31

Condujeron hacia un horizonte azul y metálico como un revólver. Mientras se dirigían a la frontera del estado se cruzaron con las trilladoras que viajaban hacia el norte para la recogida de la cosecha, en marcha a pesar de que apenas había amanecido para aprovechar que no había rocío y el viento soplaba desde el sur. Formaciones de cosechadoras barrían grandes extensiones de trébol rojo. En la distancia, las gigantescas máquinas temblaban bajo nubes de polvo creadas por ellas mismas al cortar y recoger los cultivos, trillando la semilla del tallo, separando las ahechaduras y escupiendo los tallos de nuevo al suelo.

Tenían la radio puesta en AM y captaron la emisión de las noticias agrícolas. La familiar cadencia devolvió a Behr a sus años de juventud, a la camioneta de su padre, donde juntos escuchaban noticias de una importancia vital para su supervivencia. «A pesar de la reducción en acres cultivados —informó el operador del elevador de grano local—, las condiciones del invierno pasado fueron ideales. El trigo ha terminado la invernada entrando en su ciclo de desarrollo final antes que otros años. El nivel de humedad es ahora mismo del catorce por ciento, perfecto para una cosecha temprana y una buena oportunidad para doblar el cultivo…»

La recepción no resistió mucho más y pronto perdieron la emisora. Paul apagó la radio y siguieron conduciendo en silencio, mirando por las ventanillas. El trillado era un trabajo rápido y pronto empezaron a encontrar todos los campos junto a los que pasaban completamente segados. Continuaron a través del llano inmutable bajo un cielo vacío.

Behr a punto estuvo de tomar el desvío hacia casa de Linda, por costumbre, tal como hacía siempre que se dirigía al sur. Era una respuesta automática que se activaba cada vez que se encontraba cerca de Vallonia. Durante mucho tiempo había sentido un dolor en su interior, una palpitante sensación de vacío en el mismo lugar que su ex mujer solía colmar, como el dolor fantasma que afirman sentir las personas que han perdido un miembro por amputación. Era una sensación que había dado por sentada durante muchos años y con la que había acabado desarrollando una perversa familiaridad. Pero mientras pasaban a toda velocidad junto al desvío que habría debido tomar para llegar hasta Linda, el dolor hizo acto de presencia únicamente como un breve reflejo que no ocupó ni de lejos la cantidad de espacio que ocupaban sus pensamientos sobre Susan. En cualquier caso, mientras seguían avanzando, también ella desapareció de su mente, viéndose sustituida por especulaciones acerca de qué podían esperar encontrar y a qué se iban a enfrentar en Ciudad del Sol, y también sobre aquello que había escondido en el maletero bajo un pedazo de moqueta en el amplio espacio para la rueda de recambio.

El sol brillaba en lo alto y atravesaba el parabrisas como un soplete de acetileno cuando entraron en Missouri y, casi por la fuerza del impulso, comenzaron a hablar.

—¿Qué sucedió entre usted y el capitán Pomeroy? —preguntó Paul.

Behr condujo durante otros dos kilómetros buscando una manera cómoda de apoyar su brazo herido mientras ponderaba la respuesta.

—Cuando eres policía —comenzó, esquivando una zarigüeya atropellada que se curtía al sol—, la ciudad en la que trabajas pasa a ser tu ciudad. Es tu preocupación. Te entregas a ella. Accidentes. Emergencias. Incendios. Disturbios. Tiroteos. Lo que sea. Si sucede, haces acto de presencia, tanto si estás de guardia como si no, incluso después de haberte retirado. Y a cambio esperas algo. Algo pequeño. Esperas pertenecer a la ciudad tanto como la ciudad te pertenece a ti.

Behr le contó a Paul la relación entre su compañero y Pomeroy, el tiroteo, el resentimiento.

—Tratándome de la manera en que lo hizo —terminó Behr—, Pomeroy me arrebató esa sensación de pertenencia.

