Llevaban allí más de la mitad de la noche cuando Behr dijo:
—Tenemos un par de opciones que debo plantearle.
—De acuerdo.
—Podemos volver a Estados Unidos y notificárselo a las fuerzas del orden, a ver qué tienen que decir. Simple y llanamente, es la opción más segura, y el honor me obliga a recomendársela.
—Ajá —dijo Paul, pero le preocupaba el tiempo que podrían tardar en involucrar a las autoridades norteamericanas.
Se sentía como si abandonar aquel lugar, incluso apartar la mirada por un momento, fuera a hacer que el complejo desapareciera como un espejismo, y le daba miedo arriesgarse a tal posibilidad.
—Podríamos volver a la ciudad y avisar a la policía mexicana —prosiguió Behr—, pero no sabemos con seguridad qué cojones está sucediendo ahí abajo. Hemos encontrado restos humanos, pero en otro lugar. Y ni siquiera sabemos a quién pertenecen. Es evidente que aquí los sobornos corren a diestro y siniestro. Si los responsables oyen hablar de nosotros, harán que nos arresten o nos maten, o bien trasladarán o matarán a todas las personas que haya en el complejo y lo quemarán hasta los cimientos. —Sus palabras quedaron suspendidas en el aire por un momento, mientras a su alrededor la luz pasaba del morado al gris con la proximidad del alba—. Puede que sea un buen momento para replegarse y buscar ayuda profesional.
—¿Más detectives?
—Seguridad privada. Tengo contactos, pero, una vez más, tardaríamos algún tiempo.
—Y yo me he quedado sin dinero.
Siguieron observando.
—¿O? —dijo Paul.
Durante un largo rato Behr fue incapaz de responder. En su mente no hacía más que darle vueltas a la noción del gran error. Bastaba uno en la vida para arruinar a un hombre, y él parecía ir sobrado de ellos. El primero había destruido a su hijo; el segundo su carrera. No habían sido los únicos. Y ahora estaba a punto de cometer otro que probablemente acabaría con la muerte de su cliente y la suya propia. Pero mientras observaba el complejo que se extendía frente a ellos, supo que allí habían tenido lugar sucesos inenarrables, que llevaba habitando un mundo inenarrable desde el momento en que aceptó aquel caso y que era incapaz de seguir viviendo un día más sin hacer algo por cambiarlo.
—Podemos intentar entrar y averiguar la verdad por nuestra cuenta y riesgo —dijo Behr—. Hemos confirmado la presencia de cuatro guardias. Perros. La única vía de acceso implica atravesar una extensión completamente desguarnecida. Tendríamos que entrar por la puerta principal. Podría intentarlo solo, pero sería una insensatez.
Behr guardó silencio.
Paul se sintió incapaz de responder. Una oleada de pánico le golpeó en el abdomen, provocándole sudores a la vez que un escalofrío. Era el miedo a lo que podría suceder allá abajo, miedo a no regresar y miedo ante el miedo que percibía en Behr. Paul notó que se quedaba sin aire y se dio la vuelta para tumbarse de espaldas, tragándolo a bocanadas, como si pretendiera devorar el frío cielo nocturno. Recordó su último desayuno en casa, la última noche que había pasado con Carol y cómo había aportado esperanza a su regreso, con respuestas o sin ellas.
Paul notó que Behr lo estaba observando, pero el detective no dijo nada y al cabo de un rato volvió a desviar la mirada hacia abajo, hacia lo que tenían enfrente. Paul se encontraba completamente fuera de lugar, allí en el desierto. Carecía por completo de la preparación necesaria para lo que acababa de plantearle Behr. En otro tiempo había considerado su existencia un paquete cuidadosamente envuelto. Después vio cómo el paquete explotaba. Ahora sabía que la vida nunca había sido la cosa ordenada y limpia que él había imaginado, sino que simplemente se había empeñado en verla así. Hasta que aprendió que lo horrible podía suceder y que, cuando eso pasaba, todavía podían ocurrir cosas más horribles aún. Pero cuando el poder que dirigía el universo decidió postrarle, había extendido su dedo y lo había tocado, lo había escogido y había intimado con él. Paul comprendió entonces que incluso si su existencia había pasado a ser inextricable e informe, seguía siendo una vida y era valiosa. Ahora sabía que cualquier cosa era posible. Quizás hasta sobrevivir.
