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Don Ramón Ponceterra almorzaba solo en su terraza azulejada, acompañado únicamente por el discreto borboteo de una pequeña fuente y los trinos de algún que otro pájaro. Los camarones habían estado riquísimos y, mientras se llevaba a la boca un pedazo de mango con el tenedor, pensó en las manchas hepáticas en el dorso de sus manos. Cuando llegara el otoño, don Ramón cumpliría setenta años, y a pesar de que la mayoría de sus contemporáneos habían engordado, llevaban una vida sedentaria y se habían quedado calvos, él seguía siendo esbelto y vigoroso, y tenía una buena mata de pelo plateado. Solo las malditas manchas hepáticas en el dorso de las manos, tan numerosas como para formar un dibujo similar al del vientre de una trucha de arroyo, le recordaban su edad. La visión lo perturbaba y conjuraba visiones de los oscuros laberintos del olvido que le aguardaban si no actuaba.

En su vida como hombre de negocios había establecido incontables relaciones. Había conocido a latifundistas, mercaderes, comerciantes, fabricantes, ganaderos y demás, y cada uno de estos grupos consideraba a don Ramón un simple empresario como ellos. Hasta que cumplió los cuarenta y muchos, aquella percepción había respondido plenamente a la realidad. Era financieramente próspero y escrupulosamente educado; de una elegancia inmaculada en el vestir; tenía hijas y un hijo; tenía tierras; donaba a la iglesia y patrocinaba las fiestas.

Pero entonces llegó el cambio, su despertar. Coincidió con su relectura de los clásicos y el descubrimiento del concepto del «rey filósofo», tal como lo había explicado Sócrates. A pesar de que dicho término resultaba un poco grandilocuente para un hombre modesto como él, don Ramón reconoció la verdad que ocultaba en su interior. Descubrió que un hombre podía vivir su vida siguiendo los más elevados preceptos, incluso en el seno de una sociedad deteriorada que fuese incapaz de asimilarlos. Ahora, muy pocas personas en el mundo lo conocían realmente o comprendían cómo se había mantenido tan joven de aspecto. Fue aquel secreto suyo lo que desvió sus pensamientos hacia el rubio.

Muchos eran los potros que habían llegado hasta él en el pasado. Tantos que sería imposible recordar a todos los chavales. En la mayoría de los casos, la brevedad de su estancia y su salud irremediablemente mala hacían de una relación duradera algo improbable. Era muy triste. Aun así, hubo tres que llegaron a ser verdaderamente importantes para él. Habían pasado de ocupar su puesto durante un par de semanas a hacerlo durante un par de meses y por último varios años. Solo aquellos tres habían tenido el potencial de acabar convirtiéndose en verdaderos acólitos. Como bien sabían los antiguos griegos, el intercambio intelectual entre hombres doctos y muchachos jóvenes a su cargo, y la consumación física de dicha relación, constituía un vínculo superior a cualquier otro. A pesar de que muchos hombres pensaban que las mujeres y la descendencia que traían consigo eran la vía hacia la inmortalidad, don Ramón sabía que el verdadero camino era la vitalidad que surgía de su mentorazgo.

Pero aquellas tres oportunidades se habían perdido amargamente. Uno de los catamitas murió por su propia mano. Don Ramón todavía era capaz de recordar la pálida luz de la mañana que entraba en la habitación cuando descubrió el cuerpo del joven colgando de la sábana de su cama. El segundo, por desgracia, falleció a resultas de un accidente disciplinario. Y el tercero, quizás el caso más lamentable de todos, simplemente había desaparecido, escapando sin dejar ni rastro. Probablemente para fallecer en el desierto. El desasosiego que aquellos desenlaces habían provocado en don Ramón casi había sido suficiente como para desanimarle por completo de volver a encariñarse jamás con ninguno de sus potros. Pero entonces sintió el paso del tiempo y los dedos de la muerte que se extendían hacia él envueltos en telarañas y supo que debía continuar buscando. La llamada a evolucionar, a ser un hombre verdaderamente platónico, no se había acallado en su interior.

