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Los problemas llegaban por oleadas. Frank Behr lo sabía por experiencia. Y estaba seguro de que una nueva racha se le vendría encima si aceptaba el caso del muchacho desaparecido. Era ya tarde, un buen rato después de que el hombre callado, Gabriel, se hubiera marchado y Behr hubiera terminado de inspeccionar la basura, cuando al sentarse en la butaca reclinable vio la carpeta sobre su bandeja. Su primer instinto fue dejarla donde estaba, llamar a información para solicitar el teléfono de Gabriel y decirle que volviera echando hostias a recogerla. Un hombre debería ser capaz de distinguir cuándo le han dicho que no. Sin embargo, no llamó a información.

En cambio, Behr se estiró, haciendo crujir y crepitar las rodillas y los hombros. Se puso a hacer flexiones y batalló con la idea de aceptar el caso. Entre la cuarta y la quinta tanda, se levantó de un salto y abrió el expediente policial dejado allí por Gabriel. Repasó los detalles, asintiendo para sí, sin sorprenderse ni conmoverse por lo que encontró en su interior, hasta que llegó al final de la tercera página, a la firma del oficial responsable. Incluso entonces, nueve años más tarde, la caligrafía apretada y torcida le seguía resultando familiar. James P. Pomeroy, ahora capitán Pomeroy. Había sido el teniente de Behr, su oficial al cargo, hacía mucho. Aquella firma —en sus órdenes de cambio de destino, en informes de rendimiento insuficiente, en hojas de degradación— había cambiado la vida de Behr.

Tras haber leído el expediente, no le cabía duda de que no podía llamar al padre y reprenderle por haberlo dejado allí. No podía hacer algo así. De modo que se puso un suéter gris, se anudó las zapatillas de correr y llenó una mochila de armazón de aluminio con una bolsa de veinte kilos de sal para carreteras y varios libros encuadernados en cartoné. Se abrochó la mochila, que ahora pesaba más de treinta kilos, se ajustó el cinturón alrededor de la cintura y se dirigió a Saddle Hill Road, cerca del instituto, para correr sprints.

Mientras Behr sudaba y ascendía trabajosamente la colina, su memoria regresó a los días en los que Pomeroy había sido su oficial al mando y su particular china en el zapato. A pesar de las recomendaciones en contra de numerosas personas, tenía desde hacía tiempo la costumbre de dedicar sus momentos de entrenamiento a repasar su historial. Todo el mundo, desde el psiquiatra del cuerpo hasta su ex mujer, Linda, le habían advertido de que si seguía así acabaría empantanado en el pasado. Peleando contra la quemazón del ácido láctico y engullendo oxígeno a bocanadas, Behr regresó a la época inmediatamente posterior al nacimiento de su hijo, Tim, después de que hubiera protegido al testigo del hospital y lo hubieran ascendido. Le aumentaron el sueldo y Linda comenzó a buscar una casa más grande que él sabía que todavía no se podían permitir.

No mucho después, cuando llevaba poco más de un año en su nuevo puesto, el primer compañero de Behr como inspector, Ed Polk, fue abatido. Ed estaba fuera de servicio, igual que Behr, y ni siquiera estaban juntos. Ed andaba de juerga en un club social ilegal en el que se servía alcohol. El club se hallaba en la zona norte y en aquellos tiempos, antes de que hicieran un poco de limpieza, incluso los policías fuera de servicio intentaban evitar aquella parte de la ciudad. Polk, sin embargo, estaba metido en el chanchullo de la protección y pretendía sacarle unos billetes al dueño del club cuando las palabras degeneraron en altercado y acabó recibiendo dos disparos en el pulmón con su propia pistola de refuerzo, una 380 automática que llevaba en el tobillo. No había ningún motivo por el que Behr debiera haber estado respaldándolo, pero su teniente, Pomeroy, no vio distinción alguna. Dijo, nunca de manera oficial pero sí tácita, que un policía siempre ha de guardarle las espaldas a su compañero. También era sabido, de manera no oficial pero sí tácita, que Ed Polk era el primo del teniente. Behr se convirtió en un marginado dentro del cuerpo y la situación comenzó a empeorar.

Se esforzó por alcanzar la cima de la colina por décima vez, con el sudor saltando sobre su ceño como la grasa en una sartén. Llevar a cabo un intento desesperado por resolver un caso que su antiguo jefe había sido incapaz de solucionar era únicamente uno de los motivos para no aceptarlo. El modo en que le afectaría el caso debido a su propio pasado era otro.

Había días de quietud, rachas de inercia. Fragmentos de calendario que pasaban sin que Paul sintiera que hubiera llegado a poner un pie delante del otro. La casa se había convertido en una cripta. Carol y él eran espejos que reflejaban mutuamente su pena, intensificando el dolor y la futilidad hasta que resultaban casi imposibles de soportar.

