba compuesta por páginas de cine, música, deportes y coches. Behr no encontró ni un solo enlace a páginas peligrosas o sospechosas. Al margen del spam, no había correos nuevos, viejos ni pendientes de enviar, pues hacía tiempo que habrían sido borrados automáticamente por el servidor tras el largo período de inactividad. Behr anotó mentalmente que debía intentar acceder a los archivos del proveedor. Después cerró la sesión, apagó el ordenador y se recostó contra el respaldo de la silla. Se restregó la cara con una mano y se levantó.
Carol y Paul seguían aguardando en el pasillo. Habían permanecido allí, completamente inmóviles, los cuarenta minutos que Behr había pasado en el cuarto del chico. Al verlo salir, levantaron la mirada hacia él con expectación infantil. Behr negó con la cabeza y anotó algo en su libreta. Los tres permanecieron sin decir nada durante un incómodo momento en el reducido espacio del pasillo.
—Señor Behr… Frank… —dijo al fin Carol, en voz baja pero perfectamente audible en la torturada atmósfera del pasillo—. Quiero explicarle lo que sentíamos… lo que sentimos por nuestro hijo. Lo mucho que lo queremos…
Behr se dio cuenta de que el tiempo y el dolor no habían sido capaces de ocultar por completo su belleza, y cuando se interrumpió en seco, incapaz de continuar, sintió el impulso de ayudarla.
—No será necesario, señora —empezó a decir, en voz baja y áspera. Muy a su pesar, prosiguió—: Entiendo ligeramente cómo deben de sentirse. También yo perdí a mi hijo. Falleció cuando tenía siete años.