34

Habían dedicado otros dos días a buscar, otras dos noches a beber. Dieron por hecho que no volverían a ver a Víctor. Ahora Behr y Paul estaban pasando el día tumbados en su mugriento cuarto de motel, bebiéndose la escasa agua que les quedaba, pensando en sus cada vez más menguados fondos y viendo en el minúsculo televisor un partido de fútbol de la liga nacional que pareció prolongarse durante horas y más horas. Sus estómagos rugían, pero la comida no era una opción.

—Ese mezcal es bien potente —dijo Paul, no por primera vez.

—Como la coz de un mulo —se mostró de acuerdo Behr.

Rechazaron a una desganada señora de la limpieza y continuaron adentrándose y saliendo del sueño, interrumpidos por los cánticos y gritos de una pandilla de universitarios enfrascados en un juego de beber al otro extremo del motel; debía de ser el de las monedas o el beer pong, a juzgar por el escándalo.

Finalmente la luz que penetraba a través de la parcheada cortina empezó a cambiar del amarillo brillante al pálido y ambos comenzaron a moverse.

—Voy a darme una ducha —dijo Paul, incorporándose.

—Después voy yo.

Entonces llamaron enérgicamente a la puerta. Paul y Behr se miraron y este último se levantó de la cama, encajándose la pistola en la parte de atrás del elástico de los pantalones.

¿Quién es? —dijo.

Policía —fue la respuesta.

Behr abrió la puerta. Al otro lado aguardaba un hombre corpulento de unos treinta y tantos años. Mascaba tabaco y llevaba sombrero vaquero de paja y una 45 en la cadera. Su compañero esperaba en la distancia, en un sucio coche patrulla.

¿Sí? —preguntó Behr.

—Hablemos inglés —dijo el policía—, será más fácil.

Behr asintió.

—Soy el sargento de primera Guillermo García. Me llaman «Gigi» o también «Fernando». —Se palmeó la prominente panza y sonrió—. Ahora díganme, ¿para qué han venido a esta ciudad?

—Sobre todo por el tequila, por lo que parece —sonrió Behr, mirando con expresión vacua al policía.

—Es bueno el tequila, ¿eh?

Era evidente que Fernando esperaba algo más.

—Y para ver los monumentos, claro —añadió Behr.

—¿Y también a las chicas, puede ser? —dijo Fernando.

—Puede ser. Todavía no lo hemos decidido —dijo Behr.

Fernando cambió de expresión.

—Ah, pero ¿no saben que aquí la prostitución es ilegal? Se trata de una cuestión muy seria.

—No lo sabíamos —dijo Paul desde la cama.

—¿Es eso cierto? —preguntó Behr.

—Sí. Un crimen muy grave —dijo Fernando—. Aunque siempre cabe la posibilidad de obtener una licencia. Entonces podrán hacer lo que gusten.

—Vaya. Parece que necesitamos una —dijo Behr, metiéndose una mano en el bolsillo.

Sin sacar el fajo, separó un billete de cien dólares y se lo entregó a Fernando.

—Esto está muy bien. Ahora no tendrán problemas —dijo Fernando—. Mi jefe tendrá su mordida. ¿Entienden?

Behr sabía a lo que se refería, y no por su dominio del español, sino porque prácticamente todos los que se dedicaban a trabajar en los cuerpos de seguridad estaban familiarizados con el término «mordida», ya que todos los que participaban en la cadena recibían la suya. Behr a menudo se había preguntado qué tipo de productividad podría llegar a obtenerse si toda la organización y el esfuerzo invertidos en mantener una corrupción sistémica se aplicasen a una empresa útil.

—Ah, sí, pero esta licencia —dijo Fernando alzando el billete— expirará mañana. ¿Entienden? Si se quedan, tendré que volver.

Behr se limitó a asentir.

—Muy bien, que pasen una buena noche —dijo Fernando, saliendo del cuarto.

Behr cerró la puerta.

Al cabo de un momento, Behr se volvió hacia Paul.

—Me estaba preguntando cuándo tendríamos que vérnoslas con esto. La próxima vez nos costará más. Nos estamos quedando prácticamente sin tiempo.

Paul absorbió aquella información y se apresuró hacia la ducha.

Una vez anochecido, acudieron a la cafetería que habían adoptado como local habitual. Comieron y después pidieron café y esperaron. Una media hora más tarde Víctor apareció en la puerta. Si les guardaba algún rencor por el mal trato recibido, no lo demostró. En cambio, silbó y saludó con la mano, y Behr y Paul lo siguieron al exterior.

Caminaron a buen paso, atajando por un par de callejones. Ninguno de los tres dijo nada y pronto llegaron junto a una camioneta, una Toyota vieja y manchada de barro sobre cuyo capó estaba sentado un hombre ágil y nervudo como un cantante punk; un orangután sin pelo.