Intentaron darse un impulso positivo acudiendo a varios grupos locales de apoyo para parientes de personas desaparecidas. Los presentes se ponían en pie y hablaban de sus seres queridos (siempre en pretérito, tal como exigía la regla), relatando los detalles de sus historias particulares. Pero el objetivo no era que los demás pudieran proporcionarles ningún tipo de ayuda o información. La teoría era que, recitando los acontecimientos, uno podría llegar a adquirir poder sobre ellos. Negar la situación, aferrarse a la idea de que el ser querido iba a regresar… esas eran las nociones de las que debían desprenderse. Tras lo cual podrían comenzar el proceso de curación. Paul rápidamente pasó a temer las reuniones. Frágiles y quebradizos, como árboles muertos o lápidas, se sentaban en sótanos de iglesia que olían a cerrado y en aulas de colegios a deshoras. Se echaban café al coleto sin saborearlo, masticaban rosquillas sin paladearlas. Todo el mundo había perdido a alguien. Hijos, hijas, esposas, maridos, madres, padres. ¿Dónde estaban? Los motivos para sus desapariciones eran criminales, médicos, accidentales. Pero ¿dónde estaban? Simplemente se habían esfumado. Carol parecía sentirse mejor tras los encuentros. A lo mejor la ayudaba aquella sensación de comunidad, o a lo mejor era la obligación de hablar lo que hacía que pareciese regresar momentáneamente a la vida. Pero Paul sintió que a él le empezaban a pasar factura, notaba que su fe en el regreso de Jamie comenzaba a vacilar y eso lo alejó por completo. Dejó de asistir y regresó a la inmovilidad.

También había días de movimiento. Explosiones de actividad. El patio: segado, sembrado, regado y las malas hierbas arrancadas. Tras semanas de dejadez. El coche: limpiado, encerado y el aceite cambiado. Tras meses de acumular mugre. Comenzó a pasar tiempo fuera de casa, por egoísta que pudiera ser tal comportamiento. Al principio le sorprendió encontrar aquel instinto en sí mismo, pero decidió explotarlo y tomó por costumbre pasar más horas de las necesarias en el trabajo. Consiguió mantenerse ocupado y vender pólizas sin problema, olvidando el terrible estado de su vida real. Mientras recitaba su discurso habitual sobre la necesidad de estar preparados para lo inesperado, era capaz de leer los rostros de aquellos clientes que conocían su caso. Lo peor podía suceder. Las pólizas se vendían solas.

El aspecto más impropio de su comportamiento, Paul era consciente de ello, fue su alejamiento de Carol, pero no podía evitarlo. Con tal fin, se compró un saco de boxeo y lo colgó del techo del garaje, de modo que incluso cuando estaba en casa seguía sin estar. Comenzó a entrenar a diario, haciendo que el saco oscilara y crujiera. Se sacaba a golpes la rabia y el dolor en sesiones de una hora. En aquel saco veía las caras de atacantes anónimos, conductores borrachos, depredadores que habían llegado para llevarse a Jamie. Se desfogaba contra su falta de forma definida. La oscura piel de sus guantes quedó atravesada por franjas blancas con la sal de su sudor y se agrietó alrededor de sus puños. Al cabo de tres semanas, sintió que parte de la grasa comenzaba a desaparecer de su en otro tiempo esbelto cuerpo de ochenta y cinco kilos. Músculos olvidados regresaron muy a su pesar a la superficie. Pero sobre todo golpeaba para huir de la debilidad de su interior, una flacidez de cuya presencia era consciente y que sabía que no podría eliminar.

Behr condujo su Toronado burdeos hacia Dekuyper y la casa que en otro tiempo había sido suya. Era un barrio modesto, pero las viviendas tenían unas dimensiones cómodas. Un lugar para familias jóvenes, donde crecer y prosperar. En otro tiempo Behr había sido un rostro conocido en aquella calle. Como policía, había sido casi famoso. Todo el mundo se sentía seguro teniéndolo en el vecindario y Linda y él habían organizado muchas barbacoas. Al adentrarse en su antigua calle, vio la vieja señal de tráfico, golpeada y abollada, y su poste de hierro doblado hasta tocar el suelo, tal como llevaba desde hacía eones. Behr se retrotrajo a aquella noche de doce años atrás. Borracho y hundido en la pena, había aparcado medio fuera de sí, había sacado el bate de aluminio que guardaba en su maletero y había golpeado aquella señal hasta tirarla al suelo. Nadie se lo impidió. Los vecinos se habían limitado a guardar las distancias y a observarlo con las manos en la boca. La señal seguía sin ser reparada. Decía: POR FAVOR, CONDUZCAN CON PRECAUCIÓN, QUEREMOS A NUESTROS HIJOS. Mientras detenía el coche frente a su antigua casa, Behr se preguntó en qué habría estado pensando aquella noche. El número 72 era una vivienda de estilo colonial con un pequeño vestíbulo. Cuando era suya era blanca, pero los nuevos propietarios la habían pintado de un amarillo crema. Vio unos columpios en un extremo del patio. Behr miró la casa. Sintió el picor del sudor en la nuca. Hacía años que no pasaba por allí y no había mantenido el contacto con ninguno de los vecinos, sus viejos amigos, pero la calle seguía resultándole cercana, como si hubiera salido de allí para ir a trabajar aquella misma mañana. Notó un vacío en el estómago y que se le secaba la garganta. Su antigua vida era una reliquia. Aquel había dejado de ser su sitio.