Repostaron en Sikeston y Behr siguió al volante. Abordaron la siguiente cuestión como nadadores que se internan en un lago de montaña de aguas extremadamente frías.

—Estaba lleno de contradicciones. Jamie —dijo Paul—. Tímido, pero también dueño de sí mismo. Siempre necesitaba un minuto cuando se encontraba ante una situación nueva, el primer día de escuela, la fiesta de cumpleaños de otro niño o lo que fuera. Necesitaba asimilarlo en silencio, adivinar por su cuenta el lugar que le correspondía en ese nuevo espacio. Al poco comenzaba a cobrar volumen y velocidad. Después, volvía a ser él mismo, como cuando estaba en casa, correteando, riendo y charloteando…

Paul dejó que sus palabras murieran, nada acostumbrado a hablar de aquello a pesar de todo. Por mucho que hubieran debatido los detalles del caso, Paul nunca se había atrevido a tratar recuerdos personales con Behr. Pero su sencilla rememoración empujó al detective hacia la suya.

—Tim se reía a todas horas. Era un chaval grandote.

—No me sorprende.

—Un gorilón. Un ferroviario en pañales incluso de muy pequeño. El mundo parecía rebotarle contra la piel. Rompió todo lo que teníamos en casa al menos una vez.

Behr sonrió e hizo una mueca, pues el humor todavía acarreaba consigo un filo de dolor.

—¿Cómo es que no tuvieron más? —preguntó Paul.

—No podíamos. Linda, mi ex esposa, sufrió complicaciones en el parto. ¿Ustedes?

—Deberíamos haberlo hecho. Creía que lo haríamos. Pero a medida que iban pasando los años con Jamie simplemente nos sentíamos… completos.

Se habían adentrado hasta los tobillos, la temperatura del agua les había cortado el aliento y no animaba a seguir adelante. Pero se armaron de coraje y continuaron.

—Sé… —comenzó Paul, después corrigió sus palabras—. Quiero decir, que puedo intentar y decirme a mí mismo… que cada minuto que pasamos con él fue un regalo que debe ser apreciado. Sigo esperando a que la sensación de fracaso desaparezca para poder empezar a interpretarlo así.

El comentario era en parte una pregunta y la respuesta de Behr fue muda, un remover del cuerpo, un sonido emparentado con un suspiro del que solo unos pocos desafortunados podrían extraer un significado. El silencio reinó durante otros noventa kilómetros. El verde oscuro de los árboles de hoja caduca en flor dio paso a un desgastado paisaje de amarillentas artemisas.

—Desearía haberme limitado a ser más feliz cada uno de los días que pasé con mi esposa y mi hijo, cuando aún lo tenía todo —dijo Behr mientras pasaban una señal que anunciaba, varios kilómetros más adelante, el desvío hacia la casa natal de Jesse James—. Entonces siempre vivía pendiente de encontrar un momento más adecuado, unas vacaciones, un ascenso, el verano, cuando las cosas pudieran ser perfectas. No me daba cuenta de que el momento era cada mañana o al final de cada día, dependiendo del turno que me hubiera tocado. Y durante los partidos de liga escolar… la de mierda nueva que aprendía…

—De sus amigos, no de las clases…

—Exacto.

Las sonrisas de ambos hombres se desdibujaron.

Paul asintió lentamente, como si el interior del coche fuera una cápsula espacial en gravedad cero.

—La suerte siempre parece acompañar a los demás —dijo.

Se acordó del desayuno que habían tomado antes de partir. Carol había preparado unos huevos con beicon perfectos y el café había tenido la fuerza justa. Aunque no habían hablado demasiado, el ambiente entre los tres había sido placentero, como podría haberlo sido si Behr y Paul se dispusieran a ir de pesca en vez de hacia lo desconocido. Una vez había oído la idea de que al final uno no recordaba la vida como un todo, sino simplemente como una cadena de momentos. Si tal era el caso, el desayuno de aquella mañana sería uno de ellos.