—Tenemos que decírselo al FBI, tiene usted razón —dijo Paul, dejando que sus palabras flotaran hasta perderse en la oscuridad—. Pero después. Si mi hijo está pudriéndose ahí atrás en el desierto, no puedo marcharme sin antes saberlo con total seguridad. Tengo que entrar ahí, Frank. Tengo que hacerlo. Pero no puedo pedirle que me acompañe. No puedo.
—Lo haremos juntos —dijo Behr sin dilación—. Usted quédese aquí vigilando. Será mejor que intente averiguar esa contraseña —añadió poniéndose en pie.
Poco después de las tres, los proyectores del complejo se apagaron y toda la cuenca frente a Paul quedó sumida en la más densa y absoluta negrura. Momentos más tarde, el generador se apagó y el silencio se unió a la oscuridad en un coro que hizo que Paul se sintiera completamente aislado en lo alto de la desnuda colina. No tenía noción alguna de dónde se encontraba. Habría sido completamente incapaz de localizarse en un mapa. Su único lazo con la civilización, con la vida, era Behr, y tampoco tenía garantía alguna de su regreso. Notó que el corazón le palpitaba con fuerza contra la tierra bajo su cuerpo, escasa prueba de su existencia. Había viajado más allá de su condición terrenal. Se hallaba cara a cara con el olvido. Solo el hábito de la lógica sugería débilmente que la mañana pudiera llegar algún día.
Behr escudriñó a través del parabrisas cubierto de polvo mientras las chicas salían del híbrido entre caravana y casa de adobe en grupos de dos y de tres. Casi una docena se dirigieron hacia una maltrecha camioneta que rápidamente desapareció con ellas. Otro par bajó caminando por la carretera para perderse en la noche, quizá rumbo a una parada de autobús, supuso Behr. Las luces se fueron apagando de un extremo al otro del edificio, hasta que solo quedó una encendida. Debía de ser la de la cocina, pensó Behr, basándose en la disposición de la mayoría de las caravanas en las que había estado. La puerta se abrió y una mujer pequeña y delgada, mayor que las demás, salió a fumarse un cigarrillo. Fue entonces cuando Behr salió de su coche.
Era la mujer a la que Víctor había llamado Marta, aquella a la que había oído nombrar el rancho de los caballitos. Marta se asustó al verlo surgir de entre las tinieblas en dirección al débil anillo de luz de la caravana, pero lo ocultó rápidamente y bien.
—Buenas —dijo Behr.
—Hemos cerrado. Closed. Las chicas se han ido a casa.
Si le recordaba de su última visita, estaba intentando disimularlo. Pero Behr era consciente de que ella sabía quién era. Tenía un brillo de pétrea inteligencia en sus negros ojos. Fue algo que le impresionó durante su primera visita y precisamente lo que le había dado esperanzas para regresar.
—No he venido por eso, Marta.
—No hablo…
—Sí que hablas.
—Es tarde. Me voy a la cama.
—Espera. Acábate el cigarrillo.
Marta alzó la mirada hacia él con expresión maliciosa. Behr supuso que en aquel momento acababa de pasar a encarnar a todos los hombres que se habían aprovechado de ella cuando era joven y que ahora hacían lo propio con las chicas a su cargo.
—¿Qué quieres?
—Necesito la contraseña para entrar al rancho —dijo.
Ahora Marta le estaba mirando con furia. Behr vio genuino temor por detrás de la expresión que intentaba enmascarar con la rabia.
—Te están buscando —dijo—. Te van a matar.
—¿Quién?
Marta chasqueó los dientes profiriendo un sonido con el que le indicó que preferiría morir antes que responderle a aquello.
—Entonces dime la contraseña.
—No.
Hubo un momento de silencio.
—Entra —ofreció Marta.
—No, gracias —dijo Behr. La mujer medía metro cincuenta, pero Behr era reacio a compartir con ella un espacio en el que sin duda tenía guardada alguna arma—. Nadie se enterará de que fuiste tú —continuó—. Más personas deben conocerla. Muchas más.
—Pídesela a ellas —dijo Marta.
—Te la estoy pidiendo a ti.
—Aquí nada es gratis, ¿lo sabes?
—Lo sé. —Behr escarbó en la tierra con la punta del pie—. Me queda muy poco dinero para pagarte y supongo que no aceptarás tarjetas.
Marta se cuadró ante él para la negociación. Behr la miró. Ella arrojó a un lado el cigarrillo y cruzó los brazos. Sus duros ojos brillaban fríos y negros como la noche.