42

Condujeron en silencio. La llegada del atardecer trajo al fin consigo la promesa de un aire más fresco que entraba por las ventanillas abiertas del coche. El último período de espera había transcurrido como un suplicio doloroso y casi físico, mientras se iban intercambiando una y otra vez los prismáticos, Behr intentando ver con sus propios ojos lo que había descubierto Paul y Paul intentando verlo de nuevo.

—¿Está seguro? —había preguntado Behr una y otra vez hasta que Paul dejó de responderle.

Paul, por su parte, había tenido que mantener a raya en repetidas ocasiones el impulso de echar a correr hacia aquel lugar. Confiaba en el juicio de Behr y aceptó que la puesta de sol sería su mejor momento para mover pieza.

—No podemos aparecer de la nada envueltos en una nube de polvo, no funcionaría —dijo Behr.

Así pues, utilizaron la protección de la elevación para alejarse en línea recta hasta perderla de vista y después trazaron una gran curva en dirección noroeste que les mantuvo en todo momento invisibles para el complejo. Cuando llevaban recorridos unos veinte kilómetros, viraron a la izquierda y comenzaron a buscar el camino de tierra por el que habían visto llegar a los demás vehículos.

La mente de Paul no paraba quieta y su corazón palpitaba como un martillo. Tenía mil preguntas pugnando entre sí en su cerebro y el resultado era que ninguna conseguía llegar hasta la lengua. Miró la mano izquierda de Behr, que agarraba con fuerza el volante mientras este miraba con atención más allá del parabrisas, volviéndose solo de vez en cuando para comprobar instintivamente sus coordenadas en el desierto, como un marinero veterano en aguas familiares.

—Frank —preguntó Paul finalmente, al cabo de un momento—. ¿Cómo obtuvo la contraseña?

—No tiene importancia —dijo este.

—¿No?

Los ojos de Paul seguían fijos en la muñeca izquierda de Behr, despojada ahora de su reloj. Behr se dio cuenta y cambió de mano sobre el volante.

—No tiene importancia —repitió.

El coche se hundió en un surco. Después las suspensiones hicieron su trabajo y el vehículo salió dando un brinco al camino de tierra. Había aparecido como por arte de magia; una línea que diseccionaba el erial vacío que se extendía interminable en todas direcciones. Behr giró el volante y viró a la izquierda como si estuviera entrando en el camino de su casa. Siguieron conduciendo hacia la nada hasta que pareció que continuarían así para siempre, rumbo a un vacío infinito. Y entonces, asomando por encima del desierto como antenas, vieron los postes de los proyectores. Paul tragó con fuerza. La mano de Behr se apretó sobre el volante como si pretendiera exprimirle algún tipo de elixir. A continuación apareció la verja rematada con alambre de espino y después todo el complejo. Divisaron los dos coches que habían visto llegar desde su puesto de vigilancia: la camioneta y el Cadillac Eldorado bien cuidado. Junto a la entrada apareció el guardia diurno de la puerta, tan enorme como su homólogo nocturno.

—Con suerte hablará algo de inglés y podremos utilizar la contraseña. Si no…

Paul asintió. Miró de refilón hacia el asiento trasero, donde una escopeta corredera del calibre 12 descansaba bajo una toalla de playa.

—Sonría. Ya hemos estado aquí con anterioridad.

Ponceterra entró en el cuarto en el que tenían al rubio y se quitó la chaqueta de caza mientras cerraba la puerta de un taconazo. El cuarto era al menos el doble de grande que todos los demás, y con diferencia el más agradable de todo el recinto. Estaba dejando de ganar dinero ocupándolo de aquella manera. Había sido una concesión a su corazón; una que esperaba que acabase mereciendo la pena. Notó que su reloj interno se aceleraba y se preguntó cuánto tiempo más sería capaz de seguir esperando. Miró al rubio, que dio un tímido paso hacia él. La esperanza renació en el interior de don Ramón y este notó que la boca se le humedecía con la expectación. El muchacho se dirigió hacia él. A lo mejor su paciencia había surtido efecto. Por fin el rubio se le acercaba.

¿Qué pasa? —le dijo Behr al guardia, un gigantón de ojos estrechos y suspicaces.

