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Paul circunvaló la ciudad y el tráfico vespertino, siguiendo County Line hasta llegar a Mitchner. Indianápolis se hallaba únicamente a un par de horas en coche de la universidad en la que tanto él como Carol habían estudiado y a la misma distancia del pueblo donde se habían criado. Paul se sintió atraído a la ciudad por sus numerosos parques tecnológicos y empresariales, repletos de empresas y ejecutivos a los que podría venderles seguros. En aquel momento, la oportunidad de comprar una casa en una calle flanqueada por árboles le había parecido un bonito extra. Ahora se dirigía hacia el sur por Warren, aproximándose al barrio de Windemere Homes, y las calles llevaban varios minutos volviéndose cada vez más grises. Era un lugar en el que los jardines no estaban bien cuidados en verano, y mucho menos en pleno invierno. Los arbustos brillaban por su ausencia. La mayoría de las casas se habían adherido al plan de «Todavía aguanta un año más» en lo que a la pintura se refería. A pesar de que la dirección le quedaba bastante lejos, Paul había decidido presentarse allí sin llamar primero. No se veía con ánimos de contar toda la historia por teléfono, y de aquella manera, si cambiaba de opinión en algún momento, simplemente podía seguir conduciendo.

Miró de reojo la copia del expediente de Jamie que descansaba sobre el asiento del pasajero. Revisó la gastada tarjeta de visita, sosteniéndola en la mano derecha mientras conducía. Frank Behr, el nombre del investigador, le había resultado familiar, pero no había conseguido recordar por qué, de modo que lo buscó en Google. Lo que obtuvo fue una historia que recordaba haber leído hacía bastantes años.

Un nombre llamado Herb Bonnet, que trabajaba en una compañía de transportes, había averiguado que los dueños de la empresa contrabandeaban con equipo agrícola robado y blanqueaban dinero. Bonnet acudió a la policía, y cuando los dueños fueron arrestados y se supo que Bonnet iba a testificar, recibió una soberana paliza a manos de dos atacantes anónimos. Fue como algo salido de una película. A pesar de que tuvo que pasarse una semana en el hospital, Bonnet no renunció a su empeño de hablar ante el tribunal. Una tarde, mientras hacía guardia ante la habitación de Bonnet, el agente Frank Behr echó un vistazo hacia el otro extremo del pasillo a través de una puerta con paneles de cristal. Un hombre vestido con una guerrera negra se dirigía hacia él con un aspecto «completamente fuera de lugar», según declararía posteriormente Behr.

El agente se levantó de un salto y empujó la puerta batiente para golpear con ella al hombre de la guerrera negra, que resultó ser un pistolero que había acudido para deshacerse de Bonnet. El agente Behr lo estampó contra la pared, derribando un carrito de productos de limpieza, mientras el hombre extraía un 38 con la culata envuelta en cinta aislante. El agente Behr lo desarmó y lo redujo a la fuerza. El pistolero, un pariente lejano de uno de los dueños de la empresa de transportes que había recibido diez mil dólares a cambio de matar a Bonnet, acabó con una muñeca rota. El agente Behr se convirtió en un héroe local tras el incidente. Hubo distinciones. Fue ascendido de agente de paisano a inspector uniformado.

Un policía condecorado, incluso aunque hubiese sido hacía más de una década, parecía merecer la pena el trayecto. Una hilera de edificios de cemento de dos pisos y fachadas grises pasaron junto a la ventanilla de Paul; los coches aparcados en las calles parecían llevar algún tiempo sin haber sido arrancados. Redujo la marcha del Buick y comenzó a otear las direcciones de los edificios bajos que parecían casas prefabricadas alzadas sobre cimientos de hormigón.

