El Eldorado de Ponceterra atravesó la puerta envuelto en una nube de polvo creada por él mismo. Para cuando don Ramón salió del vehículo, Paco había vuelto a cerrar la puerta. Ponceterra examinó la atmósfera del complejo. «¿Hay algo distinto hoy?», se preguntó.
—Buenas tardes, patrón —dijo Paco.
Ponceterra lo ignoró y se dirigió hacia el edificio principal, dándole vueltas a las dos cosas que ocupaban su mente: si Esteban había tenido éxito y el rubio. Había estado limitando sus visitas, manteniéndose alejado para no forzarle en exceso, pero se preguntó si no debería pasarse a verlo aquel día. A lo mejor la espera y los cuidadosos camelos habrían bastado para que el muchacho se entregase al fin. Y entonces pensó en el proyecto de Esteban: los güeros. ¿Eran tan solo nuevos clientes o podían suponer algún problema? Sus hombres tenían instrucciones meticulosas que les permitían evitar al tipo de cliente equivocado. Y sabían que el castigo por no seguir dichas instrucciones era extremadamente severo.
De repente don Ramón se detuvo en seco. ¿Por qué no curarse en salud y cambiar de contraseña aquel mismo día? Llamó a Paco.
—A partir de hoy tenemos una nueva contraseña. —Después se la dijo en voz baja—. Haz que lo sepan en la ciudad.
—Sí, jefe —asintió Paco.
Don Ramón entró en la casa. Las luces estaban apagadas y todo se encontraba en calma, tal como seguiría durante otras dos horas al menos. Al verlo llegar, el gordo Miguel se levantó de un salto del sofá en el que estaba echado, tirando al suelo la revista que había estado leyendo.
—¿Esteban? —exigió don Ramón.
—En la oficina —dijo el gordo Miguel, agachándose para recoger su revista.
Ponceterra abrió la puerta de la oficina para encontrar a Esteban en plena faena con el joven de la ciudad. El muchacho estaba sentado en el suelo, apoyado contra la pared con la cabeza gacha, el pelo y el rostro un revoltijo de sudor y sangre. Esteban se volvió hacia él. La expresión en su rostro era la de un carnicero paciente.
—¿Qué pasó? —preguntó Ponceterra.
—Un ratito.
Cuatro hombres en el complejo siempre habían bastado. El control de los muchachos era sencillo y ningún cliente les había dado nunca el más mínimo problema. Además, por supuesto, estaban los perros. Pero ver aquella muestra de violencia frente a él hizo que le surgieran dudas.
—¿Todos saben…? —comenzó, preguntando si los guardias sabían que debían mantenerse alerta.
—Sí, patrón.
Esteban se volvió ligeramente, impaciente por seguir con su labor.
Ponceterra vio que Esteban lo tenía todo controlado. La policía se mantendría alejada de allí, tal como habían acordado, y en el raro supuesto de que los güeros que habían estado preguntando encontrasen el rancho, sus hombres estaban preparados para recibirles debidamente. Más allá de eso, sabía que Esteban averiguaría quiénes eran aquellos hombres, incluso aunque nunca llegaran hasta allí. Y sabía que los cazaría. Seguiría su pista por carretera, río o terreno montañoso, más allá de la frontera en caso de ser necesario, hasta matarlos en sus camas si don Ramón así se lo ordenaba. Asintió en dirección a Esteban para que este prosiguiera y cerró la puerta. Esperaría en el rancho hasta que Esteban hubiera terminado, pero entonces sintió la atracción del cuarto al final del pasillo. «Quizá solo una visita corta, un ratito tranquilo los dos juntos —pensó don Ramón—. Ya que estoy aquí».
Los gritos se habían detenido y el silencio le resultó más horrible incluso que el ruido. Aferró su arma, frotando el filo con más rapidez contra el hormigón. Entonces oyó ruido de pasos y se detuvo. Se levantó y miró la afilada punta que había creado. Parecía que se le había acabado el tiempo. Tendría que bastarle tal como estaba.