Buenas, señores —respondió el guardia—. ¿Qué buscan aquí?

Únicamente había abierto la puerta lo justo para salir y acercarse a la ventana del conductor.

—Ah —dijo Behr—. Quiero visitar… ¿Hablas inglés? —El guardia se encogió de hombros. Habiendo agotado prácticamente todo su español, Behr continuó en inglés—. Somos deportistas. Clientes. ¿Entiendes? Ya habíamos venido antes, nos trajeron unos amigos.

Behr extrajo su último billete de cien dólares. El guardia lo aceptó, entornando aún más los ojos, pero no les abrió la puerta. En cambio, se llevó una mano a la pistola. Era evidente que estaba preparado para la aparición de visitas inesperadas.

—Salid del puto coche —dijo, y cuando Behr dudó, le asestó una patada a la puerta.

—Tranquilo. Tranquilo, amigo —dijo Behr, abriendo lentamente la puerta del coche para salir—. Pajarito. Eso es lo que dijimos la última vez. Debería haber empezado por ahí. Pajarito. —Behr esperó a que la contraseña surtiera efecto, pero no fue el que había esperado—. ¿Algún problema? —preguntó.

Mientras hablaba, el guardia comenzó a desenfundar.

Paul vio la cachiporra que Behr estaba ocultando con su cuerpo mientras este salía del coche. Aún no había terminado de incorporarse cuando el detective la blandió y golpeó al guardia en la cara, saltándole los dientes como si fueran palomitas. El tipo retrocedió un par de pasos tambaleantes, mientras la sangre manaba abundantemente de su boca y se derramaba sobre el suelo polvoriento cerca de donde había dejado caer la pistola. La mayoría de los hombres sin experiencia en tales asuntos se habría dejado llevar por el pánico y el dolor causado por el golpe. Aquel tipo recuperó la compostura, se volvió hacia Behr y fue a por él.

«Objetivos». El ojo mental de Behr se expandió, viendo al tipo como un todo, en vez de concentrarse en alguna parte de su cuerpo en particular. Rodillas. Entrepierna. Vejiga. Cúbito. Safena. El hombre se puso a su alcance y Behr se arrojó contra él, eliminando la distancia, negándole cualquier tipo de espacio. Lanzó los dedos hacia sus ojos. No fue un golpe fuerte, pero sus puntas llegaron a tocar un globo ocular e hicieron presión. Las manos del guardia se elevaron automáticamente hacia el rostro. Behr alzó bruscamente una pierna y le dio de lleno al guardia en los testículos con la espinilla. Ahora el tipo estaba sufriendo reacciones espinales involuntarias y ni toda la práctica o entrenamiento del mundo podrían ayudarle. Doblándose por la cintura, se llevó las manos a la entrepierna y dejó la barbilla completamente desprotegida. Behr no se dejó tentar por el mentón y enterró la cachiporra en un costado del cuello del guardia, produciendo un sonido amortiguado al ir a dar contra el nervio vago. El hombre quedó inconsciente y cayó pesadamente al suelo. Behr pasó por encima de su cuerpo, lo echó rodando hacia un lado, abrió del todo la puerta de entrada y regresó al coche, donde Paul se había deslizado tras el volante.

Había llegado el momento. Todos los ruidos y pensamientos desaparecieron. Se sintió pequeño y débil y a punto de morir. Pero ya no le importaba. Al otro lado de la pequeña habitación, el Hombre Elegante farfullaba en español y sonreía. Más que cualquier otra cosa en el mundo deseaba borrar aquella sonrisa. Obligó a sus pies y a su cuerpo a desplazarse en una sola dirección. La sonrisa floreció aún más amplia en el rostro del Hombre Elegante, pero se congeló en cuanto vio lo que se le venía encima. Alzando la mano desde detrás del muslo, donde la había escondido, hundió el afilado mango de cuchara en el corazón del Hombre Elegante. O lo que habría sido el corazón si hubiera tenido un arma de verdad. En aquellas circunstancias, el mango afilado de la cuchara quedó atascado entre el hueso y los restos de músculo que cubrían el condenado órgano del Hombre Elegante. Este lanzó un agudo chillido de mujer que se disolvió entre ronquidos de dolor.