—Lo único que tenemos son momentos —dijo Paul en voz alta, como si Behr estuviese al tanto de sus pensamientos.

—Sí —se mostró de acuerdo Behr, como si le hubiera comprendido por completo.

Condujeron sin parar toda la noche —una capa de negrura atravesada únicamente por los faros de grandes camiones y por las brillantes luces de las gasolineras que bordeaban la carretera—, mientras Arkansas y Texas se deslizaban bajo sus ruedas. Salieron de la interestatal para comprar patatillas y refrescos y turnarse al volante, pero no se detuvieron a descansar. La distancia era de mil novecientos kilómetros y habían previsto que tardarían veinticinco o veintiséis horas en recorrerla. Lo hicieron en poco más de veintidós. Cuando se les acabó la noche se encontraban al sur de Austin. La mañana llegó, y para cuando alcanzaron Laredo y la frontera, la alta estepa había dado paso al desierto. Compraron treinta y cinco litros de agua mineral y finalmente reclinaron sus asientos para echar un sueño de un par de horas antes de dirigirse hacia el sudoeste y una extensión de tierra que no era sino arena y chaparral, donde finalmente se sumaron a la cola de coches que aguardaba para cruzar el río sobre el puente.

Ciudad del Sol. Una nauseabunda sensación de temor cubrió a Paul junto a una fina capa de polvo mientras salían del lado estadounidense de la frontera sin que los guardias fronterizos mexicanos les echaran apenas un vistazo de reojo. Paul sorprendió la mirada de Behr absorbiendo los entresijos de la aduana e hizo lo propio, observando a los guardias del lado norteamericano que, incluso ahora, solo dedicaban una pizca más de atención que sus homólogos mexicanos. El tráfico había quedado atrapado entre avejentados rollos de alambre de espino oxidado y cadenas que aseguraban torpemente la zona. Paul no estaba seguro de si todo aquello tendría alguna importancia o qué detalles se suponía que debía recordar, pero en cualquier caso intentó catalogarlo todo.

—Solo somos turistas. De vacaciones —dijo Behr—. Si registran el coche, se nos ha ocurrido aprovechar para practicar un poco de tiro al pichón.

Paul comprendió que había armas en el maletero.

Llamaron a la ventanilla del pasajero. Ambos se volvieron hacia el sonido. Era un muchacho esbelto de veintitantos años que caminaba entre las hileras de coches detenidos. Les mostró una bolsa de naranjas sucias.

—No queremos nada. No, gracias —dijo Paul, bajando la ventanilla hasta la mitad.

No queremos —añadió Behr desde el asiento del conductor.

El joven dejó caer las naranjas al suelo.

—Ah, hablan español. Muy bien. ¿Qué necesitan? Soy Víctor. Seré su agente de viajes en México —dijo el joven en un inglés bastante decente.

Behr y Paul se lo quedaron mirando, después el tráfico volvió a avanzar y siguieron su camino. Paul subió la ventanilla para protegerse de las nubes de polvo.

Tras haber dejado atrás la frontera, atravesaron lo que parecía una zona desmilitarizada llena de botellas rotas, basura llameante y vehículos calcinados. Pasaron junto a jóvenes que empujaban viejas bicicletas sepultadas bajo pesadas cargas. Rodearon los lindes de la ciudad, completamente bordeada por campos embarrados que intentaban pasar por tierras de cultivo. Grupos de braceros descansaban a la sombra de antiguos camiones cuyas cajas estaban hechas con tablones de madera, aprovechando la hora de un almuerzo que parecía incluir poca comida, meramente descanso. En el extremo oriental de la ciudad pasaron junto a las maquiladoras, fábricas largas y chatas, construidas con bloques de granito, puntuadas por diminutas ventanas rotas que no podían aportar demasiada luz ni aire a las jóvenes que allí trabajaban, ensamblando productos a cambio de un sueldo propio de esclavos.

