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Don Ramón Ponceterra estaba tumbado junto a su mujer en la gran cama de madera tallada a mano que pertenecía a su familia desde hacía generaciones. Aunque el aire era fresco y la cama blanda, y a pesar de que don Ramón experimentaba el sosiego de todos los ancestros que habían reposado en ella antes que él, no tenía ni pizca de sueño. Pensó en su padre, la severa presencia que había moldeado su vida, en gran medida en el interior de aquella misma cama. Había noches, cuando su madre dejaba la finca para ir a la ciudad, en las que el señor Ponceterra convocaba al joven Ramón a su dormitorio en penumbra. «Hay cosas que debes aprender, mijo, para poder llegar a ser un hombre», le decía, agarrando con sus rudas manos el camisón del niño. Pero Ponceterra se había hecho hombre y había levantado un mundo propio a su alrededor, como todos los hombres deben hacer.

Tras haber recibido otro par de informes, aquella noche había consultado a sus soplones en la ciudad. Estos preguntaron en varios burdeles y averiguaron que, efectivamente, dos güeros ligeramente distintos a los demás se habían estado dejando ver, gastando dinero y curioseando, pero sin llegar a contratar servicios en ninguna ocasión, al menos que se supiera por el momento. No es que aquello fuera inaudito, pero sí inusual, de modo que don Ramón había comenzado a preocuparse. Supo que habían repartido billetes a diestro y siniestro y que también habían pagado con efectivo en el motel. Y a pesar de que ahora parecían haberse marchado, don Ramón no se iba a limitar a asumir que fuera cierto. Al margen de aquello, no había obtenido más información fidedigna. Solo que habían sido vistos en compañía de un joven local llamado Víctor Colón. Don Ramón le había pedido a Esteban que intentara encontrar a Víctor, para ver si tenía algo que aportar al respecto. Esteban aún no había dado con él, pero lo haría. Siempre lo hacía. Nunca había decepcionado a Ponceterra. Aquel pensamiento le relajó. Escuchó la respiración regular e inocente de su esposa y finalmente el peso del día desapareció, y don Ramón comenzó a deslizarse a su vez hacia el territorio del sueño.