Esteban oyó el grito que surgía del interior de la habitación al fondo del pasillo y dejó por un momento lo que estaba haciendo. Se limpió las ensangrentadas manos en el frontal de los pantalones mientras recorría el pasillo a la carrera. Intentó girar el pomo y descubrió que la puerta estaba cerrada con llave.

¿Patrón? —gritó, golpeando la puerta con la palma—. ¿Patrón?

Posó una oreja contra la madera y al fin oyó la voz de don Ramón.

Está bien. Todo está tranquilo. Tranquilo… —dijo este desde el otro lado de la puerta.

¿Necesita usted algo?

No, nada —fue toda la respuesta.

Esteban esperó allí otro momento, pero al no oír nada, regresó nuevamente por el pasillo para proseguir con su labor.

Ponceterra siguió de rodillas un momento, dándose cuenta lentamente de que la hoja no lo había matado ni iba a hacerlo, que solo se trataba de una herida superficial. Se abrió la camisa para inspeccionarla mejor desgarrando el fino lino alrededor del metal incrustado. Don Ramón se levantó y sintió que una oleada de poder le recorría todo el cuerpo. Ya fuese por el hecho de haber visto su sangre o debido a su reloj interno, decidió que la espera ya se había prolongado lo suficiente. Las circunstancias le habían llevado allí aquel día. Y aquel era el día en que al fin iba a comenzar. Se quitó el pañuelo de alrededor del cuello, enredándose torpemente los dedos con el nudo debido a la excitación, y se dio cuenta de que había tenido razón, que podría vivir para siempre. «PUEDO VIVIR PARA SIEMPRE». Oyó las palabras en su cabeza. Experimentó una sensación de triunfo, confirmación, y también de deseo. Miró al rubio y no vio nada especial. El velo había caído. Después de toda su amabilidad y su paciencia, aquella era la manera en que se lo agradecía. El muchacho ya no era para él sino un pedazo de carne y había llegado el momento de comer. Don Ramón se dirigió lentamente hacia el muchacho, hablando en voz baja.

Eres mi posesión, mi tesoro. Eres mi carne

Fue entonces cuando comenzó el estruendo.

Behr sostuvo la escopeta con ambas manos y dio dos patadas contra la puerta principal, cerca de la manija. La puerta de fibra de vidrio se combó, pero no se abrió. Con otra media docena de intentos habría conseguido forzarla, pero no disponía del tiempo necesario. Tras él aguardaban el coche y, más allá, el cuerpo del guardia inmóvil. Behr enderezó la escopeta y disparó, gastando un cartucho para reventar la cerradura y varios pedazos de jamba. La puerta se abrió de par en par. Behr le tendió el arma a Paul.

—Quedan cuatro disparos… —Behr era incapaz de imaginar una situación en la que Paul fuera a tener la oportunidad de recargar—. No se olvide de los perros.

Entraron en el edificio. Behr extrajo su pistola y abrió el camino hasta llegar a un salón escrupulosamente decorado. Alguien se había esforzado por intentar crear una apariencia elegante y tradicionalmente mexicana, pero lo único que había conseguido era que resultase chabacana y cutre. Behr asintió en dirección a un pasillo flanqueado por varias puertas cerradas y Paul se dirigió hacia allí mientras Behr irrumpía en una sala de espera.

Paul abrió de un patadón la primera puerta y se tiró al suelo con intención de cubrirse. Un hombre con pistolera que ya había extraído su arma le pegó dos tiros en la espalda a un adolescente desnudo de cabellos oscuros y después volvió la pistola hacia sí mismo, descerrajándose un disparo en la sien antes de que Paul pudiera levantarse y hacerlo por él.

Behr oyó los disparos mientras atravesaba la vacía sala de espera y abría una puerta cerrada. Se encontró con una gran habitación estilo dormitorio, ocupada por tres o cuatro literas. Una cálida brisa lo recibió a través de una reja metálica recién arrancada y una ventana rota. Al asomarse al exterior, Behr pudo ver los esbeltos cuerpos de cuatro o cinco adolescentes de pelo oscuro que corrían sobre los cactus brincando de dolor, debido a que iban descalzos, y alcanzaban la puerta principal, que seguía abandonada y abierta de par en par. Los muchachos continuaron corriendo, rodeando arbustos de artemisa y hojasé, hasta perderse en la distancia.

