Los faros iluminaban lo que parecía un paisaje lunar. La inhóspita tierra del desierto, convertida en polvo reseco por la acción del sol diurno, se levantaba llenando la atmósfera del coche. Habían regresado a la ciudad, incómodos y alerta en la caja de la camioneta de Ernesto. Después recogieron el coche de Behr y siguieron a Ernesto internándose en la noche. Condujeron un largo rato desierto adentro, más allá de todo tipo de caminos, asfaltados o no, poniendo según sus cálculos rumbo al sudoeste del lugar que habían visitado anteriormente. Pasaron junto a gigantescos saguaros que se alzaban silenciosos como ominosos centinelas y vieron el fugaz paso de una liebre, pintada de blanco por sus faros. Finalmente la camioneta que iba delante de ellos redujo la velocidad y apagó las luces. Frank imitó a Ernesto y continuó siguiéndole lentamente, abriéndose camino entre la oscuridad durante casi un kilómetro más. Sus ojos se adaptaron a la noche y al cabo de un rato ambos vehículos se detuvieron por completo junto a lo que resultó ser un torrentuelo. Una elevación de piedras y arena que se alzaba a unos doscientos metros por delante de ellos impedía ver más allá. Los cuatro hombres bajaron de los vehículos. Ninguno parecía tener ganas de hablar.
—¿Y bien? —tanteó Paul.
—Al otro lado de esa colina —dijo Ernesto, señalando la elevación—. El rancho de los caballitos.
Algo en aquella frase le resultó familiar a Behr.
—¿Al otro lado de la colina? ¿Y ya está? —preguntó—. Llévanos hasta allí.
—Oye, pendejo, vosotros solo estáis de visita, pero nosotros tenemos que vivir aquí —dijo Ernesto, y después escupió.
Entró en su furgoneta.
Víctor dudó, al parecer reacio a separarse de ellos.
—Lo siento —dijo, mirándose los pies incómodo—. Lo de la pistola. No sabía para qué habían venido. No sabía lo de su hijo. Pensaba que…
Ernesto bajó la ventanilla.
—Cierra la boca —dijo con desagrado—. Hijo de puta.
Víctor se calló.
—Está bien —dijo Paul—. No le des más vueltas.
Víctor se encaminó hacia el lado del pasajero con resignación y después se detuvo en seco.
—Si pretenden ir allí, no lo hagan sin la palabra.
—¿Qué palabra? —preguntó Behr.
Víctor pensó un momento.
—La contraseña. Si van sin la contraseña, les dispararán en la puerta.
—¿Cuál es? —preguntó Behr.
—Cállate, burro —chistó Ernesto, haciendo que Víctor diera un respingo.
—No sé.
Víctor suspiró profundamente y se dejó caer sobre el asiento de la camioneta de Ernesto.
La Toyota arrancó, levantando una considerable nube de polvo, y desapareció por donde había llegado. Cuando el polvo y el silencio nocturno se hubieron aposentado de nuevo, Behr adelantó su coche hasta ligeramente más allá de donde había aparcado Ernesto. Después realizaron el resto del camino a pie y emprendieron el ascenso de la elevación, quizás unos veinte escarpados metros de arena blanda que se desmoronaba bajo sus pies provocando avalanchas en miniatura a cada paso.
—¿Cree que habrá algo al otro lado? —preguntó Paul, agarrándose a raíces y rocas para ayudarse a subir.
—Tanto si es así como si no, no volveremos a ver a esos dos. Ni los dos mil dólares —respondió Behr.
—No parecía momento para regatear.
—Probablemente tenga usted razón.
Terminaron la escalada prácticamente a gatas, cuidándose mucho de no perfilarse sobre la silueta del risco. Se tumbaron boca abajo entre los matorrales de artemisa y vieron por primera vez el sitio en la oscuridad menguante. Abajo, en la cuenca que se extendía frente a ellos, a unos quinientos metros de distancia, había una serie de edificios chatos, algunos enteramente construidos con bloques, otros a partir de placas de fibra de vidrio pero alzados sobre cimientos de hormigón que se levantaban hasta medio metro sobre el suelo del desierto. Una serie de proyectores montados en postes de tres metros arrojaban una luz inmisericorde sobre el complejo.