Paul echó el vehículo a un lado, aparcó y salió del coche llevando consigo la carpeta del expediente. El número 642 era o una oficina deprimente o una residencia familiar más deprimente aún. Un volquete pasó junto a él pillando un bache y produciendo un sonido similar al de una explosión. El camión dejó a Paul envuelto en un torbellino de polvo de gravilla y humo de tubo de escape que se dispersaron para revelar a un mendigo que, arrodillado, escarbaba entre varias bolsas de basura sobre un parterre de tierra y hierba quemada frente al 642. Media pizza, granos de café, huesos de chuleta en descomposición y un tarro roto que apestaba a mayonesa rancia rodeaban al hombre. Paul pudo olerlo a cinco metros de distancia. Pasó junto al mendigo, se dirigió hacia la puerta y llamó repetidas veces, sin obtener respuesta. Fue repentinamente consciente del inconveniente de presentarse sin cita previa mientras se volvía en busca de alguna otra entrada. No vio ninguna y se planteó regresar al coche.

—¿Busca a alguien? —preguntó el mendigo desde el suelo en un tono de voz perfectamente claro.

Paul se volvió a contemplarlo.

—A Frank Behr. ¿Sabe dónde podría encontrarlo?

El hombre se puso pesadamente en pie, lo cual le llevó un buen rato debido a su gran envergadura. También era sumamente anguloso en todas partes, de las manos y los hombros a la mandíbula. Tenía el rostro ligeramente rubicundo y un poblado bigote. El puente de su nariz revelaba que había llevado casco de jugador de fútbol durante varios años de su vida.

—Soy yo. ¿Quién es usted?

Paul experimentó un momento de algo más que sorpresa.

—Paul Gabriel, puede que estuviera interesado en contratar a… en contratarle.

Behr se echó al hombro una pesada bolsa de basura y señaló una segunda mediante un gesto.

—¿Le importa echarme una mano con esto? Entremos y hablaremos.

—¿Quiere meter la basura en casa?

Behr se encogió de hombros. Paul alzó la bolsa y ambos se encaminaron hacia la puerta.

La casa era a la vez despacho y vivienda del investigador, y tenía todo el encanto de la sala de espera de un taller mecánico. Una butaca reclinable forrada con tela escocesa y una bandeja llena de botellas vacías descansaban muy cerca del televisor. La disposición propia de un hombre al que le gusta ver deportes y beber cerveza. Al otro extremo de la estancia, una mesa atestada con un viejo ordenador, teléfono y fax, una baqueteada silla de oficina y un abarrotado archivador daban la impresión de que a Behr le gustaba su trabajo, pero no había tenido demasiadas oportunidades de ejercerlo últimamente.

Behr dejó la bolsa de basura en el suelo y Paul hizo lo propio. El investigador le hizo a Paul una seña para que se sentara y salió de la habitación. Un momento más tarde regresó con dos latas de refresco.

—¿Qué es todo esto? Si no le importa que se lo pregunte.

El olor a leche cortada y atún de lata empezaba a impregnar la habitación. Behr le tendió una lata a Paul.

—Arqueología de la basura. Es de Derek Freeman.

—¿El jugador de los Pacers?

—Sí, el delantero centro. Un tipo que conozco me la ha conseguido a cambio de veinte dólares.

—Debe de ser usted todo un fan.

Behr observó a Paul con un apenas perceptible destello de humor en la mirada. No era un caso confidencial. Decidió explicarse:

—He sido contratado por el Tribune. Freeman los ha demandado por libelo tras haber publicado que estaba teniendo una aventura. Uno puede averiguar muchísimas cosas a partir de la basura de una persona. Recibos, frascos de medicamentos vacíos. Papeles descartados. Resguardos de apuestas. Facturas telefónicas. ADN ajeno en bastoncillos. Condones… a pesar de que su mujer toma la píldora. En el periódico esperan que sea capaz de demostrar su historia. Al menos lo suficiente como para que el asunto no llegue a juicio. Y lo haré.

Behr se encogió de hombros y tiró de la anilla de su lata. Si se sentía avergonzado en lo más mínimo por tener que dedicarse a rebuscar entre la basura, no lo parecía. Mientras Behr se bebía la mitad de su refresco, Paul se percató de que la mano del tipo era del tamaño de un ladrillo.

