32

Encontrar un lugar donde beber no fue difícil. No conocían bien Ciudad del Sol, pero todas las ciudades contienen la misma mezcla básica de humanidad. Todas tienen facetas bellas y desagradables. Todas tienen al menos una cárcel y una iglesia. Paul y Behr llevaban allí el tiempo suficiente para empezar a comprender la geometría del lugar y pronto encontraron un bar en la calle María del Monte que servía tequila local directamente en jarras de barro. Era una destilación cristalina y de sabor fresco con matices de sal y lima, así como cierto sabor al barro que la contenía. Consumieron el primer vaso en silencio. Paul sirvió rápidamente una segunda ronda.

—Tiene que creerme, no me gusta hacer mierdas como esa.

—Lo sé, Frank.

—Pero llega un momento en el que uno se harta de que jueguen con él.

—No sé si me está hablando del caso, de este viaje o de la vida en general —dijo Paul.

—Yo tampoco lo sé.

Los dos se echaron a reír.

—No estoy convencido de que ese muchacho tenga información y la esté ocultando —dijo Paul por encima de su vaso.

—Sabe algo. Todo el mundo sabe algo. Y cuando lo ocultan no siempre es de manera consciente.

Paul se dio cuenta de que estaba compartiendo con él una lección aprendida con los años. Siguieron bebiendo. Behr tenía una expresión distante en la mirada.

Junto a la barra había una hilera de hombres que vestían camisetas finas como el papel atravesadas por manchas de tierra. Su pelo largo asomaba por debajo de las gorras de béisbol y los sombreros de paja. Tenían las uñas manchadas con tierra negra. Bebían con rapidez, hablaban entre ellos y empezaron a marcharse no mucho más tarde.

Behr pidió otra jarra de tequila. Entre el licor y la fatiga, Paul comenzó a sentirse un tanto embriagado, a una distancia más tolerable de las duras aristas de la realidad. Dejó escapar un profundo suspiro. Le pareció como si este fuera a prolongarse para siempre, como si llevara un año conteniéndolo. Sacó la cartera, pero no para pagar. Extrajo la foto de Jamie que llevaba ahora en su interior. Era una de las últimas que le habían hecho antes de que desapareciera, tomada en su patio trasero. Jamie llevaba un polo rojo y mostraba media sonrisa. Paul notó que sus ojos se clavaban en los de su hijo. Se preguntó por el resto del rostro, por cómo habría cambiado. Al cabo de un rato tuvo suficiente; guardó la foto y miró a Behr.

Este vació su vaso y lo dejó sobre la mesa. Sacó la cartera a su vez. Apartó varias tarjetas de crédito y de visita hasta encontrar la foto de Tim. No la tenía a la vista. No habría podido soportar semejante espina a diario. Bajó la mirada hacia su hijo, guapo con su suéter azul sobre una camisa celeste, de pie frente a un fondo de fieltro, apoyando la mano de manera poco natural sobre una falsa barandilla a instancias del fotógrafo de la escuela. Behr miró la foto durante un momento largo, después se la pasó a Paul, cuya cabeza se inclinó sobre ella con reverencia.

—Tim, ¿verdad? —dijo Paul.

Behr asintió.

—Su retrato escolar de primero —dijo—. Aún recuerdo el día, a pesar de que ha pasado más tiempo desde entonces que todos los años que estuvo vivo. —Behr se sirvió otro vaso con mano firme—. Linda se esforzó más de lo normal en peinarle bien y adecentarlo. La sesión de fotos iba a ser a las nueve y media de la mañana. Era lo más apropiado, ya que para la hora del almuerzo Tim tendría el pelo hecho un revoltijo, la camisa arrugada y los faldones por fuera, el suéter hecho una pelota, tirado a los pies de su pupitre. Para cuando volviera a casa, estaría manchado de hierba en el mejor de los casos, suponiendo que no se hubiera hecho algún siete en la ropa. Linda le decía a diario que tuviera más cuidado. No servía de nada. El día de la foto se lo repitió al menos dos veces y a lo mejor por ello acabamos con una foto tan buena.

Paul sonrió y devolvió la instantánea. Behr la dejó en la mesa entre ellos, reacio por el momento a devolver a su hijo a la cripta de su cartera.

—Nunca me ha contado cómo falleció —dijo Paul.

Behr enderezó la espalda y habló con mesura.