Behr abandonó el dormitorio y regresó a la parte principal de la casa cuando, de repente, oyó a sus espaldas el chasquido de una cadena metálica seguido de un gruñido y se volvió para ver que los perros se dirigían corriendo hacia él, tropezando entre sí. Dejó que se acercaran. Con sus negros y enloquecidos ojos y los colmillos al descubierto eran el vivo retrato de la furia. Behr apuntó con su 44 hacia la boca del animal que iba en cabeza y disparó. El perro cayó sobre las patas delanteras hecho un revoltijo con la cabeza reventada debido al efecto de la munición de punta hueca. Behr oyó la palabra «mierda» por encima del pitido causado en sus oídos por el disparo. Por el rabillo del ojo, vio al hombre que había soltado a los perros darse la vuelta y echar a correr. Antes de que Behr pudiera volver a apuntar, el segundo perro saltó sobre él. El investigador alzó el antebrazo y el perro fue directamente a por él como si se tratase de un ejercicio de entrenamiento, chocando contra Behr y arrojándolo al suelo. Este notó que una descarga de dolor le recorría todo el cuerpo cuando los dientes del presa canario le atravesaron la chaqueta, la camisa y por último la piel del brazo herido. El can, una escurridiza y potente mole, meneó la cabeza de lado a lado amenazando con dislocarle el brazo. Cuando lo hubiera conseguido y el brazo dejara de presentar resistencia, Behr sabía que el perro lo soltaría para pasar a su entrepierna o su garganta y acabaría con él. Le metió el pulgar en un ojo, pero el animal le ignoró, de modo que Behr comenzó a buscar a tientas a su alrededor con la mano derecha. Se dio cuenta de que cuando el perro lo había derribado, había soltado la pistola…

Paul registró otras dos habitaciones en las que encontró camas bien hechas, alfombras baratas y lavabos de fibra de vidrio de aspecto provisional, pero ninguna persona. Después abrió la puerta del último cuarto. Un anciano delgado y descamisado se dirigió hacia él, cubierto de sangre y chillando incomprensiblemente en español. Un pedazo de metal plateado le sobresalía del pecho. Y pegado contra la pared, parcialmente oculto entre las sombras, estaba Jamie. Más alto, muy delgado y con las manos manchadas de sangre. Sus miradas se cruzaron en un microsegundo de reconocimiento, que Paul interrumpió golpeando al hombre de los gritos con la culata de la escopeta en un costado de la cabeza cuando este intentaba escapar del cuarto. El golpe contenía más de diecisiete meses de frustraciones, agonía y furia, y el hombre cayó de lado con el cráneo abierto como un melón maduro, se desplomó al suelo y no volvió a moverse. Su respiración pasó a ser un gorgoteo débil e irregular, que finalmente acabó siendo inaudible. Paul cruzó torpemente la habitación. Le pareció como si sus piernas no quisieran moverse y sus rodillas no fueran capaz de doblarse. Miró a su hijo a los ojos, turbado por el dolor que vio en ellos. Cogió a su muchacho de los hombros y los notó descarnados pero fuertes bajo sus manos. Estaba vivo. Paul abrazó a su hijo.

—Papá —dijo el muchacho. La palabra sonó amortiguada contra el pecho de Paul—. Me robaron la bici, papi…

—Jamie, chsss… —dijo Paul, después rompió el abrazo y se giró rápidamente hacia la puerta al oír que alguien entraba.