—A la mierda —dijo en voz alta, metió la primera y se alejó del bordillo.

Carol había comenzado a pensar en su pasado la mayoría de las tardes, mientras la casa se iba hundiendo en la penumbra y ella permanecía sentada mirando la calle por la ventana. Era el único modo de escapar a la neblina de negrura que el presente había levantado en su mente. Se sentaba y escuchaba el ruido amortiguado de los puñetazos de Paul contra el saco en el garaje y recordaba sus alocadas aventuras de juventud, cuando iba a la universidad y nada tenía importancia. Había estudiado en Míchigan y tanto ella como sus amigas eran habituales del circuito local de bares. Las reinas del Spaghetti Bender. Aún era capaz de oler el serrín y las cáscaras de cacahuete que sembraban el suelo junto a la barra. Ella y sus amigas llegaban temprano, a eso de las siete y media, con sus sudaderas de los Champions y el pelo recogido en coletas, para compartir la cena entre varias, evitando así llenarse demasiado y atenuar el efecto del alcohol. A medida que los tipos de las fraternidades iban llegando, ella y su grupo comenzaban a coquetear con ellos y a sacarles consumiciones. Tras el primer par de cervezas heladas y chupitos de tequila, acompañados de sal, limón y gritos, la parte central de la noche se desdibujaba en un borrón. La música que ponían en el Bender era predecible y, para cuando le llegaba el turno a AC/DC, Carol ya estaba en órbita. Su pandilla se apoderaba de la pista de baile, con las jarras en la mano, para corear a gritos el estribillo de «You Shook Me All Night Long».

Las noches acababan a menudo en compañía de algún joven. Demasiados. En ocasiones traían consigo la promesa de una relación, otras veces no. Carol no era ningún ángel y tampoco quería serlo. Se decía a sí misma que estaba aprendiendo lo que era la vida. Sabía cosas que ningún ángel sabría. Oh, aquellos muchachos con sus bien moldeados cuerpos. Una mañana de su primer año la condujeron, de manera tan predecible como AC/DC, a una fría clínica. Había tenido un accidente, estaba bastante convencida de con quién, y necesitaba que se encargasen de ello. Le inyectaron una sonda con Valium y mientras su cabeza daba bandazos sobre la sábana acartonada, le insertaron la legra. Se preguntó en aquel momento, aquella solitaria mañana, si en el futuro, algún día, cuando estuviera preparada, Dios recordaría aquel momento; si la juzgaría indigna de ser madre. Aquello sucedió un año antes de que conociese a Paul y sentara cabeza. Antes de que la vida se volviera seria. Y ahora, sentada en la penumbra del salón, contemplaba desde otra perspectiva aquellas noches. Ahora sabía lo que habían sido y que Dios había juzgado. Habían sido noches de pecado y estaba siendo castigada por ello.

Había algo en el modo en que golpeaba. Carecía de entrenamiento. Carecía de forma. Se desplazaba alrededor del saco con los pies planos y no ponía todo el peso en los puñetazos. Pero sus golpes tenían un contenido emocional genuino y no había abandono en su rutina.

—Coloca las manos demasiado abajo. Está dejando hueco para que le respondan con un derechazo en plena mandíbula.

Paul Gabriel dejó caer las manos, rodeó el saco y vio que se trataba del detective, Behr, de pie ante la puerta abierta del garaje.

—Es lo que pasa cuando uno solo practica con el saco. El cuero no tiene tendencia a contraatacar.

Gabriel se encogió de hombros, quitándose los guantes. Lanzaba ambos puños con entrega, que era lo importante, y Behr supuso que llegado aquel punto poco debía de importarle si dejaba huecos para el contragolpe.

—Señor Behr. No esperaba volver a verlo. ¿Cómo me ha encontrado? —dijo Paul, acercándose a él.

Behr meneó la cabeza. Gabriel asintió. Una pregunta estúpida.

—Llámeme Frank. ¿Todavía está empeñado en hacer esto?

Gabriel no hizo ni dijo nada, pero todo su ser respondió afirmativamente.

—He leído el expediente. Su hijo ha muerto. Es la premisa a partir de la cual tendremos que trabajar.

Gabriel respiró hondo y se rehízo ante las diamantinas palabras.

—He estado intentando obligarme a aceptar la posibilidad. —Lo cierto era que llevaba intentando obligarse a aceptarla desde el principio, pero se había negado a hacerlo sin saber—. Mi interés reside en descubrir quién lo hizo, en saber todo lo posible al respecto. Será la única manera de que pueda llegar a hacer las paces con esta situación.

—Sin promesas. Sin garantías —dijo Behr.

—No, señor.

Se estrecharon las manos. La de Behr prácticamente envolvía por completo la mano vendada de Paul.

—Llámeme Paul.

—Paul.

—Mi esposa está dentro. Venga a conocerla.

El abandonado saco de boxeo osciló lentamente mientras las motas de polvo se iban asentando en el garaje.