Las estructuras aparentaban ser sólidas, pero su instalación parecía temporal, como un campamento del ejército. El único indicio de permanencia era un anillo de vegetación que rodeaba cual foso los edificios exteriores. Más allá, una valla de tela metálica coronada con rollos de alambre de espino protegía todo el complejo. Un camino de tierra que surgía de la oscuridad terminaba en una robusta puerta contra la que se apoyaba un individuo de aspecto fatigado. A medio kilómetro por detrás de los arracimados edificios se veía un gran tanque de propano junto a un pequeño cobertizo, de cuyo interior surgía el suave traqueteo de un generador. Ocasionalmente, de alguno de los edificios escapaban interjecciones en español que llegaban hasta ellos en la colina.
Behr extrajo unos prismáticos de la chaqueta y escudriñó el complejo al detalle.
—Completamente aislados —dijo. Volvió los prismáticos hacia el hombre que se apoyaba contra la puerta—. Ese grandullón está haciendo guardia. Lleva una pistola en la cadera.
Behr explicó que la vegetación que circundaba las edificaciones eran grandes echinocactus, plantados bien cerca unos de otros para impedir la entrada o salida de las mismas.
A un lado vieron una hilera de cuatro coches aparcados: un Bronco cubierto de polvo, un deslumbrante Nissan Armada, un viejo sedán Ford y un automóvil japonés, quizás un Honda Civic. Otro par de coches asomaba parcialmente por detrás de una de las construcciones, pero no consiguieron identificar los modelos ni las matrículas. Paul observó mientras Behr sacaba una libreta, le quitaba el tapón a un bolígrafo con los dientes y anotaba las matrículas de los otros vehículos.
Paul esperaba que la mirada profesional de Behr hubiera diseccionado el complejo en busca de puntos débiles, porque él desde luego no había visto ninguno en sus defensas.
La puerta del edificio principal se abrió y un hombre rotundo salió a pasear a dos perros enormes que tironeaban de sus correas.
—¿Rottweilers? —preguntó Behr, entornando los ojos para ver mejor en la distancia.
—Peor —dijo Behr, reconociendo la raza—. Presa canario. Perros de pelea españoles.
Al cabo de un rato, los perros se acuclillaron junto a los cactus y cuando hubieron hecho sus necesidades el hombre los condujo nuevamente al interior. No volvieron a salir.
Behr le pasó a Paul los prismáticos y este observó durante un largo rato. Tras oír el ruido de otra puerta que se abría, Paul se volvió bruscamente hacia la mayor de las estructuras a tiempo de ver a un par de hombres que salían del interior. Eran blancos, aparentemente norteamericanos, cuarentones, iban vestidos con ropa informal y los dos andaban dando ligeros tumbos, como si estuvieran placenteramente borrachos. Sin decir una sola palabra, se subieron al Armada y se pusieron en marcha. El guardia abrió la puerta y levantó una mano para despedirse de ellos. Después volvió a cerrar mientras el Armada se perdía en la noche. Todo volvió a quedar en calma, hasta que otro par de hombres, más bajos que el guardia de la puerta y el paseador de perros, emergieron también de la estructura principal. Entre ellos iba un muchacho alto pero esmirriado, de pelo y rasgos oscuros, vestido con un chándal, que a lo sumo tendría unos dieciséis años. Lo conducían, sin que diese muestras de resistencia, hacia otro edificio alargado, estilo casa prefabricada. De camino hicieron una parada. Uno de los hombres encendió un cigarrillo y esperó junto al muchacho mientras el otro meaba sobre los cactus. Cuando este acabó, terminaron de cruzar el complejo y desaparecieron uno tras otro en el interior del edificio alargado. Mientras entraban, unos compases de música latina escaparon al exterior a través de la puerta abierta. En los siguientes tres cuartos de hora, varios individuos que iban solos se fueron marchando de uno en uno. Después todo quedó tranquilo y en silencio. Tras un largo rato mirando, Paul bajó los prismáticos.
—Algo malo está pasando ahí abajo.
—Sí —susurró Behr.
El frío los cubría como una manta y ambos se notaron agarrotados en el duro y polvoriento suelo sobre el que estaban echados.