Alcanzaron lo que pasaba por ser el casco antiguo de Ciudad del Sol —ligeramente más aparente que las afueras—, aparcaron el coche y echaron a caminar entre mexicanos y otros norteamericanos: universitarios de juerga tequilera que vestían las camisetas de sus facultades del sudoeste; pálidos y rechonchos empresarios de medio pelo vestidos con polos y pantalones de algodón; jóvenes bohemios de camino hacia otros destinos más al sur; matrimonios de edad avanzada que se apelotonaban en grupos y a los que alguien habría hecho mejor recomendándoles un crucero. Pasaron frente a puestos que vendían las mismas baratijas y que colmaban ambos lados de las calles, estrechándolas, obligando a los peatones a apretujarse peligrosamente frente al tráfico de polvorientos vehículos que ocasionalmente pasaban rugiendo y haciendo sonar sus estridentes cláxones. Guitarras de pobre factura colgaban en densas hileras frente a las tiendas de instrumentos musicales. Sombreros, gafas de sol de plástico, botellas de mezcal, protector solar, mantas y camisetas de todos los colores flanqueaban el camino. Enganchadas a los carros aguardaban lo que parecían ser pequeñas cebras, en realidad burritos pintados de blanco y negro. Una foto con los animales costaba un dólar, un paseo en el carro costaba dos. Nadie parecía interesado en ninguna de las dos cosas.

Llegaron a una plaza, dominada por una gran iglesia erosionada en un extremo y un deteriorado edificio gubernamental en el otro. Perros descoloridos por el sol correteaban alrededor de una fuente seca. Los ancianos se congregaban en los bancos y mujeres fornidas arrastraban a sus niños de la mano a la vez que cargaban con un segundo infante en el brazo que les quedaba libre. Un grupo de jóvenes con finas cazadoras de piel y zapatillas deportivas desgastadas se había reunido a fumar de pie bajo un enorme árbol. Paul no tenía ni idea de qué harían a continuación.

—¿Tiene hambre? —preguntó Behr.

Paul se encogió de hombros y abandonaron la plaza para tomar una calle lateral en la que encontraron un pequeño edificio con planchas de chapa por tejado que era a la vez colmado y una especie de restaurante.

Se estaban comiendo un pollo reseco con arroz amarillento, empapado en una salsa extremadamente picante que esperaban matase las bacterias, cuando Víctor entró y se les acercó.

Hola otra vez —dijo, sentándose a su mesa. Paul miró a Behr, el cual no puso ninguna objeción—. ¿Están de vacaciones? —preguntó Víctor.

—Sí, claro —respondió Behr.

—Invítenme a una cerveza —dijo Víctor.

Behr asintió y Víctor llamó a la mujer que les había traído la comida. Un momento más tarde, esta regresó con una lata de Tecate. Víctor le dio un sorbo y sonrió, apoyando sus angulosos codos sobre la mesa. Era alto y delgado, tenía un poblado bigote negro e improbables ojos azules.

—Bueno, ¿y qué es lo que buscan? ¿Una visita guiada? ¿Una fiesta? ¿Un buen día de pesca? Yo les consigo lo que ustedes quieran. —Behr se encogió de hombros ante las ofertas, sin mostrar demasiado interés—. A lo mejor quieren mujeres. Chicas guapas…

Paul vio que Behr se animaba al oír aquello e intentó parecer igual de interesado.

Sí, sí, señor, lo que quieran. Les llevaré a un buen sitio.

Behr echó a un lado su plato.

—Suena bien —dijo.

Mientras salían del restaurante, Behr dijo:

—Somos un tanto exigentes. Queremos algo especial, tenlo en cuenta. No nos lleves a los sitios de siempre.

Sí, sí, ustedes eligen —les aseguró Víctor.