«¡Levántate! —se ordenó a sí mismo Behr—. Levántate de una puta vez, Frank». Aunque era capaz de levantar ciento ochenta kilos con facilidad y a pesar de que el perro pesaba un tercio de aquella cantidad, el hecho de tener al animal colgado del brazo cambiaba la ecuación. Behr consiguió rodar sobre una rodilla y empujar al can contra la pared. Los baratos paneles de madera se combaron y cayeron al suelo, pero el perro siguió sin soltarse. Behr intentó echar todo su peso sobre el animal con intención de aplastarlo, pero este siguió revolviéndose y zafándose sin sufrir el menor daño. Ahora Behr notó que sus pies volvían a tocar el suelo y se movían. En su cabeza apareció la improbable imagen de un saco de placaje, retrotrayéndole a sus días de jugador de fútbol universitario. Echó todo su peso hacia delante, empujando un par de pasos más, y tanto él como el perro chocaron contra un improvisado bar. A su alrededor cayó una lluvia de botellas rotas y Behr notó que unos cuantos cristales se le clavaban en la cadera. Encontró un cuello de botella con la mano libre e intentó clavárselo al perro en el vientre, pero el cristal se limitó a desmenuzarse y no consiguió penetrar el espeso pellejo del can. Finalmente, el presa canario le soltó el brazo, pero se arrojó sin dar tregua sobre su garganta. Behr bajó la barbilla. El cráneo del perro se estampó contra su mentón y a punto estuvo de noquearlo debido a la potencia del golpe. El can hundió los dientes en el pecho de Behr y se quedó allí aferrado. Behr volvió a tirarse sobre el animal, empezando a perder la esperanza. Aterrizaron nuevamente entre las botellas y los vasos rotos. También había una tabla de cortar y media docena de limas. Y un cuchillo de cocina.

La escopeta estaba donde Paul la había dejado, apoyada contra la pared, y para lo mucho que le iba a servir bien podría haber seguido en el coche, pues dirigiéndose rápidamente hacia él, con paso seguro y ligero, se acercaba un hombre nervudo con la cara y la camiseta salpicadas de sangre y los pantalones completamente pringados con la misma sustancia. Fue todo lo que Paul tuvo tiempo de asimilar antes de que el tipo lo agarrase de ambos brazos y le hiciera perder el equilibrio golpeándole en los pies. Paul cayó al suelo con fuerza sobre el hombro y las costillas y se quedó sin aliento. Un túnel de negrura lo engulló momentáneamente para después volver a abrirse frente a un doloroso destello de luz blanca.

Paul sintió que el hombre le clavaba las puntiagudas rodillas en el torso para inmovilizarlo a la vez que tiraba de él hacia arriba. Paul se resistió e intentó rodar a uno y otro lado, pero descubrió que todos y cada uno de sus movimientos quedaban anulados por el peso del hombre. Este se incorporó con una expresión violenta en el rostro que le daba un aire porcino y le asestó a Paul un puñetazo en la barbilla. Un ligero desplazamiento de cabeza en el último momento fue lo único que le salvó de terminar con la mandíbula rota. En cualquier caso, recibió igualmente el puñetazo, su cabeza rebotó contra el suelo debido al impacto y su visión volvió a vacilar. El hombre le puso un antebrazo sobre la tráquea, comenzó a presionar y Paul se dio cuenta de que se estaba asfixiando. También descubrió que era completamente incapaz de moverse, como si un torno lo tuviera aprisionado contra el suelo. Por el rabillo del ojo vio que Jamie le daba patadas en el costado a su atacante, pero sin efecto.

—Huye, Jamie —dijo Paul.

O al menos esperó haber sido capaz de decirlo en voz alta, mientras notaba que las fuerzas le iban abandonando y que su visión se oscurecía una vez más. Se dio cuenta de que la inconsciencia y la muerte se cernían sobre él. Alzó bruscamente la cadera y arañó desesperadamente, pero todo fue inútil. Entonces oyó un golpe sordo que se repitió una segunda y por último una tercera vez. Más que oírlo, lo notó: una vibración grave que recorrió al hombre que lo estaba matando hasta llegar a su cuerpo. El hombre se relajó y su cuerpo, convertido ahora en peso muerto, se desplomó sobre Paul. Este tomó una enorme bocanada de aire y después, con gran esfuerzo, se quitó al tipo de encima y alzó la mirada para encontrarse a Víctor, allí de pie, cubierto de sangre.

—¿Víctor?

Este sostenía la escopeta entre sus manos ensangrentadas, en las que parecían faltarle un par de dedos.