De modo que hacía un par de años comenzó la prolongada búsqueda del siguiente en una sucesión de mágicos consortes que lo mantendrían para siempre lejos del alcance de la tumba. A pesar de la creación de una compleja infraestructura —pues lo cierto era que su don para la organización empresarial era genuino, e incluso en aquellas circunstancias contar con una operación que generase beneficios era de una importancia vital—, y a pesar de las docenas de buscadores que tenía a su servicio repartidos por todos los rincones del planeta, todos los cuales trabajaban con gran energía para traerle al individuo especial que estaba buscando, prácticamente había renunciado a las esperanzas de encontrarlo. Hasta que le trajeron al rubio.

Don Ramón le dio un sorbo a su rioja. Era un pelín áspero. No le gustaban los vinos tan jóvenes. Aunque no conocía el nombre del rubio —ya que nunca se aprendía sus nombres— y tampoco sabía de dónde provenía, la información no tenía la más mínima importancia para él. Solo sabía que el muchacho resplandecía. Alguien podría haber sugerido que don Ramón se había dejado cegar por el esplendor de su pelo y por su blanquecina tez, pero eso sería una estupidez, la clase de afirmación superficial que un mundo incomprensivo siempre se muestra presto a asumir. Era otra cualidad interior la que poseía. Don Ramón se había pasado largas horas sentado a oscuras junto al rubio. Conversar era difícil debido a la diferencia de idiomas, pero en cualquier caso las palabras estaban de más. Determinadas personas desprenden un aura que cuenta su historia, y en aquel caso el relato tenía que ver con la eternidad. Incluso sentados en el mismo cuarto, simplemente por respirar el mismo aire, don Ramón podía percibir la juventud curativa que desprendía el rubio. Sin embargo, le quedaban pocas oportunidades. Esta vez no podía permitirse error alguno. Por ello don Ramón había sido extremadamente cauto con él; reservándolo, esperando la señal de conformidad que marcaría el comienzo de la unión física que lo sanaría. Pero habían transcurrido muchos meses y no sabía cuánto más podría esperar. Para aliviar sus necesidades físicas, por el momento había recurrido a varios otros que, como siempre, le habían aportado una increíble sensación de juventud y vigor y, sin embargo, también de desagrado. Don Ramón no había querido malograr al rubio de aquel modo. No, con el rubio no podría conformarse con menos que una aceptación completa. Si era capaz de conseguirla, don Ramón sentía que realmente podría vivir para siempre.

Las cavilaciones de don Ramón quedaron interrumpidas por la irrupción de una presencia en la terraza, indicada mediante un revelador carraspeo. Si era una manera educada de llamar su atención o se trataba de una condición crónica, fue algo que don Ramón se sintió incapaz de discernir. A continuación, un arrastrar de pies sobre los azulejos, el sonido de unos zapatos finos y baratos. Don Ramón solo podía atribuir tal opción al mal gusto, ya que ciertamente pagaba lo suficientemente bien a sus empleados como para que pudieran permitirse productos de calidad. Era Esteban.

Esteban Carnera se asomó desde detrás de una maceta y, viendo que don Ramón había terminado de comer, siguió avanzando.

—Don Ramón —comenzó, raspando con su áspera voz las paredes de adobe que rodeaban el patio.

Todo lo que le faltaba en modales, Esteban lo compensaba en utilidad. Era alto y de músculos prietos como un gallo bantam, de andar sigiloso. Su rostro estaba profundamente picado y lleno de cicatrices, de modo que poco le preocupaba proteger su aspecto en lo que al combate físico se refería. Con el tiempo, don Ramón había comprobado que se trataba de una enorme ventaja.

—Sí, Esteban.

—Hay unos hombres en la ciudad, recorriendo todos los locales.

—¿Sí?

—No compran, solo miran y hacen preguntas.

Aquello en sí mismo no resultaba preocupante para don Ramón. Había muchos tipos de clientes y muchos tipos de comportamiento.

—¿Qué tipo de hombres? ¿Clientes?

No sé, don Ramón. Son güeros.