No estaba del todo claro que les hubiera entendido.

La tarde pasó a ser impresionantemente calurosa, el aire sofocante. Todo se movía a un ritmo lánguido y estrangulado. El primer burdel era un pequeño edificio de adobe conectado a una caravana alzada sobre bloques de hormigón. Media docena de mujeres se sentaban en un círculo de sillas de plástico a la sombra de una lona atada a la estructura. Vestían ajustadas camisetas de poliéster y faldas holgadas. Bebían Coca-Cola en botellas empapadas por la condensación y no se movieron ni se molestaron en hacer el número cuando vieron llegar a Behr y a Paul guiados por Víctor. Este saludó a varias de ellas y después una mujer pequeña y morena de ojos severos emergió de la caravana. Víctor se dirigió a ella como Marta y después debió de ponerse a hablarle de ellos, puesto que la mujer los observó con su penetrante mirada.

A pesar de que no medía más de metro cincuenta, se dirigió hacia ellos con osadía.

¿Cómo están? —empezó—. ¿Quieren chicas bonitas?

Behr y Paul se encogieron de hombros en una especie de vago asentimiento y la mujer agarró a Paul de la mano y lo condujo hasta sus chicas. Un par de ellas sonrieron ante su evidente incomodidad. Como grupo formaban un conjunto más bien normal y corriente. Algunas más altas, otras más entradas en carnes, otras más bonitas, pero los rasgos particulares de cada una parecían entremezclarse con los de todas.

—Vamos a divertirnos —invitó una de las más jóvenes, que tenía una dentadura deslumbrantemente blanca y el pelo negro y brillante.

Había optado por no teñírselo de rubio como varias de sus compañeras, lo cual la convertía en una de las más atractivas del grupo.

Marta miró a Behr y a Paul, aguardando una decisión, pero cuando vio que no se animaban se volvió hacia Víctor.

—¿Les gustan estas chicas? —preguntó Víctor.

—No —dijo Behr—. ¿Hay más?

—Quizá luego, más tarde. Pero son como estas —respondió Víctor.

—Buscamos algo diferente. Más joven. Diferente —dijo Behr.

Víctor y Marta hablaron en español de manera entrecortada y a tal velocidad que Behr y Paul fueron incapaces de entender nada. Marta les clavó otra escrutadora mirada y murmuró:

¿Qué quieren, el rancho de los caballitos?

Ya basta, Marta —dijo Víctor.

Después ambos continuaron en voz demasiado baja como para que pudieran oírles.

Víctor se volvió hacia ellos.

—Marta cree que a lo mejor son ustedes policías. Le he dicho que no.

Behr se volvió hacia Marta.

—No —dijo—. No queremos.

Sacó un billete de cien dólares de su fajo y se lo entregó a la mujer. Ella lo aceptó como si le hubiera ofrecido un palillo. Sus muchachas parecieron si acaso divertidas ante aquel rechazo.

No importa —farfulló Marta antes de volver a refugiarse en el interior.

—Vamos —dijo Víctor, agarrándolos a los dos del brazo—. Hay muchos sitios.

Behr se detuvo.

—Víctor, no queremos esto. Encuéntranos algo más interesante. ¿Comprendes?

Víctor hizo lo posible por comprender.

Más interesante. Sí. Claro.

Pasaron las siguientes horas visitando burdel tras hediondo burdel hasta que todos se les acabaron confundiendo. Algunos en el centro de la ciudad, en abarrotados edificios de apartamentos; otros en las afueras, en granjas de adobe. Gastaron más de mil dólares en madamas y chulos, intentando comprar conversación y una buena disposición, y prácticamente otro tanto para librarse de los chulos que se empeñaban en acompañarles hasta el siguiente burdel. Al cabo de un rato ya no podían distinguir si los clientes, principalmente norteamericanos —a alguno de los cuales vieron en más de un local—, eran cada vez más mayores o realmente las prostitutas que desfilaban frente a ellos eran más jóvenes en cada nueva parada. Quizá fue el número en sí de jóvenes disponibles lo que terminó por abrumarles. Behr y Paul interpretaron el papel de norteamericanos acomodados, turistas sexuales en busca de una experiencia decadente. En varios locales bebieron algo mientras ojeaban a las fulanas; después rechazaban sus avances y charlaban con alguna de las chicas y las madamas, haciendo crípticas referencias a lo que andaban buscando realmente.

