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Cuando la oscuridad se desvanece, junto al frío de la noche, y todo se espesa con el calor y el silencio, como ahora, sueña con tocar la cara de su madre. Ya ni siquiera está seguro de cuántos años tiene. Ha pasado mucho tiempo. Su cumpleaños también. Al menos uno de ellos, de eso está seguro. Pero recuerda bien el rostro de su madre. La piel suave y fina de sus mejillas… los pequeños semicírculos bajo los ojos… el tacto de los labios carnosos bajo la punta de sus dedos… sus frentes entrechocando como cuando era niño, una manera en código de expresar su amor cuando pasó a considerar que había crecido demasiado para verbalizarlo. Es un sueño de paz más allá de su alcance. El sueño lo visita casi cada vez que duerme. Lo persigue y le impulsa a intentar escapar. A pesar de que no sabe dónde está… solo que le parece que puede que se llame «Cuánto Tiempo», pues esas son las palabras que oye más a menudo. Y a pesar de que no sabe lo lejos que se encuentra de cualquier otro sitio, sabe que en cualquier caso la distancia es grande. Le han quitado los zapatos. Es lo que hacen habitualmente. Durante mucho tiempo le han dejado tranquilo, pero percibe que eso es algo que va a cambiar. Ahora las visitas de los guardias son más frecuentes, las comprobaciones que hacen de su estado más concienzudas. Durante una temporada le dieron más comida y una Coca-Cola de vez en cuando, pero últimamente ya no. Mira por la ventana y ve los cactus. Plantas chatas con cantidad de espinas que relucen bajo el sol rodean el edificio en todas direcciones hasta donde le alcanza la vista. De vez en cuando ve a otros chavales. Y después deja de verlos y sabe que han muerto. Como aquel que vino con él en el falso fondo de la furgoneta, ambos con las cabezas tapadas por un saco. Chris Nosecuantos. Le dijo su apellido, pero ya no consigue recordarlo. Solo recuerda el momento en el que supo que Chris Nosecuantos había muerto, el peso inerte sobre su cuerpo, el olor que iba acumulándose en el reducido espacio mientras la furgoneta seguía su camino.