—Este es Ernesto —dijo Víctor—. Mi primo.

A pesar de la oscuridad, Ernesto llevaba puestas unas gafas de montura plateada con cristales azules. Bajó de un salto del capó y aterrizó con ambos pies firmemente en el suelo. Behr y Paul le estrecharon la mano.

¿Qué tal? —dijo Behr—. ¿Tienes algo que enseñarnos?

Ernesto se encogió de hombros.

—Podrás ganarte tu sueldo sin tener que cruzar a nadie —dijo Behr.

El pollero los observó. Puede que sospechase que fuesen polis, pero quería el dinero.

—Le pegaste a mi primo —replicó.

Behr notó que se le erizaban los pelos y le clavó una mirada de advertencia, aunque de inmediato se dio cuenta de que al tipo le había parecido más divertido que cualquier otra cosa. Sin embargo, Ernesto añadió:

—Que no se te ocurra intentar lo mismo conmigo o tendrás problemas. —Behr siguió mirándole fijamente, pero no dijo nada—. Os enseñaré un sitio. Subid.

Hizo un gesto señalando hacia la caja de su camioneta.

—Cogeremos nuestro coche y te seguiremos en él —dijo Behr, desconfiado.

—Entonces no venís.

Ernesto entró en la camioneta y la puso en marcha. Behr y Paul se miraron el uno al otro y después subieron.

Brincaron sobre una carretera de asfalto mal conservado que dio paso a un camino de tierra, y el aire dejó de estar cargado con los fétidos aromas de la ciudad y las fábricas que la rodeaban para pasar a ser fresco y gélido. Matas oscuras de enebro y artemisa se recortaban frente al resplandor azul de la noche. Behr y Paul iban sentados en la caja de la furgoneta, apoyados contra las ruedas, agachando la cabeza para protegerse del viento. El impacto de cada bache recorría el armazón metálico de la camioneta hasta llegar a sus espaldas.

Behr habló en el tono más bajo posible que le permitiera hacerse oír por encima del viento.

—Vigile al primo —empezó—. Es un navajero.

—¿Sí?

—Si sucede algo, no lo verá venir. Los cuchillos están hechos para ser sentidos, no vistos. Si se lo enseña, esté alerta, porque únicamente será para desviar su atención de alguna otra cosa.

—¿Cómo lo ha…?

—Me he dado cuenta cuando nos hemos dado la mano; un callo en la base del pulgar, duro como una piedra. ¿Alguna vez ha conocido a un cocinero? Siempre tienen un callo justo ahí, donde descansa la empuñadura de todos los cuchillos que utilizan. Y no me parece que este tipo tenga pinta de cocinero.

Paul asintió en silencio. No había nada más que decir.

Al cabo de varios kilómetros de incómodo viaje, salieron del camino para adentrarse en el llano y la camioneta comenzó a pegar fuertes botes y a cabecear bruscamente. Behr y Paul se agarraron a la regala y tragaron polvo. Transcurrieron un par de dolorosos minutos antes de que la camioneta comenzara a reducir la velocidad. Se paró durante unos momentos y después volvió a avanzar lentamente otros varios cientos de metros antes de detenerse de nuevo, esta vez de manera definitiva. Behr y Paul bajaron de la caja mientras Ernesto apagaba el motor, pero dejaba los faros encendidos. Ernesto se dirigió hacia un pequeño montículo de tierra iluminado por el haz de luz y Víctor salió de la camioneta.

—¿Qué pasa? —preguntó Paul.

—No sé —respondió Behr.

—¿Lo ven? —dijo Víctor.

—¿Lo ven? —repitió Ernesto, junto al montículo—. Les voy a enseñar algo muy peligroso —añadió, y a continuación comenzó a darle patadas al suelo.

Siguió así un momento, levantando tierra desprendida. Después se detuvo y retrocedió.

Behr y Paul intercambiaron una mirada y se acercaron. Entonces lo vieron, medio enterrado entre la tierra marrón: un costillar humano. Behr escarbó con el pie en una pila cercana y desenterró una quijada que aún conservaba todos los dientes.

—Ah, mierda —dijo.

—¿Qué es? —preguntó Paul.

Behr se acordó de lo que había visto en Eagle Creek Park y lo supo de inmediato:

—Los restos de un adolescente.

—dijo Ernesto.

Parecía vagamente orgulloso de haberles mostrado aquello.

Paul se adelantó y comenzó a darle fuertes patadas al suelo. Behr se le unió. Desenterraron fémures, húmeros, clavículas y cráneos, los vestigios de quizá media docena de cadáveres. No eran restos recientes, pero aun así el olor de la descomposición seguía estando presente.

—Aquí es donde se libran de ellos —dijo Behr.

Ernesto asintió.

—No iré más lejos —dijo—. O nos matarán a todos.