Necesito esto —dijo Víctor a través de varios dientes rotos, mostrándole la escopeta.

Paul asintió, cogió a Jamie del brazo y salió del cuarto. Víctor, recostándose sobre el hombre caído, cerró la puerta.

En el estrecho pasillo, Paul y Jamie se encontraron con Behr, sangrando y con los ojos como platos.

—Dios mío —dijo Behr al ver al muchacho cuyo rostro había estudiado un millar de veces en las fotos—. ¿Está…?

—Nos vamos de aquí, Jamie —dijo Paul—. ¿Puedes andar?

—Sí —respondió el muchacho.

—¿Y usted, Frank?

—Sígame —dijo Behr, recuperando la compostura y alzando su pistola.

Lo siguieron pasillo abajo y a través de la carnicería en que se había convertido la casa. En el salón principal los muebles estaban volcados y rotos. El olor a pólvora y el espeso hedor cobrizo de la sangre dominaban la atmósfera. Había cuerpos. Paul vio dos perros muertos tirados en extremos opuestos de la sala. Encontraron a un último guardia, que estaba ocupado robando los contenidos de una caja de seguridad. Podría haber sido el guardia nocturno de la puerta, aunque ni Behr ni Paul pudieron estar seguros, ya que únicamente le habían visto a través de los prismáticos. Behr le apuntó con la pistola. El hombre levantó la mirada y salió corriendo por una puerta trasera nada más verles.

Cuando llegaron junto al coche, el sonido de un disparo de escopeta les llegó desde el interior, seguido de un segundo. Behr miró a Paul y agarró su pistola.

—Víctor —dijo Paul.

—¿Víctor?

Jamie se deslizó sobre el asiento trasero y Behr se dejó caer pesadamente sobre el del pasajero. Paul puso en marcha el motor del coche. Esperaba que el impacto de una bala disparada por algún guardia al que no hubieran visto aún le volara la cabeza de un momento a otro.

—Agáchate —le dijo a Jamie, que obedeció echándose sobre el suelo del coche.

Behr también se agachó, pero para quitarse un zapato y un calcetín, que utilizó para presionar una de sus heridas. Paul salió marcha atrás por la puerta, que seguía abierta y abandonada. Nadie disparó. Paul se esforzó por controlar su respiración, notando que los costados se le estremecían en busca de oxígeno, sobrecargados con adrenalina. Reunió saliva en la boca y escupió por la ventana, sin levantar en ningún momento el pie del acelerador. Las lágrimas resbalaron por su cara.

—Jamie, levántate. Necesito verte.

Su hijo, por imposible que fuese, apareció en el espejo retrovisor. A Paul se le ocurrió por un momento que en realidad le habían disparado allí dentro, en la casa; que estaba agonizando y aquella era la fantasía mental en la que había ido a refugiarse en el momento de su muerte. Pero el momento siguió prolongándose más y más. Paul recobró el control del coche. Jamie estaba realmente allí. Paul pensó en Carol, esperándole en casa, esperándoles. En su mente ardía una imagen, la del rostro de su esposa, volviendo a resplandecer con una luz que ahora le costaba recordar, en el preciso instante en que viese de nuevo a su hijo. Paul echó una mano hacia atrás y Jamie se la apretó.

El camino de tierra dio paso a uno de gravilla, hasta que finalmente volvieron a encontrarse sobre asfalto y se incorporaron a la carretera principal, uniéndose a otros coches y grandes camiones que se dirigían al norte. El viento mexicano soplaba a través de las ventanillas abiertas. Se cruzaron con un cordón de vehículos de los federales que se dirigían a toda velocidad hacia el sur, atravesando la noche con sus luces y sirenas. Paul vislumbró a Jamie en el asiento trasero, mirando por la ventana, con una expresión de vacío e incomprensión en el joven rostro. Utilizaron unas camisetas sucias y la poca agua que quedaba en el culo de las botellas para limpiarse. Behr se envolvió el brazo desgarrado con una camisa. Siguieron conduciendo, oteando a través de las ventanas y mirándose unos a otros. Ya no tardarían mucho. Pronto llegarían a la frontera.

Para los desaparecidos y aquellos que los esperan