Al atardecer entraron en un espectáculo de sexo en vivo. Se quedaron al fondo de la sala, que estaba prácticamente vacía salvo por unos pocos clientes puestos de pie. La estancia estaba cargada con un pesado y fétido aroma a pollos y sangre que llevó a Behr de regreso a su infancia en la granja.

—¿Aquí se celebran peleas de gallos? —le preguntó a Víctor, que pareció impresionado con la pregunta y respondió afirmativamente.

Un hombre delgado como un palillo entró y se contoneó sobre el escenario al son de una mala y crepitante grabación de un tema tradicional mexicano. Después una mujer de no más de veinte años salió al escenario con un vestido rojísimo que dejó caer sin más fanfarria. Su cuerpo era firme y tenía la piel de color moca, pero uno de los costados de su abdomen estaba atravesado por queloides purpúreos. La ondulada melena le caía más allá de los hombros, oscureciendo un par de rudimentarios tatuajes. Se tumbó en la cama y el hombre delgado la montó sin apenas preámbulos.

Un invisible maestro de ceremonias parloteaba escandalosamente en español a través del sistema de sonido para deleite de los otros tres o cuatro individuos que componían el público.

La pareja prosiguió durante un buen rato, cambiando de postura varias veces. Behr y Paul intercambiaron una mirada y se dirigieron a la puerta. Víctor siguió con un ojo puesto en el espectáculo incluso mientras les seguía al exterior.

Fuera, la llegada de la noche había aligerado un poco el ambiente, o a lo mejor fue simplemente alejarse del espectáculo lo que les permitió respirar con más facilidad.

—¿No les ha gustado el show? —preguntó Víctor, al parecer perdiendo por primera vez la fe en sus clientes.

—No mucho —respondió Behr.

—Ha estado bien —dijo Paul, como si Víctor fuese el empresario responsable de lo que acababan de ver y no quisiera ofenderlo.

—Nos vamos a cenar —dijo Behr, alejándose.

—Les acompaño —se ofreció Víctor—. Hay otros locales…

—No —dijo Behr, dándole a Víctor ciento cincuenta dólares—. Ya nos veremos.

La sordidez del día le había dejado los nervios a flor de piel y le había abierto un pozo de nauseabunda frustración en el interior. Necesitaba un descanso.

Dejaron a Víctor plantado en mitad de la calle, con aspecto acongojado a pesar de su sonrisa.

Behr y Paul encontraron un lúgubre motel que disponía de una habitación con dos camas dobles y un cuarto de baño cargado de condensación en el que se lavaron la mugre acumulada durante el día de la cara y el cuello. El brazo de Behr había sanado hasta el punto de que simplemente le bastaba con llevarlo bien vendado, lo cual fue una suerte teniendo en cuenta que el motel no tenía máquina de hielo. Los dos estaban cansados, pero ninguno se planteó siquiera la posibilidad de dormir. El recepcionista les recomendó un restaurante situado en su misma calle. Habían intercambiado quizá cincuenta palabras en todo el día. No había nada que decir.

Se sentaron a comer carne asada con arroz y frijoles en unos grandes platos de cerámica. Lo regaron todo con una cerveza semifría y ahuyentaron con sus respectivas manos libres a las gordas y avariciosas moscas.

—Tenía que venir —dijo Paul con un tono de disculpa en la voz.