Paul fue consciente de que se encontraba en un lugar de enterramiento no consagrado y se dobló sobre sí mismo, apoyando las manos en los muslos. A continuación cayó de rodillas al suelo y comenzó a escarbar entre los restos con las manos, buscando… ¿qué? No estaba seguro. Simplemente algo que le indicase lo que necesitaba saber. Su respiración pasó a ser rápida y entrecortada. Luchó por contener unas náuseas crecientes y finalmente dejó de excavar.

Behr también se detuvo. Apenas se oía nada por encima del ruido de sus resuellos.

—¿Por qué nos has traído aquí? —preguntó Behr.

—Espera que se den por satisfechos —intervino Víctor—. Y que le paguen.

—No nos damos por satisfechos —dijo Behr—. ¿Dónde los retienen antes de traerlos aquí?

Ernesto se limitó a negar con la cabeza.

—¿Crees que voy a pagarte por un osario? —preguntó Behr.

—Aquí es donde terminan —dijo Ernesto—. No pienso llevaros al lugar del que vienen.

—Entonces no verás ni un billete —dijo Behr con firmeza.

—Habéis visto este sitio. Sé por mi primo que no sois clientes. Si os llevo allí, causaréis problemas. Y después los problemas vendrán a por . Así que ahora me vais a pagar y después os marcharéis.

Ernesto sonrió, acompañado por el chasquido de una navaja de mariposa al abrirse en su mano.

—¿Solo por esto? No —dijo Behr, plantándose directamente frente a Ernesto, pero desviándose respecto a Víctor, de manera que su costado derecho quedara protegido—. Queremos más. Necesitamos respuestas.

Ernesto asintió en dirección a Víctor, que se encontraba justo al borde del charco de luz arrojado por los faros de la camioneta. La suposición de Behr demostró ser correcta, ya que Víctor levantó ambos brazos y entre sus temblorosas manos sostenía una Ruger 357.

Paul lo vio y se incorporó lentamente. Quizás había hecho aquel viaje para morir entre lo que podrían ser los huesos de su hijo.

Behr metió relajadamente la mano en el bolsillo y agarró la empuñadura de su revólver.

—No hagas gilipolleces, Víctor, ¿entiendes? —dijo Behr sin levantar la voz—. Aparta ese trasto antes de que todo esto se vaya a la mierda.

—Primero me pega. Ahora no le quiere pagar a mi primo. No está bien —dijo Víctor.

—No le vas a disparar a nadie. Y yo no te voy a disparar a ti —dijo Behr, sacando lentamente su revólver y apuntando en todo momento al suelo, pero en la dirección general de Víctor—. Pagaremos, y pagaremos bien, si nos lleváis hasta el sitio en el que tienen a los chavales cuando aún siguen con vida.

—¿Y si os matamos y nos quedamos todo vuestro dinero? —sugirió Ernesto—. Será menos peligroso que llevaros hasta allí.

—Si haces eso, tendrás al FBI mordiéndote el culo —dijo Behr con convicción.

—Y una mierda el FBI. —Ernesto intentó sonar valiente y seguro de sí mismo.

—Y una mierda si miras en mi cartera y no encuentras una placa —dijo Behr con firmeza.

Ernesto no mostró inclinación alguna por comprobar placas ni ninguna otra cosa. En cambio, le gritó bruscamente algo a Víctor en español. Behr identificó las palabras «policía» y «federales» en su rápido intercambio. Víctor se esforzó por mantener la pistola alzada y bajo control. Era una incómoda situación de tablas, una que Paul supuso que Behr rompería de un momento a otro con un disparo, lo cual le impelió a intervenir.

—¿Tenéis hijos? —les preguntó a los mexicanos.

Por el rabillo del ojo vio que Víctor miraba en dirección a Ernesto, delatándole.

, mi hijo Keke, de dos años —dijo Ernesto, perdiendo el filo en la voz.

—Creo que mi hijo, Jamie, podría ser uno de ellos —explicó Paul, señalando con un gesto los huesos a sus pies—. Ahora tendría catorce años. —Sus palabras quedaron flotando como motas de polvo en el aire desértico—. Necesito saber qué le pasó. Ver dónde estuvo y averiguar cuál pudo ser su final aquí. Eso es lo único que quiero saber. —Paul hizo una pausa para tragar—. Espero que nada malo le suceda nunca a Keke. Ahora tienes la oportunidad de ganar un montón de dinero para él. No tiene por qué ser difícil.

Behr y Paul miraron cómo Ernesto le daba vueltas a su propuesta.

—Quiero dos mil —dijo al fin—. Es más peligroso que pasar gente al otro lado de la frontera.

—¿Dos mil? Ni hablar —replicó Behr.

—Dos mil —accedió Paul.

Ernesto asintió en dirección a Víctor para que bajase la pistola. Víctor pareció aliviado. Paul sacó el dinero de su bolsillo. No le quedaría mucho después de pagar.