—Estaba haciendo el turno de noche. Dormía durante el día. Al final de cada turno íbamos a Loader’s. Un bar de polis. Abrían más o menos a esa hora y nos tomábamos un par de cervezas. Junto a las horas extra, contribuían a aumentar mi cansancio.

Behr sabía que sonaba como si estuviera en el estrado de los testigos o realizando una declaración jurada; los hechos desnudos eran aquello a lo que se aferraba para ser capaz de continuar en las pocas ocasiones que contaba la historia en voz alta.

—Es curioso, porque aquel día cuando llegué a casa no me sentía tan cansado, así que me senté en el sofá para ver los resúmenes deportivos —continuó—. Me quedé dormido allí mismo. El sonido del disparo me despertó y cuando entré en el dormitorio había sangre por todas partes.

En aquel momento se vio obligado a detenerse, porque el recuerdo se retorcía en sus entrañas como un cuchillo oxidado. La amargura se apoderó de su mesurado testimonio.

—Un puto día de mierda te olvidas de guardar la pistola o la caja de seguridad no está bien cerrada o tu chaval te ha visto abrirla demasiadas veces y ha aprendido a hacerlo y eso es lo que consigues. —Behr fue a coger su vaso. Ambos vieron el temblor en su mano y Behr retrocedió y la ocultó bajo la mesa—. Estuvo en coma tres semanas antes de morir. Tres putas semanas.

Horribles imágenes pasaron por su mente mientras luchaba por controlar su respiración irregular.

—Con esto habría terminado rápido —dijo posando una mano, ahora estable según le pareció, sobre el tablero de la mesa. Debajo se intuía la negra silueta de su revólver, el Bulldog 44—. En caso de accidente o si te ves obligado a usarla, no quieres medias tintas. Esa fue mi lección. ¿Se puede ser más estúpido? —Behr hizo desaparecer el arma y después el tequila. A continuación golpeó con el índice su reloj de muñeca, un Omega Speedmaster de acero inoxidable—. Así que esta es la suma total de mi familia. Mi mujer me lo regaló por nuestro quinto aniversario. Es lo único que queda de nuestro matrimonio. Supongo que era de mejor calidad.

Behr pudo notar que tenía una expresión desquiciada en el rostro y estaba seguro de que Paul se había dado cuenta.

—Ah, Frank —dijo este, incapaz de añadir nada más.

—Ya estoy lo suficientemente borracho.

Behr se puso en pie.

La noche era negrísima. Si había farolas en la ciudad, debían de estar todas rotas o se apagaban al unísono a una hora determinada, ya que no había ninguna encendida. Siguieron de manera intuitiva el camino de regreso hasta su hotel, internándose por una calle, pensándoselo mejor, regresando sobre sus pasos y siguiendo por otra. Doblaron una esquina y caminaron junto a una valla metálica que rodeaba un solar de coches usados que recordaban haber visto antes. De repente, un torbellino de pelaje negro y blancas fauces se arrojó contra la valla. Un par de perros guardianes de ojos amarillentos, que gruñían roncamente, habían surgido de la oscuridad para lanzarse contra Behr y Paul. Los animales rebotaron en la valla, solo para volver a lanzarse contra ellos. Paul retrocedió instintivamente de un salto, pero Behr se volvió hacia los animales. Agarró la valla con los dedos y dejó escapar un gruñido más grave y amenazante que el proferido por los perros. Al agarrar la valla con las manos, Behr les estaba dando a estos oportunidad de sobra para morderle. Los perros, sin embargo, retrocedieron. Cabriolaron con las patas delanteras e intentaron levantar otro muro de gruñidos. Behr comenzó a ladrarles. Sonaba como un demente mastín humano. Paul se colocó a su lado y agarró la valla. También él comenzó a ladrar, aunque sus ladridos sonaron como los de una hiena frenética. Los perros, temerosos y confundidos, dejaron escapar un par de gemidos y desaparecieron de nuevo entre las tinieblas del solar.

Después de que los dedos se le hubieran puesto blancos de tanto agarrar, Behr soltó la valla y se echó a reír. Entonces Paul comenzó a reírse también. Las carcajadas llegaban en oleadas. Roncaron y aullaron, doblándose por la cintura. Al cabo de un rato, lo que fuese que hubiera tenido de graciosa la situación se agotó y solo quedó el silencio. Ambos se enderezaron y reemprendieron el camino hacia el motel, donde les aguardaba el descanso, negro y sin sueños.