—Lo sé —respondió Behr.

—Ha sido una pérdida de tiempo. De todo.

—No —dijo Behr, aunque no tuviera gran cosa con la que respaldar su afirmación.

—Ya ni siquiera soy su padre.

—Eso no termina solo porque su hijo ya no esté —dijo Behr apartando su plato.

—Podemos marcharnos…

—Nos marcharemos cuando hayamos acabado.

Fue entonces cuando vieron a Víctor entrando por la puerta del restaurante. Se levantaron y Paul lanzó un par de billetes sobre la mesa. Después siguió el ejemplo de Behr y pasó junto a Víctor sin ni siquiera mirarle. El persistente joven les siguió al exterior, incluso cuando se alejaron del haz de luz arrojado por el restaurante para internarse entre las sombras en las que se hallaba sumido el resto de la calle.

—¡Eh, esperen!

—El chaval no abandona —le dijo Behr a Paul, deteniéndose y permitiendo que Víctor les alcanzara.

—¿Les llevo a otro sitio? —dijo Víctor, esperanzado.

—Hemos terminado contigo —dijo Behr.

—Vamos, hombre.

—De acuerdo —dijo Behr, dándose la vuelta y pegándose al delgado joven—. Llévanos al sitio al que van los gringos ricos a buscar la carne verdaderamente tierna. Chicos.

Víctor comprendió a qué se refería. Los estudió a ambos.

—Ustedes no son jotos.

Behr agarró a Víctor de la pechera y tiró de él, haciéndole perder el equilibrio. Paul escudriñó la calle a uno y otro costado, pero no había nadie más a la vista.

—No, pero queremos averiguar qué ha sido de alguien importante. Alguien que podría haber acabado allí. Así pues, ¿adónde nos llevarías si nos gustaran los jovencitos?

—Son policías…

—No.

—Váyanse a tomar por culo.

—Me caes bien, Víctor. Te has portado bien con nosotros. Solo intentas ganarte la vida, ¿verdad?

Sí, sí.

—Pero si no nos ayudas voy a empezar a romperte cosas.

—No, tío. Suéltame.

Behr retrocedió como un torbellino y lanzó un corto y demoledor puñetazo contra el hígado de Víctor. El joven jadeó y se desplomó, pero Behr lo sostuvo.

—Te esperan más como ese —advirtió Behr, y Víctor asintió con la cabeza.

Al cabo de un momento recuperó la capacidad de hablar.

—Mi primo es pollero.

—¿Qué es eso, un pollo vaquero? —preguntó Behr, pues su español era rudimentario.

—Un coyote. ¿Saben lo que es?

—El que conduce a los ilegales al otro lado de la frontera —asintió Behr con conocimiento.

. Mil dólares —jadeó Víctor—. También ayuda con otras cosas. ¿Entiendes?

—¿Dónde podemos encontrarle?

—Ahora mismo no está. Volverá mañana por la noche. Quizá pasado.

—Y una mierda —dijo Behr.

—Es cierto. Entonces podrán hablar con él.

Behr soltó a Víctor, retrocedió y se pasó las manos por el pelo. Víctor se palpó el tronco con las manos.

Paul se acercó a él, le entregó dos billetes de cien dólares y le palmeó un hombro.

—Tráelo hasta nosotros cuando haya vuelto. Si nos lleva al lugar al que queremos ir, recibirás los ochocientos restantes —dijo.

—Y ni se te ocurra jodernos —añadió Behr.

—No les joderé —les aseguró Víctor, y desapareció en la noche.

—Mierda —musitó Behr cuando se quedaron los dos solos.

—Vamos a tomar una copa —dijo Paul.

—Eh… —empezó a decir Behr, con un tono de derrota en la voz que Paul no le había oído hasta entonces.

En boca de otros hombres no habría significado gran cosa, pero viniendo de Behr resultaba inaceptable.

—Necesito una —dijo Paul.