—¿Qué puedo hacer por usted?

Paul jugueteó con su lata y respiró hondo.

—Creo que necesito… necesito un detective. Mi hijo. Tiene doce años. Tenía doce y medio. Ahora tendrá casi catorce. Lleva un año y dos meses desaparecido.

Una sombra cubrió el semblante de Behr y pareció apoderarse de la habitación, como si un eclipse estuviera cubriendo el cielo en el exterior.

—¿Desaparecido?

—Salió a repartir periódicos a finales de octubre del año pasado. Nunca regresó.

—¿La policía?

—Acudimos a ellos, por supuesto.

Paul alzó la carpeta del expediente a modo de explicación.

—Por supuesto. Alertas ámbar. Una búsqueda por el vecindario. Avisos a los refugios para jóvenes sin hogar. Después, retirada de todos los agentes asignados al caso. Uno no sabe si son incompetentes o es que no les importa.

Paul se sintió ligeramente desconcertado ante la franqueza de aquel hombre y volvió a dejar la carpeta en su regazo.

—Todo lo anterior.

Behr se recostó en su silla y pensó.

—Más de un año. El rastro se habrá enfriado. Y estamos hablando de un frío glacial.

Paul guardó silencio. Echó un vistazo a su alrededor. Las estanterías estaban repletas con volúmenes de ensayo en cartoné. Un expositor de cristal contenía varios rifles. Placas relacionadas con los cuerpos de la ley colgaban de un tabique cerca de la mesa. Eran premios por servicios a la comunidad, distinción en el cumplimiento del deber. Las fechas terminaban varios años atrás.

Behr lo miró fijamente y Paul salió de su ensoñación para ir al grano:

—Me gustaría que alguien lo investigara. Viene usted recomendado.

—No puedo hacerlo.

—¿Por qué?

—La policía no es incompetente y sí que les importa. Hay una posibilidad entre un millar de averiguar algo… e incluso en ese caso no le gustaría el resultado.

Paul no pudo evitar experimentar una ridícula sensación de rechazo y de repentina desesperación, un vertiginoso vórtice de indefensión que lo amenazaba.

—Pero… —Señaló con un gesto las bolsas de basura en el suelo de la habitación—. No puede estar tan ocupado.

—No se trata de eso —medio ladró Behr. Algo cercano a la rabia asomó a su voz por un instante, después desapareció—. Escuche, ¿qué tal lo está llevando su mujer?

—Bueno, a su manera, supongo… pero mal. Muy mal.

Behr asintió con conocimiento de causa.

—¿Qué otra manera hay?

Se impuso el silencio y ninguno de los dos pareció dispuesto a romperlo durante un largo rato, después Behr habló de nuevo.

—Sería muy caro, ¿sabe usted? No solo las horas, sino también los gastos. Y requeriría mucho tiempo.

Paul se encogió de hombros.

—Ya veo. Están dispuestos a pagar. Todo lo que tienen.

—Eso es.

—Vender la casa. Deshacerse de todo.

—Sí.

—Pero incluso entonces… Mire, señor Gabriel, para la mayoría de las personas la esperanza es algo hermoso. Para usted y para su esposa es un peligro. No quiero hacerles pasar por más sufrimientos de los que ya han padecido.

Paul se puso en pie.

—Nada podría ser peor que el no saber. Ni siquiera… Nada.

Behr pareció entenderlo, pero apartó la mirada.

—Lo siento, amigo. No puedo hacerlo. Hay investigadores de sobra y estoy seguro de que encontrarán a uno bueno. Ahora tengo que seguir rebuscando entre la basura.

Paul dejó su lata de refresco sin abrir sobre la bandeja junto al televisor y se dirigió a la puerta.

Behr se arrodilló en el suelo y siguió con su labor, sin darse cuenta de que bajo la lata descansaba una carpeta de color marrón.